Capítulo 8

Jordi entró en Caves Gratallops al volante de Óscar, contemplando los cipreses que rodeaban el camino. Altos y siempre estoicos, eran su árbol favorito. Apagó la radio y bajó la ventanilla, le encantaba el olor de los viñedos en las frías tardes de otoño, le hacía sentirse seguro, en casa, cerca de Dios. Al llegar a la masía, aparcó junto al nuevo Porsche de su hermano, mirándolo efímeramente por encima del hombro. No le gustaba ese tren de vida tan extravagante, tan alejado de los valores espirituales que le guiaban a él.

Se quedó en el coche un instante, aún decepcionado por el frío recibimiento de María.

«Bueno, las mujeres son así. Es una pena que no le guste el fútbol. Quizá le hagan falta unos años más en Cataluña para entender el significado de un Barça-Madrid. Aunque también la tengo que comprender. Si no puede, no puede. Querer es apoyar».

Jordi dejó escapar un suspiro, disfrutando de la tranquilidad de un sábado por la tarde. Se disponía a entrar en la casa familiar cuando reparó en un hombre alto, quieto, mirándolo fijamente desde el otro lado del jardín. El hombre estaba apoyado en un opulento Mercedes-Benz plateado que Jordi no había visto, ya que estaba al otro lado del aparcamiento. Jordi creyó ver a un chófer dentro del vehículo.

—¿Señor Gratallops? —dijo el hombre sin el menor atisbo de sonrisa, dando un paso hacia él.

Jordi estaba sorprendido de ver un coche tan grande aparcado en el césped. A medida que se dirigía hacia él, Jordi vio mejor al chófer, inmóvil en su asiento. Volvió a mirar al hombre de pie.

«¿Será el proveedor? ¿Presentándose de esta manera?».

—Sí, ¿es usted Borja Peñaranda? —preguntó Jordi al llegar junto al extraño.

—Sí, el mismo —contestó, irguiendo cabeza y hombros, y mostrando su blanca dentadura bajo un fino bigote. Recto como un poste, tendió la mano—. Encantado.

Jordi miró su reloj. Llegaba con diez minutos de antelación.

—Creía que no llegaría hasta la una, lamento que haya tenido que esperar —dijo Jordi, observando el pelo engominado de su interlocutor, peinado hacia atrás, y sus tupidas cejas casi formando una línea sobre sus ojos negros. Iba impecablemente vestido, con un abrigo negro con cuello de piel que cubría un traje a rayas bien cortado, las solapas rectas y una camisa inmaculadamente blanca bajo una corbata azul pálido. Un pañuelo blanco asomaba por el bolsillo de la chaqueta.

«¿Quién diría que un proveedor de botellas se vestiría así un sábado?».

Jordi, ataviado con su informal ropa de fin de semana —vaqueros y jersey de cachemir—, se sintió tan fuera de sintonía como si llevara el pijama.

—Siempre llego puntual —dijo Peñaranda, elevando su nariz aguileña.

Jordi guardó silencio un instante, mirando a ambos lados. «¿Quién le habrá abierto las puertas? ¿Por qué ha aparcado en el césped? ¿Le pido que mueva el coche?».

Dudó un momento, pero finalmente decidió seguir con el asunto y acabar cuanto antes.

—Pues vayamos al grano. Si me acompaña al despacho, por favor, está justo detrás del edificio. Ésta es la casa de la familia.

El hombre miró por encima del hombro mientras seguía a Jordi a través del jardín.

—Una casa preciosa —dijo—. ¿Vives aquí?

A Jordi le sorprendió su familiaridad.

—Sí —respondió, incapaz de disimular su sorpresa. No quería dar demasiados detalles a una persona que no parecía de fiar.

—Parece una finca muy antigua —valoró el hombre, estirando el cuello para ver el interior de la masía a través de las ventanas.

Jordi arqueó una ceja.

—Querrá decir masía, señor —corrigió inmediatamente—. Me temo que las fincas están en Andalucía. En Cataluña tenemos masías. Ésta, en concreto, tiene un siglo de antigüedad, construida por un arquitecto modernista, sucesor de Gaudí. —Jordi estaba orgulloso de la historia de su familia, de las tres generaciones al frente de Caves Gratallops.

—Está bien, masía —aceptó el hombre con petulancia—. Ustedes, los catalanes, siempre tan peculiares. —Respiró profundamente, alzó la barbilla y apartó la mirada.

Jordi aminoró el paso y miró a Peñaranda.

—Muy peculiares —repuso con tono serio. Siguió caminando—. Está aquí al lado —dijo, señalando un edificio de piedra abovedado situado en un extremo del jardín.

«¿Cómo se atreve este desgraciado a venir a mi casa a insultar a los catalanes? Le preguntaré a mi secretaria cómo se le ocurrió concertar una cita con semejante energúmeno».

Jordi se recostó en su sillón en el despacho modernista; unas ventanas enormes inundaban la estancia de luz, abriéndola a los campos. Las paredes de ladrillo estaban repletas de estanterías y de fotografías enmarcadas, todas de la familia y de las tierras. Se oía el canto de los pájaros en el exterior.

Jordi miró fijamente al hombre, que aún estaba de pie, mirando fotografías y libros de forma bastante indiscreta. Jordi aprovechó esos instantes para mirar su correo electrónico y ver si su secretaria le había dejado alguna nota especial sobre la reunión. No había nada nuevo desde el e-mail de principios de semana, en el que Peñaranda pedía un encuentro para mostrar un tipo de botella nuevo y barato.

Sin caber en su sorpresa, Jordi contempló cómo el hombre pululaba por su despacho.

—Cuando quiera, señor —dijo, dando golpecitos a la mesa con un lápiz—. ¿En qué puedo ayudarle?

Peñaranda sonrió. Aún de pie, volvió a lanzar una mirada a unos primeros planos de racimos de uvas, de trabajadores en el campo; fotografías en blanco y negro de grandes copas de vino tinto, de rayos de sol iluminando las viñas. El hombre señaló una antigua imagen de un trabajador muy delgado y sonriente, sosteniendo un espléndido racimo.

—¿Sabe en qué año se tomó esta foto? —preguntó Peñaranda—. Debió de ser hace mucho; el pobre está famélico. ¿No se trataba bien a los trabajadores?

Jordi le dirigió una mirada llena de ira.

—Es mi abuelo —dijo, sin apartar la mirada de sus ojos—. Trabajó toda su vida en estas tierras, junto a sus trabajadores, hasta que Franco le asesinó.

Peñaranda esbozó una sonrisa cínica.

—Lamento oírlo. —Se sentó sin quitarse la chaqueta.

«No puedo creer que tenga a este idiota delante. Más le vale ofrecerme un buen precio por sus malditas botellas».

—¿En qué puedo ayudarle? No tengo mucho tiempo —dijo Jordi, seco.

El hombre respiró profundamente.

—Yo tampoco ando sobrado. Tengo que asistir a un almuerzo en el centro de Barcelona con los directivos del club de fútbol; jugamos allí esta noche.

—¿Jugamos? —preguntó Jordi, desconcertado.

—Soy miembro de la directiva del Real Madrid. —Sonrió, mirando directamente a las banderitas del Barça y de Cataluña que Jordi tenía en el escritorio—. Estoy seguro de que sabrá que jugamos contra el Barcelona esta noche.

Jordi se mordió la lengua.

—Claro, imposible mantenerse al margen. —Intentó ser todo lo diplomático que le fue posible—. Pero, dígame, ¿qué puedo hacer por usted? Mi secretaria me dijo que se dedica a la fabricación de botellas.

Peñaranda se levantó y volvió a pasear la mirada por la habitación.

—Como estaba de paso con el club, pensé que sería una buena oportunidad para dejarme caer y poner las bases de un pequeño negocio —dijo Peñaranda, regresando a su asiento—. Lamento mucho decepcionarle, Jordi, pero no soy proveedor de botellas. —Hizo una pausa—. Pero no se preocupe, no le entretendré demasiado.

Jordi se echó hacia atrás y se cruzó de brazos. «Sabía que esto tenía mala pinta».

El hombre se sentó y cruzó las piernas.

—Mi nombre es Borja, y soy duque de Peñaranda, una familia de Madrid que se remonta al siglo XV.

Jordi arqueó una ceja. «Anda ya».

El hombre dirigió la mirada a una de las ventanas.

—Hemos tenido propiedades por toda España desde hace siglos, miles de hectáreas, casi todas ellas en Extremadura. En cierto momento fuimos propietarios de casi la mitad de aquella región, casi tanto como la Casa de Alba. Estoy seguro de que los conoce.

Jordi tragó saliva sólo de pensar en la recalcitrante aristocracia madrileña, la misma que siempre salía en las portadas del ¡Hola! Los despreciaba, orgulloso de que Cataluña nunca hubiese tenido una clase similar. «Aquí, la riqueza se gana, no se hereda», pensó.

—¿Y bien? —Jordi empezaba a impacientarse.

Peñaranda sonrió.

—Ah, los catalanes, siempre al grano, ¿eh? —Dejó pasar unos segundos—. Está bien: estoy seguro de que has oído hablar del traslado a Barcelona de los archivos de la Guerra Civil.

Jordi asintió con la cabeza y el hombre prosiguió:

—Hace unas semanas, estaba charlando de eso con un buen amigo, el duque de Alba, precisamente durante una cena en su casa de Madrid, el palacio de Liria.

«Sólo de pensarlo me entran arcadas». Jordi se imaginó la cena, en un salón con paredes llenas de cabezas de buey, de toro y de otros pobres animales asesinados en cacerías. «Aparte de los toros, ojalá también prohíban las cacerías en Cataluña».

Peñaranda siguió:

—Mientras charlábamos de los papeles de Salamanca y de las tierras que nuestras familias poseían antes de la guerra, el duque de Alba me mostró unos viejos mapas que su madre le había regalado hacía poco. —Peñaranda miró a Jordi directamente a los ojos—. Esos planos mostraban que una gran parte de las tierras de España estaban en manos de unas pocas familias. Yo ya sabía que Andalucía, Extremadura y Castilla habían sido principalmente latifundios, pero me sorprendió ver que algunas de esas tierras estaban aquí, en Cataluña, donde todo siempre es un poco más pequeño.

Jordi se removió en su sillón, sin contestar, prefiriendo reservarse para el final. Tosió.

—En principio creí que esa tierra catalana pertenecería a los Alba, por supuesto —continuó Peñaranda—. Eran la familia más rica de España, la que más territorio poseía. Pero la nuestra no les andaba muy lejos, así que podrían haber sido nuestras también, ya ve. —Lanzó a Jordi una mirada llena de intención y se inclinó hacia delante, mirándolo a los ojos, haciéndole sentirse pequeño—. Fui a Salamanca. Quería hurgar en esos papeles antes de que los trajeran aquí; a saber lo que hará el Gobierno regional. Probablemente los entierre o queme lo que no sea de su interés.

Jordi le miró con los ojos encendidos de furia, pero Peñaranda prosiguió:

—Y vi que sí, ciertamente mi familia era la propietaria de esas tierras en Cataluña.

Lentamente, se sacó un papel del bolsillo interior de la chaqueta.

—¿Le gustaría verlo? —Sonrió con cinismo.

Jordi estiró el brazo.

Miró el mapa y luego a Peñaranda.

—Es usted un mentiroso —dijo Jordi, echando el mapa sobre la mesa.

Peñaranda recogió el documento con cuidado.

—Me temo que no. El mapa, que por supuesto es una copia, lo demuestra con claridad. Estas tierras, donde ahora mismo estamos sentados, pertenecieron a los Peñaranda antes de la guerra, pero mis familiares las tuvieron que abandonar porque algunos de ellos fueron asesinados por los rebeldes comunistas, socialistas y anarquistas, tan abundantes por estos lares. Ratas moscovitas.

Ante la estupefacción de Jordi, Peñaranda hizo una pausa y continuó:

—Tras la guerra, la mayoría de documentos familiares desaparecieron y nadie reparó en que estas tierras eran nuestras. La familia tardó en reponerse de la tragedia, después de que mis abuelos, dos tíos y otros dos primos fueran asesinados, unos aquí, otros en Paracuellos del Jarama. Además, mi padre y sus hermanos tuvieron muchos problemas en los años cuarenta y cincuenta para reclamar algunos de los terrenos en Extremadura. Durante la guerra, muchos campesinos se hicieron con nuestras tierras —dijo Peñaranda, mirando al suelo—. Saquearon nuestra herencia, después de todo lo que habíamos hecho por ellos, después de darles comida y cobijo durante generaciones. ¿Y para qué? Para que nos robaran las tierras con todas esas revoluciones malditas; mataron a guardias y señores e implantaron políticas horribles. Eran ignorantes, no sabían nada del negocio. Mandar no es fácil, se lleva en la sangre, no se puede enseñar. El mundo está compuesto de trabajadores y patronos, y cada uno debe saber cuál es su lugar.

Peñaranda hizo otra pausa mirando a Jordi, que parecía paralizado.

Volvió a mirar al abuelo de Jordi en la foto, y prosiguió:

—Y eso mismo hizo tu abuelo. En los archivos de Salamanca descubrí que Gratallops trabajó aquí durante los años veinte, vivía en una cabaña a la entrada de la finca —dijo, acentuando la última palabra y enfureciendo todavía más a Jordi, quien se tuvo que morder el labio—. Está claro que, durante la guerra, se apropió de una tierra que no era suya —dijo, y añadió solemnemente—: Ahora he venido para recuperar lo que nos pertenece.

Jordi puso las manos en el escritorio de roble, apartando el folleto de Belagua, la iglesia del Opus a la que asistía con regularidad. Peñaranda vio moverse el papel y le echó una rápida mirada.

—Estas tierras han pertenecido a mi familia durante generaciones —dijo Jordi, enfatizando cada una de sus palabras—. ¿Quién se cree que es usted, presentándose aquí, mintiendo sobre su profesión y reclamando mis propiedades con una fotocopia falsa?

Jordi se levantó, la ira clavada en su mirada.

—¡Impostor! —gritó—. Eso es lo que es. —Se inclinó hacia él—. ¿De verdad cree que puede salir de la nada, insultar a los catalanes y exigir lo que no es suyo? —Cerró los puños y los descargó sobre el escritorio—. Ahora, váyase. Tengo cosas importantes que hacer y no puedo perder el tiempo en tonterías.

Se encaminó hacia la puerta, pero Peñaranda no se movía.

—Ah, estos fieros mediterráneos —dijo—. Pasión por todas partes. —Sonrió a Jordi—. Bueno, si no quieres que sigamos con esta conversación, me temo que tendré que dejarla en manos de mis abogados.

Jordi le lanzó una mirada incendiaria desde la puerta.

Peñaranda se levantó por fin.

—Pero si cambias de opinión y quieres evitar los tribunales, llámame. Vivo en Londres, pero vengo aquí, a España, todas las semanas.

Jordi entendió el matiz de ese «aquí» y «España». Le lanzó una mirada llena de odio. No era un catalán radical, pero esto era una provocación. Procuró mantener la serenidad.

Peñaranda se sacó una tarjeta de visita de la cartera y la dejó sobre la mesa mientras observaba una foto de Jordi y María, en un marco de plata, sobre el escritorio.

—Una mujer encantadora, ¿es tu mujer?, ¿tu novia? —Fijó la mirada en el escritorio, concretamente en el folleto de Belagua.

Jordi no respondió. Seguía esperando en la puerta, en silencio y con el ceño fruncido.

El duque finalmente salió y ambos volvieron al coche de Peñaranda en silencio. Cuando el chófer abrió la puerta, antes de entrar en el coche, Peñaranda volvió a contemplar las terrazas de viñedos.

—Qué poco desarrollado está esto, es un desperdicio. Yo produciría durante todo el año con más instalaciones e invernaderos. Lo explotaría mucho mejor, abriéndolo al turismo, montando una tienda de souvenirs de la zona, tiene muchas posibilidades.

Antes de que Jordi se repusiera de su desconcierto y pudiera responder, Peñaranda cerró la puerta de su Mercedes y el chófer arrancó el motor. El pasajero bajó la ventanilla para decir una última palabra:

—Por cierto, buena suerte esta noche —sonrió.

«Que te den por culo», pensó Jordi.

—¡Que te den por culo! —gritó mientras el coche se alejaba.

Jordi regresó a su despacho.

—¿Montse? ¿Montse? ¿Dónde estás? —Jordi buscaba a su secretaria, que rara vez trabajaba en sábado.

Fue a la puerta principal de la casa, dispuesto a hablar con su padre, pero titubeó. Pere Gratallops tenía setenta y cinco años y padecía del corazón. Jordi sabía que cualquier cosa relacionada con la guerra y, sobre todo, con su propio padre le creaba ansiedad o lo entristecía. Cambió de opinión; no había necesidad de darle un disgusto, esta batalla la libraría por su cuenta. Además, su padre ya tenía su propia guerra en Madrid, intentando poner fin al boicot a los productos catalanes.

Jordi cerró los ojos, no se podía quitar de la cabeza la cara de Peñaranda. De pie, en el jardín, alzó la cabeza, mirando al cielo, buscando el consuelo de Dios. «¿Por qué me envías a este hombre ahora? ¿Qué he hecho?».

Volvió a su despacho y cerró la puerta con llave. Miró la foto de su abuelo. También se llamaba Pere Gratallops, como su padre.

«Esto no quedará así», pensó, la mirada aún fija en el retrato en sepia.

Su pobre abuelo. Sólo le habían explicado que luchó con los republicanos en el frente de Aragón y sobrevivió de milagro. De regreso a las Cavas, enseñó catalán a los hijos de los trabajadores de manera clandestina, de noche, después de que Franco prohibiera el idioma. La Guardia Civil lo amenazó, pero él no hizo caso, decía que aprender el idioma de la tierra era un derecho. Los civiles se presentaron finalmente una noche a principios de 1945 y, delante de su mujer y de su hijo, le apuntaron a la cabeza con sus escopetas para llevárselo a una prisión de Barcelona. Lo fusilaron, en Montjuïc, pocos meses después. Su padre, quien entonces tenía catorce años, se hizo cargo del negocio hasta la actualidad.

Jordi se sentó y miró por las ventanas hacia los viñedos, rebosantes de luz otoñal. Las hojas tenían tonos rojizos, amarillos, marrones y verdes —todos a la vez—. A Jordi le fascinaba ver los rayos de sol caer en las terrazas, las mismas que su familia había construido piedra a piedra durante generaciones, y que ahora reclamaba un aristócrata decadente.

No se lo podía creer.

Cogió la tarjeta de Peñaranda y la dejó sobre la mesa, observando que incluso se había añadido el título de duque antes de su nombre.

«Esos aires de grandeza me ponen enfermo».

La dirección era de un banco de Londres. «Banque Suisse-Investment Banking. Canary Wharf, London».

Jordi se recostó en su sillón, tocando nerviosamente los bordes de la tarjeta con un dedo.

«Estos retoños del franquismo, ahora trabajan todos en Londres, en la banca. Mientras el país se moría de hambre, sus padres, los ministros de Franco, se forraron y enviaron a sus hijos a estudiar a Inglaterra y a Estados Unidos. Todos se conocen, claro, eran los únicos que podían permitirse aprender inglés o simplemente estudiar. El resto del país tenía que contentarse con luchar por un mendrugo de pan».

Más de una vez, María le había explicado sus reuniones con miembros de la élite empresarial madrileña, la mayoría graduados de caras universidades americanas, gracias a los fondos de papá. Pero tanta preparación no les impedía solucionar problemas o cerrar negocios a su manera favorita, en interminables almuerzos de tres horas. «Machote, esto lo arreglamos pronto», decían.

«Mientras, aquí hay que sudar cada céntimo que ganamos». Jordi lanzó un suspiro y entró en Google en su ordenador. Tecleó «Peñaranda».

Ahí lo tenía, descrito como el tercer mayor terrateniente de España justo antes de la guerra, después de los Alba y los Medina. Leyó artículos sobre cómo los aristócratas poseían miles de hectáreas pero sólo cultivaban el diez por ciento, dejando a millones de jornaleros sin trabajo ni comida, causando centenares de rebeliones a principios de los años treinta. El número de revueltas se incrementó a partir de 1931, cuando la República prometió una reforma agraria, entusiasmando a millones de trabajadores, pero que nunca se materializó. Los aristócratas se opusieron a cualquier cambio, ya que hasta entonces vivían de los intereses de su capital, sin apenas gestionar sus patrimonios —la mayoría eran incultos e incapaces de controlar u organizar sus tierras—. Con el estallido de la guerra, muchos agricultores se adueñaron de las propiedades donde trabajaban, frecuentemente tras asesinar a sus patronos.

Jordi miró el teléfono. «¿Llamo a María? No, mejor será dejar a ese lunático con sus cuentos. Pronto descubrirá que no puede hacer nada. Haré que el abogado de la familia me envíe unos certificados, le mandaré una copia y ya está».

Observó la bandera del Barça que había sobre el escritorio. Sonrió.

Apagó el ordenador, se levantó y contempló los viñedos con un inmenso orgullo. Sentía la tranquilidad de Dios en su interior al contemplar sus tierras. Salió al exterior hinchando los pulmones y exponiendo su cara a los rayos del sol.

Pensó en el partido.

«Peñaranda, esta noche os vamos a joder bien, a ti y a tu gente».