Puedes venir a mi casa si no te sientes bien —le dijo Nell a María al salir del pub, mientras se dirigían al metro de Chancery Lane. María se sentía algo mejor después de que Nell la levantara del suelo, la ayudara a recostarse en un sofá y le trajera un poco de agua y una manzanilla.
—Lo siento mucho. No sé cómo he acabado así —balbuceó María, avergonzada por su desmayo, y más incluso por el beso. «¿Qué demonios me ha pasado?». El aire fresco le vino bien—. Creo que iré al hotel.
—El vino de los pubs es peligroso —dijo Nell con ironía.
—Ya te digo yo que Inglaterra necesita cava —respondió María, aún aquejada de hipo.
Nell sonrió mientras agarraba a María del brazo y dejaba que ésta se apoyara en ella. También había cogido los rollos de los planos, que María sostenía a duras penas.
María, arrastrando los pies, cada vez se reclinaba más en Nell, hasta que de repente se apartó. «No me toques. Ya ha habido suficiente contacto».
—Me siento mal —dijo Nell—. Yo te he metido en todo esto, lo siento.
—No te preocupes —mintió María, deseando volver a su mundo lo antes posible. Abrió el bolso en busca de su BlackBerry.
—¡Mierda! ¡Sin batería! —exclamó, contemplando el aparato, incrédula—. No me lo puedo creer. Ahora no sé dónde ha reservado habitación mi secretaria, y seguro que ya ha pagado. Mierda, ¡mierda!
María se detuvo y bajó la mirada. «Supongo que no puedo llamarla tan tarde».
—¿Qué hora es?
—Casi medianoche —respondió Nell.
—Bueno, a estas horas en España la gente casi ni ha salido de casa. —A María la sorprendió dejar la fiesta tan temprano—. Pero, claro, si se empieza a media tarde, es lo mismo que salir a medianoche y volver a casa a las cinco o las seis.
«Aun así, no puedo llamar a mi secretaria tan tarde, ahora es la una en España».
—No tendrás un cargador de batería, ¿verdad? —preguntó María.
—En casa, lo siento.
María dejó caer los hombros; volvió a clavar la vista en el suelo.
—¿Por qué todo se empeña en torcerse hoy?
Nell posó su mano en el brazo de María.
—Vamos, no es tan malo, sólo es la batería —dijo con calma—. Todo lo que puedo ofrecerte es un sofá, pero es cómodo. O mejor, puedo dormir yo en el sofá y quedarte tú en mi cama. ¿Qué me dices?
María estaba asustada. «Estoy agotada. ¿Adónde voy a ir ahora, buscando hotel en este estado, a estas horas? Después de lo que ha pasado, ese beso, maldita sea. Menudo cuelgue».
María volvió a mirar a Nell, escrutándola. «¿Eres de fiar?».
Como si le leyera el pensamiento, Nell dijo:
—No te preocupes, sólo es una noche en el sofá. Soy la funcionaria del ayuntamiento asignada a tu proyecto, no voy a comerte o agredirte, estarás bien —sonrió.
María se sintió aliviada. Al cabo de unos segundos, accedió.
—De acuerdo. ¿Hacia dónde?
—No está lejos. —Nell empezó a caminar, encogiendo los hombros por el frío.
* * *
Eran apenas las once pasadas cuando Jordi intentó llamar a María varias veces desde la terminal de llegadas del aeropuerto de Barcelona, sólo para toparse con el contestador automático.
«Espero que encuentre un buen hotel. Pobrecita, atrapada en Londres esta noche. Me aseguraré de que tenga un gran recibimiento mañana. ¿Y si le compro una pulsera o algo así en vez de flores? Puede que las rosas ya no sean una sorpresa».
Pere Gratallops salió por la puerta de llegadas nacionales con una pequeña maleta. Parecía cansado y enfadado.
«Como siempre —pensó Jordi—. Que Dios me ayude para no parecerme a él».
—Ejem —gruñó el padre de Jordi cuando se encontró con él—. ¿Dónde está Bernat? Tengo que hablar con él.
—No lo sé, padre, sólo dijo que no podía venir. —Jordi siempre intentaba evitar cualquier conflicto—. Seguro que tenía una buena razón. Venga, deja que coja la maleta.
—A las once de la noche, ¿qué excusa podría tener? Siempre igual, nunca te puedes fiar de él —refunfuñó.
Anduvieron hasta el aparcamiento en silencio, hasta que Jordi habló:
—¿Cómo es que llegas tan tarde? ¿Tanto se alargan las reuniones en Madrid? —dijo. Siempre había sospechado que su padre tenía aventuras fuera de su infeliz matrimonio. De hecho, llegaba tarde bastante a menudo, cuando Jordi sabía que no pasaba nada realmente apremiante en las Cavas. Su padre representaba todo lo que él no quería ser; más que nada en el mundo, Jordi quería una familia estable y feliz.
—Ya sabes que en Madrid los almuerzos son de tres horas y eso lo retrasa todo —respondió su padre—. Café, copa, puro, postres…, y así dan las cinco antes de que nadie haya vuelto a la oficina.
Levantó la mirada hacia Óscar.
—¿Para qué te he comprado el Cherokee con tapicería de cuero si sólo usas esta mierda de Golf que es casi más viejo que yo? —dijo el hombre entrando en el coche.
—Siempre uso el Cherokee, padre —dijo Jordi—. Se suponía que recogería a María esta noche, ya sabes que nos encanta este coche.
—¿Y María? ¿Ya ha llegado?
—No, se ha quedado atrapada en Londres. Cancelaron el último vuelo por culpa del tiempo y ha tenido que pasar la noche allí. Volverá mañana —dijo Jordi, triste.
—Bah, ¿qué es una noche? —dijo su padre—. Os vendrá bien acostumbraros a pasar noches separados —suspiró—. Hijo, más vale que nos demos prisa con ese almacén de Londres, ya que pronto necesitaremos aumentar las ventas en Inglaterra: este boicot puede ponerse peor, y ahora, con lo de la prohibición de los toros, la grieta todavía se hará más honda, ya verás.
«Y eso que no has visto las últimas cifras», pensó Jordi, sin ánimo de dar más malas noticias a su padre.
—¿Qué te han dicho? —preguntó Jordi, sorprendido por el inusual pesimismo de Pere Gratallops.
—El Gobierno central puede convencer a la minoría vasca para que le apoye en los presupuestos; así que igual no necesitan más a los partidos catalanes, con lo que nadie nos ayudará a detener el boicot —dijo—. Pero debemos tener fe, la minoría vasca es bastante tozuda y pedirán lo innegociable. Hay que ser optimista.
Pere Gratallops bajó la ventanilla y estiró un poco el cuello para ver el cielo.
—Cuántas estrellas se ven hoy, qué raro. —Parecía sumido en su propio mundo.
Jordi sabía que su padre, en el fondo, tenía alma de payés. Desde joven, había cultivado la tierra con sus propias manos, hasta construir un gran negocio —era ese sentido del trabajo lo único que Jordi apreciaba en el agnóstico anciano.
Pere Gratallops se recostó en el asiento y observó el icono de la Virgen de Montserrat que Jordi había colgado del retrovisor.
—¡Hasta puede que necesitemos la ayuda de la mismísima Moreneta! —bromeó.
—Puede ayudarnos, padre, ya sabes que lo creo —dijo Jordi.
Su padre suspiró.
—Poco imaginaba yo que saldrías tan católico cuando te llevé a ese colegio del Opus —comentó, no especialmente contento—. Bueno, al menos debería estar contento de que no te hayan captado, eso sí que sería una tragedia, acabarías entregándoles las Cavas en bandeja a esa pandilla de buitres —rió.
Jordi permaneció en silencio.
«Padre, por favor. Señor, ayúdame con esto. Y, por favor, devuélveme pronto a María. Siento que la voy a necesitar ahora más que nunca».
* * *
María y Nell salieron del metro de Bethnal Green y, justo a la salida de la estación, esperaron silenciosamente la llegada de un autobús 338, en dirección a Hackney. En apenas quince minutos, en los que María sintió cada bache de la carretera retumbar en su cabeza, las dos se plantaron en Cassland Road, desde donde empezaron a recorrer una serie de callejuelas mal iluminadas. María consiguió esquivar los viejos colchones, cubos y trozos de coches abandonados que obstaculizaban su paso.
«Por Dios, ¿dónde me he metido? Jordi…».
María echaba de menos la seguridad que Jordi le confería siempre mientras miraba a un lado y a otro de la calle, temerosa de que alguien pudiese asaltarlas en cualquier momento.
—Está al doblar esa esquina —dijo Nell.
—Vale —repuso María con un hilo de voz, sin mirarla a los ojos. Se detuvo un momento para encenderse un cigarrillo y siguió andando con la cabeza gacha, hasta pararse de repente al ver una rata cruzar la calle bajo la luz de una farola. María cerró los ojos, aterrada, y respiró hondo; con mucho esfuerzo reanudó la marcha a paso más ligero.
«No lo puedo soportar. Esto es peligroso. ¿Qué hago yo en un sitio como éste? ¿Tan borracha estaba? El almacén no merece tanto la pena. ¿De verdad estoy aquí por trabajo? ¿De verdad acabo de besar a una mujer? ¿Cómo ha ocurrido? Una mujer que vive en un sitio como éste…».
Se le humedecieron los ojos mientras caminaba, casi sin tocar el suelo. María nunca había estado en un sitio tan lúgubre como ése, por no hablar de los repulsivos roedores.
Se estremeció; la noche se enfriaba por momentos.
—¿Falta mucho?
—Ya casi estamos —respondió Nell.
Se detuvo unos segundos después frente a un edificio de ladrillos oscuros, de unos cuatro o cinco pisos. La fachada estaba llena de pintadas y a una bicicleta que había atada a la farola le faltaban las dos ruedas. La calle estaba desierta, el silencio era absoluto. María se encogió de hombros y miró a su alrededor.
—Hogar, dulce hogar —sonrió Nell.
«Agh».
María siguió a Nell por las escaleras hasta el cuarto piso, aunque un fuerte olor a orina en el tercero la puso al borde de la náusea.
—Lamento el olor —dijo Nell, avergonzada—. Algunas personas de por aquí son realmente asquerosas, pero la mayoría son buena gente.
—No pasa nada —replicó María, procurando mantener la calma.
Nell la miró con una ceja levantada.
—Mientes fatal.
Las dos se rieron, soltando finalmente un poco de tensión, aunque la risa de María era más bien nerviosa. A pesar de por fin haber llegado al piso de Nell, María se sentía triste y sola, fría, cansada y perdida. «Quiero mi cama, mi edredón de plumas, a Bombillo». Mientras Nell abría la puerta, María trató de ser racional: «Sólo será una noche».
Una gata de brillante y corto pelo negro les dio alegremente la bienvenida nada más entrar.
—¡Pepa! Hola, Pepa, ¿cómo estás? —Nell la acarició y se volvió hacia María, reparando en su triste expresión. Se levantó y le tocó el hombro—. ¿Estás bien?
—Sí, sí. Estoy muy cansada y quizá debería acostarme. —Respiró profundamente—. ¿Por qué llamas Pepa a tu gata? —preguntó por curiosidad.
Nell miró a María durante un instante.
—Ponte cómoda. Colgaré tu abrigo, si no te importa —dijo. Abrió un armario cercano para sacar un par de mullidas zapatillas, que puso a los pies de María—. Seguro que ahora te sientes más cómoda.
María se quedó mirando las zapatillas marrones de aspecto calentito, bien alineadas sobre el suelo de madera. Le recordaron a las que su abuela siempre le tenía preparadas cuando la visitaba en Belchite.
María se sintió más relajada y observó las fotos de la entrada, todas de personas jóvenes, sonrientes, bailando, tocando la guitarra, jugando al fútbol… Reconoció algunas caras de la fiesta.
«Cuántos amigos tiene».
—¿Por qué llamas a tu gata Pepa? —insistió—. Es un nombre español.
—Lo sé —dijo Nell—. Mi padre ganó la quiniela un año, sólo unos cuantos cientos de libras, y nos fuimos a España de vacaciones. Por aquel entonces era algo bastante extraordinario. —Sonrió antes de proseguir—. Yo tenía cinco o seis años y la señora que nos alquiló el piso, cerca de Málaga, tenía una gata que se llamaba Pepa. Era tan adorable que cuando al cabo de los años me dieron una gatita recién nacida, le puse el mismo nombre.
«Es monísima». María esbozó una sonrisa hacia el animalito, que no paraba de olisquearla.
—Pasa —dijo Nell, adentrándose en el salón y encendiendo las luces—. Siéntate, por favor. Yo voy a ponerme cómoda. ¿Necesitas algo? ¿Un jersey o algo parecido?
—Si no es demasiada molestia.
—Tengo algunos pantalones de chándal que te pueden ir bien —dijo Nell, antes de meterse en su cuarto.
María paseó la mirada por la estancia. Le gustaban los suelos de madera oscura, a juego con las paredes de color crema y la lámpara de estilo japonés de la entrada. «El piso es mucho mejor de lo que esperaba, sobre todo en comparación con el barrio».
—¿Hace mucho que vives aquí? —preguntó María en voz alta para que Nell la oyera desde su habitación.
—Sí, unos tres años. Adoro este sitio.
La sala principal era muy acogedora. Tenía un gran sofá marrón con cojines blancos y negros a cada lado, con una rinconera que invitaba a sentarse o, mejor, a tumbarse. Nell tenía algunas plantas junto a la ventana y, sobre una mesa de madera de pino, había un jarrón con lirios blancos que llenaban la habitación con su agradable olor. María tomó asiento en el sofá.
«Me gustan los colores, son cálidos. Esta mujer es fría por fuera, pero cálida por dentro. Al menos su piso lo es». Se giró y miró los libros de las estanterías. Vio algunos escritos por una tal Sarah Waters y Germaine Greer… «¿Quiénes serán?». Simone de Beauvoir, Sartre, Camus, El Manifiesto Comunista, New Labour, Los anarquistas, Che Guevara: una vida.
«¡Qué radical! Será mejor que mantenga en el bolso las memorias de Margaret Thatcher que me estoy leyendo».
—¿Tienes hambre? —gritó Nell.
—No mucha, gracias.
—Pues yo sí. Me haré una sopa, ¿te importa?
«Estos ingleses son tan educados…».
—Por supuesto que no. —«No tienes que pedirme permiso para cocinar en tu propia casa».
—Bueno, la haré; en fin, la podemos compartir si cambias de opinión. —Nell salió de la habitación con un pijama rojo y un jersey ajustado azul marino, a juego con el color de sus ojos.
—Has descubierto mi rincón favorito —dijo—. Me encanta esa esquina del sofá. Pagué una auténtica fortuna por él, pero vale la pena.
—Es muy cómodo, sí. —María no sabía dónde mirar e, inquieta, se rascó la parte posterior de la oreja. «¿Y ahora, qué?».
—Oh, tu ropa, perdona, se me había olvidado. Enseguida te la traigo —dijo Nell, regresando a su cuarto. Volvió con unos pantalones de deporte y un jersey verde—. Espero que te valgan. El cuarto de baño está justo ahí, por si quieres usarlo —dijo, señalando una puerta al fondo de la habitación.
«Qué baño más pequeño», pensó María mientras se cambiaba, observando los detalles cotidianos de Nell —champú barato, toallas malas, pero, eso sí, todo muy acogedor y ordenado—. Ya lista, María se volvió a poner las zapatillas y se miró en el espejo. «Horrible».
Sintiéndose ridícula, pero animada al pensar que estaría en Barcelona al día siguiente, María hizo un esfuerzo y volvió al salón. Un agradable olor a tomates y a ajo frito ayudó a que se sintiera mejor.
—Hmm, eso huele muy bien. ¿Qué es? —preguntó, entrando en la pequeña cocina.
—Estoy preparando una de las sopas de Jamie Oliver.
—¿La sopa de quién?
—De Jamie Oliver.
—¿Quién es?
—¿Jamie Oliver? —Nell se quedó mirando a María mientras removía la sopa—. Es un cocinero de la televisión. Creía que emitían sus programas en todo el mundo.
—Pues en España no. Pero ¿cómo puedes verlos si no tienes televisor?
—Buena observación. No tengo, es cierto, pero ha escrito muchos libros y te lo encuentras en anuncios y por todas partes. —Nell miró a María, y a los pantalones, que le hacían bolsas. No dijo nada.
«Los ingleses son realmente educados, porque cualquier otra persona se hubiera echado a reír», pensó María.
Nell lavó la batidora y volvió a meterla en un armario.
—En fin, siempre hace recetas sencillas y rápidas. Mira, acabo de mezclar tomates, albahaca, ajo, unas espinacas, garbanzos y ¡voilà! Pesto. Pruébalo. —Ofreció una cucharadita a María, que no se lo pensó dos veces y probó.
—Delicioso. Quizá deberías añadirle un poco de jamón. Le daría más sabor.
—¿Jamón? Soy vegetariana.
—¿En serio? ¿No comes nada de carne? Caramba.
María, que se había criado a base de cordero, ternera y cerdo, no comprendía los beneficios del vegetarianismo. «Por eso es tan pálida. Mírala, es guapa, pero está blanquísima. Si mi madre, la abuela y Soledad la vieran, no la dejarían en paz hasta que se comiese una vaca».
—Sí, hace años que no como carne y me siento fenomenal —sonrió Nell.
—Dios bendito. Tú no podrías vivir en mi pueblo. Allí todo es carne.
—Ya sé que España es diferente; lo recuerdo de las vacaciones. Me pongo mala cuando me acuerdo de las cabezas de cerdo colgando en las carnicerías. Agh.
«Pues si fuera a la matanza, se moriría».
A María tampoco le gustaba demasiado ese día, siempre el primer sábado de diciembre, cuando la familia se reunía para matar un cerdo y hacer morcillas, chorizos y jamones para el invierno. A María, ni le gustaba degollar animales ni tampoco le apetecía pasarse horas cocinando. De hecho, nunca había estado cómoda en la cocina de su madre, siempre corriendo de un lado a otro, siempre gritando. Prefería la de su abuela, más tranquila y llena de carácter y, sobre todo, rebosando un ambiente cálido y acogedor. María adoraba y echaba de menos la intimidad doméstica de una cocina pacífica, donde la comida se prepara con cariño, como la de la abuela, o la de Nell, pensó.
«Iré a ver a la abuela en cuanto vuelva», decidió.
María y Pepa se sentaron en el sofá, mientras Nell ponía un poco de música, un chill africano.
—¿Todo bien? —preguntó Nell, sentándose y frotando brevemente la parte inferior de la espalda de María para hacerla sentirse mejor.
—Sí —dijo ésta, un poco sobresaltada, aunque agradecida por el gesto. «Su mano es cálida, delicada». María recordó a su amiga de la escuela, con la que solía compartir secretos de adolescente por las noches, a menudo acariciándose inocentemente.
Los ojos de María estaban medio cerrados mientras revivía esos momentos. Recordó que no paró de llorar durante días cuando el padre de su amiga encontró un trabajo en Madrid y la familia tuvo que mudarse. Tenían quince años y, por desgracia, no habían hablado desde entonces.
—¿Seguro que no quieres probar la sopa? —preguntó Nell.
—No, gracias. No tengo mucha hambre. Sólo estoy cansada.
—Sí, yo también. Ha sido un día muy largo.
«Mucho».
Las dos permanecieron en silencio, mientras Nell vaciaba su bol y María contemplaba el vacío, agotada.
—Finito —dijo Nell al cabo de unos minutos, soltando la cuchara y llevando el cuenco a la cocina—. Puedes dormir en mi cama, yo me quedaré en el sofá —dijo al volver.
—Ni hablar. Ésta es tu casa y dormirás en tu habitación. Estaré bien aquí —respondió María.
Nell sacó unas sábanas limpias de un armario. Movió un poco el sofá y entre las dos prepararon la cama en silencio.
—Listo, señorita. —Nell bajó la mirada y tosió ligeramente. Parecía avergonzada—. Sé que lo que pasó en la fiesta fue un poco extraño —dijo, sin mirarla.
—Tenemos que olvidarlo —respondió María apresuradamente, sin mirar tampoco a Nell.
—Vale —dijo Nell.
—Buenas noches.
Nell se metió en su habitación y cerró la puerta. María lanzó un hondo suspiro, se metió en su sofá, aferrándose a la almohada.
Unos segundos después, Nell volvió a salir.
—Si te preocupa lo del almacén y el hecho de que sea lesbiana, por favor, quédate tranquila. Además, tampoco eres mi tipo —dijo Nell seria, desde la puerta de su habitación.
María la miró, sorprendida.
—¿Por qué lo dices?
Nell encendió la luz del salón y miró a María durante unos segundos.
—Eres demasiado conservadora y un poco suspicaz —dijo Nell con una sonrisa sarcástica.
—¿Qué? —saltó María, aún poco familiarizada con el humor inglés.
—Las prefiero rubias y un poco más a la moda; desde luego, nadie en traje de negocios —sonrió—. No te ofendas, creo que eres genial. Buenas noches.
—¿Cómo que no estoy a la moda? —preguntó María rápidamente, antes de que Nell se girara para volver a su habitación.
—Ese bolso. ¿Te lo ha dejado tu abuela? —bromeó Nell, hasta que se dio cuenta de que María fruncía el ceño.
—Nunca te atrevas a reírte de mi abuela o te juro que…
Nell se acercó a María y le puso una mano sobre el hombro, suavemente.
—Es una broma —dijo con calma.
María se relajó y se arrebujó bajo la manta.
—Que descanses —se despidió Nell, regresando lentamente a su cuarto y apagando las luces del salón. Se detuvo un instante y dio media vuelta—. No suelo hacer esto, por cierto.
María se sentía menos intimidada en la oscuridad.
—¿En serio?
—Sí —dijo Nell—. Creo que simplemente me dejé llevar, quizá quería ser un poco mala. Lo siento.
—¿Por qué? —María se sentía intrigada y agradecida por la honestidad.
Nell respiró hondo.
—Hace poco rompí con mi novia.
—Lo siento —dijo María con empatía—. Lo siento de veras.
Nell dejó pasar unos segundos, miró hacia un rincón y suspiró.
—De verdad no quiero que pienses que soy así, que beso a la primera que se cruza por mi camino. Ya sé que no es ninguna excusa, pero no hace mucho mi pareja me dejó por otra, me engañó.
—Vaya, lo siento. —María no sabía qué más decir.
—Ahora estoy mejor. Y a la larga, creo que es para bien.
—¿Conoces a la otra?
—Era mi mejor amiga. Bueno, ahora sé que no era tan amiga, claro. Pero ya todo ha vuelto a la normalidad. No es una buena persona y no quiero estar cerca de ella. —Nell tenía la mirada clavada en el suelo—. Estoy cansada. Olvidémonos de todo. Mañana será otro día.
—Sí, olvidemos —dijo María.
Nell la miró durante un instante.
—Debes de echar de menos a tu novio cuando viajas; debe de ser duro estar fuera de casa a menudo.
María apreciaba la intimidad de las palabras de Nell y sintió que debía devolverle la confianza.
—Es agotador —dijo—. Pero no le echo de menos por las noches porque todavía no nos acostamos juntos.
—¿Te vas a casar dentro de seis meses y aún no te acuestas con tu novio? —exclamó Nell, desconcertada—. ¿Por qué?
—Somos católicos.
—¿En serio? Nunca había oído nada igual. Pero te habrás acostado con otros novios, claro.
—No. —María, aún metida en el sofá, bajó la mirada. Se sentía una idiota.
«Sé que soy una rara, pero no es por elección personal, créeme».
—Creo que necesito dormir de un tirón —fue todo lo que pudo añadir.
Nell se quedó sin palabras.
—Claro. Buenas noches —dijo por fin, cerrando la puerta con suavidad.
Sola y en la oscuridad del salón de Nell, María miró su móvil, que ya se había cargado. Su secretaria le había cambiado el billete de vuelta y reservado un hotel, y Jordi había dejado al menos cuatro mensajes. Parecía preocupado, pero ahora era demasiado tarde para llamar y estaba demasiado cansada para enviarle un e-mail o un SMS. Cerró los ojos. «Qué noche». Se quedó dormida casi enseguida, abrazando la almohada.
El olor a té y la sensación de tener algo muy cerca la despertó al día siguiente, sábado. Abrió los ojos y vio el sol invernal brillar a través de la ventana. La luz que inundaba la habitación le confería un aire más espacioso que la noche anterior. Nell estaba sentada en el sofá con una taza de té en la mano.
—Buenos días. ¿Te apetece un poco de té? —dijo con una sonrisa.
—¿Té? —«Oh, no. Té, agh, lo que daría por un café»—. Gracias. —Cogió la taza y dio un sorbo que le quemó los labios—. ¡Ay! ¡Está ardiendo!
Nell cogió la taza y la depositó sobre uno de los libros que había encima de la mesa, Cien años de soledad.
—Buen libro —dijo María, mirando la vieja edición de biblioteca.
—Ojalá pudiera leerlo en español. ¿Qué estás leyendo tú?
María dejó pasar unos segundos.
—Las memorias de Margaret Thatcher.
—¡¡Arg!! —gritó Nell—. ¡Ni hablar! ¡Es un monstruo!
María sonrió.
—Bueno, tiene muchas cosas que decir…
Nell la interrumpió rápidamente:
—Yo no las leería aunque me pagasen un millón de libras.
—Yo leería cualquier cosa por un millón de libras, incluido El Manifiesto Comunista —dijo María, dándole al té una segunda oportunidad.
—Ya, harías cualquier cosa por dinero, ¿verdad?
—¿Qué clase de pregunta es ésa?
—Lo siento. Es que no lo puedes entender. Thatcher hizo cosas terribles en este país, podría contarte montones de ellas.
—Me encantaría, pero tengo que coger un avión. ¿Qué hora es?
—Las ocho y media. ¿A qué hora sale tu vuelo?
—A las once. Debería ponerme en marcha.
—Vale. ¿Te gustaría darte un baño o una ducha? Te daré una toalla.
Nell sintonizó Radio Four, de la BBC. Estaban dando un programa de viajes sobre Cuba.
María intentó dar otro sorbo al té, esta vez con menos hostilidad.
—¿Has estado en Cuba? —preguntó Nell, pasándole una vieja toalla marrón.
—No, nunca, pero igual tengo un abuelo allí —dijo María.
—¿Igual?
—No sé demasiado. Es una triste historia familiar. —María se incorporó, toalla en mano.
—¿Qué pasó?
María dudó unos segundos. «Tampoco pasa nada porque se lo explique, supongo».
—Mi abuela tuvo de joven una aventura con un trabajador del pueblo, quien básicamente la dejó embarazada y la abandonó, llevándose consigo todo el dinero de la familia. Se dice que se fue a Cuba. Pero es todo lo que sé, y ella nunca habla de ello. Podría estar muerto.
—¡Qué terrible! —dijo Nell—. ¿Se volvió a casar o encontró a algún otro hombre?
—No. Se limitó a criar a mi madre, quien ahora quiere que todas nos casemos con hombres ricos.
—Qué horror. ¿Y tu abuela ahora está bien?
—Bueno, a mí me parece feliz, con su cocina y sus plantas. Tiene a Soledad, la maestra que viste en la televisión, a mi madre, a mi hermana y a mí —dijo María.
—¿Te llevas bien con ella?
María esbozó la mayor sonrisa que Nell le había visto desde que la conoció.
—Sí, muy bien —afirmó con orgullo, y luego miró por la ventana, aún sonriente—. Mi abuela es lo mejor del mundo.
—¿Y tu novio? —preguntó Nell, sorprendida—. Espero que no sigas los consejos de tu madre y que te cases porque realmente le quieres.
—Por supuesto —dijo María apresuradamente. «¿De verdad?». María no quería ni pensar ni hablar de Jordi, los recuerdos de la noche anterior todavía estaban demasiado frescos—. ¿Y qué me dices de ti? ¿Has estado alguna vez en Cuba?
—No, pero unos amigos acaban de volver de allí y les ha encantado. Dicen que La Habana tiene una vejez preciosa, genuina, elegante —respondió Nell.
—Sí, maravillosa, vista desde la comodidad de tu casa —dijo María—. Apuesto a que a tus amigos no les gustaría vivir allí; la gente tiene problemas incluso para comer.
—Al menos tienen acceso a mejores servicios educativos y sanitarios que aquí. —Nell miró a María—. En el mundo capitalista, sólo los ricos acceden a la mejor educación y a los mejores servicios.
María dejó de beber su té y levantó la mirada, sorprendida.
—¿Eres socialista?
—¡Por supuesto!
—¿Por supuesto? No todo el mundo lo es.
—Pues deberían, aún quedan muchas cosas en el mundo que cambiar y por las que luchar.
—Por supuesto, y la libertad y el alimento deberían ser lo primero —dijo María—. Es muy fácil ser socialista desde la comodidad y la seguridad de un país rico. Sentarse en una casa caliente, con electricidad y comida en la mesa. Es preferible que otros países no tengan estas comodidades para que resulte más exótico visitarlos, porque los ricos pueden viajar. Pero los cubanos son demasiado pobres para volar y, de todos modos, tampoco pueden salir de la isla. ¿Crees que eso es exótico y genuino?
Nell iba a decir algo, pero María prosiguió rápidamente:
—Tengo que irme ahora mismo. No puedo perder ese avión.
—Tenemos que debatir esto con más tranquilidad, ¡tengo muchas cosas que decir! —dijo Nell, sintiéndose derrotada—. Entiendo que tienes que irte. Te haré el desayuno. ¿Te gustan los huevos revueltos?
—Me encantan. —María sonrió, y se fue a la ducha.
Eran los mejores huevos revueltos que María había probado en su vida. Nell los sirvió sobre una tostada, sazonados con pimienta y un toque de hinojo. María dejó el plato vacío en dos minutos.
Preparó su pequeña bolsa, se calzó y dejó las zapatillas perfectamente alineadas en una esquina. «Hacía mucho que no me sentía en una casa, en una casa de verdad. Ha sido muy agradable». Cogió los rollos con los mapas y planos.
—Muchas gracias por tu ayuda y por dejar que me quedara aquí —dijo María, apartando la mirada, demasiado tímida para mirar a Nell directamente a los ojos.
—Ha sido un placer, gracias por aceptar —replicó Nell, mirando fijamente a María. Fue a la cocina y volvió rápidamente, tendiéndole un pequeño trozo de papel con su número de móvil apuntado—. Llámame para cualquier cosa —añadió.
Las dos se encaminaron hacia la puerta, donde Nell miró a María, antes de darle un fuerte abrazo y un breve aunque dulce beso en los labios.
«En los labios».
—Gracias por todo, me ha gustado conocerte en persona —dijo Nell—. Pronto hablaremos sobre el almacén.
«Dios, se me había olvidado el almacén».
—Sí, claro —repuso María, evitando su mirada.
—¡Y sobre la Guerra Civil! —añadió Nell—. ¡Quiero saber más cosas de Belchite!
María sonrió y emprendió la marcha, sintiéndose feliz. Se volvió antes de enfilar las escaleras, Nell aún la estaba mirando. Se saludaron con la mano.
María se alejó, los labios apretados, como si desease conservar en ellos el beso de Nell.