Al volante de su Volkswagen Polo azul, María salió de Barcelona por la Diagonal, dejando atrás el edificio iluminado de Banca Catalana, con su logo diseñado por Miró. Se dirigía hacia la autovía A2, dirección sur. Como de costumbre, Bach amenizaba su viaje, la mejor forma de calmarse y relajarse antes de llegar a Belchite; aunque esta vez sería diferente, vería sólo a la abuela. Éste sí que era un buen plan. Subió el volumen, metió la quinta y aceleró hacia casa.
Ni siquiera llevaba una bolsa. La abuela siempre tenía algo preparado, un cómodo y viejo jersey de lana, toallas suaves recién lavadas y ese par de acogedoras zapatillas. María, eso sí, le traía una botella de Faustino V, el vino favorito de la abuela, un Rioja de treinta euros que les encantaba compartir, sólo entre ellas. Suspiró y relajó los hombros cuando pensó en la abuela Basilisa, sentada en su mecedora, con Khira, su perrita, tumbada a sus pies. A la abuela le gustaba escuchar y siempre le preguntaba por Jordi, por Bombillo y por su piso. Siempre sonriente, siempre con una palabra de ánimo.
«Justo lo contrario que mi madre».
El sonido del móvil interrumpió sus pensamientos. Era Jordi, pero María no lo cogió; puso el «manos libres» para escuchar su mensaje.
«Hola, cariño. ¡Hola! ¿Hola? A lo mejor estás durmiendo. Sólo llamaba para decirte que el Barça pierde cero a uno al descanso, un desastre».
«Siempre fútbol».
Jordi siguió hablando:
«El estadio está lleno, el ambiente es fenomenal, pero nada, hoy realmente no sale nada. Intentaré llamarte luego, cuando termine, ya será tarde. En fin, cuídate, cariño».
«Dios, el fútbol, los negocios y yo; su vida entera».
María apagó el móvil y volvió a subir la música. Ya casi sin resaca, no podía dejar de pensar en la noche anterior. Se alegraba de habérselo pasado tan bien, hacía mucho que no cogía una cogorza semejante. Se rió, conoció gente nueva —vaya soplo de aire fresco en comparación con los amigos del Opus de Jordi—. Pero luego vino el beso. María quiso cerrar los ojos y recordar cada uno de los segundos que duró, pero tenía que prestar atención a la carretera. Tragó saliva.
«No puedo creer que haya besado a una mujer».
Se encendió un cigarrillo. Le encantaba la intimidad de su coche, fumar, conducir sola; se sentía libre y aventurera.
«Debería hacer esto más a menudo».
»Para alguien como ella será normal besar a otras mujeres, a fin de cuentas es lesbiana. En Estados Unidos también se besan en la boca constantemente, familia, amigos, así que no debería darle tanta importancia. No significa nada».
María siguió conduciendo, disfrutando de cada segundo, de sus recuerdos del viaje a Londres y pensando en la visita nocturna a la abuela. Hacía mucho que no se sentía tan viva; le gustaba la incertidumbre, el misterio. Sentía un corazón joven, travieso, como cuando de niña trepaba por los árboles y se escondía de su madre, que siempre acababa persiguiéndola para regañarla por una u otra razón.
Al cabo de dos horas, María salió de la autovía para tomar una pequeña carretera hacia Belchite; llegaría en menos de media hora. Bajó un poco la ventanilla para sentir el aire fresco y ver las estrellas. A María siempre le había impresionado el último tramo hasta el pueblo, una recta de varios kilómetros que atravesaba la árida llanura de Aragón, sin más vida que algunas granjas de cerdos, muy distantes entre sí, y apenas algún árbol.
«El campo. Mucho mejor que la gran ciudad. Tranquilo. Silencioso».
María tomó el desvío que llevaba al centro de Belchite. La oscuridad no le dejó ver la torre del campanario del pueblo viejo, ahora convertido en icono de la Guerra Civil. El impacto del conflicto en el pueblo había sido tan poderoso que, incluso conduciendo de noche, sin poder ver las ruinas, María sentía su fuerte presencia. Se estremeció y aceleró.
Justo antes de entrar al pueblo nuevo, aminoró al pasar junto a la casa de sus padres y casi se detuvo al ver, inmediatamente después, una carretilla que se parecía mucho a la de su abuela. Por curiosidad, dio marcha atrás para verla mejor; efectivamente, era la misma, igual de vieja e igual de abollada. Lo sabía muy bien porque de niña se había sentado en ella mil veces, disfrutando inmensamente de los paseos que su abuela solía darle por el jardín.
«¿Qué hará esto aquí?».
María miró a su alrededor y oyó unos ruidos, como si alguien estuviera excavando en el suelo. Procedían de unos árboles que había detrás de la casa de sus padres. Se quedó quieta, escuchando. ¿Y si eran ladrones?
María se acercó a los olivos intentando seguir la pista de los ruidos, que cada vez eran más fuertes. Ahora podía oír una respiración profunda, como si alguien estuviese realizando un gran esfuerzo. Se quitó los zapatos para no hacer ruido, teléfono en mano por si había que llamar a la policía.
Oyó claramente el sonido de una pala cavando en el suelo al compás de una respiración forzada. Era una mujer. Asombrada, María se adentró más entre los árboles hasta llegar al milenario El Abuelo, su olivo preferido. Allí, visible bajo la luz de la luna, su abuela, envuelta en un tupido abrigo y con un pañuelo oscuro en la cabeza, se esforzaba por tapar un agujero con una pala.
«¿Qué demonios…?».
María caminó hacia ella, pero ésta, como estaba un poco sorda, no la oyó acercarse.
—Abuela, ¿qué estás haciendo aquí? —dijo María, agarrando a su abuela del hombro y provocándole un gran sobresalto.
—¡Ah! —gritó la anciana, volviéndose hacia su nieta—. ¿Qué estás haciendo aquí tú? —preguntó Basilisa, más irritada que sorprendida, como si María la interrumpiese en alguna tarea.
Desconcertada, María retrocedió un paso y miró a Basilisa de pies a cabeza; estaba rodeada de tierra que claramente se había removido hacía poco.
—¿Se puede saber qué estás enterrando?
La abuela Basilisa se apoyó en la pala, cerró los ojos y dijo:
—Espera a que termine con esto y llévame a casa.
Estupefacta, María obedeció.
—¿Necesitas que te eche una mano? —preguntó María al cabo de unos segundos. No sabía si reírse o asustarse.
La abuela se quedó mirándola.
—No te preocupes, no estoy enterrando a nadie.
—Me alegro —dijo María con sarcasmo.
Su abuela sonrió, lo que calmó a María, al menos un poco.
—Ya está —dijo por fin. Cogió la pala y con unas ramas de olivo disimuló la tierra que cubría el hoyo—. Vámonos. —La abuela se echó a andar entre los árboles, que ella misma había cuidado durante décadas. María la siguió de cerca.
No sin dificultad, las dos metieron la carretilla en el coche, y condujeron a casa en silencio.
«En esta familia todos estamos locos».
—Iba a decírselo a tu madre, pero tampoco está de más que te lo cuente a ti —dijo la abuela sentándose en su mecedora junto al fuego, que ya ardía con fuerza. Tenía una taza de té en la mano, mientras Khira languidecía a sus pies, sobre el crujiente suelo de madera.
María se había recostado cómodamente en el sofá, al abrigo de una de las mantas de punto hechas por su abuela. Escuchaba atentamente.
—Puede que hasta sea mejor que lo sepas tú antes que tu madre; la pobre ya tiene demasiadas preocupaciones, pero es verdad que alguien de la familia tiene que saberlo: hay dinero bajo ese árbol.
María abrió los ojos con sorpresa.
—¿Dinero bajo el árbol? ¿Estabas enterrando dinero? ¿Por qué?
—No te preocupes, está seguro —dijo, como si no pasara nada extraño—. Además, no es nada nuevo, llevo toda la vida escondiendo todo tipo de objetos bajo El Abuelo. Durante la guerra, mi padre ya guardó allí algunas de las posesiones de la familia para que los rojos no las encontraran, es el lugar más seguro del mundo.
María no sabía si creerla o no.
—Pero, abuela, yo trabajo en un banco. ¿Por qué no me lo das a mí para que esté más seguro?
—Uy, ya les gustaría a los bancos ser tan seguros como ese árbol, a ver si alguno dura mil quinientos años como él —dijo con una sonrisa. Tomó un respiro y se volvió a poner seria—. Puede que se lo diga a tu madre si se presenta la oportunidad, pero sólo si es necesario; no quiero darle ningún disgusto. Pero si no se lo digo yo, prométeme que lo harás tú algún día, cuando yo ya no esté.
A María se le hizo un nudo en la garganta.
—Abuela, por favor, no digas esas cosas, estoy segura de que tendrás muchas ocasiones de decírselo, te quedan muchos años por delante.
—Tú prométemelo —dijo su abuela con un hilo de voz.
—Claro —dijo María, triste. Volvió a mirar a su abuela, quien la estaba observando. A veces, María se sentía incómodamente transparente ante ella, era como si aquellos grandes ojos pudieran ver a través de su cuerpo, directamente al corazón. Volvió a bajar la mirada.
—¿No hay Faustino esta vez? —preguntó la abuela.
—¡Ya era hora! —dijo María, de nuevo sonriente—. ¡Ya pensaba que todo el mundo se había vuelto loco y que nadie se acordaba de las cosas buenas de la vida!
María sacó la botella del bolso y la abrió.
«Cómo necesito un trago: primero beso a una mujer en una fiesta de lesbianas, luego me acuesto en la peor zona de Londres; llego a casa y mi novio sólo piensa en el fútbol, por lo que me escapo a ver a mi abuela, que se ha vuelto loca y se ha puesto a enterrar dinero bajo los árboles. Vamos bien».
María bebió casi media copa de golpe. «Justo lo que necesitaba».
La abuela la miró.
—¿Cómo es que has venido tan tarde? —preguntó.
—Quería darte una sorpresa. Me iré mañana por la mañana, temprano, no quiero ver a nadie más —dijo, intentando aparentar normalidad—. Ya sabes, si voy a casa y veo a los demás, tendré que quedarme todo el día, y estoy un poco cansada. Acabo de volver de Londres y me apeteció hacerte una pequeña visita.
La abuela levantó una ceja.
«Ya ha pillado que pasa algo. Claro, me presento en plena noche sin querer ver a nadie, ni siquiera a mi madre, y todo como si nada. ¿A quién voy a engañar?».
—Siempre estás muy ocupada —dijo la abuela—. A ver si encuentras un poco de tiempo para otras cosas, como el vestido de novia. Tu madre dice que no dedicas ni un segundo a la boda.
—Lo sé, lo sé. He tenido mucho trabajo, créeme —reconoció María—. Aunque el vestido tampoco me importa demasiado, la verdad.
—Tienes razón, pero hay que comprarlo —dijo la abuela—. Sobre todo asegúrate de que tienes tiempo para relajarte y para Jordi, el vestido y todos esos detalles son realmente secundarios, aunque la tele y todos los que intentan vender algo nos hagan creer lo contrario.
—Como siempre, abuela, tienes toda la razón —asintió María.
—Ya sé que no es tu caso, ya llevas con Jordi…, ¿cuántos años?
—Cuatro —dijo María con un tono que sonó más a «cuarenta».
—Entonces ya os conocéis lo suficiente para saber que tenéis muchas cosas en común, que disfrutáis estando juntos y que queréis compartir el resto de vuestras vidas, ¿no es así, cariño?
María sintió la penetrante mirada de su abuela y apartó la vista, asustada por sus palabras. «¿El resto de mi vida?». No contestó.
Ambas cogieron sus respectivas copas y bebieron a la vez.
—El amor de verdad no hay que dejarlo escapar, si tienes la fortuna de haberlo encontrado —dijo la abuela.
«¿El amor de verdad?».
—¿Por qué dices eso, abuela?
—Porque es un tesoro, un milagro, demasiado precioso como para dejarlo escapar; hay que esforzarse y asegurarse de que no pase de largo.
María observó a su abuela con sumo interés. «¿Cómo puede saberlo si nunca se casó?».
—Dejar pasar estas cosas, el amor, los hijos, los amigos, es como dejar que la vida se nos escape, y la vida no es para verla desde la barrera —dijo seriamente, acariciando el colgante que siempre llevaba, una cruz plateada con un diamante—. Hay que saltar al ruedo, hay que enfrentarse a la vida, con ilusión y mucho valor.
«Pero eso es justamente lo que tú no hiciste, ¿no?». Siguiendo el consejo de su abuela, María se armó de valor para decirle lo que nadie se había atrevido.
—Pero tú nunca te casaste, abuela —dijo María finalmente, con la esperanza de que no se tomase el comentario a mal. En su familia, las preguntas directas siempre habían estado mal vistas— cuestionar a los mayores, o las normas, era un signo de rebeldía inaceptable, una falta de respeto.
Pero la abuela era diferente. La anciana respiró hondo y acunó a Khira, ahora en su regazo.
—¿Me puedes traer un cigarrillo del cajón de la cocina, por favor?
—Abuela, no fumes, por favor, ya sabes que es malo —dijo María, preocupada.
—Por favor, no me quedan muchos años por delante y quiero disfrutarlos; algo tendrá que matarme un día de éstos, y mejor que sea algo que al menos me guste —repuso con un guiño—. Venga, tráeme un pitillo, anda —añadió, con un tono más de orden que de ruego.
María accedió.
La abuela echó el humo de la primera calada satisfecha, sonriente.
—No me casé, pero debí hacerlo —dijo al fin.
María levantó la cabeza en gesto de sorpresa. Su madre sólo le había explicado que un hombre, Juan Roso, se había fugado con todo el dinero de la familia después de dejarla embarazada.
—¿Con Juan? —preguntó María en voz baja.
—Sí, Juan Roso. Seguro que te han hablado de él.
—Vagamente —dijo María.
—¿Y qué has oído vagamente? —La abuela parecía ahora distante.
—No mucho —admitió María—. Pero, en cualquier caso, prefiero saberlo por ti.
El reloj marcó la medianoche.
La abuela se levantó y sacó unas llaves del bolsillo de su delantal para abrir el armario del salón. Al poco, regresó con una pila de cartas delicadamente envueltas con un lazo azul. Se detuvo junto a la ventana.
—Éstas son las cartas que Juan me mandó desde Cuba, donde se exilió después de la guerra —dijo, acariciando los sobres con cuidado—. Hay docenas más en la cabaña, en el jardín.
La abuela miró hacia la oscuridad de la noche, su cara estaba triste.
—Al principio, en plena represión de Franco, el pobre tenía que falsificar un certificado médico para encubrir el resto de la carta, y enviarlo a Andorra, a veces vía Francia, donde un médico de Belchite iba una vez al mes a por medicamentos. Así recogía el correo y evitaba que éste cayera en manos de los censores.
Todavía junto a la ventana, sus manos empezaron a temblar ligeramente mientras sostenía las viejas y descoloridas cartas.
—¿Cómo le respondías?
La abuela bajó la mirada.
—Nunca lo hice.
María sintió una terrible lástima por su abuela. Sabía que en lo más hondo de su afable corazón había una oscura y triste historia bien enterrada. Se hizo un silencio.
Lentamente, la abuela volvió a su mecedora y apuró su copa. La botella ya estaba vacía y María fue a abrir otra a la cocina. Jamás había tenido una conversación así con ningún miembro de su familia, ya que los De la Vega sólo hablaban de asuntos prácticamente irrelevantes, el resto se quedaba dentro. Habitualmente se preguntaban «¿Qué tal estás?» entre ellos, pero sin verdadera intención de saberlo, y mucho menos esperando respuesta sincera alguna. En su familia, las formas siempre habían prevalecido sobre el fondo.
La abuela se recostó en su mecedora y encendió otro cigarrillo.
—Te lo explicaré, María, alguien tiene que saberlo —dijo—. Probablemente se lo deba a tu madre, pero ahora estás tú aquí y ya me has tirado de la lengua. —Respiró hondo antes de continuar—. Cuando era más joven que tú, justo antes de la guerra, mi hermana Ana y yo…
«No sabía que tuvieras una hermana».
—… Solíamos jugar en los campos con los hijos de los trabajadores de mi padre. Por aquel entonces también producíamos maíz; estas tierras eran mucho más fértiles que ahora. Teníamos por lo menos cien burros y otras tantas mulas, que labraban y llevaban agua del arroyo hasta los molinos.
La abuela perdió la mirada en el fuego, todavía vivo en la chimenea.
—Crecí jugando en esos molinos con Juan, el hijo del capataz de mi padre, un hombre honesto. Todo el mundo pensaba que Juan heredaría el trabajo de su padre y la cabaña junto a los molinos, donde su familia siempre había vivido. El chico ayudaba en el campo todos los fines de semana, de sol a sol, y aún le quedaba tiempo para los deberes del colegio, aunque sus padres apenas sabían leer y escribir. Mi padre, que nunca se preocupó mucho por sus trabajadores y ni siquiera les prestaba ayuda médica, sentía debilidad por Juan; le gustaba cómo se responsabilizaba por las cosas, lo duro que trabajaba cuando no estaba en la escuela, así que le dejó jugar con Ana y conmigo. Yo me llevaba muy bien con él, mientras que mi hermana prefería jugar con el hijo del boticario, que era más callado y siempre tenía que ayudar al cura en la iglesia. Juan y yo, en cambio, siempre andábamos por el campo, correteando entre los olivos.
María escuchaba sin decir palabra.
—Así pasaron los años, hasta que nos hicimos adolescentes. Nuestros cuerpos cambiaron, pero no perdimos la complicidad de haber crecido juntos. Seguíamos con nuestras aventuras, robando fruta a los vecinos, intercambiando grano por cigarrillos para fumarlos…; una vez casi quemamos una granja. —La abuela sonrió—. Nos sentíamos bien en compañía del otro, y nunca dejamos de bañarnos en el arroyo, sin ropa alguna, como hacíamos de niños. Nos teníamos mucha confianza.
—¿El arroyo que hay detrás de los campos? —quiso saber María.
—Ese mismo —sonrió la abuela.
—Qué suerte, mi madre nunca nos dejó alejarnos tanto de casa, y ya ni hablar de nadar sin ropa —dijo María.
—No la culpes —defendió Basilisa a su hija—. Los años de Franco fueron muy diferentes. Antes de la guerra, la vida era abierta, sana y liberal, pero Franco devolvió a este país a la Edad Media. Cuando ganó, la gente dejó de pensar, de ser natural; volvimos a la caverna. ¿Sabes, la caverna de Platón?
María asintió, aunque en ese momento no estaba para filosofías. La abuela continuó su relato.
—Cuando Juan y yo estábamos juntos, nada importaba, no le teníamos miedo a nada —prosiguió—. Sabíamos que si nos metíamos en problemas en el colegio o en casa, podíamos vernos después y hallaríamos consuelo y paz en el otro.
Hizo una pausa para tomar aliento.
—La noche en que mi padre me abofeteó cuatro veces en la cara por llegar tarde, me escapé al molino y él me vio por la ventana. Saltó de su habitación, un piso, y vino a mi encuentro. Nos pasamos la noche abrazados, durmiendo en el pajar sin más abrigo que nuestros cuerpos. Resultó tan cálido, nos sentimos tan a gusto el uno con el otro que lo repetimos una y otra vez. Era nuestro secreto, a veces también nos acurrucábamos en pleno día, a la hora de la siesta.
María miró a su abuela con una mezcla de admiración y envidia. «Y yo así, en habitaciones universitarias con crucifijos…».
—Entonces estalló la guerra, en el sur, pero estaba tan lejos que no recibimos noticias hasta pasados unos días. Oímos que habían tomado varias ciudades andaluzas, pero nunca pensamos que la guerra llegaría aquí, en medio de la nada, hasta nuestras pacíficas tierras. Juan y yo éramos adolescentes y seguimos jugando y pasando tiempo en el molino, contándonos pequeños secretos, como quién nos gustaba, qué pensábamos de nuestros padres, y observando los cambios en nuestros cuerpos. Teníamos nuestro propio mundo, nos dábamos el uno al otro todo lo que necesitábamos. Yo también le ayudaba con la escuela, mientras que él me daba paz y cariño cuando mi padre me chillaba o pegaba, que era casi a diario.
«Ahora veo de dónde le viene el genio a mi madre».
Las dos bebieron más vino.
—Un año más tarde, en 1937, un grupo de soldados de Franco llegó a Belchite, diciendo que se quedarían unos días para recuperarse de las heridas del frente. El boticario y su hijo, por entonces novio de Ana, les ayudaron, porque no tuvieron más remedio, pero también por ideología, supongo. Recuerdo que algunos tenían la pierna rota y otros algún balazo en el cuerpo, y que desde luego eran todos unos brutos y maleducados. Tomaron la vieja granja de los Mateo, justo a las afueras del pueblo, sin pedirles permiso; pero Mateo era demasiado viejo para plantar cara a una docena de soldados franquistas. Iban a las tiendas a por comida, asumiendo que no tenían que pagar; hacían cuanto querían, amenazando a todo el pueblo con sus modos y sus armas. Entraron en la escuela y pronto se hicieron cargo de la enseñanza, obligando a los niños a cantar himnos fascistas todas las mañanas. Soledad, que era maestra aquí durante la República, y el sacerdote a cargo del colegio no pudieron hacer nada por impedirlo. Cuando Soledad se enfrentó a ellos una vez por haber pegado a un niño impertinente, uno de los soldados la abofeteó y la tiró al suelo delante de todo el mundo. El cura no pudo hacer nada, ya que lo amenazaron con denunciarlo a la Iglesia, la cual, ya sabes, apoyó a Franco desde el principio.
«Pobre Soledad». El corazón de María se encogió.
—Empezaron a llegar noticias del avance del ejército rojo hacia Belchite. Los comerciantes, que traían sus productos de pueblos cercanos, venían con relatos horrorosos sobre decapitaciones o asesinatos de terratenientes a manos de anarquistas y comunistas descontrolados. Juan, siempre del lado de los trabajadores, se implicó cada vez más en un grupo local que quería ayudar a los rojos a entrar en el pueblo, y echar a las tropas de Franco. Belchite estaba muy dividido entre los que estaban con los soldados, aunque fuera por obligación, y los que, como Juan, se oponían a ellos. Mis padres les apoyaron desde el principio, ya que eran católicos y anticomunistas, pero sobre todo porque querían conservar su negocio. Además, Ana, mi hermana, estaba a punto de casarse con el hijo del farmacéutico, quien había establecido una especie de pacto con la tropa: él les ayudaba ahora, y éstos le darían alguna licencia para abrir farmacias, en otros pueblos, después de la guerra. La gente se labraba así el futuro.
»Pero para los trabajadores las cosas se ponían feas, con la comida cada vez más escasa. El negocio de mi padre, que nunca había tenido ningún problema, no tardó en resentirse, ya que nadie tenía dinero para comprar nada. Todo el mundo vivía aterrado y nadie confiaba en nadie. El panadero sólo vendía pan por dinero contante y sonante, nada de pagar al día siguiente, y sólo atendía a los de su cuerda. De repente, las vacas y los burros empezaron a desaparecer, robados por gente que luego los vendía en mercados regionales. Los campos de cultivo se convirtieron en zonas de guerra, por lo que las cosechas también cayeron a la mitad. Juan estaba hambriento cada noche que nos encontrábamos en el molino, y yo siempre le llevaba un poco de pan y jamón. Su ira hacia los terratenientes se incrementó al ver que mi padre no compartía con sus trabajadores la comida que le sobraba, a pesar de que algunos de ellos estuvieran famélicos. Su propio padre enfermó y el mío ni siquiera le mandó un médico. El pobre hombre murió poco después.
«Menudo bisabuelo que tuve. ¿Cómo es que tú saliste tan dulce, abuela?».
—Una noche de primavera, en 1938, aún se celebró la fiesta del pueblo, Santa Ramona. Las tropas insistieron en organizar un baile popular, con banda y todo. Querían dar imagen de normalidad, aunque los soldados iban por ahí armados hasta los dientes. En la plaza, apenas bailaba nadie; la gente formó dos grupos claramente separados: a un lado, los que ayudaban a las tropas, casi todos propietarios de un negocio, y al otro, los jornaleros, la maestra y dos catalanes que por aquel entonces vivían aquí. Juan y yo nos escapamos enseguida al molino, sólo queríamos estar juntos porque sabíamos que algo malo iba a pasar, la tensión era insoportable. Allí me dijo que el ejército rojo tomaría el pueblo muy pronto, aunque no sabía cuándo. Nos abrazamos y escuchamos la música procedente de la plaza, contemplando las estrellas a través de la ventana del molino; era como un oasis en medio de todo lo que estaba pasando.
La abuela Basilisa bebió un poco más de vino. Miró a María con complicidad.
—Pero ya no éramos tan niños, yo tenía diecisiete años, y aquella noche concebí.
«Abuela…».
Basilisa tomó otro sorbo de vino; María se tragó media copa de golpe.
«Si supieras que yo todavía no sé ni de lo que me hablas…».
—Dos disparos nos despertaron de repente. Salimos hacia la plaza corriendo, oíamos gritos. En una esquina, bajo los arcos, vimos a Soledad tirada en el suelo, llorando, con la falda rasgada y la blusa enrollada al cuello. Uno de los soldados, que llevaba los pantalones bajados, había recibido un tiro en la pierna. Mateo, el borracho oficial del pueblo, le había disparado al ver que intentaba violarla detrás de los pilares, mientras la música ahogaba los gritos de la pobre Soledad.
»Delante de todo el mundo, el soldado desenfundó su pistola y devolvió el disparo a Mateo, matándole al instante. Nada más llegar, Juan corrió hacia el cuerpo de Mateo, tomó su arma y se ocultó detrás de una de las columnas.
»El soldado pidió ayuda a gritos porque se estaba desangrando por la rodilla. Menos de un minuto después, el boticario y su hijo, el novio de Ana, llegaron para socorrerle. Ana también se quedó mirando, de pie junto a mí. El soldado gritó que quería agua y el boticario, que necesitaba la ayuda de su hijo con la pierna, le pidió a Ana que la trajera. Cuando ésta volvió con un cubo y un paño blanco, el soldado volvió a gritar: «¿Qué estáis mirando, hijos de mala madre? ¡Idos a casa!».
»Juan acudió en ayuda de Soledad, que seguía echada en el suelo, medio desnuda y horrorizada. El soldado ordenó que no la tocaran; no era más que una puta socialista, dijo. Disparó al cielo y gritó: «¡A casa todo el mundo!”. La gente se fue, aterrada. Juan se quedó e intentó levantar a Soledad, paralizada por el miedo. El soldado, rodeado por el boticario, su hijo y Ana, advirtió a Juan: “Si no la dejas donde está, juro que te mato».
»Juan, joven e impulsivo, desobedeció y permaneció junto a Soledad, cogiéndola en brazos. El soldado disparó dos veces, acertando, afortunadamente, sólo en un brazo y una pierna. Soledad resultó indemne. Juan, pistola en mano, advirtió a Ana, al boticario y a su hijo que salieran corriendo. Los hombres reaccionaron rápido, pero Ana, que se había quedado petrificada, no. Cuando Juan se volvió y disparó, la mató a ella, en vez de al soldado, y luego salió corriendo con Soledad en brazos, escapando de los tiros del resto de la tropa. Fue horrible. No he visto a Juan nunca más.
María se había quedado inmóvil.
—En su primera carta, me decía que había dejado a Soledad en casa del cura —que a los soldados nunca se les ocurriría registrar— y que se había pasado la noche escondido en el monte. A pesar de las heridas, sabe Dios cómo, caminó seis días enteros, comiendo lo que la gente le daba, hasta llegar a Barcelona, donde se ocultó en un contenedor de carga en un barco rumbo a La Habana.
La abuela apuró su copa de vino.
—Me escribió a diario durante muchos años, pidiéndome que me escapara a Cuba y me casara con él. También se disculpó, mil veces, y desde lo más hondo de su corazón, por su error. Me escribió las palabras más tiernas del mundo, me ofreció el cielo, me prometió amor eterno.
—¿Por qué no fuiste, abuela? —preguntó María, con los ojos humedecidos.
—Disparó a mi hermana; la mató delante de mí.
—Pero fue un accidente, un acto de honor. Intentaba defender a Soledad.
—Pero la mató, y las cosas sólo empeoraron. Dos días después, el ejército rojo entró en Belchite sembrando terror por todas partes. La gente había construido túneles bajo sus casas, creando un laberinto subterráneo por debajo de todo el pueblo. Allí me escondí, empujada por mi madre, que arriesgó su vida para llevarme al sótano de la casa de unos amigos en la plaza. Mis padres no se quedaron porque no había espacio para todos y porque mi padre también quería defender su casa y enfrentarse a los rojos. Nada más entrar, éstos saquearon el pueblo, quemaron la iglesia y asesinaron al cura y a todos los terratenientes o capitalistas —así les llamaban.
«Dios mío, sus padres». María sintió que las lágrimas le llenaban los ojos.
—Después de tres días de interminables tiroteos, por fin llegó el silencio. Tres días enteros sin comida, agua, aseo o cualquier otra comodidad. Encontramos el pueblo, nuestro bonito pueblo, totalmente en ruinas, tal y como lo ves ahora. El silencio era horrible. Los cuerpos se amontonaban por las calles; la gente les había dado la vuelta en busca de familiares y amigos. Corrí a casa. Una mujer, que murió hace unos años, quería que esperase para ir con ella, pero yo quería ver a mis padres.
«Oh, no».
—Los vi, y muy bien. Al cabo de horas buscándolos, los encontré en una pila con otros cadáveres, apiñados en la tapia del cementerio. Estaban completamente desfigurados, sus cabezas casi separadas de los cuerpos.
Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de Basilisa.
—Sólo tenía diecisiete años. No abrí los ojos en dos días. Con la ayuda de otros, enterramos a los muertos envueltos en mantas, fuera del cementerio. No dejaron que los enterrásemos como Dios manda, en un ataúd, hasta que las tropas de Franco retomaron el pueblo, meses más tarde.
»Volví a casa para descubrir que la habían saqueado y destruido, aunque, afortunadamente, los rojos nunca supieron que mi padre guardaba el dinero bajo los olivos, así que pude vivir con esos ahorros durante un tiempo. —La abuela paró un momento para tomar un respiro—. Pero todavía hoy no sé quién les dio a esos asesinos el nombre de mi padre. A veces me pregunto si fue Juan quien lo puso en la lista negra.
—¿No lo habría hecho cualquiera de sus trabajadores si tan mal los trataba?
—Es posible, pero Juan era el líder.
—Pobre abuela, te quedaste sola, tan joven…
—No me quedaba más remedio que reconstruir el negocio, intentar sacar aceite de la nada. La guerra había acabado con todo; ni siquiera tenía una mula para empujar las piedras que prensaban las olivas. Tuve que hacerlo con mis propios pies.
«Cielo santo, y yo que me quejo de mi vida…».
—El dinero del árbol me ayudó, pero no había tanto como pensaba, ya que Juan se había llevado una parte. Sabía que lo escondíamos ahí porque se lo dije yo unos meses atrás; no teníamos secretos.
—Quizá se llevó un poco para sobrevivir. —María quería aliviar un poco de la pena de su abuela.
—No le culpo tanto por el dinero, sino por la muerte de mi hermana. Le dije a Juan que cogiera parte del dinero si lo necesitaba desesperadamente, y ése fue el caso. —La abuela se quedó en silencio durante unos segundos—. Pero, después de aquello, yo necesitaba hasta el último céntimo. Estaba sola, y pronto descubriría que también embarazada. El dinero se hizo muy escaso y los ladrones abundaban; la gente desconfiaba entre sí, vivíamos en silencio. Conseguir comida se convirtió en el objetivo principal de todos los días. Fueron años de miseria.
—¿Por qué no te fuiste a Cuba? Habría sido una vida más fácil, ¿no?
—No se podía. Después de nacer tu madre, ¿adónde habría podido ir con un bebé? Ya sabes que en esa época las mujeres necesitábamos un permiso firmado por el marido para encontrar trabajo o siquiera para abrir una cuenta bancaria. Ni siquiera se podía ir a la plaza de noche, había policías en cada esquina. ¿Cómo iba una madre soltera a pedir un permiso para salir al extranjero y reunirse con un ex republicano en el exilio? Me habrían fusilado, ¿y qué hubiese sido de tu madre?
—¿Cómo sobreviviste?
—Comía las patatas y las pocas verduras que cultivaba en el jardín. La casa había sobrevivido milagrosamente por estar a las afueras del pueblo, aunque estaba medio en ruinas, pero al menos había un techo. Cosía mi propia ropa y la de tu madre. No teníamos nada.
María se encendió un cigarrillo. Lanzó una mirada llena de compasión a su abuela.
—Y luego, después de la guerra, cuando tu madre tenía dos o tres años, el corazón se me había secado, o igual ya no lo tenía. La lucha por alimentar al bebé y a mí misma era agotadora, los recuerdos de Juan se difuminaron y el resentimiento por la muerte de Ana aumentó. En mi mente, reforcé la idea de que Juan había matado a Ana y de que era un asesino —necesitaba autojustificarme—. Lo hice durante años. A veces, cuando las circunstancias son duras, lo más fácil es doblarse, ceder. Es mucho más difícil luchar por la felicidad. Pero hay que hacerlo, aunque para ello haga falta mucho valor.
La abuela llenó su copa de vino.
—No todo el mundo quiere ser feliz —sentenció—. Ser feliz es difícil, e intentarlo lo es todavía más.
—Tendrías que haber ido —dijo María, con voz temblorosa.
Después de unos largos segundos, la abuela miró hacia arriba y suspiró.
—Por supuesto —aceptó—. Lo que había entre Juan y yo se merecía eso y mucho más, pero no fui lo suficientemente fuerte como para afrontarlo. Las circunstancias eran muy duras, y yo sucumbí a ellas. Además, la Iglesia dominaba muchos aspectos de nuestra vida diaria en aquella época, y nos recordaban, día tras día, que el placer y la felicidad eran malos, casi un pecado. Venimos a este mundo para sufrir, decían, así que mi vida, un continuo sufrimiento, tenía sentido.
—Pero si ni siquiera vas a misa, abuela —dijo María, confundida.
—Ahora no, pero entonces todo el mundo iba, no había elección. —Hizo una pausa—. Aun así, en este país, te guste o no, creas o no en Dios, todos llevamos el peso del catolicismo sobre los hombros, está demasiado impregnado en nuestra cultura. Lo llevamos, nunca mejor dicho, como una cruz. Lo bueno, lo natural, nos hace sentirnos culpables; es mejor sufrir, ser un mártir. En este país, desde hace muchos siglos, la felicidad, el placer y la comodidad siempre se han penalizado.
María fijó la mirada en el fuego, que ya se estaba apagando.
—No sabía que fueras tan roja, abuela. —María sonrió, mirando a su abuela con orgullo; a sus ochenta y cinco años, sostenía un cigarrillo con una mano y una copa de vino con la otra.
—Hasta la médula, hija —dijo Basilisa, satisfecha. Suspiró, como si acabara de deshacerse de una gran losa—. Siempre he creído que el mundo tiene que ser más justo, porque no lo es nada. Siempre he estado del lado de los pobres, los desfavorecidos, las mujeres, los niños, los mayores, los negros… Ahora también estoy con los gays —afirmó con decisión.
María abrió los ojos con sorpresa. «Eres alucinante, abuela».
—¿Los homosexuales también? —María sentía curiosidad por las ideas de su abuela sobre un tema que nunca había discutido con nadie, hasta la noche anterior en Londres.
—Claro, siempre los ha habido y siempre los habrá, sólo la Iglesia no se da cuenta, porque no les conviene. Pero es una soberana tontería ocultarlo o fingir lo contrario porque, al final, la verdad siempre sale. La vida es como una cosecha; se siembra con mucha paciencia, luego se trabaja la tierra, se recoge el fruto y se deja amontonado para que el viento separe el grano de la paja. El grano, la sustancia, queda en el suelo, mientras que lo superficial se lo lleva el viento, se queda en nada, porque nada es. La naturaleza, y sólo la naturaleza, decide qué va para un lado, y qué para otro.
Agotada, la abuela suspiró profundamente, besó a María y se fue lentamente a su habitación. Se volvió hacia su nieta antes de abrir la puerta.
—No podemos luchar contra la naturaleza porque ella siempre gana. Nunca la engañaremos. —Se metió en su cuarto y cerró la puerta tras de sí.
María se echó hacia delante y sostuvo la cabeza entre las manos.
«Naturaleza, naturaleza… ¿Qué naturaleza?».