Capítulo 28

Al día siguiente María salió de su hotel en Islington dispuesta a dar un paseo por Hampstead Heath. Antes paró en una tienda de Vodafone para comprarse un móvil nuevo y restablecer su número. Estaba cansada, apenas había dormido un par de horas, pensando una y otra vez en cómo explicaría al ayuntamiento de Islington la situación de las Cavas y, sobre todo, pensando en Nell.

En principio, hoy era el gran día; después de meses de trabajo, hoy se suponía que iba a conseguir los permisos necesarios para el nuevo almacén de las Cavas en Londres.

La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay Dios…, tarareó María en su mente. Era una de las canciones favoritas de la abuela, ahora entendía por qué.

Con sus vaqueros y unas Camper, María detuvo un taxi para llegar pronto al parque; allí llevaría a cabo su plan, rodeada de naturaleza, paz y tranquilidad.

Antes, le daría a Andreu una última oportunidad. Desde el taxi, María llamó a su jefe, proponiendo una solución conciliadora: retrasar la construcción del almacén hasta solucionar el tema de la deuda o, como mínimo, hasta alcanzar un acuerdo con los acreedores. Pero Andreu respondió con un rotundo «No»; las Cavas estaban en una situación muy crítica y había que cerrar el asunto lo antes posible. Nada se podía quedar en el limbo.

María miró por la ventanilla mientras el taxi recorría las calles de Londres; las tiendas, las casas y la gente pasaban tan deprisa como su propia vida durante los últimos meses.

Se sentó en un banco en lo alto de Parliament Hill y encendió un cigarrillo; no hacía mucho, Nell le había dicho que ése era su lugar favorito de la ciudad. Con Londres a sus pies, bajo un sol primaveral, María recordó a la abuela, a Jordi y, sobre todo, a Nell. Parecía que había pasado una eternidad desde que la conoció aquella oscura y lluviosa tarde en una triste calle de King’s Cross; o desde que Jordi la recibiera en el aeropuerto con una rosa, cuando ella intentaba convencerse de que él era el hombre de su vida. Sólo habían pasado unos meses, pero para María habían sido como años. Sentía el peso de la experiencia sobre los hombros; había ganado confianza para enfrentarse a cualquier persona o problema.

Por fin, tenía una sensación de control sobre su vida.

«No tengo por qué vivir en España, ni por qué trabajar en un banco, ni tampoco hay nada malo en ser gay. Puedo hacer lo que quiera, es mi vida, diga lo que diga mi madre, o lo que hubieran dicho mis profesores en Pamplona —Dios, si me vieran ahora».

Observó el cigarrillo, dio una calada y expulsó el humo lentamente, mirando la ciudad al fondo.

«Esto me gusta. Me gusta Londres. ¿Y qué pasa si pierdo el trabajo? Tengo bastantes ahorros y podría vivir aquí, con o sin Nell, pero libre. Tengo que hacer esto, no por Nell ni por las Cavas, sino por mí. Porque es lo correcto, porque yo, y sólo yo, controlo mi futuro. Nadie puede decirme qué hacer, estoy hasta las narices de obedecer, de decir que sí a todo. Ahora mando yo».

María no tenía miedo a su plan, sabía lo que tenía que hacer y había llegado el momento de actuar.

Llamó al ayuntamiento de Islington y pidió a la recepcionista que le pusiera con el presidente del comité que llevaba el caso de las Cavas.

Bastaron dos minutos para destrozar el trabajo de meses. Clara y llanamente, explicó que las Cavas no estaban en posición de financiar nuevos riesgos y juró que, muy a su pesar, desconocía la situación hasta el día anterior. Con un tono frío y profesional, pero desde el fondo de su corazón, María se disculpó por no haber sido consciente de la magnitud del problema y remarcó que Nell tampoco estaba al tanto; era exclusivamente culpa suya, y sentía enormemente no haber estado a la altura como representante de la empresa. Se disculpó por cualquier pérdida de tiempo ocasionada y retiró formalmente la solicitud.

Igualmente correcto y profesional, el presidente le agradeció su honestidad y dijo que Islington seguiría abierto a nuevas ofertas en el futuro, una vez solucionados los problemas de la empresa.

María suspiró, aliviada, y colgó.

«Hecho». Sintió cómo se relajaban sus hombros, mientras que la tensión en su rostro desaparecía lentamente.

Contempló los rascacielos de la City e imaginó a banqueros, abogados y contables yendo de un lado para otro a toda prisa, estresados, luchando para obtener los mejores resultados. Todo siempre ahora, más, mejor y más rápido.

«No merece la pena. No la merece».

Encendió otro cigarrillo. Lo más complicado todavía estaba por resolver.

«Intentaré llamar a Nell una vez más. Si después de esto no reacciona, habré perdido. Pero tengo que intentarlo, no quiero decir en el futuro que nunca lo intenté, que nunca luché por lo que realmente quería, como le pasó a la abuela. Ahora o nunca».

Con un leve temblor de manos, María escribió un SMS a Nell: «Acabo de retirar el proyecto, he hablado con el presidente e insistí en que tú no sabías nada. Estoy en Parliament Hill. Si vienes, tendrás tortillas de patata gratis toda la vida. M.».

Eran las diez de la mañana, tenía todo el día por delante.

«A lo mejor está reunida, o puede que no lea el mensaje hasta dentro de un buen rato. No pasa nada, esperaré. Lo bueno nunca llega rápido; seguro que vendrá. Todo lo que dijo en Barcelona, sobre la naturalidad de nuestra relación, sobre la energía y la vida que le aporto, lo dijo de verdad, uno no deja de querer a alguien así como así».

María miró a su alrededor; la mayoría de las personas llegaban jadeantes a lo alto de la colina, para quedarse enseguida boquiabiertas ante las magníficas vistas a la ciudad. Entre ellas, una mujer que parecía la mismísima Miss Marple, pensó María. Bajita, sonrosada, la mirada inteligente y sencilla, ataviada con un enorme sombrero. British total. Su amplia sonrisa, pacífica y tranquila, y sus ojos azul claro, destellando ilusión tras el esfuerzo, le recordaron a Nell, a la abuela.

«Me juego lo que sea a que Nell será así en sesenta años —pensó María—. Cómo me gustaría, a esa edad, estar todavía con ella, haber compartido una vida juntas».

María observó a la clase ociosa, los que tenían tiempo de ir al Heath en un día laborable, mientras los demás, como ella había hecho año tras año, tenían que trabajar.

Y qué secreto se lo tenían —calladitos y tranquilos, todos en el parque, paseando a sus perros de raza, haciendo deporte para tener el cuerpo bien cuidado, empujando el cochecito del niño, compartiendo una mañana con la pareja, ancianos leyendo el periódico…—, pensó, sintiéndose cada vez más celosa de su estilo de vida.

«Está claro, éstos viven, mientras los demás, incluida yo, curramos».

El tiempo pasaba lentamente, y María no se había llevado nada para leer. Miró el reloj. Había pasado casi una hora. El día era cálido, pero estar sentada tanto tiempo le daba frío.

Se sintió triste de repente. ¿Cuánto tiempo podía esperar a alguien con quien no había quedado y que, la noche anterior, le había dicho que su relación no fue más que un rollo de una noche?

«¿Cuántas películas he visto? ¿Acaso sueño que aparezca con los brazos abiertos? Y yo que creía tener experiencia. Puede que lo de Barcelona no fuese más que un romance vacacional. Soy tonta, una tonta encima con frío».

Tras meditar durante diez minutos si salir corriendo a por un café, María se decidió finalmente a hacerlo. Apenas unos minutos de ausencia en una espera de horas —si se daba la casualidad de que llegara en ese preciso instante, seguro que también la llamaría.

Ante la sorpresa de Miss Marple y de algunos perros, que se pusieron a ladrar, María salió corriendo colina abajo hacia la cafetería del parque. Regresó unos minutos después, sudada por el esfuerzo. Todavía jadeando, volvió a sentarse y dejó pasar un minuto antes de dar el primer sorbo.

Los relojes de los chapiteles de la ciudad marcaron las once, y las doce. De repente, el teléfono se puso a sonar, provocando que diera un respingo en el banco.

«¡Por fin! Es ella, tiene que ser ella. Gracias a Dios, ya era hora».

Llena de entusiasmo, María cogió el teléfono, que mostraba la llamada de un número desconocido.

«Debe de llamar desde la oficina; debe de acabar de salir de una reunión».

—¿Hola? —saludó María con un brillo en los ojos.

—Me avergüenzas. —A María se le encogió el corazón al escuchar la voz de su jefe. No era el tono dulce de Nell que esperaba.

—¿Andreu? —fue todo lo que pudo decir en voz alta.

—Patrick acaba de llamarme para darme la noticia. Fue al ayuntamiento para llevarles los últimos detalles y le dijeron que habías llamado para retirar la solicitud… ¿Estás loca o qué? —Casi estaba gritando.

María respiró hondo.

—Era lo correcto, Andreu, esta empresa no puede permitirse eso ahora mismo —respondió.

Andreu prácticamente no le dejó terminar la frase.

—Está claro que no tienes lo que requiere esta profesión: la confianza para seguir adelante, o la fe en nuestros clientes y en nuestros recursos. Sabía que un hombre estaría mejor capacitado para esta labor; salta a la vista que te faltan huevos.

«Hijo de puta».

—Sea hombre o mujer, Andreu, no hay nada que podamos hacer, sabes perfectamente que esos especuladores son los dueños de facto de la empresa.

—No has entendido nada, María —le reprochó Andreu—. Eres demasiado joven e inexperta, no puedes tomar ese tipo de decisiones. Teníamos otras opciones, podríamos haber sindicado un préstamo para comprar la deuda.

—¿Y terminar con una empresa con medio millón de beneficios y dos millones de deuda? —repuso María. Sabía que no tenía nada que perder—. Eso va en contra del código ético que me enseñaron en la universidad.

—Que les den a los códigos éticos y a las universidades; eso es porque fuiste a una del Opus y te lavaron el cerebro —gritó Andreu—. Ojalá tuvieras menos cosas del Opus y más experiencia.

«Si tuviera que salvar algo del Opus, sería su formación ética».

—Hice lo que debía, Andreu —sentenció María, con decisión.

—Ya sabes lo que eso significa, ¿verdad? —la amenazó.

«Por supuesto. También sé que si siguiera comprometida con el hijo de tu querido cliente, no me tratarías de esta manera».

Andreu siguió hablando:

—No tienes autoridad para tomar ese tipo de decisiones por tu cuenta, y en este caso has tomado la más equivocada. Por ello, mi deber es informarte de que has incurrido en una negligencia. Tu contrato queda rescindido con efectos inmediatos; no es necesario que vuelvas a la oficina. Empaquetarán tus cosas y te las mandarán a casa.

Con una mano algo temblorosa, aún aferrada al móvil, María se acomodó en el banco y contempló la gran ciudad.

«Lo sabía. Lo sabía. Pero no tengo miedo de pagar el precio, escojo la libertad».

—Está bien —le dijo a Andreu, y colgó sin añadir nada más.

Sorprendida por su propia tranquilidad, María observó a un pájaro posarse en la rama de un árbol cercano, cantando mientras miraba en derredor.

«La vida no es tan complicada, los pájaros lo saben bien».

Se encendió otro cigarrillo y pensó en su jefe y sus colegas del banco.

«Que se devoren entre ellos».

El optimismo se fue evaporando poco a poco, a medida que el sol alcanzaba su cénit e iniciaba su descenso hacia el oeste de Londres.

«¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué no llama?».

Los ojos de María se humedecieron cuando los relojes marcaron las dos, y luego las tres.

«Quizá debería dejarlo ya, hacer borrón y cuenta nueva e irme. Fue maravilloso mientras duró. No soy más que una soñadora tonta. Estoy segura de que mi madre diría que es una lección bien merecida, por idiota. Qué ingenua soy».

Observó cómo las manillas de su reloj iban devorando los segundos; las había mirado tantas veces y durante tanto tiempo que ya no las distinguía con claridad.

«Tiempo, tiempo es todo lo que tenemos. Mejor marcharse y empezar de nuevo. Eso es lo que la abuela y Soledad harían. Sin lágrimas: levántate y vete. Empieza de nuevo».

Justo cuando aplastaba el vaso de cartón del café que le había hecho compañía durante casi todo el día, María oyó una voz familiar:

—¿Es aquí donde dan tortillas gratis?

El corazón de María dio un vuelco. Se giró y sus pupilas se dilataron más que nunca al ver la alta y delgada figura de Nell subiendo por el camino, acercándose a ella.

En puro estado de shock, María no pudo responder.

—¿Entonces nada de tortilla? —insistió Nell.

María sonrió.

—Veré lo que puedo hacer.

Nell se sentó junto a ella en el banco. No dijeron nada durante al menos un par de minutos. María jugueteó nerviosamente con el teléfono en la mano.

—¿Es nuevo? —preguntó Nell, señalándolo.

—Sí.

—¿Perdiste el otro?

—No, lo tiré por el váter.

—Ya…

Las dos rompieron a reír espontáneamente y volvieron a mirarse, con el mismo entusiasmo de antes, como si no hubiese pasado nada. Ambas suspiraron.

—Traté de llamarte un millón de veces anoche, pero me cansé y tiré el móvil —dijo María.

—¿Lo dices en serio?

—Sí, y lo recomiendo —sonrió—. Ayuda a desahogarse.

Nell bajó la mirada y luego volvió a los ojos de María.

—He venido a disculparme por lo de ayer. Lo siento. Al menos debí concederte el beneficio de la duda. Lo siento de verdad. Volvió a bajar la mirada.

María sintió que el alivio se extendía por todo su cuerpo. Miró a Nell. Por fin había vuelto la persona con la que había soñado, día y noche, durante meses.

—¿Por qué no confiaste en mí?

Nell guardó silencio.

—Nada es posible sin confianza. —María sintió que su corazón se abría en la misma medida que se fortalecía.

—Lo sé —dijo Nell al cabo de una pausa—. Perdóname… Bueno, no es una excusa, pero ya me han hecho daño antes por confiar demasiado en las personas, o por darles confianza demasiado pronto. Pensé que esto era más de lo mismo, otra vez.

María puso su mano sobre la de Nell y se la apretó.

—Tienes las manos frías —comentó Nell.

María arqueó una ceja.

—Llevo aquí un buen rato.

Nell rodeó las manos de María con las suyas.

—Lamento haber tardado tanto. He estado en el ayuntamiento, tratando de arreglar lo de la cancelación, llamando a los concejales.

—No pasa nada. —«Te habría esperado media vida».

—También fui a ver a mi ex —añadió Nell, bajando la mirada.

—¿Tu ex? —María estaba sorprendida. Aparte de la vez que se toparon con Fiona de camino al pub, allá por diciembre, no había vuelto a saber nada más de ella—. ¿Por qué?

—Bueno, ahora casi no nos vemos, pero me conoce bien. Habíamos sido buenas amigas antes de empezar a salir, y luego fueron varios años juntas. —Nell hizo una pausa mientras María aguardaba a que siguiera—. Me sentía un poco confusa —empezó a decir, y volvió a detenerse—. Bueno, probablemente más asustada que confusa.

—¿Asustada por qué?

Nell dejó pasar unos segundos.

—A veces es fácil esconderse en un caparazón, en la rutina o en los lugares que nos dan más seguridad. —Hizo una pausa—. Ser valiente es mucho más difícil.

—Eso mismo me dijo mi abuela. —María recordó lo que la abuela lamentaba no haberse ido a Cuba—. Sí, hace falta valor.

Nell asintió, miró al frente, hacia donde la ciudad desaparecía en el horizonte.

—Fiona siempre me decía que soy bastante negativa, una pesimista, y que nunca lucho por las cosas; me decía que siempre espero que las cosas vengan o se resuelvan solas. Supongo que tiene razón.

María contempló a Nell, llena de interés.

—¿Sabes por qué?

Nell refunfuñó.

—Bueno, ya sabes, la típica mierda familiar —respondió.

María aguardó unos segundos, no quería presionarla.

—Siempre es lo mismo, y para todos, ¿no? —comentó al fin.

Nell asintió.

—Pero no es momento de hablar de eso —dijo—. Y tampoco quiero usarlo como excusa; al fin y al cabo, nosotros, y sólo nosotros mismos, somos responsables de nuestras acciones.

—Es verdad —convino María. Era una lección que había aprendido durante los últimos meses, en parte gracias a Nell—. El pasado, pasado está, y el futuro, quién sabe. Sólo nos queda el presente, que al menos es completamente nuestro, y hay que aprovecharlo.

Nell sonrió.

—Eres una optimista —dijo Nell, mirando hacia el cielo durante unos segundos—. Al menos hoy no te ha llovido —añadió.

María ya conocía a Nell lo suficiente para saber que aquella situación, o conversación, quizá fuese demasiado emocional para ella. Los British, siempre tan reservados.

Le cogió las manos y las dos permanecieron en silencio, contemplando la ciudad, que se extendía hasta donde les llegaba la vista.

—Me encanta Parliament Hill —dijo Nell—. Me gusta ver las cosas desde arriba; te da perspectiva.

María asintió.

—A mí también; de hecho, podría quedarme aquí un tiempo. —Hizo una pausa—. Me he quedado sin trabajo.

Nell se irguió.

—¿En serio?

—¡Despedida!

—¿Ya?

—¡Los bancos son muy rápidos!

Nell cogió la mano de María.

—Cuánto lo siento.

—No tienes por qué —dijo—. Para ser sincera, el trabajo no me gustaba tanto. Simplemente hice lo que debía.

Se quedaron en silencio.

—¿No temes el futuro? —preguntó Nell. Parecía preocupada.

—En absoluto —afirmó María, segura.

Nell la miró a los ojos hasta que María se inclinó hacia ella y, muy lentamente, le dio un prolongado beso.

María cerró los ojos mientras volvía a saborear la dulzura del beso. Al cabo de unos segundos, se apartó y miró a Nell. Nunca se había sentido tan feliz, limpia y llena de vida. No tenía ni frío ni calor, no tenía hambre, ni siquiera sabía qué hora era o qué pasaría a continuación. Nada importaba; tenía todo lo que necesitaba.

—¿Por qué iba a temerlo? ¿Miedo de qué?

Nell acarició con suavidad el pelo de María y se lo colocó delicadamente tras la oreja.

—Ésta es tu verdadera personalidad, ¿no? Tú no eres una banquera debajo de un traje.

María asintió.

—Ahora que te conozco bien, ahora sé que te quiero.

María contuvo el aliento durante unos segundos; sintió como si un rayo de absoluta felicidad le hubiera atravesado todo el cuerpo.

T’estimo —dijo, sus ojos fijos en los de Nell. Jamás se había sentido tan abierta hacia alguien, con un corazón lleno que ofrecer, sin nada que ocultar.