Jordi aparcó cerca de Belagua, una iglesia del Opus Dei en la esquina de Pedralbes con Diagonal, uno de los lugares más caros de Barcelona. El moderno edificio quedaba escondido detrás de unos árboles y unos setos bien cuidados, lejos de la vista y del conocimiento de muchos barceloneses.
Tras sus habituales doce horas de trabajo, Jordi respiró hondo y se apresuró a asistir a la misa que siempre abría la reunión semanal de su club. Otros diez jóvenes, todos menores de treinta años, ya estaban dentro de la iglesia, arrodillados, rezando en silencio. El padre Juan Antonio asintió al verle llegar, y Jordi, al igual que los demás, tomó asiento en uno de los bancos de madera; se arrodilló después de santiguarse. El sacerdote, un hombre de mediana edad, ataviado con una inmaculada sotana negra, prosiguió con la misa.
—Señor, gracias por concedernos a nuestro Padre, san José María, y por otorgarle incontables gracias, escogiéndolo como tu instrumento más fiel para fundar la Obra y santificar el trabajo diario de miles de cristianos. Concédenos también la gracia de convertir todas las acciones de nuestras vidas en ocasiones para amarte. Padre Nuestro, Ave María, Gloria al Padre.
—Amén —replicaron los muchachos al unísono.
Hacía frío. El Opus solía apagar la calefacción de sus iglesias para ahorrar y para mantener a sus miembros frescos y alerta; también se les recomendaba tomar duchas frías por la mañana y evitar los baños, todo para reducir las tentaciones.
Tras la misa, el club debatiría hoy la pureza, anunció el padre Juan Antonio.
«Otra vez», pensó Jordi. Rara era la reunión en la que el Opus no sacara, de forma casi obsesiva, la importancia de la castidad. «Aunque tampoco me viene mal, ahora. Estos meses previos a la boda se me están haciendo eternos. Ojalá fuese ya la semana que viene».
El padre Juan Antonio prosiguió:
—No olvidéis que la pureza refuerza y vigoriza el carácter. Jesús, aparta esa repugnante costra de corrupción sensual que cubre mi corazón para que pueda sentir y seguir tu camino. Sin la santa pureza nadie puede perseverar en el apostolado.
Jordi había escuchado lo mismo una y otra vez desde que se unió al Opus a los trece años, de la mano del padre Juan Antonio. A esa temprana edad, el club le permitió huir de los gritos domésticos y centrarse en sus estudios en un ambiente lujoso y elitista. Con pocas dudas, Jordi se comprometió con el Opus de manera definitiva a los dieciocho años, tan pronto como pudo hacerlo de manera legal.
Desde muy joven, Jordi asumió todas las responsabilidades que sus hermanos nunca quisieron, centrados como estaban en mujeres y coches deportivos. Apenas un adolescente, Jordi se quedaba al cargo de las cuentas de la empresa y de un pequeño grupo de trabajadores cuando su padre viajaba por negocios, algo muy frecuente. Asumía sus tareas con diligencia, sin una sola queja, y, desde luego, prefería dirigir el negocio antes que irse con sus hermanos a ligar. Por las noches se quedaba encerrado en su cuarto, tratando de contener la tentación con el cilicio que el padre Juan Antonio le había regalado.
Para Jordi, el cilicio era una actividad perfectamente normal, habitual entre sus compañeros de club. Aun así, el padre Juan Antonio le había hecho prometer que no compartiría esas experiencias con nadie ajeno al Opus, aduciendo que no las comprenderían. La autoflagelación era una parte más de la vida íntima del Opus Dei y así debería permanecer.
Su familia nunca supo de sus prácticas. Cuando uno de sus hermanos sugirió que quizá fuese homosexual, sus padres dijeron que sólo era diferente. Pensaban que era un buen católico que acudía a misa todos los días. Ya se despertaría.
Jordi se esforzó por mantener los ojos abiertos tras la semana que había tenido. Escuchó a su mentor:
—La procreación no es más que una necesidad de la especie, no del individuo. Una vez hallada la compañía para una satisfacción sensual pasajera, ¡qué soledad sigue! Para defender su pureza, san Francisco de Asís rodó por la nieve, san Benito se lanzó a unos arbustos espinosos, san Bernardo se tiró a un pozo helado…, y vosotros… ¿qué habéis hecho? Ningún ideal se convierte en realidad sin sacrificio. Negaos a vosotros mismos. ¡Qué bello es ser una víctima!
Jordi seguía creyendo en esas palabras, aunque también podía aspirar a la santidad casándose con María, siempre que siguiera las normas marcadas por la organización. Nunca se había arrepentido de abandonar, en Pamplona, su sueño de convertirse en un numerario célibe —su pasión por María, más fuerte cada día que pasaba, se lo impidió—. Tampoco echaba de menos reclutar nuevos miembros. En la universidad, sus directores espirituales le pedían listas de amigos «abordables» para intentar atraerlos a la Obra. La amistad basada en el aprecio honesto, sin esperar nada a cambio, se convirtió en algo del pasado. Sus viejos amigos que no eran del Opus, los que conoció de pequeño jugando al fútbol en las calles de Vilafranca, fueron quedando apartados a medida que los empezaba a ver como pecadores, alejados de los valores que regían su vida. A ellos tampoco les gustaba recibir llamadas telefónicas sólo para invitarles a reuniones de la organización. Con el tiempo, dejaron de devolverle las llamadas o tan siquiera de coger el teléfono.
Se había convertido en un «pitufo» —el nombre que los estudiantes de Pamplona no afines a la causa daban a los miembros del Opus Dei porque parecían soldados de un ejército: tenían exactamente los mismos valores e ideas, y además vestían prácticamente igual: pantalones azul marino, zapatos elegantes y la clásica camisa a rayas con un jersey de cachemir por encima de los hombros. Ellas, todas con falda, pelo recogido y pendientes de perla.
El Opus se había convertido en la familia de Jordi, donde se sentía apreciado y valorado, donde se atendían y se resolvían sus preocupaciones. En casa, todo el mundo le veía como una especie de monje adolescente al que más valía dejar solo, y eso hicieron, creando un vacío que el padre Juan Antonio se apresuró en llenar.
En el silencio sepulcral de la iglesia, Jordi rezó por sus padres, a quienes quería más por obligación cristiana que por lo que tenían en común. Con su padre sólo hablaba de fútbol y trabajo, mientras que su madre se pasaba la vida con sus amigas y apenas andaba por casa.
Nada más terminar la misa, sirvieron café y pastas en la sala contigua, donde los supernumerarios hablaban de trabajo, de fútbol y de sus novias, antes de que llegara el padre. Todos se conocían bien, ya que la mayoría habían estudiado en la misma escuela, La Farga, probablemente el único colegio de Barcelona donde los estudiantes visten traje y corbata, muy a lo niño inglés de colegio privado. Después de clase, algunos alumnos, generalmente los más brillantes, se reunían a rezar y a estudiar en un club, también llamado «círculo» por la forma de disponer las sillas. Los alumnos mediocres nunca recibían invitación.
El padre Juan Antonio entró en la sala, serio como siempre, sosteniendo una taza de café. Todavía con la sotana puesta, se sentó en su sillón mientras los demás ocupaban unas incómodas sillas de madera. Con sus grandes manos, exhibiendo su anillo de oro macizo, símbolo de su matrimonio con Dios y con el Opus Dei, el padre Juan Antonio abrió Camino, la Biblia de la organización, y empezó a leer. Hizo algunas pausas para que los demás reflexionaran en silencio. No se esperaba que nadie alzase la voz, y mucho menos que alguien cuestionara ninguna idea. Aquello era doctrina, no debate.
—«Llegada la tentación, pensad en el amor que os aguarda en el paraíso: propiciad la virtud de la esperanza; esto no es por falta de generosidad. ¡Dómine!».
(Pausa).
—«Señor, si vis, potes me mundare, si lo deseas, puedes limpiarme».
(Pausa).
—«El sufrimiento os abruma porque os lo tomáis como un cobarde. Afrontadlo con valor, con espíritu cristiano, y lo consideraréis vuestro tesoro».
Jordi cada vez tenía que esforzarse más para contener la tentación. Justo antes de que María fuera a Londres, la pareja había ido al cine, donde Jordi no pudo evitar acariciarle brevemente las piernas; la hallaba irresistible cuando se ponía medias de seda negra y falda corta. De vuelta a casa, y a pesar de tomarse una ducha fría, pecó, por lo que, lleno de culpa, acudió a confesarse a la mañana siguiente.
Jordi no podía quitarse de la cabeza la imagen de él y María juntos tras la boda, casi contaba los segundos para que llegara ese momento. De repente, alzó la cabeza y se dio cuenta de que el grupo llevaba un rato callado.
El padre Juan Antonio se levantó y preguntó si alguien tenía algún comentario o pregunta que formular; no fue el caso. Hizo un par de anuncios acerca de una salida al teatro y otras actividades inminentes y dio la sesión por concluida. Menos tensos, pero aún con aspecto serio y sombrío, los jóvenes cogieron sus chaquetas uno a uno y empezaron a marcharse.
—Jordi, ¿podemos hablar un momento? —le preguntó el padre Juan Antonio, dándole unas palmadas en el hombro justo cuando iba a salir.
—Por supuesto —dijo Jordi, despidiendo con la mano a sus compañeros de club.
—Ven, muchacho, siéntate conmigo. —El padre Juan Antonio se quitó la sotana negra, bajo la cual llevaba unos pantalones grises y un jersey azul marino. La dobló y la colocó cuidadosamente dentro de un armario de madera de roble. Cada pieza del mobiliario del Opus estaba siempre inmaculada.
Ambos tomaron asiento en dos sillones de cuero negro bajo una suave luz. El Opus tenía la costumbre de oscurecer los momentos en los que se trataban asuntos serios, apagando alguna que otra luz o bajando las persianas —reforzando su reputación de misterio y hermetismo.
—¿Cómo estás? ¿Todo bien? —sonrió el padre, mostrando una muela de oro.
—Sí, sí, padre, todo bien, gracias. Trabajando duro, como siempre —dijo Jordi bajando la mirada, un símbolo de respeto.
Al igual que todos los miembros del Opus, Jordi consideraba la carrera profesional como un modo de alcanzar la santidad. Hasta el servicio doméstico era reprendido cuando no limpiaban adecuadamente las residencias y los pisos de la organización; nunca alcanzarían el apostolado con tanto polvo en las estanterías, les decían. Los pobres trabajadores, por supuesto, se reían, lo que no hacía sino aumentar el sentido de superioridad de los miembros de la Obra.
—Bien hecho, hijo, bien hecho. Sigue trabajando duro —dijo el padre Juan Antonio. Miraba a los ojos cansados de Jordi—. Espero que sigas encontrando tiempo para María y la boda. —Sonrió.
—Por supuesto, padre. —A Jordi se le iluminó la cara nada más escuchar el nombre de su novia—. Es tan maravillosa como de costumbre, y pronto empezaremos con los pequeños detalles, las flores, el vestido, ya sabe. Me siento muy feliz y afortunado. —A pesar de estar pálido y agotado después de un largo día, Jordi no perdía la sonrisa—. Es una mujer muy inteligente, le va muy bien en el banco —añadió, orgulloso.
El padre Juan Antonio no parecía muy impresionado; de hecho, nunca había mostrado el menor interés por la carrera de María o la de cualquier otra mujer. El fundador del Opus lo había dejado muy claro en Camino: los hombres debían ascender a lo más alto de su profesión para alcanzar la santidad, las mujeres bastaba con que fueran discretas.
—Bien, bien. Espero que ambos, por supuesto, viváis cristianamente, ya sabes a lo que me refiero. —El padre Juan Antonio miraba ahora atentamente a Jordi—. Sé que a vuestra edad el ímpetu puede ser poderoso —dijo, abochornando a Jordi. A continuación, recitó dos extractos de Camino—: «¡Si tan sólo supierais lo que valéis! Es san Pablo quien os dice: “Habéis sido traídos a un altísimo precio”». Y añade: «Por eso deberíais usar vuestro cuerpo para la Gloria de Dios».
El padre Juan Antonio miró a Jordi directamente a los ojos, y le recitó otro verso:
—«¿Anheláis tener hijos? Hijos, muchos hijos, y un interminable rastro de luz hallaremos a nuestras espaldas si sacrificamos el egoísmo de la carne».
Jordi volvió a bajar la mirada y dijo:
—Sí, padre, por supuesto que vivimos según los valores y principios.
—Me alegra saberlo, muchacho —dijo el sacerdote—. Estoy seguro de que sabes qué hacer cuando llama la tentación, es humano, todos la tenemos, pero no olvides lo que te he enseñado.
Jordi comprendió. Claro que usaba el cilicio.
—Sí —afirmó Jordi, con la mirada aún clavada en el suelo.
—Me satisface oírlo. Sólo quería asegurarme, ya que, como bien sabes, María no pertenece a nuestro grupo y nunca se sabe; a medida que se acerca la boda algunas personas creen que se pueden relajar. Pero eso sería un error colosal, echarías por la borda todos estos años de santa castidad.
—No se preocupe, padre —fue todo lo que dijo Jordi. Siguió un tenso silencio.
«Bueno, padre, estoy cansado y hambriento, y es viernes. Sólo quiero irme a casa. Bastante esfuerzo me cuesta ya cumplir con todo».
—Hay una cosa más —dijo el padre Juan Antonio en voz baja.
—¿Sí, padre? —Jordi estaba sorprendido. El sacerdote solía comprobar si se masturbaba o no, pero, aparte de eso, no parecía albergar mucho interés por su vida.
—He comprobado que tu contribución voluntaria al club ha disminuido durante los dos últimos meses —dijo el sacerdote, de nuevo clavándole la mirada con sus grandes e intensos ojos verdes—. Sólo me preguntaba si todo iba bien.
Jordi respiró profundamente y se echó hacia atrás.
—Sí, no pasa nada. —Dejó pasar un par de segundos. Desde su graduación, había donado prácticamente una cuarta parte de su salario al club, como los demás miembros. El dinero permitía al Opus mantener sus lujosos edificios y su imagen elitista por todo el mundo a la vez que, les decían, ayudaba a sus miembros a vivir con más austeridad. Los fondos también financiaban programas y actividades diseñadas para captar a los jóvenes más inteligentes, como excursiones a caballo, viajes al Vaticano o fines de semana en alguna de las numerosas casas de campo que el Opus poseía por toda España. Para los miembros, donar dinero al Opus era como regalárselo a Dios, ¿y quién osaría declinar un acto tan caritativo?
—Ya sabes que puedes confiar en mí y decirme cualquier cosa que te inquiete, muchacho —dijo el padre Juan Antonio para romper el silencio.
Jordi levantó la mirada. Parecía preocupado.
—La empresa no pasa por su mejor momento, hay mucha competencia y también nos resentimos del boicot hacia los productos catalanes —comentó al fin, tratando de minimizar el problema.
—Ya me imaginaba que eso os estaría haciendo daño —dijo el padre Juan Antonio.
—Un poco, sí —reconoció Jordi, algo más relajado. Respiró profundamente y habló con honestidad—. Y ya sabe, también estoy construyendo una casa para María y para mí.
—Es verdad —asintió el padre Juan Antonio. Lo miró con una ceja arqueada—. No es que sea asunto mío, y espero que no te importe que lo mencione, ya sabes que lo que hablamos queda entre los dos, pero lo normal es que los padres ayuden a sus hijos cuando éstos se casan o se compran una casa. Lo siento, sé que no es asunto mío, pero pensé que también sería tu caso.
Jordi miró a un lado y a otro, nervioso. Sentía la presión de la gran figura de su director espiritual, que no le quitaba la mirada de encima. Por mucho que supiera que lo quería como a un hijo, también sabía que el Opus sólo quería ganadores y un recorte en sus contribuciones no era buena señal. Además, siempre había sido el protegido del padre Juan Antonio y ahora no quería decepcionar al hombre que le había guiado durante más de diez años.
Jordi podía ignorar su comentario, pero eso sería visto como algo extraño, como una falta de confianza, una virtud tan cristiana.
—Bueno, mi padre ya ha tenido que poner algo de dinero en el negocio, y puede que también necesitemos un préstamo —dijo Jordi, convencido de que hablaba confidencialmente—. Tiene setenta y cinco años y el año pasado tuvo problemas de corazón. Creo que ahora, hasta que se jubile en junio, lo mejor que puedo hacer es que tenga unos últimos meses tranquilos.
El padre Juan Antonio asintió, aunque no parecía muy convencido.
—Ya sabe que ha trabajado sin parar desde los catorce años. El cava es su vida, así que merece una buena salida, una transición sin problemas —continuó Jordi, ahora más convincente.
—Bien hecho, muchacho, bien hecho. Eres un buen hijo —dijo el sacerdote, mirándolo con escepticismo—. Debes de estar cansado. Avísame si necesitas algo, y ya sabes que puedes acudir a mí siempre que te preocupe algo. Estaré aquí para ti —añadió, esgrimiendo su falsa sonrisa.
«No pretende nada malo. Sólo hace su trabajo» pensó Jordi, respirando hondo, quitándose tensión y fatiga de encima.
—Gracias, padre. No sé qué haría sin usted. Siempre está ahí, y no sabe cuánto se lo agradezco. Gracias —dijo humildemente.
—Es Dios quien siempre está ahí para ti —replicó el sacerdote—. Yo no soy más que uno de sus siervos.
Jordi sonrió y bajó la mirada en señal de respeto.
—Y no se preocupe, seguiré mandándole el mejor cava del año, como siempre. —Jordi se levantó y se puso la chaqueta.
—¡Ajá! ¡Así se habla! —sonrió el sacerdote, ya que tanto él como su comunidad de numerarios estaban encantados con las dos cajas del mejor cava que Jordi les regalaba por Navidad todos los años—. Ve con Dios, Jordi.
«Mierda —se dijo Jordi cuando escuchó el mensaje de María, una vez dentro del coche—. Con tantas ganas que tenía de verla hoy. Maldito clima inglés». Recostó la cabeza en el asiento y suspiró profundamente. Observó las docenas de coches que recorrían la Diagonal, gente que volvía a sus casas, a sus familias.
«Qué ganas de tener mi propio hogar con María». Jordi pensó en el piso que estaba construyendo para los dos, un ático en lo alto de un viejo edificio en Sarrià. Tenía tres habitaciones y sus ventanas, del techo hasta el suelo, ofrecían vistas a toda la ciudad. Todavía no le había dado ningún detalle a María, era una sorpresa, un regalo de bodas. Aunque ella siempre se había opuesto a la idea con vehemencia, argumentando que ganaba suficiente para compartir gastos y que él no tenía por qué cargar con toda la responsabilidad. Le acusaba de anticuado y machista, pero Jordi se sentía responsable de mantener a su futura familia. También estaba seguro de que a María le encantaría el piso, ya que la había visto mirando anuncios de áticos similares con envidia, como un sueño inalcanzable.
Jordi trató de relajarse, quería ver a María, sentir su proximidad. Las últimas cifras de ventas y el boicot contra los productos catalanes le habían dado una semana horrible. Sólo quería olvidarse de todo.
«Bueno, la veré mañana», pensó, resignado.
Escuchó otro mensaje, de su hermano Bernat, avisándole de que no podía recoger a su padre en el aeropuerto y preguntando si podía encargarse él.
«Siempre tengo que salvarle el cuello».
Bernat, su hermano mayor, también trabajaba en las Cavas desde que dejó la universidad, tras el primer año. En principio se encargaba del marketing, pero en la práctica nadie sabía muy bien a qué dedicaba las pocas horas que pasaba en la oficina. Vivía en el centro de Barcelona con su mujer, y siempre aparecía en las Cavas a media mañana con alguno de sus coches, a cual más llamativo.
Jordi pensó que no sería muy cristiano decirle a su padre que estaba demasiado cansado como para ir a buscarle. Aún sentado dentro de Óscar, aparcado frente a Belagua, mandó un SMS a Bernat diciéndole que iría. Condujo en silencio hasta el aeropuerto.