EL PAMPA

—El tipo que nunca se ha ligado un pelotazo en los huevos no puede entender lo que es el fútbol —dijo el Doctor, también en voz baja y en tono desdeñoso.

—¿Lo dice por mí? —preguntó Oliva, herido y señalándose el pecho.

—Las minas, por ejemplo —terció el Lulo—. Siempre con ese asunto de los dolores del parto y esas pelotudeces.

—Lo de la mamografía, lo de la mamografía —se anotó el Tesorero, que deambulaba por el salón, las manos en los bolsillos, pateando distraídamente flores marchitas—. Eso donde les aprietan una teta con una morsa.

—¿Lo dice por mí? —insistió Oliva, que no dejaba de mirar al Doctor.

—Una prensa, con una prensa se las aprietan —se rio el Lulo, algo fuerte, como para merecer un chistido reprobatorio del Doctor—. Perdón —reconoció.

—Eso debe doler, sin joda.

—Pero nunca como un pelotazo.

—Y ni siquiera los pelotazos fuertes —se acercó, divertido, el Tesorero—. ¿Viste esas pelotas débiles que te pican casi entre los pies, suben y apenas te tocan los huevos desde abajo, como un tincazo?

—Huyy… —se apretó la entrepierna el Doctor—. Esos te matan. Al principio parece que no te hubieran hecho nada…

—… Pero enseguida empezás a sentir frío, después calor y un dolor de la concha de su madre —aportó Eugenio, mientras llegaba del buffet con un vasito de café caliente—. ¿Quieren? —mostró el vasito de plástico a los demás. No le dieron bola.

—Eso de no entender el fútbol… —reiteró Oliva, constante, mirando al Doctor—. ¿Lo dice por mí?

—Sí —aceptó el reto el Doctor, siempre conservando el tono bajo de voz—. Porque si uno jamás ha jugado un partido de fútbol no puede hablar así del Pampa, al reverendo pedo.

El Doctor era un estudioso de las palabras y su efecto. Había remarcado el vocablo «reverendo», lo que le confería al «pedo» una reverberación mayor, e incluso una dignidad eclesiástica.

—El que habló siempre al pedo —Oliva también era un respetuoso de las palabras y su repercusión: por algo manejaba la biblioteca del club— fue el Pampa. Siempre se fue de boca. Usted coincidirá conmigo en que no fue nunca un tipo cauto.

—Eso es verdad —meneó la cabeza, apesadumbrado, el Lulo, que había optado por sentarse junto a los demás con un resoplido de cansancio—. Era muy jetón.

—Hablaba adentro y afuera de la cancha —se fortaleció Oliva—, adentro y afuera de la cancha…

—¿Y qué quería que hiciera? —se exaltó el Doctor, olvidándose del cansancio de la noche en vela—. Si los que jugaban con él eran mudos. El Mono no hablaba… —el Doctor se fue tomando cada uno de los dedos de la mano izquierda, para graficar el recuento. Esa mano que algún día el Flaco Calogero definiera, poco académicamente, como un «racimo de pijas»—…, el Pechuga era autista… y el otro, el Saborido, no gritaba ni los goles…

—El Saborido… —el Lulo rio entre dientes, restregándose los párpados, los brazos y las piernas cruzadas, recostado sobre el respaldo de la silla metálica, como disponiéndose a dormir.

—¿Qué quiere que hiciera el Pampa? —insistió el Doctor—. En la cancha alguien tiene que hablar, ordenar, mandar…

—Pero él no hablaba sólo con los compañeros… —apuntó Oliva.

—Por supuesto que no hablaba sólo con los compañeros. Hablaba con el referí, porque alguien se lo tiene que charlar al referí para que estos hijos de puta no te cobren cualquier cosa, y también con los contrarios…

—A eso voy…

—… Con los contrarios, para hacerlos calentar, ponerlos nerviosos…

—Las veces que lo echaron por eso —recordó Oliva.

—Sí —dijo el Lulo—, pero casi siempre se llevó a uno de ellos.

—Era vivo —resopló Eugenio.

—Muy vivo.

Se hizo un silencio, se escuchaba la respiración pesada del Lulo. Quizás ya estuviera durmiendo.

—Está bien, está bien —pareció aflojarse Oliva—. Yo no me refiero tanto a lo que el Pampa hablaba adentro de la cancha…

—Es que todo viene en un mismo paquete, Oliva —el Doctor ablandó el tono como valorando el cambio de actitud del bibliotecario—. Si usted quiere en su equipo a un jugador explosivo, sanguíneo, temperamental, que se puede cargar el equipo al hombro…

—Como en el partido contra Cremería —pareció despertar súbitamente el Lulo.

—… Como en el partido contra Cremería —jerarquizó el aporte el Doctor— y tantos otros… Bueno… entonces usted tiene que aceptar que ese jugador también sea calentón y desbocado. No como Peralta, ese pecho frío que puede jugar muy bien pero al que nunca lo van a echar porque tiene clericó helado en las venas.

Eugenio volvió a reír entre dientes.

—Clericó helado —susurró.

—No voy a eso, no voy a eso —Oliva se apoyó la mano derecha sobre el pecho—. Partidos son partidos y admito que a veces los jugadores están a mil…

—Mirá a Zidane.

—… Yo me refiero a lo que hablaba el Pampa afuera de la cancha. Especialmente con el periodismo. Con el diario, en el programa del Gordo o en el canal de cable. Lo que declaró en el programa del Gordo y después repitió en la tele fue una promesa al pedo.

—Al reverendo pedo —el Doctor respaldó su adjetivación, aun concediendo razón a su oponente—; pero esa vez estaba caliente, muy caliente…

—Puede ser —dijo Oliva—. Pero no fue un exabrupto, una cosa impensada. Fue algo reflexionado largamente. Si usted, Doctor, me dijera que eso lo dijo el Pampa en toda su primera y larga etapa de joda, desborde y descontrol, se lo creo. Porque era capaz de decir y hacer cualquier cosa, como cuando chocó con el Fairlane de su viejo contra la estatua de Carlos Casado…

—O como cuando lo dejó de seña al padre Augusto… —dijo el Lulo.

—… Al padre Augusto —remarcó Oliva—. Que, usted se acuerda, lo había citado al Pampa para decirle que él era un mal ejemplo para la juventud. Como tantas veces dejó plantada a un montón de gente. La fiesta de Mainero, sin ir más lejos, donde había comprometido su presencia.

—¡Si ni aquí vino! —lanzó una risotada Eugenio, dejando de lado el recato.

—Pero en su segunda etapa —continuó Oliva—, en esta nueva versión del Pampa que conocimos últimamente, no puede pensarse que lo que prometió fue sólo una pelotudez momentánea.

El Doctor quedó en silencio, como el resto del grupo. Se escuchó algo lejos, entrando al salón desde la cancha de básquet, el taconeo enérgico de dos o tres mujeres llevando al buffet platitos y pocillos de café rellenos de servilletitas de papel arrugadas y colillas de cigarrillos.

—El hombre… —vaciló, con el dedo índice en alto, Eugenio— es dueño de sus actos… y… y… ¿cómo era?

—Prisionero de sus palabras —completó Oliva.

—Eso. Prisionero de sus palabras.

El cambio al que se refería el bibliotecario Oliva, esa segunda versión del Pampa Heredia, el «neo-Pampa Heredia» como se dio en llamarlo, se originó cuando el padre del Pampa, don Julio, odontólogo y buen cocinero, se voló una pierna de un escopetazo intentando cazar una codorniz.

—Es raro, porque él es dentista y, por lo tanto, muy habituado a manejar herramientas peligrosas, como el torno —diría después a la prensa su acongojada esposa Nelita, con un particular sentido de las comparaciones.

Lo cierto es que, desde el accidente que pusiera en riesgo la vida de su padre —y a este en silla de ruedas—, el Pampa Heredia cambió completamente.

—Se hizo Atleta de Cristo —había informado recientemente a la prensa el Mono Oyola, su compañero de equipo, imprevistamente elegante, con saco y corbata—. Dejó la noche y una conducta…, digamos, poco profesional… —el Mono elegía cuidadosamente sus palabras, tratando de no ofender la memoria del Pampa—. Comenzó a cuidar su dieta y su aspecto, para comportarse como un verdadero deportista.

La descripción amistosa del ríspido defensor de Atlético Carlos Casado no era necesaria. Al mismo tiempo que toda la población de la pequeña ciudad santafesina se condolía por el accidente de caza de su dentista preferido, también se congraciaba con el cambio producido en el Pampa, hijo mimado de todo el pueblo. Hubo quienes afirmaron, incluso, que lo habían visto concurriendo a las misas del padre Augusto.

—Ya no le falta, pa’ completar, más que ir a misa e hincarse a rezar —consta que tarareó un día el tanguero Elías Ribonatti, director técnico de San Martín de Carlos Casado, clásico rival del equipo del Pampa y permanente víctima de sus goles.

De pelo corto, castaño, sin los reflejos dorados que habían europeizado su aspecto, sin el arito en la aleta derecha de la nariz, de remera sobria y pantalón vaquero, el Pampa ya no era ese habitual parroquiano del Vudú, bar de moda frente a la plaza principal, del otro lado de la iglesia, a la derecha de la Municipalidad. Se lo extrañaba allí, tras tantos años ocupando los veranos las mesas de la vereda, de camisa floreada abierta casi hasta el ombligo, mostrando el pecho peludo sobre el que flotaba media medalla de dudoso dorado que compartía con su novia eterna, la Norma.

—Pobre chica —solían comentar adolescentes y veinteañeras, con un dejo de sorna, conmiseración y envidia—; seguro que el Pampa le es muy fiel…

Y el Pampa, desfachatado, como era en la cancha, algo guarango como casi siempre fuera de ella, se quedaba en el Vudú a la vista de todos, hasta la una de la mañana, desafiando las opiniones sobre su conducta y el enjambre de catangas y cascarudos atraídos por las luces del centro. Se quedaba charlando con el Tato, el Cabeza, Alvarito, el Pacú y Armando mientras los porrones de cerveza se acumulaban frente a ellos como bolos de una cancha de bowling. Desde las siete se quedaba instalado allí el Pampa presenciando la vuelta del perro de las niñas en torno a la plaza por esas cuatro calles que a esa hora se hacían peatonales. El Pampa se acostaba prácticamente en su silla —era de caña con apoyabrazos— y utilizaba otra para apoyar los pies descalzos, las zapatillas importadas abandonadas bajo la mesa. Desde allí sonreía y saludaba a las mujeres, cualquiera fuere su edad, que giraban varias veces alrededor de la plaza, de a tres o de a cuatro las más jóvenes, para ver al ídolo.

Intercambiaba maldades con sus compañeros de mesa, chistaba o gritaba delicadezas tales como: «¿Ya no me conocés, guacha?», a las que, fingiendo desdén o indiferencia, lo ignoraban con la mirada. Se contorsionaba para mirar a sus espaldas cuando, desde los coches que doblaban en la esquina de Belgrano y 25 de Mayo, mujeres desenvueltas sacaban la cabeza por la ventanilla y le gritaban: «¡Chau, Pampa!». Pasada la medianoche, el Pampa y sus amigos partían, casi siempre en la rugiente cuatro por cuatro negra, bruñida, del futbolista, hacia el Miramelindo o el Yalú, cuando no se largaban en busca del Casino de Tres Arroyos.

—Lo que pasa —confesaba ahora en rueda de futboleros Damián Gutiérrez, su descubridor y director técnico— es que el Pampa tenía un físico privilegiado. Incluso ya cercano a los treinta años podía chupar, comer de todo y hasta no entrenar durante una semana, que no lo afectaba para nada. O lo afectaba muy poco. Me consta que jugó partidos después de haber estado encamado toda la noche, y la hizo de goma. Y no digo encamado con su novia eterna, a la cual quería pero lo aburría soberanamente. Digo con las locas de la casa de Rita o las del piringundín de Boquete, allá en Las Varillas. Eso sí —hizo la salvedad Gutiérrez—, yo sabía que venía a jugar después de una noche de joda o de escolazo, porque le gustaba mucho el escolazo, pero lo ponía lo mismo porque, pasado de sueño o medio en pedo, adentro de la cancha hacía la diferencia. Y además, nunca se fue de joda, también me consta, antes de un partido importante, como contra Nueve de Julio de Maciel, Cremería o estos putos de Carlos Casado, a quienes se cansó de cagarlos a goles. Es decir, siendo sinceros, se cuidaba en esos partidos donde sabía que iba a estar la prensa, que podía haber periodistas de Córdoba, de Rosario, de Buenos Aires, o también representantes de los clubes de primera.

—Llegó un momento en que Carlitos se había ido de mambo —el padre Augusto cumpliría ochenta años el próximo octubre pero empleaba un lenguaje que, él suponía, lo acercaba a una juventud que paulatinamente se iba alejando de la Iglesia; llama «Carlitos» al Pampa porque lo conoció desde el bautismo—. Ya no era sólo cosa de trasnochadas, mujeres o alcohol. Ya se había metido, como fatalmente iba a ocurrir, en la droga, en los estimulantes, en la anfetamina.

El padre Augusto entrelazó las dos manos sobre la rodilla de la pierna derecha, que cruzó sobre la izquierda. Anunciaba así, si se quiere, que estaba empezando a ligar la anécdota con una enseñanza de vida.

—Y mire —continuó— cómo son de complejos los caminos del Señor. Cuando, pese a mis consejos, ya estaba a punto de caer en el abismo de la perdición, el Señor puso ante él ese accidente lamentable que sufrió su padre. De allí en más, Carlitos pasó a ser otra persona, a cuidar su físico y su alma, a confesarse todos los domingos, a acostarse a las nueve de la noche. Fue entonces cuando lo vino a buscar Independiente…

—Si la gente de Independiente —dijo el Doctor— lo hubiera visto poco antes de lo del viejo, en aquel programa del cable con el Gordo Salomón, no se lo llevaba…

—Ni en pedo —aprobó Oliva.

—No podía ni hablar, no coordinaba dos palabras seguidas, refunfuñaba, se confundía…

—Abotagado, los ojos enrojecidos…

—Inconexo.

Tres veces había venido a buscarlo Independiente, dos Huracán y una San Martín de Mendoza. Decían, incluso, que lo había venido a ver el Pato Pastoriza. Y eso cuando ya el Pampa no era muy pibe, tendría veinticuatro, veinticinco años, pero salía siempre goleador de la Liga.

—Pero los porteños no son boludos —el Lulo, ya algo más despejado luego de tres pocillos de café y un fernet con coca, recogía miguitas de pan de sándwich que había sobre la mesa—, no son boludos. Mirá si van a comprar a un jugador, aunque no sea por una cifra millonaria, sin averiguar antes si es disciplinado, si se cuida o se la pasa de joda…

—Más en un pueblo como este —dijo Eugenio—, donde se sabe todo.

—Para colmo, el Pampa no era muy discreto que digamos.

Todos aprobaron entre sonrisas.

—Los que hablaron bien de él —aseveró el Doctor— fueron los de Atlético Carlos Casado, para que se fuera, para que se lo llevaran. Esto lo puedo afirmar porque me lo contó el Rulo Milisich, que es fana de ellos.

Con un Pampa redimido, que hacía legítimamente buena letra y oraba por la salud de su padre mientras este se recuperaba lentamente del escopetazo que le había volado la pierna cuando procuraba cazar martinetas, esta vez la gente de Buenos Aires abordó seriamente su contratación.

—Vea usted —volvía a sonar aleccionadora la voz grave del padre Augusto— qué sabios e intrincados son los caminos del Señor. Don Julio se dedicaba a cazar martinetas… ¿Y cómo se llama su mujer?… —el Padre estiró una pausa—… Martina. Martina se llama la mujer, o la ex mujer. Eso ya estaba presagiando lo que iba a pasar.

Incluso en el diario El Pueblo salió una foto del Pampa Heredia probándose la camiseta de Independiente, junto a directivos del Rojo. La pequeña ciudad estaba convulsionada. Desde 1954, cuando Quilmes contrató a Máximo Spina, centrehalf de Carlos Casado, nunca se había dado un acontecimiento deportivo que llenara tanto de orgullo a las fuerzas vivas.

La noche anterior a la firma definitiva del contrato, directivos, compañeros e hinchas caracterizados del club agasajaron con una cena despedida al crack local. Tras la cena, se comentó risueñamente el hecho de que el Pampa acompañó el asado nada más que con agua mineral. Y sólo accedió a humedecer sus labios con sidra en el brindis final por su futuro venturoso.

—Dios supo mostrarme —declaró el Pampa, horas antes de esa reunión, en el programa por cable Tomando el té con Tesi— el camino de la Verdad. Y lo hizo a tiempo, porque yo había caído en las garras de la tentación. Y Dios, en su infinita sabiduría, supo apartarme a tiempo. Me puso a prueba con el difícil episodio de mi padre, quien afortunadamente ya está fuera de peligro, en pleno tratamiento de recuperación para volver a caminar. Y mi recompensa es esta, verlo bien a mi padre y vestir el año próximo la camiseta de Independiente, club del que mi padre fuera siempre hincha, dada la admiración de mi abuelo Ernesto por Capote De la Mata.

Al otro día hubo un gran tornado en la zona y no se firmó el contrato. Y al siguiente apareció en el Clarín, que llegaba al mediodía a Carlos Casado, un pequeño suelto en la sección Deportes donde se anunciaba que Independiente había contratado a Pombo Rojas Pinilla, un enganche colombiano de veintiún años proveniente del Bucaramanga.

La noticia tuvo sobre la población un efecto más pavoroso que el del tornado.

Un Pampa sorpresivamente tranquilo, cauto, reflexivo, que entrelazaba sus dedos sobre la rodilla derecha cruzada sobre la izquierda, como solía hacer el padre Augusto, se mostró una vez más en Tomando el té con Tesi.

—Algo quiere mostrarme el Señor en su infinita sabiduría —casi declamó, con la vista perdida en algún rincón del pequeño set de televisión, apenas más amplio que un ascensor— algo quiere mostrarme a través de esta furiosa tormenta que desató ayer sobre nuestros campos. Tal vez algo he hecho mal, o quizás alguien de mi entorno se ha comportado erróneamente y yo no supe encauzarlo; pero esta frustración me está indicando a mí un sendero clarísimo: debo terminar mi carrera deportiva en el club que me vio nacer y que me brindó infinitas satisfacciones. Ese es mi destino, señalado desde lo alto. Delante de ti, Tesi, y delante de todos tus televidentes, prometo que no me iré nunca del club.

Allí, ante el silencio sepulcral de iluminadores, cámaras y unos pocos asistentes y curiosos, el Pampa prologó con un mutismo breve el anuncio que conmovería a la comunidad.

—Te digo más, Tesi… —el Pampa se apoyó la palma de una mano sobre el pecho— hago aquí otra firme promesa surgida de mi corazón e impulsada por las enseñanzas que obtuve leyendo la vida de la madre Teresa… Ni siquiera voy a irme de este pueblo cuando haya dejado de jugar al fútbol. Viviré aquí, aquí tendré mis hijos con mi novia de siempre y, llegado el día en que el Señor me llame a su diestra, moriré aquí. Y un último deseo, para cuando llegue ese día: que mis cenizas sean esparcidas sobre la cancha del Deportivo San Martín.

A esa altura, final del programa, lloraban todos. Tesi, por supuesto, que lloraba incluso cuando despedía de su programa a algún vecino que vería de nuevo esa misma noche; los cámaras, los curiosos y los varios miles de televidentes que brindaron a esa entrega del programa el mayor rating de su corta historia.

—Hasta el Gringo Ortuza lloró —se asombraba Eugenio, reclamando la atención del Doctor, que ya se iba para su casa tras la larga noche sin dormir—. Lloró el Gringo, que es un cascote más duro que la mierda, que ni siquiera lloró cuando un Scania le atropelló su mejor perdiguero de caza. Me lo confesó a mí, a mí.

A la mañana siguiente, el Pampa casi no pudo pasearse por la vía blanca, calle San Martín, como lo hacía siempre rumbo a su desayuno tardío de café con leche y bizcochos de grasa en el Valentino, la cafetería de onda del Melena Saldívar. Hombres, mujeres y niños, hinchas del Deportivo San Martín o simplemente conciudadanos a los que nunca les había interesado el fútbol, lo detenían por la calle para felicitarlo, reconfortarlo y agradecerle infinitamente ese cariño inquebrantable por la camiseta aurinegra y por la sociedad que lo vio nacer. Hubo un solo reproche, mitad en broma mitad en serio, de parte de Julián, el canchero, quien le dijo que no iba a permitir, llegado el momento, que sus cenizas —las del Pampa— se esparcieran sobre la cancha porque podían ser nocivas para la grama. Julián agregó también que se corría el peligro de que el ejemplo de las cenizas del Pampa sentara un nefasto precedente —repitió lo de nefasto tres veces—, y generara así una catarata de imitadores que podían llegar a convertir el estadio aurinegro en una réplica de las ruinas de Pompeya.

El Pampa llegó al Valentino emocionado, cargado de pequeñas notitas, cartas, estampitas y hasta una Virgen de plástico, luminosa por dentro y que hacía también las veces de velador, obsequio de Tita, la de la mercería, infaltable televidente de los programas de Tesi.

—Lo que pasó desapercibido en aquella entrevista —el Doctor, pese a mostrar en sus ojeras todo el cansancio del mundo, volvió a sentarse en una silla—, debido a las promesas pelotudas del Pampa, fue lo que dijo…

—El hombre es prisionero de sus palabras… y… ¿cómo era? —se atrevió a interrumpir el Lulo.

—Fue lo que dijo —repitió el Doctor, sin mirar al Lulo, para marcarle su impertinencia— sobre un posible castigo divino a alguien muy cercano a él que había cometido un error y que él no supo encauzar…

—Lo del padre con la enfermera —se adelantó Oliva.

—Yo pensé —dijo el Doctor— que el raje de Don Julio con la enfermera que lo ayudaba en la rehabilitación lo iba a quebrar al Pampa nuevamente, que iba a volver a meterse en la joda y en la falopa…

Pero no fue así. Casi con treinta años, el Pampa Heredia, haciendo caso omiso del abandono del hogar por parte de su padre y contradiciendo a los agoreros que anunciaban su regreso a la vida disipada, solidificó, por el contrario, sus logros espirituales. Abandonó incluso el consumo de carnes y se volcó a la dieta vegetariana. Recrudeció en sus visitas al padre Augusto, se interesó en la filosofía de Santo Tomás de Aquino y estuvo a punto de ingresar en el coro de la capilla, objetivo malogrado por lo errático de su entonación.

Disciplinado, cuidadoso con respecto a su estado físico, descansado y bien dormido, el Pampa tuvo un torneo espectacular y fue una vez más goleador del campeonato.

—Ni siquiera mi formación salesiana —admitía ahora el padre Augusto— alcanza a determinar si lo que ocurrió entonces al finalizar el torneo fue una nueva prueba de carácter a la que lo sometió el Señor o una de las tantas tentaciones que pone en nuestro sendero el Maligno.

El 23 de diciembre volvió la gente de Independiente con el contrato firmado por ellos, todo el dinero en efectivo en la mano y hasta el mismo fotógrafo que le había sacado en la ocasión anterior la foto al Pampa con la camiseta roja. El ignoto colombiano había ido a parar a Talleres de Remedios de Escalada y los porteños, conscientes de que los pobladores de Carlos Casado —como dijera Perón— podían hacer tronar el escarmiento, insistían en resaltar que Heredia luciría en sus dorsales el emblemático número diez para prolongar la estirpe de Ernesto Grillo y el Bocha Bochini.

La operación se cerró en menos de media hora. Y los habitantes de Carlos Casado, a pesar de que ningún tornado se había abatido sobre ellos, permanecieron en sus casas, mustios y cariacontecidos.

Anteanoche, sin embargo, en el partido despedida, el estadio estaba casi repleto.

—Y era lógico —bostezó el Lulo, que volvía de hacer una recorrida por el salón leyendo los nombres de los remitentes de las coronas—. Después del primer momento de calentura, la gente comprendió que era la oportunidad esperada por el Pampa toda la vida. Y, de alguna forma, quiso devolverle algo de todo lo que este muchacho nos dio desde adentro de una cancha.

—Yo no pensé que iba a ir tanta gente —dijo Eugenio.

—Pero… ¿quién no quería ver al Pampa jugando en un equipo grande de Buenos Aires?

—Y eso que amenazaba lluvia.

—Y muchos se habían olvidado —dijo Oliva— de las promesas al pedo que había hecho el Pampa.

—Y además, Independiente trajo un equipo que era una joda.

Como suele ser habitual, el Rojo de Avellaneda ofreció, como parte de pago por el pase de Carlos Heredia, un partido con su primer equipo en Carlos Casado contra Deportivo San Martín. Como suele ser habitual, el conjunto porteño trajo un par de suplentes de la primera y completó el plantel con pibes muy jóvenes de las inferiores. Como suele ser habitual, se anunció que el Pampa iba a jugar el primer tiempo para el equipo de toda su vida, y el segundo para la divisa roja.

—Qué significativos suelen ser los sinuosos caminos del Señor —repetía ahora el padre Augusto, con una genuina expresión de pena en la cara— cuando quiere señalarnos algo, enseñarnos algo, aunque, como simples mortales, a nosotros nos cueste entender su mensaje.

Casi sobre el final del partido, de un 0 a 0 aburridísimo, ya con el Pampa jugando para el equipo visitante, el árbitro de la liga local y amigo de la casa regaló con una dudosa interpretación del sentido del espectáculo un penal para los visitantes. Por primera vez desde la pitada inicial, el público se puso de pie sobre los tablones de madera para ver qué actitud tomaría el Pampa, rodeado ya por sonrientes y bromistas ex compañeros que le hablaban y lo palmeaban.

El Pampa, inclinado sobre el punto del penal, hizo girar dos o tres veces la pelota entre las manos como buscándole el perfil favorable. Aplastó el césped endurecido por la cal blanca con tres o cuatro golpes de la puntera de su botín derecho y, finalmente, optó por correr el balón unos centímetros hacia la izquierda para sacarlo de esa mata de pasto desparejo, ante la permisividad del árbitro y las risas provocativas de su gran amigo, el arquero Molina.

—No está en nosotros —expresó el padre Augusto, calmo y recompuesto— la capacidad de comprender este tipo de mensajes divinos.

El silbato y el estruendo paralizante del rayo estallaron casi al unísono. Desde el cielo hasta el punto del penal se desgarró una luz intensa y zigzagueante. Un segundo después, cuando recién el público empezaba a percibir el olor mortificante al azufre y el ozono, y cuando recién todos empezaban a comprender lo que había ocurrido, del Pampa sólo quedaba un montoncito de cenizas que cubría apenas los restos de un par de botines calcinados. Un minuto después, ante el silencio espantado de la concurrencia, una brisa calma y algo cálida comenzó a soplar anunciando la lluvia y dispersó las cenizas del Pampa por todos los rincones de la cancha.