Unas semanas después, y procedente del aeropuerto, María entró en Fino, el mejor restaurante español de Londres, en Charlotte Street. Llegaba media hora antes de su cita con Nell. Era un cálido día de abril y las dos mujeres acababan de pasar un fin de semana en Barcelona, que María había revivido mentalmente una y otra vez.
Jugando con el tenedor, María cerró los ojos y recordó a las dos compartiendo una botella de vino y jugando al backgammon en su terraza, mientras Bombillo correteaba alrededor; o la emoción de Nell ante la arquitectura modernista del Passeig de Gràcia, o el entusiasmo que había puesto en aprender unas palabras de catalán.
—Salut i força al canut! —decía a la menor oportunidad, siempre con una carcajada.
De vuelta a la realidad, María miró el reloj por tercera vez en cinco minutos; sólo quedaban veinticinco. Rescató un pequeño espejo del bolso y repasó su peinado y la pintura de labios. Pidió una copa de Albariño y echó una ojeada al menú. Tenían su comida favorita, y también la de Nell, a quien le habían encantado los calamares de los bares de la Barceloneta, sentadas en las terrazas junto al mar.
María recordó las largas tardes después de comer, cuando regresaban al piso para echarse una siesta. Desnudas en la cama, medio tapadas por el edredón, habían charlado de su pasado y presente bajo la luz que se colaba por las persianas, totalmente ajenas al pasar de las horas.
Suspiró y tomó de su pequeña maleta un álbum de fotos que había preparado para Nell; era un regalo. Lo abrió con cuidado para ver, una vez más, las fotos del fin de semana.
«Los mejores momentos de mi vida».
Se detuvo en una imagen de Nell en el mercado de la Boquería, sosteniendo un bacalao por la cola. Se rió cuando vio la cara de asco que tenía al contemplar la cabeza del pobre animal.
Pasó delicadamente las páginas, que también incluían entradas a museos, recibos de restaurantes y pequeños iconos de la ciudad recortados de folletos que había ido acumulando para preparar la visita. Se había pasado horas llamando a la oficina de turismo en busca de relatos y lugares relacionados con la Guerra Civil; quería sorprender a Nell con un tour hecho a medida. Y a Nell le encantó, al igual que el resto de la ciudad, según le dijo. Para su deleite, Nell incluso dijo que, algún día, le gustaría vivir allí.
—¿Qué hago yo en Londres? —se preguntó mientras paseaban por la Plaça del Diamant, en el barrio de Gràcia.
«¿No sería maravilloso vivir juntas en Barcelona?».
Llegó a la última página del álbum, donde había escrito: «Nada mal para una principiante, ¿eh?». También había añadido: «T’estimo». Nunca había pronunciado esas palabras a Nell. Escribir siempre era más fácil.
«Ya va siendo hora de que deje de fingir. Ésta es la verdad y soy consciente. De nada sirve buscar donde no hay; lo de Jordi nunca habría resultado. Era demasiado joven, o demasiado inexperta, no sabía lo que significaba querer. Creía que se trataba de encajar estilos de vida; ahora sé que esto va de clics, de que los corazones, las mentes y cuerpos hagan clic, y que luego encajen bien en la práctica. Pero es el clic, nada que se pueda ver o decidir sobre el papel».
María paseó la mirada por el restaurante. Empezaba a llenarse. Había una pareja de atractivos hombres en la mesa contigua, de aspecto inmaculado, mirándose con intensidad.
«Ahora resulta que todo el mundo es gay».
La gente parecía feliz y armoniosa. De repente, el mundo era un lugar fabuloso.
Volvió a mirar el reloj.
«Un cuarto de hora».
Tenía previsto quedarse dos noches en Londres en casa de Nell, ya que al día siguiente tenía que presentar al ayuntamiento de Islington el proyecto final del almacén. Patrick y los arquitectos de Barcelona habían diseñado una remodelación del edificio de Correos sin alterar su fachada, como Nell había sugerido. Milagrosamente, entraba en el presupuesto.
Mañana sería el gran día. La obtención del permiso sería una victoria para el banco, y para ella —había sido un proceso largo y tedioso, cuestionado por unos compañeros envidiosos que decían que sólo había recibido el encargo porque se casaba con el hijo del dueño—. María había puesto todo su empeño, dedicando horas interminables a la presentación final. Igual esto le abriría las puertas a una promoción.
El acuerdo también podría ayudar a Nell; la inversión de Caves Gratallops en Islington atraería una publicidad favorable por la creación de empleo y el intercambio cultural. Su carrera necesitaba un empujón, e igual el éxito de este proyecto se lo podría proporcionar, le había dicho.
María levantó la vista en cuanto Nell bajó el último peldaño de las escaleras que conducían al restaurante. Excitada, se levantó rápidamente, con torpeza, golpeando la mesa con la rodilla y tirando una copa vacía sobre el mantel.
Nell se acercó con cara de póquer.
«Por favor, sonríe, ya sé que soy torpe».
María volvió a colocar la copa y estiró el cuello para besar a Nell, pero ésta no respondió al gesto. María se sorprendió.
«¿Será porque estamos en un lugar público?».
De todas maneras, María la besó en los labios brevemente, pero su amiga ni se inmutó.
—Hola —dijo María.
Se sentaron. Nell todavía no había dicho una palabra. No parecía enferma. Lucía su habitual ropa negra, una bufanda de seda; todo parecía en orden.
—¿Cómo estás? —sonrió María, intentando romper el hielo. Intentó cogerla de la mano, pero Nell la retiró. María arqueó las dos cejas.
«¿Quién iba a decir que sería a mí a la que no le importaría mostrar afecto en un restaurante?».
María estaba ilusionada. Llevaba dos semanas esperando este momento, desde la última vez que vio a Nell en Barcelona.
—Cómo me alegro de verte. ¿Te apetece una copa? —preguntó amablemente.
—No, gracias —rechazó Nell escuetamente. Observaba a María fijamente.
Ella miró a ambos lados y observó las manos de Nell, bajo la mesa.
—Cariño, te he traído un regalito, mira. —Le puso el álbum de fotos sobre la mesa.
Nell no dijo nada.
—Cielo, son las fotos de Barcelona. —Pasó algunas páginas con delicadeza, pero pronto lo dejó, ya que Nell no mostraba interés alguno—. ¿Estás bien? —María empezó a preocuparse.
—No, tenemos que hablar.
María se echó hacia atrás.
—¿Qué pasa? —Volvió a apoyarse sobre la mesa, pero dio un pequeño bote en su silla cuando Nell, abruptamente, abrió su cartera, sacó un ejemplar del Financial Times y lo tiró sobre la mesa.
—¿Qué es esto? —inquirió bruscamente, señalando un artículo con uno de sus largos dedos—. Quiero una explicación.
María no comprendía nada. Desconcertada, miró el periódico y luego a Nell.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Eso precisamente quiero saber. ¿A qué se refiere esto?
María la miró con incredulidad y cogió el periódico.
«Barcelona-Londres, 27 de abril (Bloomberg). La empresa vinícola catalana Caves Gratallops está siendo acorralada por un grupo de fondos especulativos que ha adquirido el 85% de su deuda. El fabricante de cava, que atraviesa una situación difícil por la caída de sus ventas nacionales, no ha efectuado el primer pago de los intereses de su deuda, lo que le ha puesto a merced de sus acreedores. Éstos podrían empujar a la empresa a la bancarrota para obtener el control, según fuentes relacionadas con el asunto».
María, atónita, soltó el periódico.
—Esto no es verdad —dijo—. No sé de dónde sale esto, pero Caves Gratallops no tiene problemas. Los fondos especulativos nunca se han acercado a la empresa.
Nell mantuvo el ceño fruncido.
—¿Quieren pedir ya, señoritas? —preguntó el camarero al llegar.
—Aún no —repuso Nell rápidamente.
María se echó hacia delante, cogió las manos de Nell, pero ésta volvió a retirarlas.
—Por favor, no te creas ni una palabra de eso. Pidamos algo de comer, tomemos un buen vino y hablémoslo. Será un malentendido.
—El Financial Times no miente —afirmó Nell, con tono definitivo.
—Te juro que no es verdad.
Nell le lanzó una mirada de angustia.
—Tengo una reunión con el pleno mañana —dijo—. Son personas poderosas y relevantes a las que he dedicado mucho tiempo y esfuerzo para llevar tu proyecto a buen puerto, convenciéndoles de lo importante que es para la comunidad y para el ayuntamiento. —Miró el periódico—. Hoy, todo el mundo ha visto esto. ¿Qué les vas a explicar mañana?
—Presentaré el caso según tengo planeado, por supuesto —contestó María—. He pasado semanas preparándolo. Quiero que salga bien tanto como tú, o más.
Nell lanzó una carcajada llena de cinismo.
—¿Crees que después de esto tendrás la menor oportunidad de conseguir un permiso? ¿De verdad lo crees?
—Espero que el ayuntamiento decida en función de la verdad, y no de las especulaciones de un periódico. —Hizo una pausa para mirar de nuevo el rotativo—. Además, ¿qué sabrán estos periodistas?
—¡Es el Financial Times! —Nell plantó sus manos con autoridad sobre la mesa—. Después de esto, te exigirán un sinfín de pruebas. ¿Cómo piensas que reaccionarán cuando se enteren de que les mentisteis?
—¡Yo no he mentido a nadie! —exclamó María con voz más alta de la cuenta. Paró para tomar aire y siguió con un poco más de tranquilidad—: Por lo que yo sé, Jordi firmó unos documentos que certificaban el estado de las cuentas de la empresa; tienes que creerle. Él jamás firmaría algo que no fuese cierto.
—Seguro que lo sabía. Las ventas no caen así como así —rechazó Nell, lanzándole una mirada amenazadora—. Es un mentiroso. María estaba estupefacta.
—¿Cómo puedes decir eso? —preguntó—. Por favor.
—No quiero más mierda, María —dijo Nell, muy distante—. No juegues conmigo. Espero que no pienses que por haber pasado un tiempo juntas —muy poco, por cierto— puedes jugármela con algo así.
—Nell, ni siquiera sé a lo que te refieres.
—Eso es incluso peor, ¡vaya banquera tan mala!
María se movió impacientemente en su silla, miró a un lado y a otro.
—Nell, esto es ridículo. ¿Por qué no comemos y lo hablamos con calma?
—Quiero una respuesta. Ya.
María no sabía qué hacer. Ésa no era la Nell que recordaba. Era fría, más parecida a la burócrata que conoció el primer día. ¿Dónde se había metido la persona dulce, atenta y amistosa?
María sacó su BlackBerry del bolso y marcó el número de Jordi.
—Esto lo vamos a aclarar ahora mismo. Estoy llamando a Jordi.
Nell no dijo nada, su mirada, clavada en los ojos de María.
—Hola —fue todo lo que dijo Jordi al coger el teléfono.
—Hola, Jordi. —María se sentía incómoda. Sólo habían hablado un par de veces desde Semana Santa, y únicamente para discutir los detalles de la cancelación de la boda.
—No es un buen momento, María —dijo.
—Es urgente —replicó María, ansiosa.
Jordi hizo una breve pausa. María oyó cómo suspiraba.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Jordi, estoy en Londres, es sobre el almacén. Hay un artículo en el Financial Times que dice que las Cavas están con el agua al cuello y que los fondos especulativos os están empujando a la quiebra.
Hubo un silencio.
—¿Jordi? —María miró a Nell, incrédula.
—¿Has presentado el proyecto ya? —preguntó Jordi.
—Es mañana. Creía que lo seguías con más atención. ¿Se puede saber qué pasa?
Jordi guardó silencio.
—Jordi, ¿es verdad lo que pone en el periódico? —insistió María, con voz temblorosa.
—Sí —dijo Jordi en voz baja.
—¡¿Qué?! —gritó María—. ¿Por qué demonios nadie me ha dicho nada? ¿Lo sabe Andreu? ¿Qué ha pasado? —Se tapó la boca con la mano y clavó la mirada en el techo.
—El boicot nos está destrozando, y algún idiota de tu banco vendió nuestra deuda a un fondo especulativo. —Jordi hizo una pausa.
«No puede ser».
—Ahora no puedo hablar —prosiguió Jordi—. ¿Por qué no consigues ese permiso del ayuntamiento y después hablamos? Necesitamos ese almacén desesperadamente.
—Pero, Jordi, sabes perfectamente que no podemos hacer una presentación omitiendo este hecho. —María estaba desconcertada—. ¿Te piensas que puedo presentarme allí como si nada?
—Me da igual, María —dijo Jordi con dureza—. Sólo sé que tengo docenas de empleados a quienes pagar y una situación delicada que resolver. Ese almacén es nuestra única salvación. Por favor, intenta conseguir el permiso, es todo lo que tengo que decir.
Colgó.
María miró a Nell.
—Joder, es verdad.
—Qué buena actriz eres —dijo Nell—. Estoy segura de que tú y tu novio lo teníais todo planeado: la chica mona que flirtee con la funcionaria lesbiana a ver qué descuento nos consigue.
«¿Cómo puede creer eso de mí?», pensó María, horrorizada.
Trató de cogerla de la mano, pero Nell la rechazó inmediatamente.
—Por favor —rogó María.
—A ver cómo sales de ésta mañana, ¿eh? —dijo Nell, sonrojada por la ira—. ¿O también tienes un plan? Te lo advierto: si no les dices la verdad, tendré que hacerlo yo, así que gracias por proporcionarme el momento más ridículo de mi carrera. La empresa por la que he estado luchando, la que iba a ayudar a Islington y a sus trabajadores, se va a pique. «Buen trabajo, Nell», me dirán.
—Nell, te juro que yo no sabía nada de esto —aseguró María, sin quitarle la mirada de encima.
—¿A un día de la reunión y no sabes que tu empresa está al borde de la quiebra? Pero ¿qué clase de banquera eres? —Nell la miró fijamente a los ojos—. No me fío de ti, María —añadió—. Tenía que haberme dado cuenta antes. Eres la típica hetero que trae problemas a las lesbianas. Siempre igual. Vienen, se aprovechan y desaparecen, como un juego. —Hizo una pausa—. Aunque tú nunca fuiste más que un rollo de una noche, nada más.
María sintió como si una espada le atravesara el corazón.
«¿Un rollo de una noche?».
María se negó a creer las palabras de Nell. Recordó el fin de semana de Barcelona, sobre todo cuando Nell le dijo que con ella se sentía conectada a la vida, viva. Miró a Nell.
—Por favor, confía en mí —dijo con ojos suplicantes.
—Ya he confiado en ti demasiado.
María movió la cabeza de un lado a otro, desesperada.
El rostro de Nell era impasible, distante, frío. María no veía ningún destello en sus ojos, ninguna manera de conectar con ella.
—No puedo creer que no confíes en mí —afirmó—. Por favor, di que no es verdad. ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde está la Nell que conozco? ¿La Nell paciente y comprensiva?
«La Nell a quien más quiero en este mundo. La Nell por la que he cambiado mi vida entera».
No tuvo el valor de pronunciar esas palabras.
—Siempre he confiado demasiado en la gente, y siempre con el mismo resultado —respondió Nell—. Eso es todo. Adiós.
María se llevó las manos a la cara, intentando ocultar las lágrimas que empezaban a llenar sus ojos.
Tras unos segundos, miró a su amiga y, perpleja, la vio levantarse e irse.
La siguió, pero Nell fue más rápida. Cuando María salió a la calle, ya no quedaba rastro de ella.
«Esto no puede ser verdad. Es una pesadilla».
Después de muchos intentos de llamarla, se rindió. Nell había apagado su móvil.
Apenas media hora más tarde, María tuvo suerte de encontrar habitación en el Hilton de Islington. Sin quitarse la chaqueta, llamó rápidamente a Andreu, su jefe.
«No puedo hundirme. Tengo que ser racional, activa. Tengo que resolverlo».
—Andreu, tenemos un problema. ¿Has visto el Financial Times hoy? —preguntó directamente.
—Algo he oído, sí.
—¿Y? Tengo entendido que es verdad.
—Sí.
María frunció el ceño, estaba furiosa con su jefe.
—¿Por qué no me dijiste nada? Estoy promocionando esta empresa en Londres y el ayuntamiento evidentemente ha visto la noticia. ¿Se puede saber qué pasa?
—María, hay cosas que tienen que ser confidenciales —respondió Andreu—. Pero no tenemos ningún problema con el ayuntamiento: cuando Jordi firmó los documentos, el préstamo aún no se había materializado. No mintió.
—Tú lo sabrías desde hace algún tiempo —dijo María en voz alta—. Las empresas no quiebran de la noche a la mañana.
—Los hechos se han precipitado, María.
—¿Y qué esperas que haga yo? Mañana tengo que convencer al ayuntamiento de lo saneada que está la empresa y de que nuestro proyecto es excelente.
Andreu se quedó callado un instante.
—Procede según lo planeado, di que el préstamo es una medida a corto plazo que pronto se resolverá.
—¡No puedo mentirles!
—No es una mentira, di que lo solucionaremos; estoy seguro de que así será.
—Esta empresa no puede con su deuda y ha caído en manos de fondos de especulación. No puedo entrar y fingir que todo va bien.
—María, tenemos que cuidar de nuestros clientes y las Cavas necesita este proyecto. Ponte de su lado, para eso se te paga.
La mano que sostenía el móvil casi le temblaba.
—No puedo hacerlo, Andreu.
—Es tu obligación —dijo el banquero—. Si no, me costará justificar que mantengas tu puesto. Hay mucho dinero en juego, hay que ayudar a las Cavas, es nuestro cliente.
—¿Me estás amenazando? —María nunca había visto este lado de su jefe, ni en ninguna otra persona. No sabía que las cosas podían caer tan bajo.
—No tengo más que decir, salvo que cumplas con tu obligación. No se te paga para pensar, sino para ejecutar.
María colgó, estupefacta.
Se acercó a la ventana y encendió un cigarrillo con manos temblorosas. Exhaló el humo, con un fuerte suspiro y la mirada perdida.
«Nell, cuánto lo siento. En qué lío te he metido».
María intentó volver a llamarla, pero fue imposible. Se apoyó en la ventana y siguió fumando.
«Lo sabía. Sabía que familia y negocios juntos es una receta para el fracaso. Mira dónde he acabado».
Respiró profundamente. Nunca le había gustado trabajar con familiares, y se sintió incómoda cuando su jefe le asignó el proyecto de las Cavas. Trabajo y familia son dos relaciones distintas y es difícil mezclarlas, o pasar de la una a la otra, con la misma persona, en cuestión de horas. De hecho, este proyecto sólo había traído estrés, largas horas de trabajo y puede que ahora le costase incluso el empleo.
«Aunque tampoco sería una tragedia».
María había llegado a la banca casi por defecto, ya que era el lugar con más garantías después de estudiar Económicas. A ella siempre le había gustado la combinación de ciencias y humanidades, y trabajar en banca era, a la postre, la opción más natural o, como mínimo, al menos donde estaban los puestos de trabajo. También creía, al menos hasta ahora, que los bancos son el motor de la economía y la sociedad, ya que financian los proyectos de quienes quieren crecer o crear.
«Ahora lo entiendo —pensó—. No se trata de ayudar al cliente por encima de todo, de pensar en la mejor solución para él —pura mierda corporativa de multinacional americana—. Aquí se trata de que el banco cobre la comisión, se lleve su tajada, caiga quien caiga. Las Cavas no pueden sostener ni un euro más de deuda para construir un almacén, pero qué importa: el banco sigue empujando para finalizar el proyecto y así pasar la factura. Aquí la gente sólo piensa en sí misma».
Recordó las palabras de su jefe, su amenaza de despido.
«Después de decirme tantas veces que soy la mejor, y que sin mí el departamento no sería nada, ahora resulta que, si no hago lo que me dicen, me despiden. No hay lealtad en este negocio. Soy tu aliado mientras tú seas el mío, da igual el trabajo en sí; ¿a quién le importa lo que piense? ¿Se dan cuenta de que esto no conviene a la empresa? Seguro que sí. Pero ahora lo veo, eso es secundario. Sólo quieren ganar todo lo que puedan, tan rápido como sea posible, para poder dedicarse a otra cosa. Yo no soy así».
Se encendió otro cigarrillo.
«No soy como ellos. Yo nunca presionaría para tirar hacia delante con el almacén, se los comerán las deudas; es una locura que mi jefe lo haga. No quiero acabar como él: trabaja para ti mismo, a costa de joder al cliente».
Agotada, María se acercó al minibar para prepararse un gin-tonic, se puso el pijama y se sentó en el sillón, junto a la ventana. Había oscurecido. Observó a los transeúntes.
«Es increíble que me tragara este estúpido cuento corporativo. Qué ingenua. Ahora lo veo todo claro, y no me gusta, no lo quiero».
Recordó su libro, La profecía Celestina.
«Si pierdo el trabajo, quizá sea por una razón. Podría venir a Londres, con Nell».
Cerró los ojos.
«Nell. Si tan sólo pudiera hablar con ella. Si tan siquiera quisiera escucharme».
Intentó contactar con ella repetitiva, casi compulsivamente, durante los siguientes minutos, pero su móvil seguía apagado. Necesitaba hablar con su confidente, su mejor amiga; aunque igual ya no lo era.
Se sentía sola. La relación con Nell y todo lo que había aprendido con ella la habían distanciado de Belchite y de su familia, y Barcelona, su segundo hogar, también empezaba a desmoronarse: ya no tenía a Jordi, y pronto puede que tampoco un trabajo. Ya ni siquiera creía en su profesión.
Y ahora, Nell, el centro de sus esperanzas e ilusiones, su mejor amiga y aliada, también había desaparecido. María había perdido todos sus puntos de referencia.
Miró por la ventana y sólo vio el cielo negro. Había empezado a llover y las lágrimas cruzaban sus mejillas. Fue hacia la cama, donde se dejó caer pesadamente. Escondió la cabeza bajo la almohada, tirando de los bordes con fuerza. Aún sollozante y enfadada, golpeó el colchón con un pie, fuerte, una y otra vez. Luego paró y respiró hondo.
«¿Adónde se ha ido mi vida? ¿Qué he hecho para merecer esto?».
Miró su móvil. Ni rastro de Nell. Volvió a intentarlo, pero su suerte no cambió.
Con el teléfono pegado al pecho, lloró y lloró, inconsolable, como el día en que su madre la llamó para decirle que la abuela Basilisa había muerto. De nuevo, su mundo se había desmoronado. Por segunda vez, la persona a la que más quería en el mundo la había abandonado, por una razón u otra.
Vacía de lágrimas, María sintió el silencio a su alrededor, la cama fría, el inmenso vacío en su corazón.
María abrazó la almohada, apoyó la cabeza en ella, deseando que fuese Nell. Recordó su olor, su piel suave, sus cálidas palabras y su mirada intensa y cautivadora. Los recuerdos desencadenaron nuevas lágrimas, incontrolables, hasta que no le quedó una sola por derramar.
«No me queda nada. Nada».
Contempló las vacías paredes de la impersonal habitación de hotel y, como una autómata, se levantó para mirar por la ventana, buscando a Nell entre docenas de personas.
«Quizá haya cambiado de opinión y venga aquí. Se figurará que estoy en este hotel».
No la vio.
Volvió a comprobar el móvil, pero no había llamadas ni mensajes. Intentó llamar otra vez, con el mismo resultado. Insistió, obsesivamente.
«Tengo que hablar con ella. Ahora. Lo necesito».
Tras varios intentos, las líneas comenzaron a sobrecargarse y cada vez resultaba más difícil llamar. Además, el móvil sonó, indicando que quedaba poca batería.
María frunció el ceño y asió el aparato con fuerza, casi aplastándolo.
«Maldita baratija de plástico».
Quiso arrojarlo por la ventana, pero no encontró la manera de abrirla.
«Odio estos edificios artificiales. Es como una jodida prisión de lujo».
Tiró el móvil al suelo, pero el golpe debió de dejar alguna tecla enganchada, porque el aparato no dejó de pitar, reiterada y estridentemente.
Furiosa, María lo recogió para salir casi corriendo hacia el baño, donde, con decisión, lo arrojó al inodoro, y tiró de la cadena. Se quedó mirando cómo su BlackBerry de cuatrocientos euros se iba directamente al sistema de alcantarillado de Londres.
«A la mierda el teléfono. A la mierda Nell. A la mierda el mundo».
Se sentó sobre la taza del baño, derrotada. Movió la cabeza y se miró al espejo: estaba pálida como un muerto, tenía los ojos muy rojos y el maquillaje esparcido por toda la cara. Parecía que no se hubiera peinado en una semana.
Se apoyó en el lavabo y se quedó inmóvil durante casi un cuarto de hora, con la mente casi en blanco. Respiró hondo varias veces.
«Tengo que hacer algo, tengo que luchar, eso es lo que me habría dicho la abuela. Me habría llamado “tontica” si me hubiese visto así».
María volvió a la habitación arrastrando los pies y se metió en la cama, la mirada fija en el techo.
«Quizá debería llamar a mi madre. Ella ha luchado sola toda su vida. Es una mujer valiente, no como yo, que soy un desastre».
Unos minutos después, un poco más calmada, María marcó el número de su madre desde el teléfono de la habitación. «¿Quién iba a decir que alguna vez necesitaría a mi madre? Supongo que, a pesar de todo, uno siempre necesita a su madre».
Conchita contestó, después de varios tonos, con su habitual voz de mando:
—¿Sí?
—Madre, soy yo, María.
—¿María? —Conchita parecía sorprendida. Nunca llamaba tan tarde, las pocas veces que llamaba. Eran casi las once en España—. ¿Todo bien?
—Estoy en Londres —respondió María. Por un instante, reconsideró su decisión. «¿Es ella la persona adecuada?». Se imaginó a su madre de joven, arando los campos en verano, y trabajando después de las clases en el internado de Zaragoza para poder pagar el colegio. “Sí que lo es”—. Madre, ha pasado algo —dijo finalmente.
Conchita aguardó al otro lado de la línea.
—Dime —pidió, segura.
María explicó a su madre las conversaciones con Nell, Jordi y Andreu con todo el detalle posible.
—Básicamente —resumió María— o pierdo el trabajo o a la persona que quiero. Y mientras, mi jefe me presiona para mentir al ayuntamiento, asegurando que los fondos especulativos son corderitos inofensivos y que todo saldrá bien.
—Me cuesta creer que la familia de Jordi se haya metido en una situación así —dijo Conchita—. Si esos buitres se acercan a mis olivos, me aseguraré de enterrarlos bajo la tierra como hizo tu abuela con el dinero.
—Madre, por favor.
—Qué mundo este —siguió Conchita—. María, ya te había advertido muchas veces que esos tiburones no tienen valores cristianos.
—Madre —rogó María, impaciente. «Razón no te falta, pero éste no es el momento»—. Supongo que la elección es entre Nell o el trabajo —reiteró María, ansiosa por escuchar un consejo, pero temiendo que su madre le saliera con lo de que primero es la obligación que la devoción, que tantas veces había escuchado durante su infancia.
—¿Estás segura? —preguntó Conchita—. No sé si es cuestión de elegir entre lo que te gusta más y lo que creas más correcto, ¿no crees?
María se quedó callada y Conchita prosiguió:
—María, sé todo lo sincera que puedas. ¿Cuál crees que es la acción más correcta?
María se quedó pensando.
—Decir la verdad.
—¿Entonces —preguntó Conchita— por qué dudas?
—Por las consecuencias —repuso María de inmediato—. Me pagan para ayudar a la empresa. El hecho de que ya no me case con Jordi tampoco quiere decir que le desee ningún mal. Si no consiguen el permiso para ese almacén, puede que el negocio no sobreviva. Aunque les suponga más deudas, son más vulnerables sin él.
—Entonces, ¿el fin justifica los medios? —preguntó Conchita—. ¿Mentir está bien?
María no dijo nada.
—También te pagan para que uses la cabeza, que para eso te la ha dado Dios —añadió Conchita—. ¿Quién resolvería un problema de deuda aumentando la deuda? Tampoco es física nuclear, ¿no?
A María no le gustaba que su madre la sermoneara sobre los bancos, pero en el fondo sabía que tenía razón.
—¿Se lo dirías al ayuntamiento? ¿Harías eso? —María necesitaba la seguridad de una respuesta clara.
—Haría lo que considerase correcto, como todo en la vida.
María cerró los ojos.
—Está bien —dijo finalmente.
—Llámame para decir cómo ha ido —pidió Conchita—. Y si pierdes el trabajo, sabes que siempre puedes volver aquí, yo soy demasiado vieja para encargarme del negocio, y Pilar tiene muchas cosas.
«Genial —pensó María—. De las finanzas internacionales a recorrer olivares, cubo en mano. Menuda promoción».
María dio las gracias a su madre y colgó.
Sabía de sobra qué era lo correcto, pero ¿sería otra ingenuidad? ¿Cómo podía sacrificar su trabajo por alguien que ni siquiera confiaba en ella?
Intentó llamar a Nell de nuevo, sin suerte. Sacudió la cabeza, encendió un cigarrillo y se fue a la ventana para contemplar las luces de la ciudad, que se extendían hasta donde alcanzaba la mirada.
«¿Será una estupidez perder el trabajo por ella? ¿Tan importante es? ¿Es realmente la persona de mi vida?».
Se frotó ligeramente las sienes con las manos. Estaba muy cansada. «Tengo que pensar con claridad».
Se sentó en el sillón, con una botella de agua, y volvió a mirar el álbum de fotos, que había preparado en dos tardes. Disfrutó sentándose en su mesa, con la radio puesta, recortando fotos de folletos y haciendo el collage con todas las imágenes entremezcladas. Pasó las páginas con delicadeza, incapaz de apartar la mirada de Nell.
«Nunca he sido tan feliz».
Ensimismada, contempló a Nell, con la mochila al hombro, sonriente, recorriendo Barcelona con su mente abierta y exploradora.
María tragó saliva.
«Sólo quiero estar cerca de ella, ahora y siempre. Quiero sentir su cuerpo cerca del mío, sentir que sólo estamos las dos en el mundo, que no necesitamos nada más».
Se tapó la cara con las manos. Recordó la piel tan suave y delicada de Nell. Añoraba su mirada, sus ojos increíblemente atractivos.
«Nell, ¿dónde estás? Por favor, ven. Te echo tanto de menos…».
Se estremeció al recordar las noches que pasaron juntas en Londres y Barcelona. La pasión, la forma en que sus cuerpos se buscaban y encajaban, la manera en que se abrazaban mientras dormían. Sencillamente, funcionaba.
Con Nell, María se sentía completa, equilibrada. Por fin había conseguido la cuadratura del círculo; ahora, le rompía el corazón perderlo todo.
«Ahora que he encontrado la felicidad, no puedo dejarla escapar. No puedo. Si lo hago, ¿para qué vivir entonces?».