LA ISLA

A mí ya me habían llamado antes, por este asunto de los platos voladores. Digamos, yo no seré Fabio Zerpa, pero conozco del tema. Me he convertido casi en un experto desde que hace años me apasioné con las fotos de las pinturas encontradas en la pirámide olmeca, en Honduras, que publicó la prensa. Eran imágenes de indígenas conduciendo algo muy similar a una nave espacial, lo que confirmaría que los platos voladores visitan la Tierra desde mucho tiempo atrás. Me impresionó el detalle de un cacique olmeca accionando un artefacto parecido a una afeitadora eléctrica, adelanto impensable para aquella época. Incluso estuve hablando de los visitantes extraterrestres en un programa de canal 5, Ellos nos miran, conducido por Fabián Graciani.

Y acepté aquella invitación para trasladarme a la isla —sitio donde no había estado más de tres veces— en mi ansiedad por tener una aproximación a las culturas alienígenas. Confieso, me duele decirlo, que nunca he visto un plato volador. Vi luces sospechosas, reflejos sugestivos, pero nada como para decir que se trataba de un contacto fehaciente. Mucha gente afirma haber visto platos voladores, escuadrillas de ellos, asegura haber visualizado a sus ocupantes, pero no tiene ninguna prueba que lo confirme y todo suena a charlatanería. Una vecina, Delia, sostiene que seres extraterrestres le dejan mensajes de texto en su celular, incluso algunos muy subidos de tono. Yo creo que nosotros, los que estamos metidos seriamente en esto, Zerpa, Däniken, Smith, debemos mantener prudencia y responsabilidad para no confundir a la gente. Es muy fácil engañarse en estos temas; por eso es acertada la denominación OVNI, objeto volador no identificado, lo que implica que un objeto tal vez no puede ser calificado o reconocido, pero esto no quiere decir que sea, obligadamente, un plato volador.

Un amigo mío, Bird Watchers, observador de pájaros, me contaba que en una oportunidad estuvo observando durante media hora el vuelo errático de un pájaro blanco que lo desconcertaba con sus repentinos cambios de dirección. Hasta que al final, cuando el pájaro perdió altura, mi amigo advirtió que no era un pájaro sino una bolsa de polietileno del supermercado Norte inflada por el viento.

Lo cierto es que en aquella oportunidad, un grupo de veterinarios me invitó a ir hasta la isla, pasando El Embudo, para investigar la aparición de varios animales muertos. Fue un caso que se comentó mucho en los medios. Aparecieron vacas muertas, algunas cabras, lechones, sin señal alguna de violencia. Tampoco parecían haber sido víctimas de alguna peste o enfermedad. Lo curioso e inquietante era que las partes blandas de sus cuerpos —ubres, lenguas, ojos— habían sido devoradas o, al menos, mutiladas. Se lanzaron a rodar infinitas versiones, se habló de rituales satánicos, de súbitas enfermedades degenerativas, de algún depredador natural enorme y desconocido y, por supuesto, de la acción de extraterrestres.

—Quizás —me dijo en aquella oportunidad uno de los veterinarios— estén tomando pruebas de tejidos animales para el estudio de los habitantes de nuestro planeta.

La verdad es que yo no pude echar mucha luz sobre esos acontecimientos. Busqué, eso sí, rastros de pastos quemados que, como había leído en Ganímedes y el cuarzo maravilloso, suelen dejar las naves espaciales cuando aterrizan. Encontramos un círculo de yuyos quemados, pero la presencia de huesos de costilla pelados y dos botellas vacías de vino denunciaban claramente un asado ocasional.

Esta vez, hace poco, el que me llamó desde la isla fue mi amigo Eduardo. Compañero de escuela desde la infancia, Eduardo hace casi veinte años que vive en los Estados Unidos. Es médico clínico en Washington y, hará diez años, decidió comprarse unos terrenos en la isla, bien frente al centro de Rosario.

—Es que algún día pienso volver a vivir allá —se emocionó una vez al llamarme por teléfono desde Washington para pedirme que me hiciera cargo de algunos trámites de la compra—. Estoy en la isla —me informó— con un par de yanquis que me traje de allá. Vienen a pescar.

—¿A pescar acá? Yo pensé que los yanquis iban siempre a pescar truchas en el Nahuel Huapi o, a lo sumo, dorados a Esquina o a Paso de la Patria.

—No, boludo —con Eduardo teníamos un trato muy suelto, desde siempre— pescan bagre, vieja del agua…

—¿Vieja del agua?

—Ellos la llaman Old Lady River. Incluso creo que hay un tema de Ray Charles que se llama así.

Yo estaba acostumbrado a ese tono jodón de mi amigo, que no me permitía percatarme demasiado si estaba hablando en serio o en broma. Pero también me anotaba, y creo que era una de las características de nuestra relación.

—Quiero que te vengas para la isla —ahora el color de la voz de Eduardo había cambiado.

—¿Para qué?

—Quiero que veas algo.

—Tirame un adelanto.

—No creo que sea conveniente así, por celular.

—¿Qué hacés, putazo?

—¿Cómo andás, trolo?

Era uno de nuestros saludos de rigor. Hubiera pasado el tiempo que fuere, el diálogo entre nosotros se retomaba como si lo hubiésemos mantenido hasta un par de minutos antes.

—Bien —contestó Eduardo—. Bah… no sé, más o menos, preocupado.

Maniobraba con cierta destreza para alcanzar el centro del riacho con la lancha con la que me fue a buscar donde terminaba el primer tramo del puente Rosario-Victoria. Hasta allí había llegado yo en ómnibus y ahora me puteaba a mí mismo por haberme mojado los mocasines, las medias y las botamangas del pantalón.

—Es que solamente a un nabo como vos se le puede ocurrir venir vestido así a la isla —me dijo Eduardo elevando la voz por sobre el ruido del motor fuera de borda, el viento, y los cachetazos del agua contra el casco de la lancha.

—¿Por qué decís que estás preocupado?

Eduardo no me contestó. Me di vuelta para mirarlo desde la proa. Él estaba observando una columna de humo que se levantaba en el horizonte. Me la señaló.

—Apaches —dijo—. Mezcaleros.

Otra señal de nuestra edad. Me sonreí, frunciendo la cara por la lluvia de gotas de agua que me golpeaban cada tanto. Recordar películas de cowboys. Hace mil años que no las dan más.

Apache, con Burt Lancaster.

—Son quemazones que producen los mismos dueños de los campos —le expliqué, a los gritos—. Se está dando mucho la ganadería por aquí, y estos tipos queman los pastizales para limpiar la tierra. A la noche, desde Rosario, pueden verse los fuegos y a veces cae una lluvia de cenizas.

—¿Y está permitido?

—No. No sé si habrás visto… ¿cuándo llegaste?… a un helicóptero que sobrevuela constantemente por acá. Debe ser de la Prefectura. Creo que hay multas muy grandes para los que queman campos.

—Es cierto. Vi varias veces el helicóptero. Parece uno de los de Apocalypse Now.

—Te lo digo —le advertí— para que, si el día de mañana se te ocurre quemar algo, primero lo pienses.

—Apaches. Apaches mezcaleros.

Caminábamos ahora, ya en tierra firme, con esfuerzo, por entre unos yuyos bastante altos, sintiendo el golpetear de los tallos sobre los muslos. Yo transpiraba mucho: no había llevado ni una gorra y hacía mucho calor, aunque aún estábamos en primavera. Chapoteábamos de vez en cuando en las zonas pantanosas y oía el zumbido de todo tipo de bichos alrededor de mi cara. Había un olor fuerte a agua servida, a pescado podrido, a bosta de vaca.

—Cuando lleguemos a la casa —se compadeció Eduardo—, te voy a dar un sombrero. Y otra vez venite con botas, por las víboras.

—No sé si habrá otra vez —seguí caminando detrás de él—. ¿Hay víboras?

—Yararás.

Parecía mentira estar hablando de víboras venenosas cuando uno levantaba la vista hacia la derecha y, tras la deslumbrante anchura del río, podía verse la punta de los edificios altos de Rosario, el enladrillado rojizo del Parque España y, entre los árboles de esta orilla entrerriana, los cilindros pintados de los silos Davis. Eduardo, en cambio, parecía haber adoptado la previsora conducta de los norteamericanos, que se compran todo lo necesario para viajar a lugares exóticos. Llevaba un sombrero blanco de ala ancha y botas hasta la rodilla.

Me sentí agitado.

—¿Para dónde está la casa? —pregunté.

—Para el otro lado —señaló vagamente Eduardo, desalentándome—, pero no te creas que es gran cosa. Es casi un galpón con un baño y una cocina de construcción muy primaria. Estaba hecha cuando yo compré el campo y no le hice ninguna mejora. Tal vez la tire abajo y levante una nueva según lo que decida hacer con todo esto. Tendría que conversarlo con Elena y los chicos…

De pronto se detuvo. Miró hacia un grupo de árboles: detrás de ellos se extendía el alambrado.

—Creo que es por aquí… No estoy muy seguro —dudó, girando sobre sí mismo.

—Cagamos —dije—, estoy en manos de un loco.

Pero Eduardo señaló firmemente hacia los árboles.

—No. Es ahí… Sí, es ahí.

—¿Por qué me decías —me acordé de pronto— que estabas preocupado?

Eduardo frenó su marcha hacia los árboles y un matorral de cañas bravas que tapaban un sector del alambrado.

—Primero… —se dio vuelta para mirarme— por esto que voy a mostrarte. Y segundo, porque estos boludos de los norteamericanos desde ayer que no aparecen. Ayer al mediodía se fueron con otra lancha a pescar más allá de la laguna y todavía no volvieron. Ya son… —consultó su reloj— más de las tres de la tarde y no tengo noticias de ellos.

—Se habrán puesto en pedo. ¿Chupan mucho?

Eduardo se encogió de hombros.

—Lo normal. Hubieran podido llamarme por el celular, avisarme que se retrasaban, cualquier cosa…

—¿Saben nadar?

—Saben nadar, saben armar una carpa, saben de todo. Uno de ellos estuvo en la Guerra del Golfo. Son médicos, como yo, pero manejan a la perfección todo tipo de comunicaciones, hasta GPS tienen.

—Entonces, ya van a aparecer.

—Es que habían quedado en volver anoche a la casa, para cenar juntos. Yo ya había comprado todo en lo de Taco.

Se escuchó a lo lejos el ruido del helicóptero, pero no alcanzamos a divisarlo. Eduardo resopló fastidiado.

—Vamos —me dijo. Y arrancamos hacia los árboles.

Tardé casi un minuto en darme cuenta de qué era lo que Eduardo me señalaba en un pequeño claro entre las cañas. Me fue difícil diferenciar el cuerpo de la vaca muerta de los yuyos aplastados, las cañas quebradas y el suelo fangoso. La vaca, o lo que quedaba de ella, tenía un color amarronado ceniza y los restos de la piel eran de un tono grisáceo. Me acerqué lentamente al cuerpo del animal. No se sentía olor alguno ni tampoco había enjambres de moscas u otros insectos a su alrededor. Quedaba de la vaca una especie de envase vacío y sólo era notoria la cabeza reseca. Todo el cuerpo parecía disecado. Tanto el cuero como el costillar, que podía verse a través de algunos agujeros en el pelaje, lucían como hechos de cartón o papel maché, aquel emplaste que se usaba para fabricar títeres. El interior del animal estaba completamente hueco, sin víscera alguna.

—¿Hubo mucha sequía por acá? —pregunté tontamente, como si yo viviera en otro país.

—Para nada —murmuró Eduardo a mis espaldas—. Al contrario, los lugareños me contaron de mucha lluvia.

—Tiene el aspecto —me puse en cuclillas para estudiar el cuerpo más de cerca— de esos animales que uno ve muertos por la sequía. Que parecen arpilleras resecas, cartón corrugado, qué sé yo.

—Da la impresión de que si uno la toca se va a convertir en polvo…

Nos quedamos un rato en silencio. Se escuchaba el zumbido de algún abejorro y pasaron, recuerdo, muy cerca de nosotros en vuelo rasante, dos torcazas, haciendo un ruido como si tuvieran las articulaciones de las alas oxidadas.

—¿Tenés idea —pregunté— de cuánto tiempo hace que el cuerpo de este animal está aquí?

—Desde ayer —dijo Eduardo, y me corrió un estremecimiento por el cuerpo.

—¿Desde ayer? —no lo podía creer. Eduardo reafirmó su negación meneando la cabeza—. ¿Estás seguro? Parece como que se hubiera muerto y hubiera estado secándose al sol durante meses.

—Anteayer estaba viva —apuntó Eduardo—. Yo mismo la vi pastando por acá y pensé que tenía que avisarle al vecino de al lado que una de sus vacas había saltado el alambrado para acá…

—La puta madre que lo parió —resoplé. Y fue lo único que se me ocurrió decir.

Ya en la casa, la preocupación de Eduardo había crecido. Y la mía también: buscando en mi memoria no recordaba episodios similares relacionados con extraterrestres. Y eso que recorrí mentalmente todos y cada uno de los programas del canal Infinito. En Eduardo, además, crecía la ansiedad por saber algo sobre el paradero de sus colegas e invitados norteamericanos. Cuando volvíamos hacia la casa, luego de contemplar la desconcertante imagen de la vaca reseca, Eduardo se me adelantó considerablemente. Es cierto que yo caminaba muy despacio debido al cansancio que me generaba la falta de costumbre de andar por el campo. Pero él apresuró el paso porque ansiaba llegar a la casa y encontrarse con sus amigos.

—¡Pero cómo pueden ser tan pelotudos! —golpeó con el puño la mesa junto a la cual nos habíamos sentado para tomar algo fresco—. Ni un mensaje, ni una señal, ni un aviso…

—Tal vez se tiraron a la laguna para nadar un rato.

—¿Y?

—Y… —vacilé un poco— pueden haberse ahogado…

Eduardo negó enérgicamente con la cabeza.

—No —dijo—, vos no sabés lo que son estos tipos. Bob, el que trabaja conmigo en el hospital de Pasadena, es un poco más joven que yo, y hace un montón de deportes. Solemos jugar al squash, pero él además hace esquí y alpinismo. El otro, Charles, el que estuvo en la Guerra del Golfo, no tiene más de cincuenta años y no se ahoga en un vaso de agua… Como dicen acá, fuma adentro de una garrafa.

—¿Estás seguro de que ese Charles es solamente un médico?

Eduardo se levantó de la silla casi de un salto. Los nervios no le permitían estar quieto. Exhaló por la boca, como quien se desinfla, y me miró. Supe que me iba a revelar algo.

—No —dijo—, creo que este tipo Charles es de la CIA, o del FBI o, si no es de la CIA o del FBI, trabaja para ellos, porque es un científico de relieve. Yo lo vi muchas veces, sin conocerlo personalmente, en el laboratorio de bioquímica del hospital. Y eso me hace pensar que Bob, mi amigo, también anda metido en lo mismo.

Volvió a sentarse derrumbándose en la silla.

—No sé si llamar a la casa de Bob —murmuró, con la vista perdida y como para sí mismo—. O a la embajada…

—¿Te parece?

—Es que yo los traje, y de una manera u otra están bajo mi responsabilidad.

—Tampoco te hagas cargo de todo —lo reté— no son un par de pendejos a tu cargo que vos trajiste para hacer turismo…

—Te imaginás el quilombo en que me meto si les pasa algo a estos tipos. No sólo como ciudadanos norteamericanos sino por lo que te decía que son, posiblemente, agentes de la CIA o del FBI.

—Pero, escuchame…

No me dio tiempo, se volvió a parar.

—Vamos a lo de Taco —me animó— es el único lugar donde se me ocurre que pueden saber de ellos. Es posible que se hayan metido allí anoche para comer algo y dormir. No hay otro lugar por esta zona.

Me levanté puteando para adentro: otra caminata entre pastizales.

No fue así. Subimos nuevamente a la lancha con la cual Eduardo me había ido a buscar y, salvo por el hecho de que volví a empaparme los zapatos, las medias y las botamangas, pude sentarme en el asiento delantero.

—¿Es posible —pregunté, lo veía muy preocupado a Eduardo— que ocurran estas cosas en programas de pesca?

—¿Cómo «estas cosas»?

—Demoras, desapariciones, pescadores que por ahí se entusiasman con la pesca y se olvidan o les importa un carajo volver a un lugar de reunión.

Eduardo quedó pensativo. Por un momento pensé que el ruido del motor le había impedido escuchar mi pregunta.

—No vinieron a pescar, Tito —dijo al fin—. No vinieron a pescar.

Lo miré.

—Vinieron a estudiar las reservas hídricas de esta zona de la Argentina. Sabrás que nosotros tenemos algunas de las reservas acuíferas más importantes del mundo, en el Litoral por ejemplo. El acuífero Guaraní. Habrás leído que las próximas guerras no serán por el petróleo o por el gas. Serán por el agua. Y… ¿qué mejor excusa que un programa de pesca para estudiar este asunto del agua?

Iba a hacerle una nueva pregunta pero el ruido del motor se cortó de golpe y Eduardo saltó sobre el precario embarcadero de madera podrida que servía de acceso al rancho de Taco. Dado su apuro, no consideré prudente demorarlo. Una vez más se me adelantó a largas zancadas y se metió en el rancho por una desvencijada puerta abierta, antes de que yo siquiera me alejara unos metros de la lancha. Cuando pisé el entablado de la galería que rodeaba el rancho, Eduardo apareció nuevamente en la puerta apoyándose en el marco y con expresión sombría. No tenía que aclararme demasiado las cosas. Pasé a su lado y me metí en la espaciosa habitación que hacía las veces de dormitorio, comedor y despacho de alimentos y bebidas. A mi derecha, extendido sobre un camastro, estaba el cuerpo de un hombre casi irreconocible. Tardé unos instantes en dilucidar qué partes de ese bulto informe correspondían a Taco y qué partes, a las sábanas y abrigos varios. Taco parecía en verdad momificado, la piel arrugada y tensa, absolutamente reseca, grisácea y quebradiza. Tras haber estudiado el cuerpo de la vaca no necesitaba detenerme demasiado en hacer lo mismo con Taco, pues las características eran idénticas. Junto a la cabecera de la cama me llamaron la atención dos bidones grandes de plástico, precintados, aparentemente flamantes, lo que los hacía resaltar en ese entorno de cosas viejas y desgastadas. Cuando me di vuelta para señalárselos, advertí que Eduardo estaba a mis espaldas. Se había acercado con pasos tan cautelosos que no lo había oído. Pero lo que sí escuchamos de pronto fueron enérgicos pasos de alguien que corría afuera, por la galería, acercándose a nosotros. Un segundo después se plantó en la puerta un tipo bajo y fornido, de pelo corto rubio y ropa deportiva color caqui. Supe que era Charles. Caminó hacia nosotros, sonriente.

—Hola —dijo en un castellano casi sin acento inglés—. Vamos, Eduardo —palmoteó a mi amigo en el antebrazo como si ya tuvieran todo concertado y mientras se dirigía, decidido, hacia los bidones de plástico. Alzó uno con cada mano y a paso enérgico volvió a salir del rancho.

—¿Y Bob? —le gritó Eduardo, sin moverse de su lugar.

—Está acá afuera —escuchamos contestar a Charles, también gritando.

Eduardo parecía vacilante.

—Aguantame un cacho —me pidió, en voz baja y salió detrás de Charles.

Me quedé solo, sin saber qué hacer. Tras unos minutos, el llamado Charles volvió a entrar y se dirigió directamente hacia mí, limpiándose las manos con un trapo. Se me acercó, me puso una mano sobre el hombro y sonrió. Tenía una linda sonrisa, llena de dientes, lo reconozco.

—No sé cómo te llamas —me dijo, mirándome fugazmente a los ojos para, de inmediato, pasear su vista por el recinto, como quitándole importancia al momento—, pero supongo que eres amigo de Eduardo y eso me basta. Pero Eduardo cometió el error de no avisarnos de tu presencia.

Quitó la mano derecha de mi hombro y se alejó unos pasos. Señaló el techo con el índice de su mano derecha. No supe qué quería significar hasta que escuché el sonido de los rotores de un helicóptero.

—Pero no importa —siguió Charles—, este es el campo de Eduardo y así como nos invitó a nosotros tiene derecho a invitar a cualquiera. Eso sí… —se detuvo en el rellano de la puerta mientras el ruido del helicóptero crecía y crecía—, te recuerdo una cosa, amigo de Eduardo… Tú no has visto nada, no has escuchado nada, no has estado nunca en esta isla y tampoco nos has visto a nosotros. Quiero que lo tengas bien claro. Confío en ti… —pareció cambiar de idea y volvió hasta mí para pegarme unos golpecitos en el pecho con el dedo índice—; para que sepas la importancia del asunto en el que estamos metidos, te diré que si tenemos que volver a visitarte desde los Estados Unidos, ya seamos nosotros o algunos de mis compañeros, no vacilaremos en hacerlo.

Sin duda observó mi cara de confusión.

—Te lo aclararé —insistió— porque total sé que no se lo dirás a nadie… Conoces, sin duda, el problema del agua, faltará en un breve plazo…

Dije que sí con la cabeza.

—Algo he leído —respondí— y algo también me contó Eduardo sobre las reservas acuíferas y esas cosas —agregué como para no sentirme apenas un interlocutor pasivo e imbécil.

Charles negó con la cabeza y luego me dijo casi a los gritos porque el ruido del helicóptero atronaba.

—No. Las reservas acuíferas no alcanzarán, si sigue este crecimiento descontrolado de la población. Pero… —señaló hacia el cuerpo momificado de Taco— no olvides, te lo digo como médico, que el cuerpo humano se compone en un 75% de líquido. Allí tenemos la otra mayor reserva líquida del mundo.

Y se fue, a los saltos, rápidamente. Escuché fortísimo el ruido del helicóptero por unos minutos y vi cómo el viento producido por las aspas de la máquina echaba a volar papeles, bolsas de nylon y ramas sueltas diseminadas en torno al rancho. Luego el sonido se alejó y volvió el silencio.

Cuando salí del rancho, el helicóptero se había perdido en el horizonte y no estaba ni siquiera Eduardo. Cómo hice para volver a Rosario lo contaré en otra oportunidad.

No mencioné nunca demasiado este episodio. Un poco por las recomendaciones que me hiciera este tipo Charles y, en parte, porque con esta cuestión de los platos voladores sobre los que yo tanto hablo hay muy poca gente, salvo mi madre, que me sigue creyendo.