CORONEL EN DUELO

Coronel (R) Dalmacio Mieres Bengoechea. Todos los días, después de almorzar, mientras su esposa Luisita lava los platos y se apresta a la siesta, él cruza el patio y se encierra en la que fuera la pieza de su hijo Julito. Le siguen diciendo, a tantos años de la ida del hijo de la casa, «la pieza de Julito». Allí el Coronel se encierra, abre las persianas que dan al patio para que entre luz y hace lo mismo con las persianas del balcón a la calle. Pero mantiene corridas las cortinas bordadas que dan al patio para que no lo vea Agustina, la muchacha. Luego, abre el ropero grandote y alto y, elevando la mano derecha, tantea en el estante superior. Todos los días, entonces, saca el sable y lo sostiene frente a sus ojos sobre las palmas de ambas manos. Le reconforta percibir el peso del arma. Luego lo desenvaina y se estremece de placer con el sonido metálico del acero al abandonar su protección. Oscila el sable en el aire y el Coronel se siente un samurái.

Muchas veces les ha comentado a sus nietos que el sable «corta un pelo en el aire», pero admite para sí mismo que es una prueba difícil de demostrar. Ante el reclamo gritón de los chicos, el Coronel aduce bromeando que la calvicie lo ha dejado ya sin pelo. Camina por la habitación a pasos largos y firmes lanzando cortos mandobles con el arma. Aguza el oído procurando oír el canto que el viento modula en el filo del acero. La «Espada Cantora», repite, pero no sabe si aquella famosa espada cantora pertenecía al rey Arturo o al Príncipe Valiente, el personaje de flequillo ligeramente amariconado que publicaba el Leoplán.

Apoya la hoja fría del sable sobre su oreja y cree percibir un murmullo remoto, como el de una doncella cantando lejísimos. A veces, el Coronel, cerciorándose de que nadie lo vea desde el patio o desde la calle, prende el ventilador de aletas de cartón y coloca el sable desnudo frente a él. En esos casos juraría que la música que brota del filo de su arma es comparable al canto de las sirenas que atraían a Ulises. Otras veces, el Coronel se mira en el reflejo de la hoja del arma, como si lo hiciera en uno de esos espejos convexos del parque japonés. Suele verse allí fugazmente y oblicuo, erguido y delgado como años atrás, en sus comienzos en la milicia. Le complacen, asimismo, los brillos que la luz arranca al sable y suele ubicarlo estratégicamente —después de todo es un militar— bajo los rayos de luz que entran a esa hora del mediodía por los encajes de las cortinas del balcón que da a la calle. Siempre le ha sorprendido observar en esos rayos prolijamente dibujados en la semipenumbra del cuarto las miles y miles de partículas de polvo que flotan en el ambiente. «De polvo somos y al polvo volveremos», recita, sin recordar quién es el autor de la frase. Pronto se distrae dirigiendo el reflejo del sol sobre su sable hacia lo alto de las paredes y el techo. Un vivo y brillante punto de luz que recorre el cielo raso a su voluntad, como un reflector; esos mismos reflectores que, se dice, han empezado a usarse en Europa, en la Gran Guerra, para capturar el paso de los aviones atacantes; esas nuevas armas bélicas que, según el Coronel, distorsionarán el verdadero espíritu de las contiendas. La diversión, empero, se acrecienta cuando el Coronel detecta en los rincones del techo la presencia de una mosca, una larva de mosquito o, mejor, una bruñida cucaracha. Persigue entonces a la presa con el reflejo del sol sobre su arma, hasta agotarla, enloquecerla. Le complace el juego, sí, pero la presencia de tales alimañas, junto a las partículas de polvo que se observan en los rayos de sol, hablan mal de la eficacia de Agustina, la muchacha.

Una vez a la semana, caprichosamente los jueves, el Coronel, encerrado en la misma pieza que fuera de su hijo, destina la tarde a su uniforme. Lo descuelga del ropero y, lentamente, cariñosamente, se viste con él. Controla la pulcritud del planchado y el lustre del correaje y las botas. Teme detectar algún día la acción nefasta de las polillas. Para colmo, aprendió en los primeros años del Colegio Militar, en las clases de «Obuses y Biología», que las especies de polillas son infinitamente más numerosas que las de mariposas, en proporción casi de diez a uno. Le insiste a Agustina, la muchacha, en el aprovechamiento de la naftalina, el nuevo producto derivado del petróleo que, según calcula el Coronel, podría acarrear nuevos enfrentamientos bélicos. «Quien domine la naftalina —repite— dominará el cuidado de los uniformes militares». Sin embargo, en sus minuciosos controles para verificar si aparecen los temidos y mínimos orificios producidos por las polillas en su chaqueta, charreteras o gorra, desearía, paradójicamente, confirmar algún daño. Así tendría un reproche válido para hacerle a Agustina, la muchacha, y que sienta el peso de su autoridad. Hay que comprenderlo: ya no tiene tropa a su mando, ya no tiene subalternos a quienes gritar, ordenar y reprochar. Secretamente, la detesta. Sospecha que ella, alguna vez, lo ha espiado de manera fugaz, por entre los visillos, mientras él caminaba en torno a la cama de Julito meneando el sable en camiseta de tiras y pantalón piyama.

Coronel (R) Mieres Bengoechea. Pertenece, a instancias de su esposa Luisita, al Club Social Tertulia y Biblioteca Fulgores Patrios. El Coronel siempre ha sido un poco renuente a las reuniones sociales; las considera propias de petimetres y salsifíes, pero su esposa insistió en aceptar la invitación de las autoridades del club para sumarse a la lista de socios. Luisita se sentía muy sola cuando, ya él en retiro efectivo, volvieron del largo aislamiento en el destacamento de Entre Ríos. Y —así el Coronel lo reconoce— desde su ingreso siempre se sintió respetado y casi venerado por los socios del club. El Coronel ha sido buen lector y, además del seguimiento de las aventuras del Príncipe Valiente en el Leoplán, leyó los treinta y dos tomos de Apogeo y caída de Napoleón Bonaparte, de Alain Michel; los treinta y dos tomos de El apogeo porque La caída abarca otros veintisiete que el Coronel está leyendo morosamente, casi desalentado. Desde siempre le gustan las novelas de misterio, como las de Emanuel Restivo, pero, en este caso ha escuchado a alguien comentar la definitiva derrota de Napoleón en Waterloo, lo que recorta mucho su interés y curiosidad sobre el desenlace de la obra.

Ahora, el club lo gratifica con una nueva distinción. Lo han nombrado presidente del jurado en el concurso de composiciones sobre el general Gregorio Aráoz de Lamadrid.

—Nadie mejor que usted para encabezar ese jurado —le dice Heriberto Correa Sánchez, presidente del club, en la cena del 9 de Julio.

Poco sabe el Coronel sobre la vida y obra de Gregorio Aráoz de Lamadrid, pero dispone de la generosidad de la biblioteca del propio club para documentarse debidamente antes del concurso, en el que participarán todos los alumnos de las escuelas cercanas. Envidia, eso sí, la sonoridad de un nombre como Gregorio Aráoz de Lamadrid, mucho más distinguido y musical que el suyo propio.

Con presteza militar el Coronel designa otros tres miembros para el jurado.

—Usted no lo tome a mal, Dalmacio —titubea una tarde el tesorero, Emilio Roca—, pero se considera conveniente que los jurados estén integrados por un número impar de personas, para evitar que los votos registren un empate.

El Coronel ha salido airoso de trances más embarazosos.

—Apelo —improvisa— a mi experiencia en los cuarteles. Integré varios jurados en juicios por deserción o falta de aptitud militar, y todos estaban compuestos por un número par de jurados. Porque el presidente se reservaba el derecho de que su voto valiera dos.

El impertinente tesorero huye, con el rabo entre las piernas.

—Te aviso —le dice esa noche Luisita durante la cena— que Rosalba, tu nieta, participará de ese concurso, con el seudónimo de «Alelí».

—¿Qué querés decirme con eso, Luisa? —pregunta amoscado el Coronel.

—Te quiero decir que aún le debemos a esa chica el regalo de cumpleaños, de cuando cumplió los nueve.

El Coronel queda en silencio, pensativo, mientras pela meticulosamente una manzana.

—Rosalbita —insiste Luisa— escribe muy pero muy bien. El otro día, me dijo su maestra, redactó una composición sobre la abeja que era una maravilla. Comentó la docente que leerla era como escuchar el zumbido del vuelo de la abeja dentro del aula. Sería estricta justicia, entonces.

El Coronel sigue pensativo. No es ese tipo de ecuanimidad la que le han enseñado en los cuarteles.

«Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte…». El Coronel recita sin saber a quién recita. Ese fragmento de un poema que ha leído o que ha escuchado recitar a alguien vuelve a su memoria fastidiosamente. Para colmo, Lacho, su primo, también militar, le ha dicho que el autor sería un rojillo, un comunista. Ocurre que hay algo que abruma al Coronel y que, de alguna manera, lo hace sentirse pequeño e intrascendente. Nunca ha estado en combate, nunca se ha encontrado bajo el fuego enemigo, nunca ha visto de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte. Participó en cuatro intentos de golpes de Estado, en tres asonadas y en varias maniobras conjuntas con el ejército uruguayo. En ninguno de los intentos revolucionarios alcanzó una instancia más riesgosa que la de calzarse el uniforme de combate y aprovisionarse de munición de guerra. La definición pacífica de una de las asonadas lo sorprendió cuando todavía su batallón no sabía para cuál de los bandos se alistaba. Ni siquiera tuvo el Coronel la suerte de su primo Lacho, que cambió de bando tres veces en el mismo tiroteo. «Es una asignatura pendiente», refunfuña cada tanto el Coronel; y sabe que, ya retirado, la oportunidad de cumplirla no habrá de presentarse.

No tiene, tampoco, una cicatriz importante para mostrar.

Oculta bajo la espesa pelambre de su ceja izquierda el rastro de cinco puntos de sutura. Pero esa herida data de sus tiempos de escolar cuando se abrió una ceja contra el filo de una pared durante un recreo. Supo de un estallido cercano durante unas maniobras en Olavarría cuando, en la cantina, reventó un barril de cerveza por causas desconocidas. Uno de los flejes del tonel rompió una ventana a medio metro del Coronel, capitán en esos tiempos. El hecho mereció una investigación del Consejo Militar, pero no el recuerdo en mesas familiares. Especialmente ante el espectáculo semipatético que su primo Lacho, retirado con el mismo grado, brindaba a nietos y sobrinos en cuanta reunión lo tuviera por invitado.

—¡La cicatriz! ¡Queremos ver la cicatriz! —gritaban los chiquilines. Y Lacho, con un afán exhibicionista que molestaba enormemente al Coronel, solicitaba el permiso de las damas y se iba quitando con lentitud el saco, el moñito y la camisa, hasta quedarse en cuero, para lucir un torso fofo y cubierto de vello cano. Desde abajo del cinturón le trepaba una cicatriz blanquecina similar a una angostísima línea férrea, hasta alcanzarle casi el esternón. Los niños se alborotaban y vacilaban entre tocarla o no tocarla mientras las mujeres daban vuelta la cara fingiendo impresionarse o, se ilusionaba el Coronel, asqueadas por el aspecto ruinoso del físico de Lacho.

—Fue una esquirla de obús —dice Lacho, como restándole importancia al asunto. El Coronel sospecha que la cicatriz es producto de la cirugía de una obstrucción intestinal. Lacho siempre ha comido mucho y lo demuestra, entusiasta, en todas esas reuniones familiares a las que, lamentablemente, no deja de concurrir.

El Coronel no abandona su espíritu militar. Recuerda de memoria los cinco movimientos envolventes, céntricos los dos primeros y excéntricos los restantes, que puso en práctica el general Mosquera para alzarse con la victoria en la batalla de Chacabuco. Ha abandonado, eso sí, el íntimo deseo de tener en su casa una mesa de arena donde plantear las estrategias de batalla. Debe admitir que le avergüenza la mirada ajena. Como la de su mujer, Luisita, cuando él, de rodillas en el patio, dibujaba desplazamientos de caballería sobre el arenero que habían construido para los nietos. Lo desalienta también el furtivo accionar de los gatos vecinos que insisten en ensuciar la misma arena donde él ha encontrado ya cuatro ofensivas posibles para vulnerar la línea Maginot.

Envidia en este punto el desenfado de su primo. Lacho no vacila en comprar soldaditos de plomo con los cuales, sobre la mesa grande del comedor de su casa, repite una y más veces las estrategias del general Cardigan en la guerra de Crimea. Con la banal excusa de comprar regalos para sus nietos, Lacho se ha munido ya de más de trescientos soldaditos de infantería e igual número de valientes a caballo. Es más, entusiasmado por algún impulso rural o como para dar clima a las batallas, no dudó en comprar muñequitos de la granja, como vacas, gallinas, ovejas y hasta un molino.

«Cuando se miran de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte…», masculla el Coronel, como para que nadie lo oiga.

Benito Nicasio Argüelles es el novio de Gladys, una de las sobrinas del Coronel y, para el Coronel, un imberbe petulante e impertinente. Admite, eso sí, a regañadientes, que el joven treintañero está dotado de cierta dosis de ingenio. Para colmo el Coronel se ha enterado de que Argüelles no hizo la milicia, según su propia confesión, por insuficiencia matemática, como denomina al número bajo. Eso no es todo: al Coronel le molesta la dependencia cultural que se manifiesta en adoptar nombres de personajes extranjeros, como Benito, en reverencia a un interesante líder de la política italiana. De igual forma lo ofusca la tendencia tilinga de las parejas de la época a bautizar con el nombre de Jack a los recién nacidos, en consonancia con la fama de un célebre destripador de Londres.

—Suele ser ingenioso. A veces —concede el Coronel en charlas familiares. Pese a su desdén, suele leer las críticas que el joven Argüelles publica sobre teatro o literatura en el matutino El Informador. Lo hace, más que nada, para encontrarles errores e imperfecciones y luego comentarlas sibilinamente entre la familia, donde el periodista es mirado con admiración no exenta de esnobismo.

—El novio de tu querida sobrina —le comunica ahora su esposa Luisita, intencionada— ha sido designado por el diario para cubrir los festejos del aniversario de la escuela.

—¿Qué sobrina? —finge desconocer el Coronel.

—Gladys. El novio es ese tal Benito, el periodista de El Informador.

El Coronel suspira y frunce el ceño. Quizás en esta ocasión ese imberbe petulante, con alguna de sus actitudes irrespetuosas, le dé oportunidad de ponerlo en vereda.

—Déme con el señor González Lerchundi —ruge el Coronel en el teléfono.

—El señor director se encuentra en una reunión de Redacción —dice la telefonista con voz neutra.

—¡Habla el coronel Dalmacio Mieres Bengoechea! —vuelve a rugir el Coronel—. ¡Y quiero hablar inmediatamente con González Lerchundi!

Un minuto después el director de El Informador atiende el teléfono.

—¿Dalmacio? —pregunta, festivo—. ¿Qué tal, viejo, cómo estás?

—Indignado, Pocho, así estoy.

—Pero… ¿por qué, mi querido, qué pasó?

—Tu periodista, ese imbécil que mandaste a cubrir los festejos por el aniversario del Club Social y Biblioteca…

—¿Qué hizo, qué pasó?

—Ese mocoso engrupido que piensa que puede llevarse todo por delante…

—¿Qué hizo, Dalmacio?

—¿Y todavía me preguntás qué hizo? ¿No leíste lo que publicó?

—No, no lo leí.

—¡Qué clase de director sos —bufa el Coronel— que no sabés qué carajo se publica en tu diario!

—No puedo leer todo el diario, Dalmacio —toma aire González Lerchundi—. Leo los artículos más importantes, los de política, los de economía… Además, son recién las once y media de la mañana, no he tenido tiempo para…

—¡Leé entonces lo que escribe ese irresponsable en la sección Sociales sobre mi persona!

—¿Sobre tu persona?

—Sobre mi persona.

—Dame diez minutos y te llamo.

—Si no me llamás en diez minutos, voy yo mismo al diario y te armo un escándalo.

—¿Dalmacio? —tantea González Lerchundi—. Leí el artículo…

Del otro lado de la línea no se oye nada, salvo el resoplar profundo de la respiración del Coronel.

—Mirá… —intenta el director de El Informador—, yo no encuentro nada que sea demasiado agraviante… No sé…, salvo que vos hayas tomado…

—Claro —estalla el Coronel—. Salvo que yo haya tomado como un elogio lo que dice ese pelotudo sobre mi venalidad, sobre mi flagrante parcialidad en la elección de la ganadora del concurso de poesía. Eso es lo que me querés decir. Que yo no me haya dado cuenta de que, cuando ese pelotudo repite más de cuatro veces que yo era el director del jurado y, al mismo tiempo, el abuelo de Rosalba, me está tratando de corrupto y de inmoral…

—Dalmacio —procura calmar las aguas Lerchundi—, no es para tanto; se trata de una crónica irrelevante sobre un aniversario como tantos otros. En el diario tenemos estadísticas que nos muestran que esas notas no las lee absolutamente nadie.

—Pocho —hierve el Coronel más aún, con la minimización del asunto que hace el director— ¡estás hablando con un coronel del ejército argentino que ha sido difamado y humillado por un periodista de pacotilla de ese pasquín inmundo que vos dirigís!

—No te lo tomés a la tremenda, Dalmacio —persiste Lerchundi en su política equivocada. Parece incluso que le divierte la situación—. Es una pavada, mañana nadie se acordará de esto. Además, si un abuelo puede beneficiar a su nieta de alguna manera, me parece bien. Los abuelos estamos para malcriar a los nietos. Yo creo que…

—¡Lo tomo a la tremenda porque yo soy un hombre de honor! —El Coronel golpea con su puño la mesita enclenque donde está apoyado el teléfono—. ¡Y como soy un hombre de honor voy a lavar la mancha que ese imbécil ha lanzado sobre mi nombre!… —El Coronel hace una pausa dramática para acentuar el suspenso—. ¡Decile a ese pelotudo que se cree tan vivo que mañana mismo tendrá allí mis padrinos y veremos si es capaz de sostener con el cuerpo lo que dice con la boca!

—Dalmacio —por primera vez Lerchundi parece comprender la gravedad del momento— esperá, pensalo bien, tomate tu tiempo, no hagas algo que…

Pero del otro lado, el Coronel ya ha cortado.

Al día siguiente, la voz de Lerchundi en el teléfono suena más distendida.

—Dalmacio.

—Sí.

—Ya hablé con este muchacho y está de acuerdo con escribir un artículo diciendo que todo fue un error suyo y pidiéndote perdón.

—¡Que no sea cagón, que no sea cagón! Yo no le voy a aceptar una cobardía así, porque él ya ha ensuciado mi nombre y una desmentida no sirve para nada.

—¿Y qué? ¿Le vas a hacer un juicio?

—No te hagas el pelotudo, Pocho —truena el Coronel—. Sabés bien que lo que yo decidí es retarlo a duelo. Los hombres verdaderos arreglamos estas cosas así y perder tiempo con la charlatanería de los abogados es cosa de maricones… Pero, por otra parte…

—¿Qué? —pregunta Lerchundi aprovechando la pausa del Coronel.

—¿Cómo se enteró ese infame de que yo lo iba a retar a duelo? ¿Cómo pudo…?

—Yo le dije, Dalmacio. Es un empleado de mi diario.

—¡Pero no es eso lo que marca el código de honorabilidad, firmado en Bruselas en 1917! Mis padrinos deberían habérselo notificado.

—¡Tus padrinos un carajo! —Se exalta Lerchundi—. Pensá un poco, Dalmacio. Razoná. Estoy hablando de las vidas de un gran amigo como vos y un empleado de mi diario. No voy a permitir que cometan una locura. Un empleado de mi diario que, además, es el novio de tu sobrina Gladys. Pensá el dolor en la familia.

—Hubiera pensado primero él. Estos imberbes maleducados creen que se pueden burlar de cualquier persona honorable sin recibir el condigno castigo. ¡Esta misma tarde ese imbécil recibirá a mis padrinos!

Una hora después se desarrolla el tercer diálogo entre el coronel Dalmacio Mieres Bengoechea y el director de El Informador.

—Dalmacio —la voz de Lerchundi suena como la de un hombre que está buscando la paciencia entre sus virtudes personales.

—Sí.

—Te pido encarecidamente que reveas tu decisión…

—¡Dejame de romper las pelotas, Pocho! Ya mandé mis padrinos…

—Estuvieron acá, estuvieron acá. Incluso se sacaron fotos con la nueva impresora que nos llegó ayer de Bélgica. Pero escuchame una cosa…

—¡Los hombres de verdad cuando toman una determinación no la cambian, no la…!

—Oíme esto, Dalmacio, por favor…

El Coronel abre un silencio condescendiente.

—Oíme, Dalmacio… recién ahora me entero en el diario, por comentarios de los muchachos, que este joven, Benito, tu desafiado, es campeón argentino de tiro. Estuvo preseleccionado el año pasado para viajar a Amberes con el equipo olímpico…

Del otro lado de la línea el silencio del Coronel se ahonda.

—¿Me escuchás, Dalmacio? —duda Lerchundi—. Para el equipo olímpico, Dalmacio…

—¿Qué me querés decir con eso? —estalla, airada, la voz del Coronel.

—Ahora entiendo por qué este pibe me pedía escribir artículos sobre competencias de tiro. Es campeón en tiro sobre siluetas, tiro al pichón…

—¿Qué me querés decir con eso, que encima me tengo que cagar? —El Coronel está desencajado.

—Es experto en armas de puño, armas largas, pistola, pistolón, pistola femenina de cartera y matagatos…

—¡Yo he sido militar toda mi vida y tengo una relación íntima con las…!

—… Y justamente, yo sé que esto te va a enfadar… —cuida las palabras Lerchundi—. Acá me han comentado que el arma que elegirá Benito para el duelo será el matagatos.

El Coronel se atraganta lanzando una risotada grosera.

—¡El comité de Helsinki de 1914 no permite ese tipo de armas ridículas —puntualiza—, y ese imbécil, si es que conoce tanto de estas cosas, debe saberlo! Son felonías que dice sólo para hacerme calentar.

—Yo solamente te advierto, Dalmacio —murmura Lerchundi—. Es una obligación moral para mí hacerlo.

—Te lo agradezco —el Coronel parece calmarse—, pero en el campo del honor se verán los pingos.

—Hay algo más que tengo la obligación moral de preguntarte, Dalmacio —lentifica su hablar Lerchundi— yo te ofrecí una reparación pública, o un derecho a réplica, para restaurar la limpieza de tu nombre en las páginas de mi diario… Bueno, ahora que seguís empecinado con el duelo… ¿podrían mis fotógrafos y periodistas cubrir el lance de honor?

—Por supuesto que sí —sorprende por la serenidad de su respuesta el Coronel—. Necesito que todo el mundo sepa cómo el coronel retirado Dalmacio Mieres Bengoechea resuelve estos entuertos.

—¿Podemos tener la exclusividad? ¿Podemos ser los únicos en cubrir la nota?

—Por supuesto que sí. No soy un payaso como Houdini para andar ventilando mis lances de honor.

—Benito mismo —pisa en falso Lerchundi— se ofreció para escribir la nota al día siguiente.

—¡Su necrológica va a escribir ese pelotudo! —vocifera nuevamente el Coronel y cuelga con un golpazo del auricular sobre la horquilla.

La noche previa al duelo el Coronel tiene un sueño revelador. En él se ve entrando a una casa que en realidad no es la suya, sino una casa de su mismo barrio frente a la cual pasa todas las mañanas en sus habituales caminatas; tiene reja y un pequeño jardín al frente. El Coronel no la conoce por dentro pero, en el sueño, entra a la casa como si fuese suya. Adentro se encuentra con una vecina del barrio, amiga de su madre. La mujer le cuenta que se ha comprado una bicicleta y que saldrá con ella a hacer un reparto de ensaimadas y pastelitos de dulce. El Coronel aprueba la iniciativa. En eso, en el sueño, aparece su propio abuelo, militar como él, hombre de Lavalleja, quien le da al Coronel un pato vivo. Se lo ofrece en adopción dado que ya no puede mantenerlo. El sueño termina cuando un perro de la calle entra en escena y persigue al pato.

El sueño es revelador para el Coronel. Indica que, a pocas horas de tener que enfrentar un lance donde ha de jugarse la vida, no abriga temores ni sobresaltos. Por más esfuerzos que hace, no puede vincular el sueño con lo que le está sucediendo. Esto lo reconforta. Siempre se preguntó cómo sería su comportamiento en vísperas de jugarse la vida. Por otra parte, todo le confirma que esa fantasía ridículamente intelectual que se viene gestando en Buenos Aires sobre el significado de los sueños es nada más que una gigantesca pamplina. El Coronel ha leído en la revista Albores —una publicación que vio en su peluquería que difundía textos morales y temas de labores domésticas— algo sobre el psicoanálisis, una caprichosa corriente de pensamiento liderada por desocupados médicos europeos.

Tanto él como Luisita, su señora, creen con atendible firmeza en el significado de los sueños con respecto a los números de la quiniela: soñar con un muerto es el 47 y con un borracho, el 14. Nada han dicho sobre esa realidad onírica los capitostes del psicoanálisis.

—Juzgar a una persona por sus sueños, procurar definir su personalidad buscando un significado a sus sueños —le comenta en alguna oportunidad el Coronel a su mujer— es como querer juzgar a un adulto por sus dibujos de infancia. Los sueños son verdaderas pelotudeces, llenas de vaguedades y sinsentidos. Si un escritor transcribiera fielmente sus sueños al papel, sería considerado un escritor malísimo.

El día del duelo, antes de que alumbre el sol, el Coronel ya está levantado. Le ha dado a Luisita, durante la cena, una excusa pueril. Le dijo que deseaba sacar carta de ciudadanía del País Vasco y debía presentarse a las seis de la mañana en el consulado español porque a esa hora comenzaban a dar números. Luisita no indaga demasiado. Está acostumbrada a los madrugones de su esposo, que padece de insomnio. Eso, precisamente, es lo que le hizo abrazar la carrera militar. Desde preadolescente, cuando ya dormía sólo tres horas por día, se preguntaba en qué actividad podía aprovechar ese potencial disponible. No lo conformaban oficios tales como sereno de tambo o maestro panadero, dado que no encontraba en ellos un real aporte a la Patria. Fue su madre, Tiburcia, quien, temiendo que esa particularidad de su hijo lo condujera de manera irremediable a la milonga y el cabaret, le recomendó someterse a un test vocacional según el cual la mejor manera de que un insomne colabore con la Patria es dedicando sus horas de desvelo a las guardias militares. Dalmacio Mieres Bengoechea aceptó la sugerencia y comenzó la carrera de las armas. En ella, las imaginarias encontraron al soldado mejor dispuesto.

Los días previos al lance de honor, Benito Argüelles hace todo lo posible por enfadar al Coronel, con intención o sin ella. Mientras este elige como padrinos para el duelo a su primo Lacho —el ex militar— y al pundonoroso juez de la nación Rodrigo Alsina Tebenet, el joven designa para representarlo a las mismas personas que fueran padrino y madrina de su bautismo. La madrina, en particular, tiene un comportamiento vergonzante para la concepción ética del Coronel, al llamar repetidas veces a la esposa del juez para preguntarle cómo se debe ir vestida a un evento así. La reacción de la esposa del juez es ejemplar: le contesta que la palabra evento sólo se emplea para aludir a situaciones que no han sido programadas, mientras que el duelo es una cita con fecha y horario previstos. La tilinga madrina de Argüelles acusa recibo del desdén de su interlocutora y anuncia que usará el mismo vestido que luciera para su confirmación.

Son las seis de la mañana y la bruma que se levanta desde la tierra hace recordar al Coronel aquellas madrugadas heladas durante las maniobras en Olavarría. Pisa repetidas veces con los tacones de sus botas el pasto húmedo por el rocío de la casa quinta de los Lerchundi, en Cañuelas. El director del periódico ha cedido ese predio a los duelistas. Es una parcela lo suficientemente alejada de la capital, cuyas espesas arboledas de tilos y eucaliptos la ocultan de posibles miradas curiosas provenientes de quienes pasan por el camino de tierra que corre frente a la entrada. Desde el sitio donde se encuentran el Coronel, sus padrinos y los padrinos de Argüelles —un espacio abierto limpio de cañas y matorrales—, el follaje oculta casi totalmente el casco de la quinta y la vivienda de los caseros.

Mientras acumula bronca por la tardanza de su desafiado, el Coronel piensa que por fin mirará de frente los vertiginosos ojos claros de la muerte. O, al menos, el único ojo oscuro de la pistola de su rival que lo observará fijamente antes de iluminarse en el estallido final. Quizás, calcula el Coronel, nunca llegue siquiera a escuchar el estampido.

—Bergante —masculla, temiendo que Argüelles no se presente y se cuida de no levantar la voz para que no lo escuchen los padrinos. No lo hace por un prurito de educación ante los demás, sino por lo anacrónico de su vocabulario. Con un lenguaje moldeado en la lectura de autores españoles y revistas de historietas, sus exabruptos, cuando adolescente, no iban más allá de perdulario, bribón, bergante, bastardo, cáspita o recórcholis. Vocablos que tuvo que sustituir apresuradamente al entrar al ejército, pues provocaban las miradas inquisidoras y discriminatorias de sus compañeros de cuadra.

Ya el padrino y la madrina de Argüelles se han mostrado ridículamente sociables con los padrinos del Coronel e insisten en trabar conversación, intercambiar comentarios banales sobre el estado del tiempo e invitarlos a compartir té caliente, sándwiches y bizcochitos de grasa.

—La estúpida ha pensado que se trata de un picnic —gruñe el Coronel—, de un día de campo.

Uno de los padrinos del Coronel ha tenido incluso que prestarle a la muchacha su propio capote de caballerosa manera, ya que ella portaba el vestido de hombros descubiertos que había lucido en su confirmación.

Finalmente, llega Argüelles. Un auto de alquiler lo deja en la puerta de la quinta y parte a toda marcha, con ruidosos bocinazos y gritos masculinos, estentóreos y burlones. Los amigos del periodista lo han alcanzado hasta allí. Argüelles contesta algo, también a los gritos, y luego se acerca al grupo. El Coronel no puede dejar de constatar que su próximo contendiente está algo borracho. Tiene el pelo revuelto y desanudado el moñito rojo del cuello. El Coronel bufa, pero entiende que esa grave falta en el comportamiento de su rival puede favorecerlo. No es fácil sostener el peso de un pistolón de duelo con el pulso tembloroso de un alcohólico. Pero tal vez haya sido esa, la del alcohol, la única ayuda que encontraba aquel imberbe impertinente para superar el miedo a la hora de la verdad, cuando ya no valen ironías ni bravatas.

El Coronel, grave, pasea una última mirada por el paisaje circundante. La luz aún escasa del sol que recién aparece, sesgado, entre las nubes, la bruma y el blanco quebradizo de la escarcha confieren a todo una tonalidad grisácea que brinda al cuadro desleído dramatismo y belleza fantasmal. Buen escenario para morir, en suma.

El juez del lance cuenta los pasos que ambos contendientes caminan en direcciones opuestas. Al terminar la cuenta, los duelistas se enfrentan y alzan sus armas. El Coronel no tiene tiempo ni de pensar. Ve enfrente un relumbrón desparejo: el estampido y el silbido del plomo junto a su oreja derecha son simultáneos. No puede evitar primero un estremecimiento y luego, una sonrisa. Aprieta con fuerza la culata del pistolón y clava su vista en Argüelles: ve una figura desmañada, vacilante, despeinada, como a punto de caerse. El Coronel cierra los ojos y dispara al aire. Cuando vuelve a abrirlos advierte que su oponente yace despatarrado en el suelo y que los padrinos —madrina incluida— corren hacia él.

El Coronel, severo, contenido, camina lentamente hacia el grupo que se ha formado en torno al caído. Siente una inmensa paz, una satisfacción que viene de haber superado el trance con la altura y la dignidad acordes con su historia y su rango. Lo mueve, sin embargo, la curiosidad de saber qué ha pasado con Argüelles, aparentemente fulminado por una bala disparada al aire.

—Está dormido —le comunica, despectivo, su primo Lacho—. Totalmente borracho. Apesta a coñac.

Los ronquidos de Argüelles no alteran la conformidad del Coronel quien, superado el trance, conversa animadamente con los demás. De pronto, llegan gritos y voces airadas desde el portón de entrada. Se acerca al grupo Lerchundi, que vino a su quinta para presenciar el lance escondido tras los eucaliptos.

—Estoy tratando de contener al casero, Dalmacio —le dice al Coronel ignorando a los padrinos. Lerchundi luce agitado tras forcejear con la exaltación del encargado de la quinta—. Está fuera de sí.

Todos lo miran con la sorpresa de los espectadores que ven entrar en escena a un personaje inesperado.

—Uno de los disparos —explica Lerchundi— le mató un caballo que usaba para el reparto de verduras.

El Coronel se sofoca. Por su ubicación en el duelo, sin duda, ese disparo partió de su pistola.

—¿Un caballo viejísimo, achacoso, que estaba junto al galpón, en la entrada? —pregunta el padrino de Argüelles.

—Sí.

—Ese animal ya estaba para el frigorífico.

—Sí —admite Lerchundi— pero era un elemento de trabajo vital para Eduardo, el casero: está indignado. No saben lo que tuve que hacer para contenerlo. Venía hacia acá con una pala.

—Se lo pagamos —dice Alsina Tebenet, el otro padrino del Coronel—; que le ponga un precio y se lo pagamos.

—No sé si corresponde que nosotros… —argumenta el padrino de Argüelles—… No fue la bala de nuestro representado la que…

—Quédese tranquilo, mi estimado —gruñe el Coronel echando mano al bolsillo, al compartir que no departe con gente de suficiente calidad moral—. No les haremos pagar nada a ustedes. No se moleste.

Desde el costado, a unos metros, llega la voz pastosa y errática de Argüelles, que se está reincorporando.

—En el bolsillo de adentro del sobretodo —señala vagamente hacia donde dejó el abrigo— tengo la plata… Sacá, Martita… Compartamos el gasto de ese caballo… Yo sabía que los burros me iban a dejar sin dinero —concluye, y se desploma nuevamente de espaldas sobre el pasto.

Dos días después, para fastidio del Coronel, sale una nota en la sección Sociales de El Informador, firmada por Benito López Argüelles:

«Lance de honor termina en tragedia».