Conchita y Honorato no dormían juntos desde hacía años. Cada uno ocupaba una habitación separada en el primer piso de la casa, que, a pesar de varias renovaciones, nunca había perdido su aire de austeridad. La habitación de Soledad, la mayor de todas, estaba en la planta baja, junto a la cocina, para que a sus noventa años no tuviese que subir escaleras.
El edificio solía estar oscuro y vacío, y en noches de invierno, como ésta, también frío. Soledad era la única en la casa que había conservado el buen humor y que mantenía una intensa vida social. Salía todos los días a pasear y, algunas tardes, con la abuela Basilisa, asistían a un grupo de lectura para mayores en la biblioteca pública.
Conchita se pasaba la mayor parte de su tiempo en la fábrica, donde tenía un despacho junto al de Pilar, mientras que Honorato, una vez jubilado, parecía vivir sólo para el casino. De todos modos, todavía acudía a la planta una o dos veces por semana para llevar la contabilidad, de lo que siempre se había encargado desde que se casó con Conchita, hacía ya treinta y siete años.
Como de costumbre, Conchita se encontraba sola, haciendo ganchillo en su sillón, escuchando el tictac del reloj de la pared. A pesar de la riqueza acumulada a lo largo de los años, Conchita llevaba una vida sencilla, con los mismos muebles de roble y cuadros religiosos que ella y Honorato habían recibido como regalos de boda. El resto estaba en el banco, acumulando intereses.
«Qué superfluo es gastar el dinero en lujos. Lo mejor es guardarlo para cuando uno lo necesite. Si hubiera algún problema, estaría bien protegida, no como le pasó a mi madre».
Eran casi las nueve. Acababa de alimentar a Pablito, el cerdo para la matanza que tenía en el corral del jardín de atrás, mientras que la abuela y Soledad estaban en el ayuntamiento, debatiendo la apertura del pueblo viejo. Honorato había dicho que se quedaría en el casino para ver el campeonato de dominó.
«Es un inútil. Ojalá prestara al negocio la misma atención que al juego. ¿Qué sería de esta casa sin mí?».
Conchita encendió el televisor y quedó escandalizada por una muy gráfica escena de cama que se emitía justo en ese momento.
«Ave María Purísima». Se santiguó, sin apartar la mirada de las imágenes. No recordaba la última vez que Honorato le había puesto una mano encima, o viceversa, de eso haría ya muchos años. Se preguntaba si él aún sería capaz —su llama parecía haberse extinguido hacía mucho tiempo, como la de ella misma.
Sin cambiar de canal, siguió con el pequeño jersey para el nieto que esperaba que María le diese tras la boda. «Ojalá le eduquen mejor que a los hijos de Pilar, siempre tan ruidosos y mimados —pensó—. Hoy en día lo tienen todo, compran y compran, y todavía quieren más —si quisieran, yo les podría confeccionar pantalones, chaquetas, todo lo que necesitan—. Menudo desperdicio. Y mientras yo, que me gano el pan con el sudor de mi frente, sólo me he comprado una falda en los últimos veinte años, todo lo demás, en casa, que es mejor y más barato. Pero ellos no lo entienden. Qué mundo».
Suspiró y tocó con delicadeza el cubrebrazos de ganchillo de su sillón. «Al menos estoy tranquila», pensó, volviendo a las agujas.
Apenas duró un par de minutos.
—Buenas noches —dijo Honorato, entrando en casa. Su voz radiaba más vida que de costumbre.
Conchita cambió el canal rápidamente, no quería que su marido pensase que veía pornografía, aunque estaba segura de que él hacía lo propio en su ausencia.
Honorato entró en el salón y, como de costumbre, preguntó directamente:
—¿Qué hay de cena? Tengo mucha hambre. —Nunca besaba a Conchita al llegar, ni en ningún otro momento. Se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata.
—Soledad ha preparado conejo y te ha dejado un poco. Nosotras hemos cenado hace un rato, así que igual todavía está caliente —respondió Conchita, apenas levantando la mirada del ganchillo. No se movió del sillón.
—Conejo, qué bien. ¿De verdad lo ha hecho Soledad? Será la primera vez que cocina en años —dijo.
Honorato y Soledad nunca se habían llevado bien; siendo uno ex oficial del Ejército y la otra una feroz republicana, tenían muy poco en común. Conchita dejó de intentar acercarles hacía ya años, llegando a la conclusión de que la mejor forma de mantener la paz era el silencio, así que prohibió hablar de política, dinero o religión en casa, al menos delante de ella. Esos temas ya habían dado lugar a demasiadas peleas entre María, Honorato, la abuela Basilisa y Soledad, todas ellas personas de fuertes opiniones.
—Ten un poco de respeto por Soledad, Honorato, es buena con nosotros —dijo Conchita. «Y mira quién habla, ¿cuándo fue la última vez que hiciste algo de provecho aparte de jugar al dominó y repasar algunos números?».
—¿Dónde se ha metido? ¿Ya se ha acostado? —preguntó Honorato, extrañado de no ver a Soledad en casa a esas horas.
—Ha ido con mi madre a debatir lo del pueblo viejo en el ayuntamiento.
—Ah, eso sí se le da bien, remover el pasado y arrastrar a tu madre —dijo Honorato, yéndose a la cocina a por la cena—. No deberían meterse en esas cosas a su edad. Además, Franco ya dejó todo bien resuelto, no sé qué quieren debatir más. Está ya todo superado.
Conchita miró al techo con indiferencia y dio gracias a Dios porque Basilisa y Soledad no estuviesen allí para escucharlo. «Mejor no respondo». Suspiró y siguió con el ganchillo.
«Esta familia sigue unida gracias a mi paciencia infinita. Soy una mártir».
Minutos más tarde, Honorato comía en silencio mientras miraba las noticias —había cambiado de canal sin preguntar a Conchita.
—Por cierto, he estado pensando en esa máquina francesa que Pilar va a comprar —dijo, soltando el tenedor y el cuchillo tras rebañar el plato.
Conchita levantó la vista del ganchillo a la vez que Honorato proseguía, sin mirarla:
—Fui al banco y el director me ha dicho que deberíamos abrir otra cuenta para depositar el préstamo y así ahorrarnos algo de intereses. Dijo que hablaría contigo.
Conchita y Honorato hablaban de negocios regularmente, pero, para sorpresa de Conchita, el interés de su marido ahora iba más allá de las cuentas; sin que Conchita supiera por qué, Honorato hacía días que había mostrado un extraño entusiasmo por la nueva máquina francesa. Pilar, también sorprendida, le había dicho que su padre incluso la ayudó a elegir el modelo y que éste había impulsado el proyecto cuando sus hijos se pusieron enfermos y ella se tuvo que quedar en casa.
«A lo mejor se aburre de sólo mirar tanto número, no me extraña».
Conchita lo sabía casi todo acerca del aceite y los olivos, pero, desde que se casó, dejó las cuentas y los asuntos legales a Honorato, ya que éstos le resultaban complicados y, sobre todo, aburridos. Para ella, el verdadero trabajo estaba al aire libre, en la tierra, en los olivos, y no en los números.
—Sí, me pasé por el banco esta tarde y algo mencionó —respondió Conchita—. ¿Estás seguro de esa cuenta nueva? A mí no me pareció mal, pero mejor tener una segunda opinión.
—Sí, me parece lo mejor —dijo Honorato, convincente—. De hecho, ya que estaba allí, cogí los formularios y documentos para que los podamos rellenar aquí mismo, así no tendrás que volver, hacer la cola y pasar todo el trámite.
Honorato se levantó, sacó una delgada carpeta de su maletín y extrajo unos documentos.
Conchita miró a su marido, sorprendida por su repentina capacidad de ejecución.
—Te encanta esa máquina francesa, ¿no? —dijo Conchita, sin quitar el ojo de las agujas.
—Sí, he leído bastante sobre ella —respondió—. Ya verás el tiempo que ahorramos recogiendo la oliva; la cosecha sólo durará días, si no horas.
Honorato dejó los documentos sobre la mesa del teléfono, junto al sillón de Conchita, con un bolígrafo encima.
—Aquí tienes —dijo con calma—. Es bastante sencillo. Me alegro de que hoy en día los bancos simplifiquen los procesos y usen menos letra pequeña, menuda tomadura de pelo era aquello.
Honorato salió de la habitación. Como un reloj, después de cenar, siempre iba a su cuarto para ponerse las zapatillas y quitarse la corbata.
Conchita, satisfecha de no tener que ir al banco para arreglar papeles, cogió los documentos y los leyó con atención. Sin duda, no tenían nada que ver con los crípticos párrafos de antaño. ¿Por qué no serían así de claros antes? El dinero que debían de ganar por no dejarse entender, engañando a tanta gente, pensó. Después de dos leídas, Conchita finalmente firmó los documentos y los dejó sobre la mesa, junto al teléfono.
Siguió con el jersey.
«Puede que acabe de firmar el fin de una era —pensó, haciendo una pausa y mirando por la ventana a la oscuridad exterior—. Esa máquina francesa hará que las piedras que usaba mi madre parezcan hallazgos arqueológicos; pero espero que tanta tecnología no cambie el sabor del aceite. Parece que fue ayer cuando conseguí ese préstamo para comprar la máquina alemana, ¡lo que tuve que mendigar! Y ahora, fíjate, los préstamos vienen a mí».
—¡Ay, qué vida esta! —susurró Conchita.
Soledad y la abuela Basilisa entraron por la puerta unos minutos después.
—¡Hola! —Las dos parecían contentas.
«Gracias a Dios que Soledad sigue con nosotros. Sin ella, esta casa sería una funeraria».
Conchita se levantó y besó a su madre y a Soledad mientras se quitaban los abrigos en el vestíbulo.
—Hola a las dos. ¿No es un poco tarde? —preguntó Conchita a Soledad con una sonrisa. Lanzó una rápida mirada a su madre, a quien no se atrevía a regañar por llegar tarde.
—Ya somos mayorcitas, no te preocupes —replicó Soledad, devolviendo el beso a Conchita.
—Sólo son las nueve y media —dijo la abuela Basilisa entrando en el salón—. Aún seguían el debate cuando nos marchamos, ya veremos lo que pasa. —Se dirigió hacia el salón con aspecto cansado.
Mientras, Conchita entró a la cocina, seguida por Soledad.
—Te prepararé el té verde y le haré otro a mi madre —dijo.
Todas las noches, Conchita le preparaba un té a Soledad, siguiendo las instrucciones del médico. Lo hacía con tanto cariño como Soledad le mostró a ella cuando, de niña, le llevaba un vaso de leche caliente todas las noches que podía. Entonces, en plenos años cuarenta, Soledad cuidaba de Conchita mientras la abuela Basilisa iba a un molino en plena noche, arriesgando su vida, para intercambiar aceite por pan, con el que se alimentaban las tres. Eran los tiempos del racionamiento y Basilisa sólo tenía una tarjeta —el régimen de Franco no reconocía a su hija, por no tener padre conocido, y como Soledad se ocultaba en las montañas durante largas temporadas, oficialmente no existía.
A veces, Soledad se las arreglaba para burlar a la Guardia Civil y llegar a Belchite —utilizaba pelucas, se disfrazaba de sacerdote, de monja, se las sabía todas—. Siempre que podía, traía a casa un poco de leche de las cabras que robaba en el monte para sobrevivir. Por las noches, cuando la abuela estaba fuera, le preparaba a Conchita un gran tazón de leche caliente —un gran lujo en esa época— y se lo llevaba a la cama. Mientras la arropaba, Soledad también le explicaba cuentos emocionantes y fantasiosos, todos acerca de un mundo maravilloso que, a ojos de Conchita, nunca se parecía a la realidad. Esas noches con Soledad sentada junto a su cama, ofreciéndole seguridad, atención y cariño, eran algunos de los mejores momentos de su vida.
Las tres mujeres comentaban el frío que hacía, cuando Honorato se asomó al salón para dar las buenas noches. Todas lo miraron de arriba abajo.
—Estoy cansado, demasiado campeonato de dominó por hoy —dijo, sin pasar de la puerta. Soledad y la abuela Basilisa lo miraron con escepticismo—. Lo creáis o no, pasar toda la mañana y la tarde en ese casino lleno de gente acaba agotando. —Rió nerviosamente.
—Tú intenta pasarte el día recogiendo olivas y verás lo que es estar cansado —dijo la abuela Basilisa antes de dar otro sorbo al té.
«Madre, no vayamos a tenerla hoy, es demasiado tarde —pensó Conchita—. Este hombre nunca le ha gustado».
—Afortunadamente, hoy tenemos tecnología para eso —repuso Honorato apresuradamente—. Espere a ver la nueva máquina francesa que vamos a comprar. Recogeremos las olivas en un abrir y cerrar de ojos, ya verá —añadió, triunfal.
—No hay nada que reemplace la calidad de la recogida a mano —empezó a decir la abuela Basilisa, cuando Soledad la interrumpió.
—Esta mañana no estabas en el casino. Te vi aparcar el coche en el garaje —dijo, y bebió un poco de té.
—Me he pasado el día en el casino —replicó Honorato—. Debiste de ver a otro. A tus noventa años… —Volvió a girarse y se dispuso a marcharse a su habitación.
—Estoy segura de que eras tú, a eso de las diez de la mañana —insistió Soledad cuando Honorato dio el primer paso.
Conchita miró a los dos sin saber qué pensar, aunque no era extraño verlos contradecirse.
Honorato volvió a girarse.
—Tienes razón, Soledad; debo de ser yo quien se está haciendo mayor. Cogí el coche para hacer una puesta a punto rápida esta mañana. El otro día me di cuenta de que las ruedas necesitaban más aire.
Conchita no sabía qué le desconcertaba más, la acusación de Soledad o la admisión de Honorato de haberse equivocado.
Su marido las miró a las tres y sonrió.
—Pues eso, buenas noches.
Ninguna respondió. Conchita siguió con el ganchillo.
Soledad aguardó a que Honorato cerrara la puerta de su habitación para susurrar:
—Cuidado con él, Conchita, cuidado. Nunca olvides en qué bando estaba su familia en la guerra, y luego él les apoyó, y también a Franco.
No era la primera vez que Soledad hacía un comentario de este tipo.
—Por favor, Soledad, la guerra y Franco nos quedan ya muy lejos —dijo Conchita.
La abuela Basilisa miraba a las dos en silencio.
—¡Franco ha muerto, pero su espíritu sigue vivo en gente como él! —exclamó Soledad, con manos temblorosas, casi derramando su taza de té.
—Soledad, por favor, cálmate. —Conchita no quería discusiones y el médico había recomendado que no entrase en estados de excitación—. Bébete el té. Sabes que Honorato es inofensivo. Sé que a veces puede ser un poco raro, pero llevamos juntos casi cuarenta años, le conozco como a la palma de mi mano.
—Ya sabes de lo que es capaz —dijo Soledad con tono de advertencia.
—¡Soledad, ya basta! —replicó Conchita, golpeando el sillón con los puños y tirando el cesto de ganchillo al suelo. No le gustaba que le recordasen cuando su marido le fue infiel.
—Lo siento, sólo quería protegerte —dijo Soledad.
—Ya soy mayorcita, no te preocupes. —Las mejillas de Conchita se estaban poniendo cada vez más rojas.
—Lo pasado, pasado está —dijo la abuela Basilisa con solemnidad—. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra, no es tiempo de remover a los muertos —añadió, bajando la mirada.
«Eso mismo, que aquí no sólo soy yo la que tiene un pasado», pensó Conchita. Lentamente, recogió la cesta de ganchillo.
Soledad apuró su té.
—Puede que me esté haciendo vieja y tenga la cabeza llena de pájaros. —Se levantó con esfuerzo—. En fin, ¿cómo está María? ¿Sigue en Londres?
—Sí —contestó Conchita, aliviada por cambiar de tema—. Tenía que haber vuelto ayer; dijo que hoy iría a ver algunos vestidos de novia, ya veremos cómo va. Cinco meses para la boda y todavía sin vestido. Ay, Dios mío.
Soledad sonrió.
—Déjala en paz, ya lo encontrará, estoy segura. —Se dirigió hacia la puerta—. Estoy cansada, me voy a la cama. Basilisa, cariño, ¿te quedas un rato más?
—Sí, me acabaré el té —repuso la abuela con una gran sonrisa hacia su amiga, y le dio las buenas noches.
Soledad dejó a madre e hija sumidas en un silencio únicamente hendido por el tictac del reloj, hasta que la abuela Basilisa se disculpó para ir al baño, dejando a Conchita en su sillón. Las palabras de Soledad aún le resonaban en la cabeza. Era verdad que Honorato había sido capaz de lo peor, y no hacía tantos años de ello.
«Pero ya lo ha pagado —pensó Conchita—. Ya le he cobrado por sus mentiras con años de indiferencia, no debería removerlo más».
Aun así, a Conchita le dolía pensar en la joven con la que Honorato había tenido una aventura quince años atrás, cuando sus hijas eran adolescentes. El muy idiota dejó rastros por todas partes, perfumes diferentes, coartadas que no encajaban… No le costó demasiado descubrirlo, y mucho menos al resto del pueblo, donde la noticia se difundió con rapidez.
Desde entonces, Conchita se había convertido en un bloque de hielo hacia él y le negó el divorcio que tantas veces le había pedido —y que le hubiera dado acceso a la mitad del patrimonio familiar—. En el fondo, Conchita sabía que había pagado con su propia felicidad el error de casarse con él.
«Es cosa del destino, ¿no? Una tiene que resignarse y aceptarlo. Dios dijo que estamos en este mundo para sufrir y que la felicidad se reserva al paraíso. Yo me he pasado toda la vida sufriendo, lo mismo que mi madre, lo mismo que todos. Ya lo dijo Nuestro Señor, esta vida es un calvario».
Como si fuera ayer, Conchita recordó los siete disfraces, para ella y seis amigas del colegio, que su madre había confeccionado con todo el cariño del mundo para una función de teatro. Con mucha ilusión, Conchita los llevó a clase, sólo para ver cómo sus compañeras los despreciaban, arrojándolos al suelo, después de que la madre superiora dijera que eran inmorales porque no tenían mangas. Una niña, a quien creía su mejor amiga, le dijo que acabaría tan puta como su madre, sin marido conocido.
Conchita había luchado toda su vida para evitarlo.
Con los ojos humedecidos por los recuerdos, Conchita respiró hondo al tiempo que la abuela regresaba al salón.
—Qué día más largo —dijo la abuela, sentándose en el sofá y mirando a su hija—. Sólo quería decirte que creo que Soledad tiene razón, deberías vigilar a Honorato, Conchita. Si lo hizo una vez, podría repetir.
«Justo lo que necesitaba». Conchita respiró profundamente.
—Vosotras dos siempre sospecháis de todo el mundo —respondió. «Las personas mayores se vuelven tan desconfiadas… ¿Qué lecciones me puede dar ella, después de lo que le pasó?»—. No te preocupes, madre, Honorato es demasiado viejo para tener más aventuras. Además, ahora está tomando algunas responsabilidades, está muy implicado con la máquina francesa y lo ha resuelto todo para que yo sólo tenga que firmar papeles.
—¿Qué has firmado? —preguntó la abuela Basilisa con interés.
—La apertura de una cuenta nueva para ingresar el préstamo para la máquina —dijo Conchita, colocando la cesta del ganchillo de nuevo sobre sus piernas para continuar con el pequeño jersey. No le apetecía hablar de su marido, quizá porque sabía que su propia madre la conocía bien, como si casi pudiera leer sus pensamientos—. Madre, mira lo que estoy haciendo para mi nuevo… espero que nieto —añadió, centrada en la labor.
La abuela Basilisa sonrió.
—Ay, esperemos que María nos traiga buenas noticias después de la boda —exclamó, ilusionada—. ¿Se sabe algo de la luna de miel?
La sonrisa de Conchita se prolongó.
—Sí, bueno, María quiere alguna ruta de aventura, como un safari en África o algo parecido.
—Ave María Purísima —dijo la abuela Basilisa—. Esperemos que no les cacen las fieras. ¿Y qué dice Jordi?
Conchita levantó la mirada del jersey.
—Bueno, él quiere… En fin, ya lo conoces. Busca algo más clásico, como París o Roma. ¡A ver quién gana!
La abuela Basilisa se quedó callada durante un instante.
—Estos dos no es que tengan mucho en común, ¿verdad?
Conchita arqueó una ceja.
—¿A qué te refieres, madre? Son una pareja perfecta. —Siguió con el ganchillo—. Él es un joven guapo y educado, y su familia tiene un buen negocio; aunque a María poco le importa la empresa familiar. Bueno, ella tiene una buena carrera en el banco. Lo tienen todo para ser felices: son jóvenes, guapos y de buena posición —terminó Conchita, orgullosa.
—Todo eso no hace que se vayan a querer más —dijo Basilisa, agachando la mirada.
Conchita imitó el gesto. «¿Y qué puedes decir tú sobre el amor, madre? ¿Me dices esto por lo que acabamos de hablar de Honorato? Al menos yo he conseguido mantener a la familia unida, y María lo hará también. No como tú».
—Se quieren, lo veo en sus ojos. Estoy segura de que formarán una familia maravillosa y estable —respondió Conchita, mirando a su madre con aire distante—. ¿No crees, madre?
Conchita se quedó mirando la cara redonda y arrugada de la abuela, con esos ojos azules y una piel tan fina. Era muy diferente a sus rasgos angulares, piel morena y ojos profundamente negros. «Quizá me parezco a mi padre. Si sólo supiera quién es… ¿Se fue a Cuba de verdad, como me dijeron? Estará ya muerto, supongo, quizá muriera sin saber que tuvo una hija».
Mientras su madre perdía la mirada en su taza de té, Conchita volvió a recordar su escuela, el alto precio que pagó por no tener padre, o por tener una madre en el campo, que nunca la fue a visitar. Las monjas la obligaron a servir a las otras niñas, todas sin duda de familias privilegiadas —les tenía que dejar entrar primero a clase, para acceder ella la última, ocupando el peor pupitre—. A pesar de despertar la simpatía de alguna monja, la madre superiora —cuya cara todavía recordaba con horror— también le exigía a menudo que limpiase el aula y lavase los platos después de comer.
«Al menos, mis hijas tienen una familia como Dios manda». Conchita levantó la barbilla y, de forma involuntaria, lanzó a su madre una mirada fría y distante que surgía de lo más hondo de su corazón.
—Sí, seguro que serán felices —dijo la anciana. Su voz sonaba triste, afectada.
«Vaya por Dios, me ha leído el pensamiento. Pobre, con lo mayor que está».
—Venga, madre, se está haciendo tarde. —Conchita se levantó y se acercó a su madre para ayudarla a levantarse.
—Sí, debería irme a casa —dijo la abuela, dejando el té en la mesa e incorporándose.
Las dos mujeres caminaron en silencio hacia la puerta y se dieron un beso de buenas noches, al aire, sin apenas rozarse las mejillas. Desde la ventana de la cocina, Conchita vio cómo su madre caminaba lentamente hacia su pequeña casa junto a la iglesia, adonde se mudó después de nacer Pilar y María. Conchita comprendía ahora a su madre. «Ya me gustaría a mí también tener mi casita propia y dejar todos los problemas atrás».
Conchita volvió a sentarse con el ganchillo. En el fondo, su madre tenía razón, Honorato no resultó ser ni una pizca del hombre que prometía. Cuando se conocieron, el entonces oficial del Ejército español aún era un hombre fuerte, de aspecto confiado, capaz de resolver cualquier problema. Era un buen partido, pensaron cuando llevó algo de dinero y dos mulas para ayudar a madre e hija con la fábrica de aceite.
La vida, sin embargo, lo había convertido en un gandul. Había dejado a su mujer el cuidado de la casa, las hijas y la empresa, mientras él sólo se dedicaba a las cuentas del negocio, que no precisaban más de una o dos tardes a la semana. Le gustaba tener coches buenos y gastarse el dinero en el casino, con sus amigos, disfrutando de unos lujos que ni siquiera Conchita se permitía para ella misma.
«Las madres siempre tienen razón».
Las cosas no fueron bien desde el primer día. Tras la boda, Honorato se olvidó de coger el certificado matrimonial de la iglesia, por lo que tuvieron que regresar a Belchite en plena noche de bodas, ya que el hotel de Jaca que habían reservado —y para el que tanto habían ahorrado— no les admitía sin acreditar el matrimonio. Acabaron en una pensión barata en la carretera de Zaragoza.
Esa primera noche, Honorato dio la espalda egoístamente a Conchita después de consumar el matrimonio, sin dar a su mujer oportunidad alguna de conocer el placer por vez primera. La misma escena se repetiría a lo largo de los años, una y otra vez. Las excusas variarían de «Estoy cansado» a «Están dando algo importante en la radio». Conchita podía contar con los dedos de las dos manos las veces que se había sentido satisfecha a lo largo de treinta y siete años de matrimonio.
«Puede que las madres tengan un sexto sentido. Estoy segura de que tengo razón respecto a Pilar y María. Tenía razón cuando obligué a Pilar a romper con ese don nadie por quien se habría matado a los quince años, por mucho que se le rompiera el corazón. Ahora es carnicero… ¡Mi hija con un carnicero! Está mucho mejor con el farmacéutico, y todo gracias a mí. Lo mismo pasa con María. La vida les enseñará, tarde o temprano, que tengo razón. Puede que Pilar no sea estrictamente feliz con su marido, pero al menos está a salvo. Igual que María, a quien Jordi protegerá. ¿Qué es la felicidad, sino ilusión? Aquí no se trata de ser felices, menuda mentira podrida, sino de evitar la desdicha, el trauma y la humillación. Jordi es un buen partido, al menos es rico; no necesitará robarle su dinero, como hizo mi padre. María aprenderá».
Conchita siguió con el jersey.
«Puede que este pequeño tenga toda la suerte que esta familia no ha tenido en tres generaciones».