Por fin mi vida, de nuevo».
María se desabrochó el cinturón de su asiento en el vuelo de Iberia 4532 a Barcelona unos minutos después de despegar de Heathrow. Le encantaba volar. Le hacía ver la vida con perspectiva, observando el mundo desde lo alto. Ver las carreteras llenas de coches, con tanta gente enfadada y nerviosa en atascos, qué pequeñez una vez visto desde las nubes. «Como todo en la vida, la mayoría de problemas resultan menudencias si se miran con distancia», pensó.
«Ojalá pudiera ver las cosas siempre con tanta claridad».
Suspiró y abrió el ¡Hola!, yendo de una página a otra sin conseguir concentrarse. La segunda nieta de la duquesa de Alba celebraba su cumpleaños; un divorcio multimillonario en Hollywood; otra familia real europea con todos los hijos rubios. Aburrida, María miró por la ventanilla y la cara de Nell se le vino a la cabeza.
«¿Por qué me besó?».
María se humedeció los labios, aún podía sentir a Nell y su breve beso de despedida. Cerró los ojos, respirando hondo, por fin un poco de tranquilidad. Se sentía cálida, viva, pero, sobre todo, confusa.
«Nos besamos de manera instintiva, demasiado instintiva».
—¡Ay! —exclamó María cuando una de las azafatas le puso la bandeja de la comida en la mesa, casi derramándola sobre sus rodillas—. ¡Tenga cuidado!
—Hoy en día no hay mucho espacio, ni siquiera en business —se quejó la azafata, sin disculparse.
«Iberia no cambiará nunca».
María volvió a la ventanilla, ignorando la muy reseca pechuga de pollo. No tenía hambre y prefería sumergirse o adentrarse en su mundo particular, donde nadie la podía alcanzar o hacer daño. Recordó el exquisito desayuno de Nell. ¿Cómo podía probar comida de avión después de semejante delicia?
Volvió a suspirar. Regresaba a España, a Jordi, a su familia. El corazón le dio un vuelco.
María odiaba volver a casa, a las riñas constantes con su madre, quien siempre ponía pegas a todo. Que si has engordado; que si estás demasiado delgada; que si llegas tarde; que si no hablas; que si trabajas mucho; que si trabajas poco. Siempre había algo mal.
Después de pasar un fin de semana en Belchite, María regresaba a Barcelona los domingos jurándose que no volvería a su pueblo en mucho tiempo. Pero siempre volvía, para ver a la abuela y a Soledad.
Cogió de nuevo la revista. Las fotos de una familia de aristócratas le recordaron a La familia de Carlos IV, de Goya, quien pintó a los protagonistas bajitos, gordos y difuminados para retratar el declive del Imperio español. María adoraba a Goya y su oscuro realismo; a veces sentía que su familia había salido de uno de sus lienzos.
Cerró los ojos; Nell era lo único que aparecía en su mente.
Así pasó la mayor parte del vuelo hasta que, con un esfuerzo para olvidar la noche anterior, María se hizo con un ejemplar de The Guardian que alguien había dejado en el asiento contiguo. No se había dado cuenta, pero una joven pelirroja se había trasladado al asiento del pasillo en su misma fila y estiraba el cuello para ver la llegada a Barcelona. María le sonrió.
—¿Es suyo? ¿Le importa que lo coja? —dijo, señalando el periódico.
—Por supuesto, ya lo he terminado —respondió la mujer amablemente. Estiró el cuello aún más para ver cómo el avión giraba sobre el mar, ofreciendo espectaculares vistas a la ciudad—. Parece que vayamos a aterrizar en el mar, ¿no?
—Sí, los aviones siempre dan esta vuelta. ¿Es la primera vez que viene?
—Sí. ¡Mire! ¡La Sagrada Familia! —exclamó señalando el edificio de Gaudí, visible en todo su esplendor bajo un radiante y despejado cielo azul.
—Cierto —le dijo María a la mujer, que tenía los ojos muy abiertos—. ¿Quiere ponerse en el asiento de la ventanilla? Lo verá mejor desde aquí.
—Oh, no es necesario, gracias —dijo la mujer, sonrojándose un poco.
«Qué educados son», pensó María, levantándose e invitando a la desconocida a intercambiar posiciones. Mientras su vecina pegaba la nariz literalmente a la ventanilla, María se puso a hojear The Guardian, probablemente por primera vez en su vida. De repente se detuvo.
«Primera boda lesbiana en Dakota del Sur», decía el titular. «Washington, 12 de noviembre (Associated Press)—. Caroline A. Adams y Leslie M. Lerude se han convertido en la primera pareja de mujeres que se casa en Dakota del Sur, uno de los Estados que más ferozmente se había opuesto a las uniones entre personas del mismo sexo. Junto con Wyoming y Utah, Dakota del Sur aprobó el matrimonio gay en las elecciones del domingo. Los comicios se realizaron después de una campaña multimillonaria a favor de los derechos de los homosexuales llevada a cabo por grupos activistas de todo el país. Cerca de un siete por ciento de la población estadounidense es homosexual y el sexo entre mujeres se ha multiplicado por diez durante la última década, según datos del último censo federal».
María observó la fotografía: Leslie y Caroline se estaban besando, igual que Nell y ella lo habían hecho tan sólo doce horas antes. Una vez más, sintió los labios de Nell en los suyos. Miró la foto con atención.
«¿Cómo lo saben? ¿Cómo pueden estar tan seguras?».
El Boeing 777 aterrizó en Barcelona. Unos minutos después, la gente empezó a levantarse de los asientos, pero María se quedó en el suyo, acostumbrada como estaba a los diez minutos que habitualmente necesitaba el personal del aeropuerto para colocar la escalerilla junto al avión.
La mujer pelirroja vio el periódico, todavía abierto por la página de la boda gay.
—Es estupendo, ¿verdad? —dijo con una sonrisa.
María no quería una conversación sobre el tema mientras todo el mundo aguardaba de pie en el pasillo y podía oír lo que decían.
—¿Se refiere a la Sagrada Familia? —preguntó—. Sí, es espectacular.
—Oh, eso también es impresionante —dijo la mujer, sin perder la sonrisa—. Me refería a esas mujeres. ¡Ya era hora!
—Supongo que sí —admitió María. «¿Por qué no iban a poder casarse?». No es que ella hubiese pensado demasiado en el asunto, pero no se le ocurría ninguna razón para prohibir el matrimonio a dos personas que se quieren.
—¡Que se casen! ¿Qué daño le hacen a nadie? —dijo la mujer, al ver a María tan pensativa.
—Cierto —aceptó ésta.
Tras diez minutos de espera, la cinta portaequipajes finalmente hizo un ruido y se puso en marcha durante un par de segundos. Entonces se paró de nuevo y no se volvió a mover en un rato, debido a la huelga del personal de tierra. María encendió un cigarrillo, a pesar de que hacía años que se había prohibido fumar en el aeropuerto. Un policía cercano que estaba leyendo el Marca la vio y le guiñó un ojo. Se puso las gafas de sol, se apoyó contra una columna y siguió con su lectura.
«En el fondo, me encanta España».
María siguió mirando la cinta.
«Obviamente, no puedo contarle a Jordi lo que ha pasado. ¿Y qué le diré a Andreu sobre el almacén? Tendré que hacer otro viaje y buscar más sitios. Tendré que volver a ver a Nell».
Sonó una sirena. La cinta empezó a moverse, continuó en marcha durante unos minutos, pero no salía ninguna maleta.
«Algunas cosas nunca cambian».
María, que siempre se maquillaba e intentaba estar guapa antes de ver a Jordi, llegaba esta vez cansada y pálida, y encima con una fuerte resaca.
«Qué ganas de ir a casa y ver a Bombillo».
Las maletas por fin empezaron a salir. María se quedó mirándolas hasta que se acordó de que no había facturado nada. Se suponía que iba a ser un viaje de un día, aunque ahora se sentía como si hiciera semanas que salió de Barcelona, apenas un día atrás.
«¿Dónde tengo la cabeza?».
Sosteniendo los rollos de los planos con cierta dificultad, María se dirigió hacia la puerta; justo antes de cruzar la salida que daba al vestíbulo, vio a Jordi esperando.
«Ahí está. ¿Qué le voy a decir? Siempre tan bien vestido, ocultando la rosa a su espalda. Pero por eso me gusta tanto, es seguro y fiable, míralo, como si fuese un soldadito, siempre firme, siempre contento, siempre esperando. ¿Qué estaré pensando? ¿Cómo puedo cuestionar a alguien tan adorable como él? Esto deben de ser los nervios típicos previos a la boda. Seguro».
María sonrió y salió al vestíbulo de llegadas. Jordi la vio inmediatamente y avanzó hacia ella rápidamente, ocultando la rosa a su espalda.
—Hola, cariño —sonrió Jordi, tendiéndole la flor. Le dio un dulce beso en los labios, que María mantuvo férreamente cerrados. «Qué diferente es».
—Hola, Jordi —saludó tomando la rosa sin sonreír—. Estoy agotada. ¿Cómo estás?
—Bien, bien, ¡muy contento de verte! Es una pena que no pudieras venir anoche, te he echado mucho de menos —dijo desde lo más profundo de su corazón—. Me alegro de que encontraras un buen hotel; estaba muy preocupado hasta que me llamaste hoy desde el aeropuerto.
María odiaba mentir —le había dicho que pasó la noche en un Hilton céntrico—. Agachó la mirada y empezó a andar.
—Tenías que haber visto el tiempo que hacía, era horrible —dijo, intentando cambiar de tema—. No entiendo cómo pueden vivir así, es deprimente.
—No hay nada como Barcelona, ¿eh? —comentó Jordi felizmente mientras la pareja se dirigía hacia el aparcamiento—. Y hoy todo es perfecto: por fin estás aquí, el Barça juega esta noche… ¿Qué más se puede pedir? —El rostro de Jordi se iluminó—. Aún estás a tiempo si quieres venir al fútbol. Tengo una entrada de sobra porque un amigo de mi padre no puede venir, ¿te lo quieres creer? —dijo orgullosamente.
—Cariño, ya sabes que no es lo mío, lo siento.
—Pero un Barça-Madrid es mucho más que fútbol, ya lo sabes —dijo Jordi—. Pasaríamos una tarde genial, podríamos ir a cenar antes a un sitio romántico, charlar…
María se dio cuenta de su mirada suplicante, pero aún no podía hacerle frente. «Necesito tiempo».
—Estoy agotada, cariño. Lo siento. —Se sentía culpable. Sabía que le estaba haciendo daño.
Jordi parecía decepcionado, aunque seguía esforzándose. Llegaron al coche.
—¿Preferirías ir a comer con mis padres a cualquier otro sitio? —preguntó—. Tengo una reunión con un proveedor dentro de una hora, pero terminaré enseguida. Me encantaría estar un rato contigo, ha sido una semana muy larga. Tengo ganas de que me expliques lo de Londres, estoy seguro de que todo ha ido estupendamente, eres una crack.
«No, no, no quiero pasar mi juventud con mis suegros, hablando de negocios la mayor parte del tiempo. En Londres la gente parecía tan divertida, tan joven, cada uno a su rollo, como en la fiesta de Nell, con sus amigas. Sólo me apetece irme a casa. Necesito ver a Bombillo».
—Creo que me quedaré en casa, si no te importa —dijo María, sin atreverse a mirar a Jordi a los ojos—. Estoy agotada.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Jordi, mirándola mientras conducía—. Pensé que tendrías hambre y querrías dar un paseo o algo. Podríamos hacer lo que te apetezca después de la reunión, estoy seguro de que no llevará más de media hora. Seré todo tuyo.
«Jordi, por favor, no lo pongas más difícil».
—Estoy bien, es sólo que me apetece ir a casa, ya sabes. Creo que ese día del mes está al caer y estoy un poco sensible, lo siento —mintió María. Esa excusa nunca fallaba.
—Ah —aceptó Jordi, resignado—. Entonces no insisto, lo comprendo. —La cogió de la mano, encendió la radio y siguió conduciendo. Estaban dando las noticias:
«Cerca de un millón de personas se manifiestan esta mañana en Salamanca en contra del traslado de los archivos de la Guerra Civil a Cataluña. Los manifestantes aseguran que el desplazamiento de las casi mil cajas de material, que albergan miles de sentencias de muerte, podría reavivar un pasado que no se debe remover. Otra manifestación, que pretende doblar a la de Salamanca en número de participantes, se ha convocado mañana en Barcelona a favor del traslado. Según los organizadores, el Memorial Democrático de Catalunya, conocer el pasado es el primer paso hacia un futuro estable».
Tras una pausa, el locutor dio paso a la publicidad.
Jordi bajó el volumen.
—Menuda locura, ¿eh? —comentó—. Esos fachas tendrán mucho que ocultar si tanto se empeñan en esconder esos papeles.
María había escuchado la noticia con interés.
—Miles de denuncias aflorarán si se abren esas cajas —dijo—. Supongo que mucha gente no recibió justicia alguna.
—Nuestras familias tuvieron suerte, pudieron quedarse con sus posesiones —añadió Jordi.
—Sí, mi familia conservó las tierras, pero ¿quién me devolverá a mi abuelo y a mis bisabuelos? —preguntó María—. Mi madre ni siquiera sabe lo que fue de su padre o de sus abuelos.
—Sí, nosotros también conservamos las tierras, pero mi abuelo tampoco volverá nunca —dijo Jordi—. Es curioso, pero mi padre se pone muy nervioso cuando se menciona a mi abuelo. Ya sabes, los nacionales lo mataron por enseñar catalán clandestinamente a unos trabajadores.
—Bueno, los rojos mataron a mis bisabuelos, según tengo entendido —dijo María.
—¿Te han dicho alguna vez lo que les pasó?
—Ni una palabra —repuso María rápidamente.
—A mí tampoco me han explicado nunca nada. —Jordi guardó silencio durante unos segundos—. La generación de nuestros padres no quiere hablar de la guerra en absoluto, ¿verdad?
—Sí, y ahora se sienten incómodos con las excavaciones de las fosas todo el día en las noticias —dijo María.
—Crecieron con mucho miedo.
«Tampoco es que tú y yo seamos ningunos abanderados de la libertad, hijo», pensó María mientras miraba por la ventanilla, imaginando a Jordi con un cilicio. Se sintió a años luz de los aires de libertad que acababa de respirar en Londres, como si ahora regresara al pasado.
Permanecieron en silencio hasta que Jordi aparcó justo a la puerta del piso de María, en Aribau.
—¿Estás nervioso por la boda? —preguntó María con la mano ya posada en la manilla de la puerta.
Jordi bajó el volumen de la radio.
—¿Nervioso? ¡Pues claro que sí! ¿Por qué lo preguntas? —Parecía sorprendido.
—No, por nada. Sólo noto que empiezo a sentir los nervios previos a la boda. Nada importante.
Jordi se volvió hacia ella.
—¿Seguro que estás bien? Te noto rara.
«Está en otro planeta. Pero así son todos los hombres, ¿no?».
María cerró la puerta de su piso y se apoyó tras ella; por fin se sentía a salvo. Bombillo corrió hacia ella y empezó a frotar la pequeña cabeza contra su pierna. Lo cogió en brazos y lo estrechó con tanta fuerza que el animalito maulló, y de un salto salió corriendo. María se quitó el abrigo y fue derecha a la nevera para beber un poco de agua.
Se sentó en su terraza, disfrutando del sol otoñal de primera hora de la tarde, perdiendo la mirada en el perfil de Barcelona.
«Debe de ser la ansiedad prenupcial o simplemente esta horrible resaca, pero sólo me apetece estar sola. ¿Por qué estoy tan triste? ¿Por qué la besé?»
»Aunque fue tan especial…
»¡Dios, tengo que dejar de pensar en esto ahora mismo!».
María bebió un buen trago de agua.
«¿Cuándo volveré a verla? Me siento tan vulnerable… Abuela… ¡Eso es! ¿Por qué no voy verla mañana, que es domingo? ¡Hoy! Esta noche todo el mundo estará pendiente del fútbol y si gana el Barça no soportaré a todos esos hinchas en la calle haciendo ruido y sin dejarme dormir con tanto bocinazo. Ojalá pierdan y se callen todos. ¿Debería llamar a la abuela para avisarla de que voy?».
Cogió el móvil y lo soltó a medio marcar.
«No, le daré una sorpresa, qué contenta se pondrá. No se lo diré ni a mi madre. Sí, esto es justo lo que necesito».