Cada tres o cuatro meses los indios venían a ver el árbol. Llegaban desde el desierto profundo, sombríos y curiosos, a contemplar algo que nunca habían visto.
Lo que más nos sorprendió al principio fueron esos rollos compuestos de ramas y yuyos secos que pasaban rodando empujados por el viento. Padre nos dijo que se llamaban cardos rusos y que habían llegado al país huyendo de la Revolución zarista. Nosotros nos sentábamos afuera del rancho para verlos pasar cuando había mucho viento; siempre había mucho viento, y nos divertía verlos saltar cuando golpeaban contra alguna piedra o algún promontorio. Era un espectáculo maravilloso y podíamos estar comentándolo durante varios días. El anacoreta disentía con la teoría de Padre. Él sostenía que así como un pájaro desde muy lejos había traído en su panza la semilla que había hecho crecer el árbol, también el viento podía haber traído desde el otro continente esos rollos que tanto nos entretenían, que no tenían relación alguna con la política. El anacoreta iba más lejos y abundaba sobre la vastedad de las comunicaciones posibles. Decía que un pez, como ser un esturión, podía morder a un enfermo en las costas del mar Báltico antes de ser pescado en el litoral, en Paso de la Patria, y de allí en más el pescador y su familia podían intoxicarse comiendo caviar rojo desaprensivamente. El relato sonaba lógico pero, para ser sincero, su aspecto revelaba cierto desequilibrio.
El anacoreta fue otra de las cosas que nos sorprendió cuando llegamos a la zona de Nadería. Padre nos explicó luego que un anacoreta era una persona que vivía en un lugar solitario, entregada a la contemplación y la penitencia. Nos vino bien la descripción pues la única vez que habíamos oído mencionar esa palabra creímos que anacoreta era una especie cercana al mamboretá. El que nosotros encontramos vivía dentro de un esqueleto de vaca. Se veía que era el esqueleto de un animal grande y el anacoreta —que decía no tener nombre— lo había recubierto con pedazos de cuero, viejos trozos de ponchos y abrigos varios. Él vivía recostado en la parte del tórax del animal, que era más amplia y hasta podía decirse cómoda y confortable. Pero recibía en el sector que correspondía a los cuartos traseros porque no quería perder privacidad. Fue él quien nos indicó el camino para llegar hasta el árbol.
—Es lo único que en este desierto —dijo— se levanta más de un metro sobre el suelo.
Fue sencillo encontrarlo, tras veintitrés días de viaje. Allí Padre decidió que construiríamos el rancho.
Padre decidió que dejáramos Clericó cuando nuestra madre nos abandonó. Éramos trece hermanos, separados todos por apenas un año de diferencia y yo era el único varón. La mayor, Laura, tenía en ese entonces catorce años. Un día, Madre dijo que iba, como siempre, hasta el almacén de ramos generales de don Cosme y no volvió más. Padre primero dijo que habría mucha gente, y luego nos anunció, abruptamente, que nos marchábamos de Clericó.
—Me cansé —nos dijo— de las grandes urbes, de la promiscuidad, del apuro.
Nosotros pensamos que había tomado esa determinación por otras causas, porque Clericó por entonces estaba habitada por cincuenta y ocho personas, algunas de ellas ya muy cercanas a la muerte. Concluimos que lo avergonzaba mucho haber sido abandonado. Nada se supo de Madre hasta nuestros días, cuando llegó a mis oídos que había sido vista sirviendo de soldadera en las tropas del caudillo correntino Esmeraldo Pavón.
—De todas maneras —nos alertó el anacoreta cuando ya nos alejábamos de su casa-osamenta—, no es conveniente que construyan un rancho debajo de un árbol, que es el único que existe más al sur del río Colorado. Es sabido que los rayos, en las tormentas eléctricas, son atraídos enfermizamente por los objetos puntiagudos que se elevan perpendiculares a la tierra.
Nos contó luego de un hermano suyo, que vivía en Goya, a quien un rayo le fulminó una garza amaestrada que tenía.
No le hicimos caso y nos adentramos en el territorio conocido como Nadería por los habitantes de la frontera, dado que allí, en ese páramo, no había nada de nada. En los mapas militares, incluso, la región no estaba ni pintada y se traslucía la trama del papel telado sobre el cual estaba impreso el mapa.
Por otra parte, un vecino de Clericó a quien Padre le comunicó nuestra intención de radicarnos en Nadería nos contó que él, como vendedor ambulante de carreteles de hilo de coser, conocía la zona: sabía que allí no había llovido desde que cualquier ser humano o animal pudiera recordar. Y mucho menos se había desencadenado una tormenta eléctrica.
La vida en el desierto, en el rancho que construimos bajo el árbol, era, podía decirse, tranquila. Lo más trabajoso para Padre era llevarnos hasta la escuela, ya que insistía en que debíamos recibir educación primaria. Caminábamos todos los días seis horas de ida y seis de vuelta para asistir a una hora de clase, reducida por los veinte minutos de recreo. Dos días a la semana nos tocaba clase de Música, pero la maestra generalmente faltaba. Fue la señorita Antonia la que advirtió a mi padre sobre los indios.
—Cuídese usted de ellos —le dijo—. No suelen acercarse a las poblaciones blancas salvo que tengan motivos considerables, como el deseo de quemarlas y saquearlas. Además, no olvide que usted es padre de trece mujeres y las mujeres son siempre un atractivo para esos salvajes.
La misma señorita Antonia fue la que nos documentó sobre el árbol, en clase de Botánica.
—Se trata —ilustró— de un argibay leñoso, Argibus maderea en latín, ya que es de origen latino. Es el único árbol que existe en este desierto y constituye casi un orgullo y una referencia de suma importancia para la región. Posiblemente su semilla haya sido transportada hacia aquí en el vientre de un pájaro que la comió en tierras lejanas, del Norte tal vez, y la despidió entre sus heces sobre la tierra, lo que le permitió crecer.
Ese día nos fuimos maravillados aunque algo confusos porque no sabíamos el significado de la palabra «heces». Padre nos dijo que la hece era una letra fundamental para escribir «salame», pero su explicación no disipó nuestras dudas. Padre condujo entonces la conversación, durante las seis horas del regreso, al tema de la sombra.
—Al no haber árboles —nos había dicho la señorita Antonia— es difícil explicarles a los aborígenes qué significa la sombra.
La peligrosidad del territorio quedó de manifiesto un día a causa, paradójicamente, de uno de nuestros entretenimientos más gozados. Un cardo ruso, de enorme volumen, que rodaba en forma vertiginosa por obra del viento, se llevó enganchada a una de nuestras hermanas en una de sus ramas secas y quebradizas. No recuerdo a cuál de ellas, y demoramos dos días en percatarnos de su ausencia.
De allí en más, Padre nos recomendó disfrutar de la carrera de los cardos rusos únicamente desde adentro del rancho.
La primera vez que vinieron los ranqueles del cacique Tomasito lo supimos con anticipación por la nube de tierra que se levantó en el horizonte. Padre, nervioso y atribulado, nos sacó a todos del rancho y nos formó en una sola línea a la espera de los visitantes como muestra de respeto y sumisión. No quería que ninguno de nosotros quedara oculto en el rancho, pues los indios podrían interpretarlo como una amenaza. Recordando las advertencias de la señorita Antonia, Padre procuró disimular los rasgos femeninos de mis hermanas. Naturalmente yo, al ser el mayor, les iba dejando mis míseras ropas a las menores. Por lo tanto, Brunilda y Laurita estaban vestidas de varón, el pelo recogido, las caras tiznadas. Las tres más pequeñas estaban desnudas pero eran tan chicas y tan escuálidas que ni siquiera el más exaltado de los salvajes hubiese reparado en las diferencias.
Los recaudos de Padre fueron ociosos, sin embargo, porque pronto supimos que los indios no tenían ojos para nosotros. Llegaron en un número cercano a doscientos blandiendo sus lanzas; al cabalgar, el trote de sus caballos sacudía sus melenas negras y pringosas. Lanzaban cada tanto unos alaridos penetrantes y estremecedores. Sin embargo, fueron deteniendo sus caballos y quedándose en silencio detrás de la línea que indicó Tomasito, a media legua de nosotros. Miraban hacia lo alto, al argibay, boquiabiertos y trémulos.
Era notorio que nadie les había hablado antes del árbol. Dedujimos después que lo habían observado desde muy lejos, preguntándose, seguramente, qué sería aquello que se levantaba de tan osada forma en el horizonte, demasiado estable como para ser una columna de humo y demasiado móvil como para ser un mangrullo del ejército. La curiosidad pudo más que el cansancio que los empujaba de regreso a sus aduares. Me impresionó, recuerdo, cómo Tomasito hacía caracolear en un mismo sitio su mustang negro, cubierto el torso con una raída chaqueta militar que obviamente había quitado a algún desdichado milico de la frontera; lo hacía con la mirada clavada en la copa del árbol, procurando determinar si aquello que se elevaba junto a nuestro rancho era una planta, una construcción, un promontorio rocoso o un animal formidable y desconocido.
El momento era sobrecogedor. Para colmo, el viento se había tomado un descanso y silbaba apenas en nuestros oídos. El silencio de la escena se prolongó. La indiada, apichonada y absorta, seguía sin dedicarnos ni una sola mirada. Pero Tomasito, como cacique, debía tomar alguna iniciativa. Hizo caracolear su caballo una vez más y luego lo fue dirigiendo, paso a paso, hacia el argibay. Hasta el mismo animal parecía resistirse ante la cercanía de ese monstruo altísimo y aparatoso que se erguía sobre una sola pata sólida e inconmovible.
En ese momento volvió el viento con una ráfaga de las que soplaban habitualmente. Las ramas del árbol se sacudieron furiosas y sus hojas se agitaron delirantes con un ruido tan dispar como armonioso.
Tomasito y su caballo entraron en pánico. El animal se abalanzó primero sobre sus patas delanteras, luego volvió grupas y corrió hacia la montonera de indios. Éstos reaccionaron de inmediato de la misma forma y huyeron desordenadamente hasta el momento en que Tomasito, recompuesto, les indicó detenerse. Lo hicieron, los ojos desorbitados, murmurando entre ellos y señalando hacia el árbol, a unos doscientos metros de nosotros. Allí se quedaron, dubitativos tal vez, un tiempo más. Luego, sin mediar orden alguna, nos dieron la espalda y a trote sostenido volvieron a perderse en la inmensidad del desierto.
Tres meses después volvieron los ranqueles para ver el árbol, siempre con Tomasito a la cabeza. Al igual que en la primera oportunidad, preanunciaron su llegada con la nube de polvo allá a lo lejos. Y, con pocas variantes, se repitió la escena. Nosotros, formados mansamente frente al rancho y los indios, detenidos sus caballos media legua más allá.
Sin embargo, era notorio que esta vez venían de un malón. Podíamos observarlos descaradamente, ya que ellos persistían en clavar sus miradas en el árbol. Se los veía atravesados de cansancio, pero excitados. Sus melenas, sus taparrabos y los cueros con que cubrían sus desnudeces lucían blanquecinos por el tierral. Pero, además, era sencillo deducir que volvían de una tropelía porque muchos de ellos llevaban cautivas a sus espaldas, en ancas de sus cabalgaduras. Otros acarreaban objetos robados, como ropa, aparejos, recados, pianolas y palanganas. También Tomasito llevaba sobre la grupa de su animal a una mujer blanca que se aferraba al cacique por la cintura.
Tomasito, hombre al fin y vanidoso como todo jefe indio, se veía entusiasmado y deseoso de lucirse ante los ojos de las nuevas prisioneras. En esta oportunidad no parecía sentirse tan amilanado ni sobrecogido por la majestuosidad del árbol. Las cautivas observaban todo con estupor, sin llegar a entender qué amainaba de tal manera los ímpetus de sus captores. No emitían palabra alguna por el espanto que las dominaba, pero, de haber intentado explicar a los guerreros de Tomasito que aquello que tanto los perturbaba no era más que un argibay común y silvestre, como había miles al norte del país, no habrían conseguido hacerlo, pues muy pocas palabras en español sabían los indios. «Matando», «agua ardiente», «perfume», «bibliorato» y «linóleo» eran algunos de sus vocablos conocidos.
Movilizado por la euforia del triunfo, no tardó mucho Tomasito en perder la paciencia. Imprevistamente taloneó a su caballo y este dio un brinco hacia adelante que lanzó al suelo a la corpulenta cautiva. Poco le importó esto al salvaje. Sopesó su lanza en la mano derecha para luego alzarla y sacudirla agresivamente en el aire, en tanto lanzaba aullidos ásperos y su caballo, con ojos desorbitados, iba acercándose poco a poco al argibay. La indiada rompió en alaridos, envalentonada por la actitud de su jefe. De un vistazo, observé un refucilo de preocupación en el rostro de Padre.
Fue entonces que ocurrió algo providencial, como aquel viento que había sacudido las ramas del árbol dos meses atrás. Un carancho, que había sobrevolado la escena en un par de ocasiones, tal vez alarmado por tanto movimiento de animales y cristianos, voló rectamente ahora hacia el árbol y se zambulló en lo más espeso de su follaje hasta desaparecer por completo bajo las hojas. Tomasito sofrenó con firmeza su cabalgadura y reveló en el rostro un rictus de sorpresa y terror. Era fácil imaginar lo que el cacique y sus hombres dedujeron de lo que habían visto: el árbol se había comido al carancho. En un abrir y cerrar de ojos, con una facilidad absoluta, el argibay había devorado ese pájaro huraño y carroñero.
El miedo asaltó al cacique, que hizo girar brutalmente a su caballo y, soltando la lanza en la disparada, galopó a refugiarse entre los suyos. Pero los suyos también habían emprendido la retirada, ululando de temor ante la estremecedora muerte del carancho.
Recién se detuvieron una legua más allá, ante los reclamos estentóreos de Tomasito que pedía que no lo abandonaran. La indiada, entonces, se reagrupó a unas dos leguas de nuestro rancho. Pero luego, pasado el susto, vimos cómo Tomasito tornaba de nuevo hacia nosotros. O, más precisamente, hacia el cuerpo de su cautiva, la que había caído del caballo, que yacía llorando sobre la tierra reseca. Fue en ese momento cuando mi hermana Brunilda cometió un error, producto de su buena educación.
—¡Señor, señor! —llamó la atención del cacique, antes de darle a Padre oportunidad de intervenir. Brunilda había recogido del suelo la lanza que soltara en su huida Tomasito y ahora caminaba hacia él, arrastrando trabajosamente el peso de la tacuara, y ofrecía devolverla.
Vimos cómo el cacique condujo su caballo hasta ella, se inclinó para tomar el arma y así se quedó, recostado sobre el perfil de su mustang mirando, por primera vez y largamente, algo diferente de la figura del argibay. Aferró entonces la lanza sin dejar de estudiar el rostro y el cuerpo de nuestra hermana. Luego taloneó con energía a su caballo y, dejando una nube de polvo, se perdió en el desierto junto a sus hombres.
Esa noche, Padre nos reunió en torno al fuego. Se lo notaba torvo, tenso, ansioso y locuaz, a diferencia de como era habitualmente, torvo, tenso, ansioso y parco.
—He decidido algo —nos comunicó, solemne— Tomasito y sus indios han percibido hoy que en este rancho hay mujeres. La irresponsable actitud de Brunilda al devolverle la lanza al cacique la dejó en evidencia, al igual que a sus hermanas.
—Es lo que me enseñaron en la escuela de la señorita Antonia —se defendió Brunilda, molesta— devolver lo que no es mío.
—No podemos correr el riesgo —continuó Padre— de que esos salvajes vuelvan y las hagan cautivas.
—¿Vieron cómo me miraba? —preguntó Brunilda a sus hermanas, para aumentar el desasosiego de nuestro padre.
—Hasta ahora —terció Cleopatra— no han sido malos con nosotros.
—Porque no las habían descubierto a ustedes —señaló Padre—; sólo tenían ojos para el árbol. Pero desde hoy tendrán otro motivo para venir. Además, pienso que ellos creen que el árbol nos protege, es un monstruo inmenso que nos cuida a nosotros y al rancho como si fuera un animal de guardia, un dragón medieval. Pero poco a poco se irán dando cuenta de la verdad, de que no es más que un árbol quieto e inofensivo. Por eso lo até hoy a Sultán, para que no cometiera la torpeza de orinar el argibay mientras estaban los indios. Esa falta de respeto al árbol hubiese envalentonado a los ranqueles. Nadie respeta algo que no es respetado ni por los perros.
Quedamos todos en silencio, oyendo apenas el crepitar de las ramas que ardían frente a nosotros.
—¿Nos iremos de acá?… —gimoteó Laurita, afligida.
Padre negó con la cabeza.
—No. Nos ha llevado más de un año afincarnos aquí, acostumbrarnos a este paisaje, encontrar una escuela cercana para ustedes y, fundamentalmente, levantar este rancho confortable y seguro del cual estamos todos orgullosos. Soy ya un hombre mayor para comenzar de nuevo. Tampoco quisiera que ustedes cambiaran de escuela y extrañaran a los compañeritos…
—No tenemos compañeritos.
—… Y extrañaran a la señorita Antonia.
—¿Qué haremos, entonces?
Padre, algo teatral, se puso de pie, caminó hacia uno de los rincones oscuros del rancho y volvió con un hacha. Se sentó nuevamente.
—Cortaré el árbol. Sé que todos lo sentiremos, porque hemos aprendido a quererlo. Pero no puedo permitir que siga siendo una atracción para los ranqueles. Y no sólo para los ranqueles. Cuando se corra la voz vendrán a verlo mapuches, araucanos, patagones, diaguitas, tobas, charrúas, guaraníes y comechingones.
—Si es que vienen también por nosotras —dudó Brunilda—, lo harán…
—Por mí —precisó Cleopatra—, no por nosotras.
—Lo harán —continuó Brunilda como si no la hubiese escuchado— esté o no esté el árbol.
—No lo creo —dijo Padre—. El argibay les sirve de guía para llegar hasta aquí, como un faro en el mar. Pueden verlo desde muy lejos en el desierto.
—Los ranqueles —Laurita sacudió los hombros, desafiante— pueden encontrar en el desierto la cueva de un lagarto que hayan visto cuatro años antes…
—Es posible —admitió Padre—; pero muerto el perro, se acabó la rabia.
Sultán, echado casi a las puertas del rancho, levantó la cabeza.
—Desaparecido el árbol —se entusiasmó Padre—, porque cortaremos sus ramas y su tronco y los usaremos para leña, los indios ya no tendrán un motivo valedero para venir…
—No lo creo… —sonrió Cleopatra, suficiente.
—Ellos tienen cientos de cautivas, Cleopatra. No van a encarar un desvío que les toma casi dos días, sólo por tres o cuatro cautivas más.
—Esa gorda… —Cleopatra recordó casi con furia a la prisionera que cayó desde la grupa del caballo de Tomasito.
—Quiero que vivamos tranquilos aquí —ratificó nuestro padre—. Y largamente.
Al día siguiente Padre comenzó a hachar el corpulento tronco. Pensaba que le iba a llevar sólo una jornada derribarlo. Pero no olvidemos que Padre era un intelectual con poca práctica en tareas manuales pesadas. Al tercer día, por fin, el árbol cayó con un desgarrador crujido sobre el rancho y lo aplastó completamente.
Esa misma noche nos fuimos de allí y regresamos a Clericó. Nunca más volvimos a Nadería. Pero, algunas veces, ya pasados tantos años, cuando nos reunimos toda la familia, recordamos al anacoreta y a los cardos rusos que tanto nos entretenían.