Capítulo 3

María aterrizó en el aeropuerto de Stansted antes de las dos de la tarde de un frío viernes de noviembre. Había escogido un aeropuerto al norte de Londres para estar más cerca de King’s Cross —según el ayuntamiento de Islington, la zona albergaba un área industrial, idónea para almacenar cava.

Tenía previsto entrevistarse con Nell Easton, la nueva funcionaria asignada al proyecto después de que el ayuntamiento rechazara la primera propuesta de los Gratallops. Las dos mujeres habían hablado varias veces por teléfono a lo largo de las dos últimas semanas. Habían acordado que el ayuntamiento y Patrick, el agente de María en Londres, buscarían un inmueble de dos plantas que se ciñera a las restricciones municipales. Patrick había seleccionado uno y le había mandado algunas fotos y mapas a María, quien venía ahora a revisarlo.

Impecablemente vestida con su traje Armani, y con los planos y documentos que Patrick le había enviado bajo el brazo, María se apeó de un taxi en Brewery Road a las tres y media en punto. No había traído equipaje alguno, ya que el plan era estudiar el edificio durante unas horas y regresar a Barcelona en el último vuelo.

María escrutó la zona, envuelta en el aire frío y lloviznoso de la tarde. Había muchos solares y edificios en estado ruinoso, observó, al tiempo que veía una delgada y oscura figura que caminaba hacia ella. Seguro que era la funcionaria municipal; no había nadie más por allí.

«Vaya sitio más extraño para reunirse». María miró calle abajo y sólo pudo ver un cartel comercial: «Tuberías Dalston».

—Hola, soy María de la Vega. ¿Es usted la señorita Easton? —preguntó María con una sonrisa, la mano tendida.

La mujer, vestida con pantalones negros, un grueso anorak del mismo color, botas de invierno y un gorro de lana, pareció sorprenderse de que le ofrecieran la mano, pero reaccionó rápidamente y la estrechó.

«Dios, está helada», pensó María.

—Hola, Nell Easton, encantada de conocerla en persona —dijo Nell con una leve sonrisa—. Le agradezco su interés en Islington. A Patrick, su agente, le encanta este lugar y, por supuesto, nosotros también estamos encantados.

«Ya, espero que esta vez nos pongáis las cosas un poco más fáciles», se dijo María, recordando la semana que pasó el mes anterior, peleando con el ayuntamiento por un proyecto que al final fue rechazado por ser demasiado simple y alto.

«Esta funcionaria parece un poco más avispada que el anterior, menos mal». María miró los grandes ojos de su interlocutora, tenían el color del Mediterráneo, el mismo azul claro brillante, lleno de vida. Los observó durante unos segundos.

—¿Vamos a ver el edificio? —Nell emprendió la marcha sobre la calle sucia, repleta de charcos—. Espero que haya encontrado los mapas y las fotos de utilidad.

—Sí, gracias —respondió María—. Me han dado mucha información útil.

Estaba oscureciendo. Dos enormes nubarrones negros se unieron en el horizonte, reduciendo la luz al mínimo.

—¿Cuánto tiempo cree que les llevará construir el almacén? —preguntó la funcionaria sin mirar a María. Caminaba lentamente, con las manos en los bolsillos, deteniéndose de vez en cuando.

—Depende del estado del edificio, pero por lo que Patrick me dijo por teléfono, puede que unos seis o siete meses —dijo María—. Pero empezaríamos a buscar la mano de obra bastante pronto. Como le dije por e-mail, buscamos el mejor trato para nuestras botellas; queremos gente que aprenda el oficio y trate el producto con cuidado. Según nuestro plan, crearemos cincuenta puestos de trabajo, puede que más si la expansión funciona.

Empezó a llover.

—Bien —dijo María, sacando un pequeño paraguas del bolso. Lo abrió y cogió del brazo a Nell. Siguió andando, arrimándose a Nell para que ésta no se mojase.

La funcionaria apartó el brazo inmediatamente.

—Estoy bien, gracias —dijo, y se puso la capucha del anorak.

«Los ingleses son tan fríos…», pensó María.

Las dos siguieron caminando bajo una lluvia que se intensificaba por momentos. Finalmente se detuvieron frente a una fachada de unos cien metros de longitud, con una rampa que llevaba a una puerta para personas y a dos portones industriales para la carga y descarga de camiones.

—Ya veo. —María reconoció el edificio por las fotos, pero quedó desilusionada por su estado de abandono. El lugar estaba cerrado a cal y canto, y parecía que nadie lo hubiese ocupado en más de un siglo.

—Amplio y vacío, listo para utilizar —dijo Nell, orgullosa—. Apenas estamos a un kilómetro de la terminal de transporte internacional de King’s Cross; eso es una ventaja para ustedes, ¿no?

—Sí, por eso nos interesa esta ubicación —dijo María, sin despegar la mirada del inmueble, que presentaba algunas ventanas rotas en la primera planta—. ¿Son éstos los únicos muelles de carga? ¿Qué hay a los lados y detrás del edificio?

—En la parte trasera sólo hay una salida de emergencia, y ya ha visto que a un lado hay una calle y al otro el patio de una escuela.

—Sin duda necesitaremos más salidas de carga, aparte de estas dos —dijo María con tono firme—. ¿Se podrían abrir más entradas por el lado de la escuela? ¿Puedo verlo?

—Podemos echar una mirada, pero allí no se puede construir nada ya; el edificio limita con el campo de fútbol del colegio —dijo Nell, caminando hacia el lugar.

Desde las puertas de la escuela, María pudo ver el campo, inmediatamente adyacente al edificio.

—Necesitamos más accesos, más espacio para cargar y descargar. —María desvió la mirada durante unos segundos—. Me pregunto por qué Patrick no especificó esto en su informe.

—No lo sé —dijo Nell—, pero me temo que el campo es inamovible.

—No podemos construir un establecimiento del siglo XXI en un edificio del siglo XIX. Necesitamos más accesos —repuso María, empleando su mejor tono de ejecutiva.

Nell se quedó mirando a María y arqueó una ceja.

—No podemos privar a la escuela de su campo, es el único espacio verde con que cuentan cientos de vecinos de los alrededores. Estoy segura de que lo comprende.

María miró a su alrededor en busca de un barrio que todavía no había visto, pero no divisó gran cosa, ya que la lluvia formaba una espesa cortina y el viento empezaba a soplar con fuerza. Estalló un relámpago, pero Nell ni se inmutó.

—Podríamos hacer una oferta por ese terreno escolar —casi gritó María, mientras el viento amenazaba con arrancarle el paraguas de las manos.

Nell dio un paso al frente y se puso muy cerca de María.

—Me temo que el campo no se puede tocar —dijo con un tono distante—. Los vecinos de este lugar apenas pueden pagar sus facturas, la mayoría están en el paro, y los que tienen trabajo, por lo general, lo odian. Para muchos de ellos, lo mejor de la semana es el partido del domingo, y aquí es donde juegan. Mi trabajo es ayudarles, pero no a cualquier precio.

«Eso ya lo veremos; espera a ver la oferta sobre la mesa. Todo el mundo tiene un precio».

Un trueno estalló en el cielo, ya casi totalmente oscuro, y la lluvia arreció. Las dos mujeres permanecían inmóviles, completamente empapadas.

Nell empezó a andar, María la siguió.

—Podríamos hablar más tomando una taza de té. El tiempo se está poniendo feo.

—No, si ya veo —dijo María, sarcástica, y desesperada por encontrar cobijo.

Anduvieron en silencio cerca de un minuto, encorvadas frente al viento que les arrojaba la lluvia con toda su vehemencia. María tuvo que acelerar el paso para mantenerse a la altura de Nell, quien daba grandes zancadas gracias a unas viejas Martins. La funcionaria miró hacia atrás y vio el esfuerzo de María por seguir su ritmo —literalmente corriendo con los documentos y los planos enrollados en un tubo, luchando con el paraguas contra el viento—. Por fin encontraron una cafetería en York Way.

—Qué barbaridad, qué espanto de tiempo. ¿Es normal? —preguntó María mientras se quitaba el abrigo y dejaba el paraguas empapado en un rincón.

Nell estaba en la barra, sacudiendo su anorak.

—Esto es horrible, incluso para los británicos —dijo—. ¿Le apetece una taza de té? —Sonrió.

—Preferiría un café, si es posible —dijo María, tomando asiento en una mesa del rincón. Sólo había otro cliente, un trabajador de mediana edad leyendo The Sun.

Nell regresó con un té y un café, y miró a través de la ventana.

—Terrible. —Dirigió una mirada a María y se sentó—. Me sorprende que Patrick no mencionara el estado de los accesos, pensé que se daría cuenta.

María se sintió mejor tras el primer sorbo de café. Relajó los hombros, aunque toda su ropa seguía mojada.

—Bueno, estos agentes no son ni banqueros ni especialistas en vinos y cavas —dijo María con cierta superioridad—. Supongo que tienen encargos de muchos clientes y no conocen los sectores tan a fondo como para estar pendientes de sus necesidades específicas.

—¿Por qué son tan importantes esas puertas? —preguntó Nell—. ¿Por qué no basta con dos?

María dejó el café sobre la mesa y se recostó en la silla.

—El orden lo es todo en la carga y descarga —dijo—. He visto mucho caos en almacenes más pequeños que éste porque los conductores tenían que esperar haciendo cola; eso produce retrasos, y ya sabe lo que conlleva, especialmente en Londres: si llegas al West End después de las once de la mañana, ningún restaurante va a aceptar tu vino porque ya están preparando el almuerzo y no pueden empezar a entrar y sacar cajas por en medio del restaurante. Además, tampoco les da tiempo a enfriar las botellas de vino blanco o de cava. La nuestra no es una distribución masiva, sino más bien a la carta.

Nell miró a María con atención.

—Si aparcan las furgonetas en la calle, éstas no tendrían por qué estorbar el proceso. En Brewery Road hay poco tráfico.

—Mmm —pensó María—. No quiero aparcar diez furgonetas en esta calle. No parece que haya mucha gente por las noches, y Londres es una ciudad poco segura.

—Lamentablemente, es cierto —admitió Nell—. Pero ¿no se puede organizar de modo que cada conductor sepa exactamente en qué momento tiene que llegar y marcharse?

—Sueño con eso todos los días. —María sonrió—. Por desgracia, en la distribución las cosas no obedecen casi nunca a la agenda, ya que los atascos y el tráfico dictan el ritmo, por más planes que hagamos. Necesitamos flexibilidad y agilidad, varios puntos de entrada y salida, y no sólo dos.

—Jamás lo hubiese imaginado —dijo Nell, resignada—. Me pregunto por qué nunca construyeron más puertas, si son tan importantes.

—Es un viejo edificio —dijo María—. Hoy en día hay que servir a los clientes con perfección meridiana, y si no, se van a la competencia. Igual antes el cliente tenía más paciencia, o había más lealtad al proveedor.

Nell la miró con interés.

—¿Cuánto tiempo lleva en el negocio de la distribución o del vino?

—Yo soy banquera, no una especialista en vinos o logística, pero ya he trabajado en varios casos similares —repuso.

—¿Cuánto tiempo lleva en la banca? —preguntó Nell con curiosidad.

—Unos tres años, desde que acabé la universidad —dijo María, con el orgullo de quien empieza una carrera profesional.

—¿Fue a la universidad en Barcelona? Cuánto me gusta esa ciudad.

María sonrió; ya se sentía más relajada.

«Al menos esta funcionaria es amable y simpática. Eso facilitará las cosas».

—No, estudié en otro sitio —contestó María, sin ganas de hablar de Pamplona. Barcelona le traía mejores recuerdos—. No soy barcelonesa, pero me encanta vivir allí, cerca del mar.

Nell abrió mucho los ojos.

—La envidio —dijo—. ¿De dónde es entonces?

—Soy de Belchite, un pequeño pueblo cerca de Zaragoza, entre Barcelona y Madrid.

Nell dejó de repente su taza en la mesa.

—¡Belchite! El pueblo que fue destruido durante la Guerra Civil, ¿no?

—¿Cómo lo sabes? —preguntó María sorprendida, tuteándola sin darse cuenta.

—Salió en la BBC la otra noche, era un programa especial sobre el setenta aniversario de la guerra en España. Me gustó mucho. Además, lo vi con una amiga cuyo abuelo murió allí. Era un brigadista que fue a luchar contra Franco, pero desgraciadamente cayó. Mi amiga siempre habla de él con mucho orgullo.

María permaneció en silencio.

«Ay, la guerra, no puedo escapar de ella. Hasta en Inglaterra me la encuentro».

—He visto fotos. Es muy lúgubre, todo en ruinas. —Nell parecía tener ganas de seguir con el tema.

—Sí, al acabar la guerra, Franco construyó un pueblo nuevo junto al viejo y todo el mundo se mudó. Afortunadamente, mi familia no tuvo que cambiarse ya que la casa está a las afueras; fue un milagro que no le cayera una bomba encima.

—Qué interesante. ¿Entonces tu familia pudo escapar de las bombas? —preguntó Nell.

—No. Me temo que mis abuelos murieron —dijo María—. Aunque no sé demasiado al respecto; no sé si lo sabes, pero las familias españolas no suelen hablar mucho del tema. Es tabú.

—¿Todavía? —preguntó Nell sorprendida.

—Todavía —repuso María, dejando pasar unos segundos—. Quizá viste a Soledad en el programa de la BBC. Mi madre me dijo hace poco que estuvieron filmando por allí hace unas semanas y Soledad, la amiga de mi abuela que siempre ha vivido con nosotros, habló con ellos.

—¿En serio? ¿Qué aspecto tiene?

—No estaba allí cuando la entrevistaron, pero mi madre me dijo que les enseñó la vieja escuela…

—¡La maestra! —interrumpió Nell—. ¡Me acuerdo de ella perfectamente! ¡Qué mujer más maravillosa! —exclamó.

María estaba tan contenta como sorprendida por la coincidencia. «¿Quién se habría imaginado que la buena de Soledad sería reconocida en un rincón olvidado de Londres?». Nell parecía encantada con la conversación, pero a María no le gustaba demasiado hablar de la guerra. Sólo sabía que nadie había respondido a sus preguntas y que cualquier conversación al respecto siempre acababa en discusión. Posó la taza en la mesa y perdió la mirada en el café.

Nell reparó en la incomodidad de María.

—¿Y qué te llevó de Belchite al mundo de la banca barcelonesa? —preguntó amablemente.

—Bueno, Belchite no es precisamente la tierra de las oportunidades —sonrió María sin añadir más.

En el exterior resonó un fuerte y prolongado trueno. Las ramas de los árboles se agitaban al viento, que arrastraba bolsas de plástico por toda la calle.

—¿Regresas esta misma noche? —preguntó Nell.

—Eso espero; aunque con este tiempo… —dijo María, mirando por la ventana.

—Yo llamaría para confirmar el vuelo —recomendó Nell—. Con las huelgas de British Airways, de los controladores aéreos, la nube volcánica y este tiempo, uno no puede dar nada por garantizado.

—Pues sí —dijo María. Cogió su BlackBerry del bolso, pulsó un botón y habló brevemente en castellano. Al finalizar, dejó el teléfono sobre la mesa.

—Mierda, efectivamente han cancelado mi vuelo. Era el último, y los demás están completos, ¡maldita sea! —dijo María—. Siempre pasa en viernes. Es imposible volar de Londres a Barcelona, todos los vuelos están llenos. Mierda. Mi novio iba a recogerme.

María entrelazó los dedos y meditó durante un instante.

—Llamaré a mi novio y pediré a mi asistente que me reserve una habitación aquí. Vaya lata, con lo cansada que estoy —remugó.

Quince minutos después, María no tenía noticias de su secretaria y Nell no dejaba de mirar su reloj.

—Lo siento, pero me temo que tengo que ir a una fiesta —dijo—. Ojalá pudiera quedarme y ayudarte.

María miró a Nell.

—Tranquila, estoy segura de que me encontrarán un hotel enseguida. Yo esperaré aquí —dijo María con una sonrisa forzada, paseando la mirada por la cafetería, ahora desierta.

En ese momento, la mujer de la barra las miró y aprovechó para decir:

—Estamos a punto de cerrar, señoritas.

—Vaya, es uno de esos establecimientos que sólo abren de nueve a cinco —explicó Nell—. Si te apetece, puedes acompañarme a la fiesta —dijo—. Te puedes quedar todo el tiempo que quieras. Al menos no pasarás frío.

María se lo pensó durante un par de segundos, mirando por la ventana.

«Con este tiempo, necesito una copa, y hasta puede ayudarme en el negocio».

—¿Por qué no? —María sonrió.

—Es el cumpleaños de una amiga. Tengo que estar allí para cuando llegue la tarta —explicó Nell—. No está muy lejos, en Chancery Lane. No se tarda demasiado en autobús.

—Me parece bien, vámonos pues. —María se dispuso a levantarse, pero volvió a sentarse cuando se dio cuenta de que Nell quería añadir algo.

—Por cierto, es un pub gay, para que lo sepas —le dijo.

—¿Perdón? —María no se lo esperaba.

—Es un bar gay —repitió Nell en voz más alta—. Te lo digo por si tienes algún problema con eso.

—No, en absoluto, me parece muy bien —dijo María, algo sorprendida—. Bueno, no creo haber estado nunca en ninguno, pero no pasa nada. —Rió nerviosa, al tiempo que sentía curiosidad. «Qué interesante. ¿Será lesbiana? O puede que su amiga sea gay. Esto es Londres, al fin y al cabo, aquí habrá de todo».

María observó el pelo corto de Nell y sus uñas sin arreglar.

«Lesbiana».

A pesar de la lluvia, María disfrutó del paseo en autobús por Londres. Desde la planta superior, no paró de preguntar por todo lo que veía, señalando algunos edificios, como el de Saint Pancras o la torre BT, mientras se aproximaban a Chancery Lane.

Unos veinte minutos más tarde, llegaron a un pub sombrío en una de las callejuelas que se abrían al sur de Holborn; una bandera con los colores del arco iris pendía de una de las ventanas. Dentro, de pie y apoyados en la barra, varios hombres tatuados y con la cabeza afeitada bebían sin hablar —todos se volvieron hacia María y Nell cuando entraron—. Lo que María pensó que era un travesti estaba echando monedas a una ruidosa máquina tragaperras, para sentarse luego en uno los raídos sofás. Detrás de la barra, una rubia de bote, de pelo corto y labios muy rojos, les dio la bienvenida.

—Hola, Nelly —dijo, mirando a María de pies a cabeza.

Nell le guiñó un ojo, y avanzó hacia unas escaleras que había al fondo. María la siguió, lanzando miradas a diestro y siniestro mientras avanzaba.

La sala del piso de arriba, de un naranja chillón, estaba bien iluminada y ya contaba con dos mesas bien preparadas para la fiesta, con manteles de papel blanco, canapés y velas por estrenar en todos los rincones y repisas. Fotos, globos y banderolas de vivos colores decoraban las paredes.

—Hoy es el cumpleaños de una compañera del equipo de fútbol, no tardarán en llegar —dijo Nell, avanzando hacia una pequeña barra en la esquina—. ¿Café o té? —dijo, encendiendo la tetera.

—Café, por favor —sonrió María, aliviada por evitar el té.

Recorrió la habitación, observando las fotografías de la pared. Eran todas de mujeres, la mayoría de ellas jugando al fútbol o abrazándose unas a otras en celebración de algún gol. En otras fotos, las mismas mujeres, de unos treinta años, estaban acampando o navegando, en todas rebosando vida.

María se detuvo y contempló una imagen de dos mujeres besándose en la boca. Nunca había visto nada parecido, ni siquiera en una fotografía. No podía apartar la mirada. Unos instantes después, se dirigió hacia la ventana en silencio y se encendió un cigarrillo.

Nell se acercó con el café.

—Ya no se permite fumar en los bares —dijo inmediatamente.

—Oh, lo siento —se disculpó María, buscando con la mirada un cenicero donde apagar el Marlboro light—. Bueno, aquí a veces hacen la vista gorda, sobre todo en las fiestas, por eso venimos —dijo Nell—. De hecho, muchas de mis amigas fuman y estoy segura de que esta noche no será una excepción, así que no te preocupes.

—¿Estás segura? —consultó María, preguntándose si lo decía sólo por amabilidad.

—Sí, adelante —insistió Nell—. Aunque fumar no te hará ningún bien.

«Oh, no. Espero que no sea una de esas activistas ecologistas, vegetarianas y antitabaco», pensó.

—No fumo demasiado —afirmó, aunque a María le gustaba encenderse un cigarrillo de vez en cuando y por lo general siempre llevaba un paquete en el bolso—. Parece que alguien se va a llevar una agradable sorpresa —dijo cambiando de tema para no iniciar una de esas interminables polémicas sobre el tabaco—. Estoy segura de que lo pasaréis en grande.

—Gracias, no me llevó mucho tiempo organizarlo —dijo Nell.

—¿Lo has preparado tú? —María parecía sorprendida.

—Sí, pero no fue nada, créeme. King’s Cross no está muy lejos de aquí, así que me pude acercar a la hora de comer. —Nell bajó la mirada, modestamente—. Además, los demás viven demasiado lejos o, sencillamente, no tienen tiempo a mediodía.

«Estos ingleses, que a veces parecen tan brutos, como los de abajo, en realidad son muy considerados». María recordó los comentarios de Soledad acerca de los ingleses, siempre decía que eran las personas más educadas del mundo. Le tenía que enviar otra postal desde el aeropuerto; sabía que a ella y a su abuela les encantaba recibirlas.

María y Nell oyeron más truenos en el exterior. Se miraron con complicidad.

Nell se quitó su jersey negro, todavía algo mojado, bajo el cual llevaba una camiseta del Manchester United.

«Noooo. No puedo creer que lleve eso puesto. Qué mal gusto».

Los truenos arreciaban al otro lado de la ventana.

—¿Cómo podéis sobrevivir a este tiempo? ¿No os deprimís? —preguntó María, mirando al exterior con desconcierto.

—Te acostumbras —dijo Nell, un poco a la defensiva—. En verano es todo lo contrario, y en invierno, ya verás, hacemos unas fiestas estupendas.

—Ya lo veo. —María miró la sala—. Entonces, si os pasáis el invierno bebiendo, un almacén de cava podría ser interesante.

—Por aquí no bebemos champán, nos gusta más la cerveza y el vino —replicó Nell rápidamente.

—Es cava y no champán lo que vendo yo —corrigió María—. El champán es de Francia solamente, pero nuestro producto es igual de bueno y, sobre todo, más barato.

—Sí, lo sé. Creo que tengo un par de botellas en la nevera para más tarde —dijo Nell, mientras miraba cómo María se quitaba el abrigo y la chaqueta—. Puedes quedarte hasta que lo abramos, si quieres. Además, me encantaría saber más cosas de Belchite; igual algún día lo podría visitar, la guerra civil española me parece fascinante.

María miró a Nell, intrigada. «Ésta podría ser una buena oportunidad para mejorar las relaciones con el ayuntamiento. El almacén llevará tiempo, así que mejor empezar con buen pie».

—La Guerra Civil es una larga historia —dijo María finalmente, levantando una ceja y lanzando un suspiro.

—No tengo ninguna prisa —sonrió Nell—. Deberíamos esperar a que la que cumple los años abra el cava, pero creo que también tenemos vino. ¿Te apetece un poco?

—Siempre. —María encendió otro cigarrillo y miró a su alrededor.

Media botella de vino después, ya habían llegado unas diez personas, además del pastel, y era María quien llevaba la camiseta del Manchester United —tuvo que meter su ropa en una bolsa para no coger un resfriado—. Se sentía masculina, pero al menos no pasaba frío. Nell lucía su atlético torso, resaltado por una camiseta negra ajustada sin mangas, que también revelaba el tatuaje de una serpiente en un hombro. María observó el grabado con nerviosismo; en su mundo, sólo camioneros y criminales se tatuaban.

Nell también llevaba un precioso collar con una esmeralda a juego con el color de sus ojos; le daba un aire de feminidad que no pasó desapercibido a María.

Nell le presentó a las invitadas, todas mujeres. A pesar de su timidez, María se las arregló para charlar animadamente, ayudada por las copas de vino tinto que bebió. Además, las amigas de Nell eran abiertas y buenas conversadoras y el hecho de que algunas fumaran la ayudó a integrarse, dándose fuego, hablando de la prohibición del tabaco o de los pesados antifumadores. Las que no fumaban hablaban sobre todo de deporte y no dejaron de preguntarle por el Barça —para su decepción, pues María no pudo responder a nada—; todas jugaban en el mismo equipo de fútbol los fines de semana, según averiguó María.

«Está bien, me quedaré un poco más ya que la funcionaria parece decente y tengo que resolver el asunto del campo de fútbol esta misma noche. Tengo que desinhibirme, beberé más vino».

Dos horas y dos botellas de tinto más tarde, la BlackBerry de María seguía en su bolso, en el guardarropa, repleta de mensajes y llamadas perdidas, incluida una de su secretaria diciéndole en qué hotel le había reservado habitación. Pero María, en plena fiesta, ni se acordaba de su teléfono. De hecho, sólo tenía ojos para las dos mujeres que se estaban besando en el sofá.

La imagen, esta vez real, la impactaba tanto como la fotografía que había visto antes. Ensimismada, su corazón dio un brinco cuando, de repente, recordó el delicado rostro de una antigua amiga de la escuela. No había pensado en ella en años, a pesar de haber sido íntimas durante su infancia y adolescencia. Se pasaban el día juntas, en la escuela, jugando, y a menudo se quedaban a dormir en casa de una u otra. Con total naturalidad e inocencia, muchas veces compartían cama para leerse cuentos la una a la otra, o susurrarse secretos de niño cogiéndose de las manos bajo la manta. María sintió la ternura de esos recuerdos; era una pena que hubiesen perdido el contacto cuando su amiga se mudó a la ciudad.

María no podía dejar de mirar a las dos mujeres, todavía besándose.

«Esto no tiene nada que ver con lo que yo hacía con mi amiga. Esto es otra dimensión. Nosotras éramos adolescentes y a esa edad sólo descubríamos la intimidad y el afecto. Éstas son lesbianas de verdad».

—¿Te lo estás pasando bien? —dijo Nell de repente, sacando a María de sus pensamientos. Tenía una botella de vino en la mano—. La camiseta del United no te sienta mal.

—Calla, calla —farfulló María, poco convencida de su indumentaria—. Tus amigas son geniales —añadió, pensando en su viejo grupo de amigos, más bien los de Jordi, en Pamplona. María echaba de menos pertenecer a un grupo, como los de Jordi y Nell.

Nell levantó la botella.

—No sé si debería beber más vino. Creo que ya he tomado suficiente, gracias —dijo María, consciente de su incipiente dolor de cabeza—. Quizá debería irme al hotel.

—No te hará ningún daño, es un buen Rioja —replicó Nell, que también parecía más contenta de lo normal.

—Rrio-ja —la corrigió María, que ya se había olvidado del hotel.

—¡Rioja! —gritó Nell, como si aumentando el tono fuese a mejorar la pronunciación. Pero, a esas alturas, ni el castellano de María sonaba con claridad.

Las dos mujeres rieron y bebieron más.

—Ahora en serio, señorita Easton.

—Llámame Nelly o Nell, como prefieras.

—Vale, Nell, hablemos en serio, ¿por qué tu campo de fútbol es más importante que mis puertas?

—Bueno, señorita De la Vega…

—María —dijo, tímidamente, por la repentina familiaridad.

—Vale, María —sonrió Nell—. ¿Por qué estás tan empecinada con ese edificio?

María intentó explicárselo, aunque su estado de ebriedad no la ayudó:

—Queremos que las furgonetas lleguen a los restaurantes; el cava no se vende bien en Inglaterra porque tiene un estigma de producto barato que siempre está de oferta en cualquier Tesco o Sainsbury’s. No es elegante, y hay que cambiar esa mentalidad.

María se tomó su tiempo, como si le costase dar con las ideas, pero prosiguió, a pesar de mantenerse en pie de milagro:

—Además, como dices, mucha gente no puede permitirse comprar champán. —María sonrió y levantó su copa, dispuesta a brindar—. El cava es la respuesta a todos los males de la sociedad —añadió triunfante.

Nell, muy british, levantó las dos cejas, sonriendo.

—A ti no te importa nada que la gente pueda comprar champán o no —dijo, tratando de provocar a María, que se puso seria al cabo de un instante.

—No sabes nada sobre mí —respondió ésta a la defensiva. Su madre le había repetido hasta la saciedad lo pobres que habían sido y lo duro que había trabajado hasta que el negocio se hizo rentable. Conchita inculcó a María y a Pilar una vida austera, a pesar de la riqueza familiar. A diferencia de sus compañeros de universidad, los padres de María nunca le compraron un coche y apenas tenía ropa suficiente y, desde luego, nunca de marca. Solía trabajar durante los veranos, en vez de viajar al extranjero o simplemente disfrutar de las vacaciones, como hacía la mayoría de estudiantes de Pamplona.

Una mujer negra y muy alta, con un top extremadamente ceñido, se puso entre las dos, empujando a María con la pantorrilla y besando a Nell en la boca durante varios segundos.

«Vaya beso —observó María—. ¿Será su novia? Pues no es muy guapa que digamos».

Nell finalmente se apartó y miró a María.

—Pareces sorprendida. ¿Nunca habías visto a dos mujeres besarse? —preguntó.

—Nunca. —No se le ocurría qué más decir, ya que la otra mujer aún estaba en medio. Sin saber qué hacer, encendió un cigarrillo y, tras la primera calada, dijo—: Me caso dentro de seis meses. —Y luego soltó el humo.

La mujer negra por fin las dejó, no sin antes darle una palmada a Nell en el trasero.

—¡No te metas en problemas! —le dijo con sarcasmo.

Nell y María sonrieron. María se sentía más relajada, o puede que sólo bebida.

—Es la chica del cumpleaños —dijo Nell mirando cómo su amiga saludaba a otra persona—. ¡Y enhorabuena por tu boda! Eso hay que celebrarlo con un buen vino.

—¿Es tu novia? —preguntó María a bocajarro, con los ojos ya rojos de tanto vino, y apartando la vista hacia el vacío.

—No, sólo es una amiga —repuso Nell.

«Ah».

—Pero eres lesbiana, ¿verdad? —insistió María, llena de curiosidad, pero con la mirada todavía apartada, como si no tuviese tanto interés.

—Sí —respondió Nell, divertida.

María se sintió orgullosa de sus indagaciones. «Si Jordi o mi madre me vieran, les daría un infarto. Je, je…».

¿Más vino?[1] —Sin duda, María estaba disfrutando de su pequeña e imprevista aventura.

Nell alzó su copa sin pensarlo.

María reparó en la intensidad de la mirada de Nell, directamente a sus ojos, y hacia su cuerpo, de arriba abajo. De repente, Nell apartó la mirada.

«Esta amistad facilitará las negociaciones». ¡Hip!

—¿Te gusta ser gay? —preguntó María, ya sin ninguna vergüenza.

—Claro, ¿te refieres al sexo? —repuso Nell, igualmente sin reparos.

—Bueno… —dijo María, ahora abochornada. Apartó la mirada.

—Está muy bien. ¿Nunca te has acostado con una mujer?

—Dios, no.

—Es mejor; para mí, claro. Es más delicado y un poco más intenso —dijo Nell, posando la mano suavemente sobre el brazo de María. Ésta sintió una ligera corriente con el tacto y, asustada, retrocedió un poco—. Una vez tuve una novia que era fantástica, perfecta —afirmó Nell.

Nerviosa, María siguió bebiendo, aunque tenía que esforzarse mucho para mantener el equilibrio.

—¿Qué la hacía perfecta? —María estaba intrigada. «Estoy desperdiciando mi vida por ser novia de un miembro del Opus. Todo el mundo se divierte mientras yo vivo como una monja. Hasta las lesbianas se lo pasan mejor. Brrr».

Nell se le acercó, tanto que sus cabezas se rozaron levemente.

—Solía besarme en la base de la columna, y seguía, muy suave y delicadamente, hasta el cuello. A veces tardaba una eternidad en llegar hasta arriba, no me explico cómo se las arreglaba para hacerlo tan despacio. Se me ponía la piel de gallina, la tensión era insoportable; a veces tenía que pedirle que parara porque era demasiado. Jamás he experimentado nada parecido; lo echo de menos.

María cerró los ojos. Las palabras de Nell hicieron que le resultase muy fácil imaginarse a una mujer besándole la espalda. Centrada en sus pensamientos, se humedeció los labios y tragó saliva. Suspiró y por fin miró a Nell con mucha atención, con tanta intensidad que, por un momento, sintió un impulso hacia ella. Con muy poca distancia entre las dos, María cerró los ojos al tiempo que sentía los labios de Nell en su boca durante unos segundos, que le parecieron una eternidad. A pesar de todo el alcohol en su cuerpo, supo que el beso era muy distinto a los de Jordi, no sabía igual, era más suave, más dulce, como si procediera directamente del corazón.

«¿Qué estoy haciendo?». María se paralizó y dio un paso atrás. «Estoy borracha, tengo que volver al hotel. No sé ni lo que estoy haciendo».

—Nell, lo siento, pero estoy muy cansada y creo que debería irme al hotel. Seguro que ya me habrán encontrado alguno a estas alturas. —Apenas era capaz de caminar. Tenía la cara pálida, los ojos agotados y la mirada perdida.

Nell parecía desconcertada.

—Iré contigo. Yo te he traído a esta fiesta y no puedo dejar que te vayas sola en este estado —dijo Nell con calma.

—No, no. Estoy bien —insistió María, a punto de caerse.

Nell la ayudó a mantenerse en pie y la sostuvo del brazo.

—Venga, nos vamos, yo también estoy cansada. Cogeré tu abrigo y los documentos —dijo—. Tú espérame aquí. —Se fue al guardarropa.

María no dijo nada. Un par de segundos más tarde, cayó redonda al suelo.