Conchita salió de casa con el chubasquero y sus botas Wellington, a pesar de ser un soleado día de mediados de mayo. Las granizadas, que habían sacudido los campos de trigo y los olivares durante una semana, al fin habían cesado. El sol había salido para delatar con crudeza los irreparables daños.
Caminó entre los olivares. El corazón se le encogía con cada paso: cientos de ramas habían sido arrancadas, miles de olivas yacían esparcidas por el suelo, incluso algunos de los árboles más jóvenes habían sido arrancados de cuajo. Era como si un ejército de tractores hubiese removido la tierra, las piedras asomaban por doquier. Nada parecía haber sobrevivido a las tormentas y vientos huracanados más fuertes de los últimos cincuenta años, según decía la radio. La cosecha había quedado totalmente arruinada.
Conchita sintió cómo se le humedecían los ojos; nunca había visto sus campos en semejante estado. Los árboles, azotados, estaban tristes, como si se encontraran en medio de un invierno nevado, en vez de bajo el tibio calor de la primavera, mientras que miles de pedruscos y ramas rotas no dejaban ver ni un ápice de la tierra rojiza de Belchite. Todo era barro, medio seco, medio húmedo.
«Iba a ser nuestra mejor cosecha. ¿Por qué todo siempre tiene que salir mal?».
Se agachó para recoger algunas ramas y trató de apilarlas. Miró hacia un lado y otro, el panorama era desolador; nunca podría acabar. Se detuvo.
«No puedo hacerlo yo sola, es demasiado. Hay que limpiar esto, pero llevará semanas, puede que meses. Estos árboles van a necesitar muchos cuidados, uno a uno. Yo ya soy demasiado vieja para reconstruir esto sola».
Cogió un puñado de tierra y lo miró: en vez de una tierra suave y fértil, lo que tenía ahora en la mano no era más que polvo y piedras. «¿Cuánto llevará arreglar esto?».
Conchita se incorporó y se encaminó hacia El Abuelo. Avivó el paso ante el miedo de que su árbol más antiguo no hubiese sobrevivido a la tormenta; no lo podría soportar, también sería su fin.
«No puedo con todo yo sola. Ha llegado el momento de que se encargue otro. Ya he hecho suficiente, no puedo más».
Suspiró, aliviada, cuando la majestuosa silueta del Abuelo apareció entre los demás árboles, esgrimiendo aún sus fuertes y retorcidas ramas y sus brillantes hojas verdes. Conchita se acercó un poco más y comprobó que algunas olivas habían sobrevivido a la tormenta.
«Eres fuerte, Abuelo, eres el más fuerte de todos —pensó, orgullosa—. Una vez más, sobrevivirás a todo y a todos. Contigo no han podido ni guerras, ni tormentas, ni nada».
Conchita acarició con delicadeza el tronco milenario; le encantaban sus franjas grises, su corteza, suave y vulnerable por fuera, fuerte por dentro.
«Justo al revés que yo, ése ha sido mi gran error».
Suspiró y se volvió cuando oyó la voz de su padre.
—Nada podrá con El Abuelo, nunca —dijo Juan Roso mientras se acercaba a ella.
Lucía el mismo sombrero de paja y la misma chaqueta azul que la primera vez que lo vio, junto al Abuelo, en enero, cinco meses atrás.
—Hola, padre —saludó Conchita, animada por verle en aquel triste y solitario día.
Ambos se habían visto un par de veces por semana, siempre en los olivares, siempre en secreto. Tras muchas cavilaciones, Conchita había decidido no compartir su presencia con Soledad, ahora demasiado anciana para semejantes sobresaltos; así se lo había aconsejado el doctor Jaime, a quien había consultado al respecto. Juan Roso no insistió, añadiendo que quizá era mejor no remover el pasado.
Su presencia había sido un gran consuelo después de la anulación de la boda de María, ya que éste le ofreció apoyo y compañía para afrontar el chaparrón de chismorreos que siguió a la noticia. Los dos disfrutaban de sus paseos al atardecer, antes de cenar, hablando de María y de Pilar, de los niños, del campo. No hablaban de política, dinero, religión o cualquier otro asunto controvertido; Juan Roso siempre buscaba el ángulo más positivo y humano, lo que sin duda facilitaba su relación. Poco a poco, el anciano se convirtió en el mejor amigo de Conchita.
«Lo bueno nunca dura», pensó Conchita mientras observaba a su padre, maleta en mano, dispuesto para volver a Cuba ese mismo día, al menos durante un tiempo, según le había dicho.
—¿Ya estás listo? —le preguntó.
—Es una lástima tener que irme ahora, justo cuando más me necesitas aquí —dijo Juan Roso, contemplando los árboles caídos. Miró a Conchita y luego al Abuelo—. Pero si él ha sobrevivido, estoy seguro de que los demás olivos también lo harán.
Conchita sonrió.
—No son tan viejos, sabios y fuertes como él.
—Eso es verdad —reconoció Juan Roso—. Pero lo serán, llegado el momento.
—No estaré aquí para verlo —dijo Conchita, desalentada—. Soy demasiado vieja para esto.
—¿Y qué hay de María? —preguntó Juan—. ¿Por qué no acudes a ella?
Conchita meditó durante un instante.
—Sería maravilloso que tomase parte en esto, se le daría muy bien, pero nunca ha mostrado ningún interés en la empresa. Aunque igual ahora, sin trabajo y con su nueva pareja, no sé, puede que sí le interese, ¿quién sabe?
—Estoy seguro de que le gustaría que se lo pidieras —afirmó Juan Roso.
—Sí —convino Conchita—. Aunque no sé muy bien cómo se integrarían en Belchite.
—Seguro que bien, Conchita —le dijo su padre—. Los tiempos avanzan con mayor rapidez de la que pensamos.
«Uhm, no estoy segura».
Juan Roso recogió su maleta.
—Por favor, mantenme informado de cómo van las cosas —pidió—. Esperaré tus noticias con ilusión, aunque no tardaré en volver, si es lo que deseas, por supuesto. —Juan Roso bajó la mirada, igual que Conchita.
—Claro que sí —afirmó ella, sin despegar la mirada del suelo.
—Soy viejo, pero, mientras me queden fuerzas, siempre volveré —prometió.
Conchita le sonrió. Le gustaba la atención, el interés de su padre por su vida, por sus olivos, por su familia. Le encantaba compartir cuanto tenía y deseaba haberlo hecho antes. Con sumo cuidado, arrancó una pequeña rama del Abuelo y se la entregó.
—Toma —dijo—. Quizá te guste quedártela. Es el símbolo de la paz, a fin de cuentas.
Conchita pensó en la guerra, en su madre, en sus abuelos asesinados; pensó en Honorato y en las numerosas discusiones que había tenido con María.
«Si tan sólo hubiese tenido un poco de paz». Suspiró.
Juan Roso dejó la maleta en el suelo y, con manos temblorosas, cogió la rama.
—Nada me haría más feliz. —La miró y la acarició con delicadeza—. Me recordará a ti, Conchita, tú eres tan fuerte como él, como Basilisa. Al igual que ella, eres el centro de esta tierra, de estos olivares: los guardas con silencio y trabajo, resistiendo a todo, desde guerras o granizadas hasta tragedias familiares. Todo lo aguantas.
—No sé, no sé si puedo sobrevivir a ésta-dudó Conchita, moviendo la cabeza de un lado a otro. —Ya soy demasiado vieja.
—María podría sorprenderte —dijo Juan Roso.
El anciano avanzó un paso hacia Conchita y le dio un fuerte y prolongado abrazo. Tras un breve beso en la frente, volvió a recoger su equipaje y se giró para marcharse. Conchita contempló cómo la figura de su padre atravesaba los olivares, hasta desaparecer entre los árboles. Pensó en su madre; puede que ella también le hubiera visto desaparecer entre los árboles, para no verle nunca más. ¿Regresaría esta vez?
Conchita se giró hacia El Abuelo.
«Ha llegado el momento de pasar el relevo a otros; llamaré a María y haré como El Abuelo, me quedaré quieta, observando, disfrutando. Por fin, tiempo para mí».
* * *
A seis mil kilómetros de distancia, María y Nell se tomaban un mojito en la terraza del Hotel Nacional, disfrutando del sonido de una banda de salsa, contemplando el azul turquesa del Caribe. Con el dinero de la rescisión de su contrato, María había invitado a Nell a pasar unos días en el hotel más famoso de La Habana.
—¿Para mí? —dijo María, sorprendida, cuando un camarero llegó con una pequeña mesa de ruedas y un teléfono encima, diciendo que era una llamada urgente.
—Sí, es su madre.
María y Nell intercambiaron miradas.
—¿Mi madre? —repitió María, recordando esa noche en Londres, cuando Conchita la llamó para anunciarle la muerte de la abuela. «Nada puede ser tan malo como eso».
El camarero dejó la pequeña mesa junto a ella, con un viejo teléfono de marcador de disco listo para hablar.
—¿Madre? —saludó María enseguida.
—Hola, María, ¿sigues de vacaciones?
—Sí, madre, Cuba es maravillosa y la comida está muy buena —respondió, oyendo una especie de tos nerviosa al otro lado de la línea—. ¿Estás bien, madre?
Conchita se quedó en silencio un instante y luego preguntó:
—María, ¿has visto las noticias?
María se irguió y dejó el mojito en la mesa.
—¿Qué noticias? —preguntó, alarmada.
—Las peores granizadas desde Dios sabe cuándo han destruido cientos de hectáreas en Zaragoza; nuestros olivares parecen un campo de batalla, hay ramas por todas partes, algunos de los árboles más jóvenes han volado y el viento los ha arrastrado por los suelos. —Hizo una pausa—. Es terrible. Jamás había visto nada igual.
—¡Qué horror! ¿Cuándo ha sido eso? —María imaginó la desoladora escena. «Pobres arbolitos». En el fondo, aunque no hubiese cuidado nunca de ellos, María quería mucho a esos olivos, siempre estaban presentes en los momentos más felices de su infancia, cuando correteaba entre los claros o se escondía entre sus ramas, construyendo pequeñas cabañas donde pasaba horas con sus amigas del colegio, de día o, mejor todavía, de noche.
—Fue la semana pasada, María. Aún estamos en estado de shock —dijo su madre—. El viento soplaba tan fuerte que creí que también se llevaría la casa, pero, afortunadamente, no hay que lamentar ninguna pérdida humana.
María suspiró, aliviada.
—Es terrible, madre. ¿Ha quedado algo de la cosecha?
—No, no, María, todo se ha perdido —contestó—. Sólo El Abuelo ha conservado algunas olivas, porque es viejo y fuerte, pero el resto se ha perdido.
María no recordaba un año tan malo. Desde que era pequeña, los olivares siempre habían dado frutos que vender, incluso después de inviernos muy tormentosos.
—Dios mío —se lamentó María, calculando si la empresa contaba con bastante dinero para afrontar un año en blanco—. Pero el seguro nos cubrirá, ¿no?
—Ay, ay, ay. —Conchita suspiró de nuevo—. Eso espero, pero no estoy segura. Los números no se me dan bien, de eso se encargaba tu padre, ya sabes. Además, ahora también tenemos el préstamo de la máquina francesa, así que imagino que tendremos bastantes deudas.
«Oh, no, no. No puedo pensar en más préstamos de empresas familiares. No».
—María —Conchita tosió nerviosamente antes de continuar—, te llamo porque te necesito aquí, no digo indefinidamente, pero al menos sí durante un tiempo —añadió sin más preámbulos.
María había aprendido a apreciar la franqueza de su madre.
—Como sabes —continuó Conchita—, las finanzas se me dan fatal, y tu hermana está demasiado ocupada con los niños. Ahora nos vendrán muchos gastos, para arreglarlo todo, además de toda la organización que será necesaria al no haber cosecha este año; los contratos que habrá que cancelar, el asunto de los empleados que no tendrán nada que hacer y Dios sabe qué más.
«Lo veo venir. Belchite. Ni hablar. No… Pero… ¿por qué no? A Nell quizá le guste».
—María, no te lo pediría si no lo necesitase, pero no puedo dejar de pensar en la gran ayuda que me supondría tenerte aquí, al menos un tiempo. —Hizo una pausa—. No puedo con esto yo sola, estoy vieja y cansada, ha sido un año muy largo.
«Comprendo». A pesar de tener un océano de por medio, María se sintió más cerca que nunca de su madre. Por fin la podía entender, ahora que era sincera, que le hablaba al mismo nivel, que ya no intentaba hacerse la fuerte e invulnerable. Le gustaba ver su auténtico ser, su aspecto más humano. Su corazón.
Pero María no sabía qué decir.
Conchita prosiguió:
—Por supuesto, serías muy bienvenida junto a Nell —dijo. Perpleja, María escuchó la respiración acelerada de su madre; notaba su nerviosismo—. He pensado que podríais venir las dos; esta casa es demasiado grande para mí. Yo podría mudarme a casa de la abuela y dejaros la grande a vosotras. Tenéis energía y años por delante para adecuarla a vuestro estilo, si queréis.
María abrió mucho los ojos. No se había imaginado viviendo en la casa grande con Nell, ni a su madre recibiéndola con los brazos abiertos, ayudándola a que se instalara con otra mujer.
Guardó silencio durante unos segundos, su mirada fija en el mar.
«Esto no es mala idea, en absoluto. Una vida alejada de los bancos, de hombres reprimidos y trajeados, disfrutando del aire libre. A Nell le encantaría España y yo estaría encantada de enseñársela, cruzando el país juntas. Y qué potencial en el negocio, podríamos empezar a exportar. Nell podría abrir mercados en Inglaterra, y puede que en Estados Unidos. Haríamos campaña para que la gente comiese más sano, incluso podríamos abrir un museo del aceite de oliva y enseñar las viejas herramientas de la abuela, el arado del siglo pasado, las prensas de piedra. Y la casa, el patio; podríamos arreglarla, estoy segura de que Nell la dejaría muy acogedora, como su piso, con suelos de madera, velas por todas partes, la chimenea encendida en invierno, sin todos esos crucifijos. Podría ser nuestro hogar, el hogar con el que siempre he soñado; soleado, cálido, feliz, rodeado de naturaleza y espacios abiertos».
María estaba cada vez más entusiasmada con la idea.
«Podríamos vivir algunos meses en Belchite y el resto en Londres. Veamos qué piensa Nell».
—Madre, suena interesante —dijo María—, pero tengo que hablar con Nell. ¿Puedo darte la respuesta dentro de un par de días? ¿Te importa?
—Claro que no, María, claro que no. Tómate tu tiempo —aceptó Conchita.
Colgaron.
María aún estaba sorprendida por lo paciente y comprensiva que se había vuelto su madre. «Ha cambiado mucho desde la muerte de la abuela y desde que papá se fue. Quizá hayamos cambiado todos».
María sintió la cálida brisa caribeña en el pecho, a través de la blusa veraniega, y recordó un dicho que siempre le había intrigado: «La cabra siempre tira al monte».
Sonrió y miró a Nell, quien, aún sentada junto a ella, aguardaba, expectante, las noticias.
—Tenemos que hablar —dijo María, tomando un sorbo del mojito. Se sentía feliz, con toda la vida por delante.
—Cariño, dijiste que íbamos a ser empresarias y financieras, ¡pero no campesinas! —dijo Nell, delantal en mano, toda arremangada, mientras recogía docenas de ramas y las apilaba en medio de los olivares de Belchite—. Este sol me está matando —se quejó, apretándose el pañuelo que llevaba atado a la cabeza.
María, con pantalones cortos y camiseta, y sin sombrero, miró la cara fuertemente enrojecida de Nell, aún embadurnada de crema para proteger su pálida y delicada piel del intenso sol de julio.
«Pobre. Realmente, a los nórdicos les da un ratito el sol y parece que explotan, pobres».
Conteniendo una sonrisa irónica, María pensó que era buen momento para un descanso.
—Mejorará, cariño, ya lo verás. Esto quedará limpio dentro de nada y nos pondremos con proyectos más interesantes; vamos a descansar un poco.
Con la tortilla que Conchita les había preparado, María llevó a Nell hasta El Abuelo, al que aún no había visto. Llevaban una semana en Belchite, instaladas en la casa familiar. En principio, se trataba de una estancia temporal, pero Conchita ya se había mudado a la casa de la abuela, feliz por su menor tamaño, emocionada por emular el tranquilo estilo de vida de su madre durante sus últimos años.
Nell se detuvo en cuanto vio la imponente figura del viejo olivo. Se quitó el pañuelo y las gafas de sol y abrió mucho los ojos.
—Es el árbol más bonito que he visto en mi vida —exclamó—. Es increíble lo precioso que es.
«Sabía que le encantaría».
—¿Cuántos años tiene? —preguntó, acercándose al Abuelo.
—Unos mil quinientos.
María la vio tragar saliva.
—Ven, puedes tocarlo. De pequeña, solía construir casas de muñecas en sus ramas; me pasaba horas enteras leyendo a su sombra —dijo María—. Es más fuerte que cualquier otro, puedes tocarlo tanto como quieras.
Nell estiró el brazo y acarició suavemente las vetas de la corteza con uno de sus dedos. Parecía fascinada. Miró a su alrededor.
—Qué lugar tan mágico —comentó, mirando a María—. Más de mil años; ojalá pudiera hablar.
María asintió, miró a los ojos de Nell, recordando, una vez más, los de la abuela Basilisa.
—Sí, a mí también me gustaría —convino María—. Estos olivos están llenos de recuerdos, algunos de ellos han quedado enterrados para siempre, pero yo sé otros que todavía están vivos, más vivos que nunca. Algún día te los contaré.