Capítulo 27

Hostia puta! —espetó Pere Gratallops soltando La Vanguardia sobre la mesa—. ¿Qué coño es esto? —Miró a Jordi. Padre e hijo compartían desayuno en el porche de la masía bajo un temprano sol primaveral, acababan de dar las siete. Ambos siempre eran los primeros de la familia en despertarse y salir hacia el trabajo.

Sorprendido, Jordi dejó lentamente el pa amb tomàquet que se iba a comer en ese preciso instante y observó a su padre.

—¿Qué pasa?

Pere Gratallops, móvil ya en mano, volvió a coger nerviosamente el periódico. Respiró hondo y leyó en voz alta la versión española de la noticia de Bloomberg, publicada en el Financial Times ese mismo día.

Al terminar su padre, a Jordi le dio un vuelco el corazón. Bajó la mirada, escondiendo su cara entre las manos.

«¿Cómo diablos se han enterado? Los periodistas son tan buitres como los fondos especulativos».

Jordi miró a su padre, cuyo rostro se enrojecía más a cada segundo que pasaba; sólo deseaba esconderse; si tan sólo tuviese dónde hacerlo…

—¿Sabes algo de esto, Jordi? —preguntó el hombre, con tono amenazador.

Jordi tenía miedo. Su padre no gozaba de buena salud, tenía el corazón débil, y no podía prever su reacción. ¿Debería decir que no sabía nada? ¿Decir la verdad?

«La verdad os hará libres», Jordi recordó el pasaje de la Biblia.

Osó mirar a su padre un segundo; Pere Gratallops aún tenía los ojos clavados en él. Jordi nunca se había sentido demasiado cómodo ante la imponente presencia de su padre, y mucho menos tras el anuncio de la anulación de la boda. Pere Gratallops había intentado acercarse a él, pero Jordi había preferido no dar detalles, aislándose de todo el mundo. Al final, sus padres, y en especial su padre, habían dejado de preguntarle. Su relación era distante, fría, profesional.

—¿Y bien? —insistió Pere Gratallops con impaciencia.

Jordi tosió nerviosamente.

«La verdad siempre es la mejor salida», pensó Jordi.

—Padre —volvió a toser, mirando hacia abajo—, es cierto que los especuladores han comprado la deuda.

Pere Gratallops miró a su hijo, atónito.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó, quitándose las gafas. Apoyó torpemente el codo sobre la mesa, golpeando accidentalmente el plato con las tostadas, dos de las cuales salieron volando, para aterrizar en el mantel.

Jordi las estaba colocando de nuevo en su plato parsimoniosamente cuando su padre, ahora deliberadamente, dio un sonoro puñetazo sobre la mesa, mandando por los aires las tostadas otra vez. Esta vez, Jordi no se movió, la mirada fija en el suelo.

—¡Dime algo! —gritó Pere Gratallops—. Desde la anulación de la boda pareces un zombi, estás fuera de este mundo. ¿Puedo saber, de una vez por todas, qué coño está pasando con mi empresa?

Jordi tragó saliva.

—Está bien —dijo en voz baja.

—¡Más alto! —gritó su padre—. No te oigo.

Jordi se irguió y, sin mirarle, le explicó la reunión con Peñaranda en las Cavas, en noviembre, su reclamación de las tierras, y su fugaz encuentro en el campo del Barça.

—Así te enteraste de lo de la propiedad, ahora comprendo —dijo Pere Gratallops.

Jordi sintió la mirada agresiva de su padre, la misma que había temido toda la vida. Era una mirada que veía a través de unos ojos cortantes y penetrantes, que le hacía sentirse demasiado expuesto y vulnerable. Pero ahora tenía que enfrentarse a ellos. No le quedaba alternativa.

—Así es —reconoció al fin Jordi—. Hablé con Robert y él se puso inmediatamente a investigar el asunto. Pero no hay más vuelta de hoja; las tierras son suyas.

Pere Gratallops cerró brevemente los ojos y frunció el ceño.

—¿Qué más?

Jordi le contó la reunión con los especuladores en Londres, sus exigencias, sus planes para cambiar la dirección y la respuesta que les dio: que se metiesen los documentos por donde les cupieran.

—Es lo único bueno que he escuchado hoy —dijo Pere Gratallops. Volvió a fruncir el ceño—. ¿Por qué demonios no me lo has contado? ¡Es mi empresa! —exclamó, visiblemente enfadado.

Jordi apartó la mirada un instante. «No puedo decirle que es por su salud».

—¡Respóndeme, Jordi! —le ordenó su padre.

—Porque pensé que podría resolverlo solo —contestó tras una pausa—. Sé que has estado enfermo y no quería darte sobresaltos o empeorar tu salud. Es un asunto delicado.

Pere Gratallops volvió a descargar un puño sobre la mesa, esta vez incluso más fuerte, derramando el zumo de naranja y haciendo resonar los cubiertos.

—Nadie decide por mí, ¿me comprendes? —gritó—. Además, me encuentro en plena forma.

—Sí, padre —dijo Jordi, cabizbajo.

Se hizo un silencio, sólo roto por la aparición de la madre de Jordi por la puerta de la cocina.

—¿Qué son esos gritos tan temprano? —preguntó.

—Déjanos solos, es un asunto de hombres —ordenó Pere Gratallops.

La señora lanzó a Jordi una mirada de estupor antes de regresar a la cocina.

Uno de sus hermanos apareció unos instantes después.

—¿Qué ha pasado con el zumo de naranja? —preguntó al ver el desastre en la mesa.

Pere Gratallops se levantó.

—Jordi, a mi despacho, ahora.

Pasaban unos minutos de las ocho. Jordi y su padre miraban cómo llegaban a las Cavas los primeros trabajadores, mientras las furgonetas salían para el reparto. Pere Gratallops acababa de colgar el teléfono después de hablar con Robert, su abogado, y Andreu, su banquero. Estaba sentado en silencio, dando nerviosos golpecitos sobre la mesa con la tarjeta de visita de Peñaranda, que Jordi había dejado sobre el amplio escritorio de roble.

—Voy a llamar a ese cabrón y le voy a ofrecer dinero, es el único idioma que conocen esos buitres —dijo.

Jordi se sentía diminuto, solo. Si al menos tuviese a María… ¿Cómo decirle a su padre todo por lo que estaba atravesando? Ahora, desde luego, no era el momento.

Pere Gratallops marcó el número y dejó que el sonido se oyera por toda la habitación.

Hello! —saltó la voz de Peñaranda, con un marcadísimo acento español.

—Hola, soy Pere Gratallops, propietario de Caves Gratallops. ¿Hablo con Borja Peñaranda?

Hubo un silencio.

—Así es —dijo, haciendo una breve pausa—. Espero que se encuentre mejor.

Pere Gratallops lanzó a Jordi una mirada felina.

—Estoy estupendamente, gracias —afirmó.

Peñaranda permaneció en silencio.

—Estoy al corriente de los acontecimientos y llamo para negociar —prosiguió Gratallops—. Pero, antes que nada, necesito saber quién le vendió el préstamo.

—¿Quiere decir qué banco? —preguntó Peñaranda. Parecía sorprendido.

—Sí.

—Los acreedores, por supuesto, Banca Catalana, ¿quién si no?

Padre e hijo asintieron.

—Bien, eso ya lo sabíamos —aceptó Pere—. Pero ¿cómo supo que existía ese préstamo? Es una información privada y confidencial.

Peñaranda rió cínicamente.

—Como bien sabrá, señor Gratallops, no puedo revelar mi fuente.

«Cabrón».

Jordi se echó hacia delante, acercándose al teléfono.

—Hola, soy Jordi.

—Hola, Jordi, ¿cómo estás? —saludó Peñaranda con alegría—. ¿Has firmado ya esos documentos?

Pere Gratallops se le adelantó:

—Jordi ya le dijo lo que usted y sus amigos pueden hacer con esos papeles, y lo suscribo plenamente.

Peñaranda volvió a reír.

—Ah, me encantan los viejos bastiones catalanes; lástima que vuestra era de gloria ya se haya pasado. Qué grandes sois, qué lástima de decadencia.

Pere Gratallops abrió los ojos, rojo de furia. Jordi lo miró. «¿Me entiendes ahora, padre? Éste es el tipo con quien me las he tenido que ver. Pero hay que mirar adelante, no caigamos en provocaciones».

—También sabías que estaba a punto de casarme. ¿Quién te lo dijo? Es evidente que has hablado con alguien que ambos conocemos.

—Otra vez —respondió Peñaranda—. No pienso decir nada; todos tenemos nuestros contactos.

—No habrá tratos si no nos lo dice —terció Pere Gratallops—. Y recuerde, yo también tengo muy buenos contactos en los bancos de aquí. Si llegamos a un acuerdo, éste podría tener condiciones ventajosas.

Peñaranda guardó silencio un instante.

—Está bien —aceptó finalmente—. Jordi, piensa en tu club.

Jordi arqueó las cejas al tiempo que su padre le lanzaba una mirada llena de sorpresa, encogiéndose de hombros. Jordi se llevó un dedo a la boca, pidiendo a su padre que guardara silencio.

—¿Qué club, Peñaranda?

—Ya lo sabes, Jordi, tu club, creo que el encargado se llama Juan Antonio.

«No, no, no… No puede ser cierto».

—¿Cómo supiste que le conocía?

—Vi un folleto de Belagua en tu escritorio el día que te visité en las Cavas —dijo Peñaranda—. Conozco ese nombre; yo mismo pertenecí al club Belagua de Madrid durante años.

«Dios mío». Jordi trató de recordar la visita. Era verdad que solía tener folletos y panfletos de Belagua en su despacho.

—¿Y el padre Juan Antonio te dijo que me iba a casar y que la empresa había pedido un préstamo? —Jordi estaba horrorizado.

—Sí —repuso Peñaranda—. Tenemos el deber de ayudarnos mutuamente, ¿no es así?

«Cabrones hijos de puta. ¡Los dos!».

Jordi palideció y empezó a sentirse mareado. Durante unos instantes, apenas veía nada a su alrededor. Su mundo volvía a derrumbarse. Hundió la barbilla en el pecho y se ocultó entre sus brazos. Su padre lo miró, perplejo.

—Bueno, ¿qué hay del trato? —insistió Peñaranda al teléfono.

Pere Gratallops, aún estupefacto, miró a su hijo, que seguía escondido entre sus brazos como un niño.

—Luego le llamo, Peñaranda —dijo.

Colgó el teléfono, se levantó y se dirigió hacia Jordi, quien, al sentir la presencia de su padre cerca, apartó lentamente las manos de su cara y la levantó. Parecía un cachorro asustado.

—¿De qué club habláis? —preguntó Pere Gratallops con una mirada intimidadora.

Jordi se hundió en la silla.

—¿A qué se dedica ese club? —volvió a preguntar su padre con voz más alta, aún pegado a él.

«La verdad os hará libres. Puede que haya llegado el momento de ser honesto. De hecho, hace tiempo que no paso por allí y ya había pensado en dejarlo».

Jordi cerró los ojos y cogió aire.

—Es un club del Opus Dei en Barcelona.

Pere Gratallops retrocedió varios pasos, estiró el cuello hacia su hijo y se llevó las manos a la cabeza.

—¿Qué? —Parecía a punto de estallar de ira.

Jordi guardó silencio, sin atreverse a abrir los ojos.

—¿Qué has dicho? —restalló su padre, volviendo a acercarse.

Por fin Jordi encontró el valor de mirar a su padre.

—Hace tiempo que soy miembro del Opus Dei, padre, aunque…

No pudo continuar. La bofetada que le dio su padre lo golpeó como un relámpago antes de poder finalizar la frase.

—¿Tú? ¿En el Opus? —Su cara se había encendido de ira—. ¿Mi propio hijo en manos de esas sanguijuelas que lavan el cerebro a los niños? ¿Esos criminales de la mente?

Jordi se tapó la cara con las manos para proteger el golpe, que todavía dolía.

—Estaba a punto de dejarlo, padre —murmuró con una voz tan baja que apenas podía oírsele.

Su padre pareció calmarse un poco, se puso una mano sobre el pecho y regresó a su sillón. Tras un par de minutos de tenso silencio, Pere Gratallops volvió a hablar:

—Háblame de ello —dijo—. Quiero saberlo todo de principio a fin. Hazlo, no te pegaré. Pero es importante, he de saberlo. Esas personas son peligrosas. Soy tu padre, estoy de tu lado, te ayudaré.

Jordi sintió que las lágrimas le llenaban los ojos, pero hizo un gran esfuerzo para contenerlas.

«No puedo llorar aquí. Pensará que soy un débil. Este momento tenía que llegar; quizá sea lo mejor».

Pere Gratallops cogió uno de sus habanos, lo encendió lentamente y le dio una primera calada. El hombre se reclinó en su sillón, observando a Jordi, expectante.

Con manos temblorosas, Jordi cogió un cigarrillo de la caja del escritorio y lo encendió después de juguetear con él nerviosamente. Con la mirada fija en los viñedos del exterior, empezó a hablar. Le contó a su desconcertado padre que se unió al Opus Dei cuando era un adolescente, cómo iba a sus encuentros y cómo lo ayudaron cuando lo necesitó.

Tras una pausa, Jordi también mencionó la donación de cincuenta mil euros al club y su pelea con el padre Juan Antonio cuando rehusó devolverle el dinero. Dijo que no había vuelto a Belagua desde entonces.

Perplejo, Pere Gratallops permaneció en silencio durante varios minutos; hizo girar su puro entre los dedos una y otra vez.

Suspiró mientras dejaba volar la mirada hacia los viñedos.

—Jordi, eso me entristece más que todo el dinero que podamos perder en las Cavas, incluso más que si perdiésemos toda la empresa —dijo finalmente—. Eso no me importaría tanto como perder un hijo a manos del Opus Dei.

Jordi observó cómo a su padre se le humedecían los ojos, y cómo las lágrimas empezaron a recorrer sus viejas y arrugadas mejillas. Se quedó paralizado; Jordi nunca había visto llorar a su padre.

Contuvo la respiración durante unos instantes.

—No me has perdido —afirmó—. Estoy aquí, no he vuelto allí desde la pelea, y pensaba dejarlo, te lo prometo.

Pere Gratallops asintió.

—Pudiste haber acudido a mí, Jordi. Soy tu padre, siempre te hubiese ayudado.

«Cómo decirle que, de hecho, él no me ha ayudado, porque nunca ha estado por mí, siempre ha sido un padre ausente, siempre en el trabajo, siempre interesado en la escuela, pero nunca en mi persona. Me cargó de responsabilidades, sólo para tratarme como un fracasado si algo salía mal. Mientras, en el club encontraba sosiego y comprensión, no me presionaban. Pero no puedo decirle eso; es mayor y está cansado. Es lo que menos necesita ahora».

—Lo siento, padre —dijo Jordi—. Sé que debí hacerlo, pero ya se ha terminado.

Pere Gratallops arqueó una ceja.

—No del todo, hijo, no del todo. —Dejó el puro sobre el cenicero de plata—. Vamos a resolver esto. Hay que actuar con rapidez.

Padre e hijo llegaron a Belagua casi una hora después, ambos de impecable traje oscuro. Pere Gratallops entró primero, con su alta e imponente figura. No estrechó la mano que el padre Juan Antonio le había tendido.

—Es un placer conocerle, señor Gratallops —saludó el sacerdote, esta vez sin la sotana por tratarse de una visita inesperada—. Qué alegría verte de nuevo, Jordi. Por favor, pasad.

El padre Juan Antonio se dirigió hacia su despacho, seguido por los Gratallops.

Jordi paseó la mirada por la estancia, notando cuán diferente parecía ahora. Era un lugar triste, con crucifijos por todas partes, sin plantas o cualquier otra señal de vida terrenal; sólo rezumaba reclusión y represión, pensó Jordi. El padre Juan Antonio también parecía mayor, más pequeño, menos amenazador sin su sombría sotana.

«Cuántos años perdidos. Cuántos años aquí, metido en la oscuridad, cuando debía haber campeado el ánimo libre, en el campo, en la calle, como hace todo el mundo». Jordi maldecía ahora su pasado en el Opus, culpando a la organización de la vil manera en la que abrió sus sentidos, esa noche, en Londres, cuando pagó a cambio de placer.

«Soy una calamidad, y encima, necesito que papá venga a sacarme las castañas del fuego».

—No tenemos mucho tiempo —declaró Pere Gratallops. Jordi estaba cabizbajo—. Iré al grano.

El padre Juan Antonio se recostó en su sillón.

—Espero que sean buenas noticias. He oído mucho y todo bueno de usted y de su generosidad, señor Gratallops —dijo, con una sonrisa muy intencionada—. Ya sabe que aquí somos muy agradecidos, y Dios siempre tiene muy en cuenta las buenas acciones.

Sin aviso ni preámbulo, Pere Gratallops alzó rápidamente la mano y golpeó la mesa con tanta fuerza que tiró una pequeña figura de arcilla de la Virgen de Montserrat. El padre Juan Antonio, con los ojos bien abiertos pero sin decir nada, la levantó y la puso en su sitio de nuevo. Cuando iba a hablar, Pere Gratallops, siempre un lince, se le adelantó.

—Escuche, señor cura —comenzó—. Sabemos que le dijo a un tal Peñaranda, de Madrid, que las Cavas han pedido un préstamo y que Jordi estaba a punto de casarse. ¿Es eso verdad? No esperamos que un cura mienta.

El padre Juan Antonio desvió la mirada hacia la ventana.

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó—. Las conversaciones son privadas.

—Se trata de un asunto de vida o muerte para nuestra empresa —respondió Pere Gratallops. Jordi asintió.

—Sí, así fue —admitió el sacerdote, inconsciente de la importancia del asunto.

—¿Por qué? —preguntó Jordi, furioso.

El padre Juan Antonio lo miró, estupefacto.

—Cálmate, Jordi —dijo—. Peñaranda es un miembro de Madrid y sólo mostraba amabilidad y preocupación por su comunidad. Nos hizo una pequeña donación, así que mantuvimos una breve charla sobre las actividades de nuestros asociados.

«Ya veo, ahora das información a cambio de donaciones. Me repugna».

Pere Gratallops asió con fuerza los brazos de la silla, tratando de contener su ira.

—Y, durante esa charla, ¿le dijo también algo sobre Banca Catalana? —inquirió.

Jordi tenía un nudo en la garganta. «¿Cómo pudo, cómo pudo hacerlo?».

—Bueno, creo recordar que le hablé de uno de nuestros miembros, un directivo de esa institución, sí —reconoció el padre Juan Antonio, mirando a Jordi y a su padre, como si el asunto no fuera con él.

—Ese miembro debe de ser el hijo de puta «de arriba» que ordenó a Andreu a vender la deuda, después de reunirse con Peñaranda —afirmó Jordi—. Y el cabrón tuvo toda la suerte del mundo, ya que nuestro préstamo es con Banca Catalana y no con otro banco, así que tampoco tuvo que buscar más.

Jordi no cesaba de negar con la cabeza, sin dar crédito a lo ocurrido.

—¿Puedo preguntar de qué va todo esto? —dijo el padre Juan Antonio.

Pere Gratallops golpeó el brazo de la silla y se levantó. Apoyó sus grandes manos sobre la mesa, mirando muy de cerca al sacerdote.

—Esa sanguijuela a la que ha ayudado fue al banco, compró nuestra deuda y, como no hemos cumplido los plazos, ahora controla la maldita empresa. ¿Comprende lo que le digo, maldito cura? —gritó Pere Gratallops.

Al sacerdote, inmóvil, le empezaron a sudar las manos y la frente, observó Jordi.

«Esto es lo que mereces», pensó Jordi, mirando a su anterior director espiritual directamente a los ojos.

—No sé de qué me está hablando —negó el sacerdote, visiblemente asustado.

—¿Y qué me dice de los cincuenta mil euros que le robó a mi hijo, tampoco sabe de qué se trata? —volvió a gritar el padre de Jordi, inclinado sobre el escritorio para agarrar al sacerdote por la camisa durante unos segundos, antes de soltarlo.

El sacerdote se echó atrás en su sillón, respirando pesadamente.

—Voy a llamar a la policía —advirtió, aterrado—. No podéis irrumpir de esta manera, esto es una iglesia, por Dios. Jordi, ¿qué le pasa a tu padre?

Jordi permaneció en silencio, al tiempo que su padre puso una mano sobre el teléfono.

—No va a llamar a nadie —lo amenazó—. Usted y yo vamos a resolver esto, aquí y ahora; de lo contrario, el que va a empezar a hacer llamadas seré yo: a la prensa, a la policía y al mismísimo Espíritu Santo, para decirles cómo lava la mente de niños inocentes, les roba el dinero y se apodera de su tiempo y de sus vidas sin decir una palabra a sus padres. ¿Le ha quedado claro?

El padre Juan Antonio retiró la mano que casi había llegado al aparato.

—Haré varias llamadas y crearé un magnífico escándalo —insistió Pere Gratallops con la mirada encendida de odio.

—No hemos robado nada. Fue una donación.

—¡Pero no se lo devolvió cuando vino a pedírselo, cuando más lo necesitaba, cuando incluso le dijo que estaba dispuesto a devolverlo en cuanto pudiese! —gritó su padre—. ¿Qué especie de crueldad es ésta? ¡Ladrón!

Se hizo un silencio.

«Todo es culpa mía. No habría pasado nada de haber sido más listo. Debí hacer como mis hermanos, hubiera sido mucho más feliz y probablemente ahora seguiría con María».

—¿Qué quiere exactamente? —preguntó al fin el padre Juan Antonio.

Pere Gratallops sonrió cínicamente.

—Me alegro de que esté abierto a la negociación —dijo—. Quiero que devuelva ahora mismo la donación, íntegra. Y quiero que salga de la vida de mi hijo y que no vuelva a acercarse a él nunca más. De lo contrario, le demandaré y le dejaré sin nada, no pararé hasta arruinarle. ¿Comprende?

El padre Juan Antonio tragó varias veces y miró a Jordi, que le mantuvo la mirada.

—Está bien —aceptó el sacerdote—. En cuanto sea posible…

—¡Ahora! —gritó Pere Gratallops, interrumpiéndolo.

El sacerdote abrió un cajón, sacó un talonario y firmó un cheque. Se lo tendió al empresario, quien se lo arrebató con fuerza.

Padre e hijo se levantaron y se marcharon sin decir palabra.

—Vayan con Dios —dijo el sacerdote a sus espaldas, cuando estaban a punto de cerrar la puerta tras de sí.

«Y tú vete al infierno», pensó Jordi. Se sintió limpio, vivo, nuevo, en cuanto cruzó las puertas de Belagua por última vez.

Tardaron dos horas en llegar a Cala Montjoi, en la Costa Brava, puntuales a la comida que habían organizado en El Bulli con el director del Banco de Girona. Pere Gratallops sólo necesitó un par de llamadas desde su Jaguar, justo a la salida de Belagua, para disponer el próximo paso de su plan.

Sentados frente al mar, los tres comensales disfrutaban de una sopa transparente de jamón cuando sonó el teléfono de Jordi. Era María, con quien apenas había hablado desde la cancelación de la boda. Más por caballerosidad que por albergar ninguna esperanza de reconciliación, Jordi se excusó y atendió la llamada.

«Dios, si supiera lo que está pasando».

Lo sabía demasiado bien. El mismo artículo de Bloomberg en La Vanguardia había aparecido ese mismo día también en el Financial Times.

En una escueta conversación, Jordi, incapaz de mentir a María, no tuvo más remedio que confirmarle la veracidad de la noticia. También la urgió a que siguiera adelante con la presentación al ayuntamiento el día siguiente, convencido de que el problema del préstamo estaba a punto de solucionarse.

De vuelta a la mesa, y con el sonido de fondo de las olas rompiendo en las rocas, los tres hombres llegaron a un acuerdo.

—Nosotros podemos comprar la deuda, a cambio de un tercio de las acciones de la empresa. El suyo es un negocio muy interesante, y el mundo por fin empieza a apreciar los vinos y cavas de calidad, como los Gratallops —aseguró el director del Banco de Girona—. Además, ahora es un buen momento, disponemos de suficiente capital, ya que nos salimos a tiempo del mercado inmobiliario.

—Me alegra oírlo —celebró Pere Gratallops, observando la espuma de su tortilla, el sorbete de barbacoa y la gelatina caliente de algas que le acababan de traer—. Nosotros estamos de acuerdo, siempre y cuando tengamos garantías de que esas acciones no cambiarán de manos, y de que tendremos una opción de recompra en el futuro.

—No creo que eso sea ningún problema —señaló el banquero, satisfecho.

—Todo mejorará en cuanto el almacén de Londres entre en funcionamiento —afirmó Jordi, quien tenía una fe ciega en el mercado inglés, a pesar de María y de Nell.

Pere Gratallops se acomodó en la silla.

—Pero si, por alguna razón, la expansión inglesa no funcionara, también podríamos salir a bolsa y levantar fondos para atacar otros mercados; sobre todo pienso en Asia —dijo—. En ese caso, ustedes podrían encargarse de la operación, llevándose todas las comisiones —añadió al sonriente banquero.

—Tenemos que hablar mucho de Asia —aceptó el director, frotándose las manos, y luego pinchando la espuma de la tortilla con el tenedor, pero sin acertar a darle a la escurridiza sustancia. Lo volvió a intentar una y otra vez, hasta conseguirlo.

Los tres hombres rieron y continuaron la comida, como si nada.

Pocas horas después, Jordi y su padre estaban sentados en la terraza principal de la masía, recostados en cómodas sillas de mimbre, contemplando la puesta de sol tras los viñedos.

—Vamos, hijo —dijo Pere Gratallops—. Todavía nos queda una cosa.

Jordi miró a su padre. Admiraba su energía. Él hubiese dejado la llamada a Peñaranda para el día siguiente, pero su padre no. «A grandes males, grandes remedios. ¿Para qué esperar?».

—Vamos —aceptó Jordi, cansado.

Pere Gratallops llamó a Peñaranda desde su móvil, activando el «manos libres» para que Jordi pudiera participar en la conversación.

—Hola, Peñaranda, Gratallops al habla —saludó.

—Hola.

«De hecho, estos dos no se llevarían nada mal, todo lo arreglarían con monosílabos».

—Tengo un trato que proponerle —dijo su padre.

—Adelante —repuso Peñaranda sin perder tiempo.

—Le pagaré la deuda a noventa y cinco céntimos por euro y usted retira la demanda judicial de las tierras. ¿Acepta?

—No —dijo Peñaranda al cabo de unos segundos—. Sólo aceptaríamos el cien por cien.

—Usted adquirió esa deuda con un descuento significativo y va a ganar mucho dinero con este trato, dejémoslo en noventa y ocho.

Peñaranda permaneció un momento en silencio.

—¿Al contado?

—Por supuesto.

—Bien, trato hecho. Mi asistente le llamará para concretar los detalles —aceptó Peñaranda con tono eficaz.

—Perfecto, deseo que cerremos el trato lo antes posible —propuso Pere Gratallops, dando por finalizada la conversación.

«Tantos años estudiando finanzas en la universidad, aprendiendo modelos basados en matemática compleja, y mira a qué se reducen las cosas. A fin de cuentas, la vida tampoco es tan compleja».

—Ya hemos alimentado a los buitres, podemos descansar —dijo Pere Gratallops, provocando una amplia sonrisa en Jordi. Lentamente, el viejo empresario se levantó y se dirigió hacia el pequeño bar al final de la terraza, regresando con dos copas de un whisky de malta añejo.

—Toma, hijo —ofreció, entregando uno a Jordi—. Esto sienta bien después de un día movido en la oficina.

Animado por el humor de su padre, Jordi tomó la copa y la alzó para brindar.

—Por las Cavas.

—Por tu futuro en ellas —repuso su padre, sentándose de nuevo.

Jordi sintió como si una llama le atravesara la garganta. Ante la mirada indulgente de su padre, Jordi tosió, estiró el cuello y se aflojó el nudo de la corbata. Con más calma, se recostó en la silla como su padre; los dos observaron los últimos rayos de sol sobre los viñedos.

Después de un buen suspiro —y bebiendo el whisky a sorbos más pequeños— Jordi recordó cómo correteaba por los viñedos de niño, y cómo su madre le enseñó a recoger la uva, pacientemente, racimo a racimo. Le encantaba pasar con su padre, año tras año, justo antes de la siembra, tocando la tierra, sintiéndola. Le fascinaba ver crecer las viñas hasta dar su fruto; era el ciclo de la vida; de su vida también.

«Éste es mi lugar, adonde pertenezco, y no el Opus. Es mi casa, mi hábitat, y es un milagro que lo hayamos podido conservar hoy».

Miró a su padre, lleno de admiración. «A su edad, y todavía en pie de guerra. Los hombres grandes luchan para defenderse».

Jordi se volvió hacia su padre, que ahora fumaba uno de sus puros.

—Gracias por tu ayuda hoy —le dijo desde lo más profundo de su corazón.

Pere Gratallops miró su puro, después a los viñedos y suspiró.

—Para eso están los padres, Jordi —respondió, sin mirarle—. Estas tierras serán tuyas para siempre, y nadie nos las quitará de las manos.

Volvió a levantarse y se acercó al balcón, apoyando su pesado cuerpo en la barandilla de piedra. Sin quitar la vista de los viñedos, respiró hondo y fumó un poco más de su puro.

—Era sólo un adolescente cuando vi cómo se llevaban a mi padre —comentó, apuntando hacia el cobertizo que había a la entrada de las viñas—. Justo allí.

Hizo una pausa para fumar un poco más. Jordi contuvo el aliento, empatizando con su padre.

—Mi madre estaba en la cocina cuando la Guardia Civil irrumpió en la masía gritando su nombre —continuó el anciano—. Mi padre no se resistió. Le instaron a que dejara de enseñar catalán a sus trabajadores, a que disolviese el sindicato que les había permitido crear, pero él se negó. Conocía a los civiles. Habían venido muchas veces, siempre con amenazas. Pero esa última vez eran cinco, en vez de los dos habituales a cargo de la zona, así que enseguida supo que sería diferente. Yo me escondí tras la puerta del cobertizo y vi cómo lo esposaban. Mi madre salió de la cocina y se quedó en silencio. No nos dejaron despedirnos de él.

Pere Gratallops no dejaba de fumar, la mirada fija en el cobertizo.

—«Cuida de la familia y de la tierra», eso fue lo único que me dijo antes de que se lo llevaran. Me dijo que la tierra era mía y que siempre lo sería. «Hazlo por mí».

Se volvió hacia Jordi, quien le miraba, entregado, desde la silla.

—Y eso es lo que he hecho, todos y cada uno de los días de mi vida —afirmó—. Y eso mismo te voy a pedir a ti, Jordi, cuida de esta tierra como si fuese tu propio corazón.

Jordi miró a los ojos de su padre y luego a los viñedos.

«Ya es mi corazón».

—Lo haré, padre. Prometo que lo haré.