Capítulo 25

Conchita y María salieron de la casa por la puerta de la cocina a la mañana siguiente, sábado de Pascua, cubo y delantal en mano, los brazos arremangados. Por una vez, disfrutaban de algo juntas: cada año, escondían huevos de chocolate para los hijos de Pilar y recogían ramas de olivo para bendecirlas al día siguiente, Domingo de Resurrección —una peculiaridad de Belchite, que también bendecía las palmas el Domingo de Ramos.

—Con tanta lluvia, los árboles están estupendos este año —dijo María.

«En el fondo, sí que le importan estas tierras».

—De hecho, es uno de los mejores años que hemos tenido —contestó Conchita—. «Justo el año que se muere mi madre y mi marido me abandona, recibo esta bendición. Debe de ser un pequeño regalo de Dios».

Conchita se disponía a decir que el jardín tendría un aspecto impecable para la boda, pero se contuvo, dada la discusión de la pareja la noche anterior. Miró a su hija; parecía triste y cansada y tenía los ojos hinchados. Había estado especialmente callada durante el desayuno.

«Tengo que ser amable con ella; la pelea debió de ser de las buenas».

María se paró un momento para recoger unas ramas de olivo y hacer con ellas un pequeño ramo.

—Me encanta el olor —dijo con los ojos cerrados, acercándose al ramo.

—Este año tendremos buen aceite, estoy segura de ello —afirmó Conchita mientras dejaba un huevo de Pascua en uno de los árboles más antiguos.

—Si de verdad sale mejor que el de otros años, deberías subir los precios; hace mucho que no lo haces —sugirió María, siguiendo a su madre.

Ésta se volvió y la miró rápidamente.

—¡Banqueros, siempre pensando en dinero! Lo que cuenta es la calidad.

—Por supuesto, madre, pero el negocio tiene que funcionar.

Conchita colocó otro huevo detrás de un árbol cercano al Abuelo.

—El negocio va estupendamente.

María miraba con atención unas ramas que acababa de recoger.

—Siempre se puede mejorar —dijo, como quien no quiere la cosa.

Conchita le lanzó una mirada intrigada. «¿Qué sabrás tú, si nunca has mostrado el menor interés?».

—Como la exportación —añadió María, mirando a su madre—. Deberías empezar a exportar. A Londres, por ejemplo, donde les encanta el aceite de oliva. Hace poco le llevé una botella a una amiga… —comenzó a decir.

«Otra vez la amiga».

—Le encantó —continuó María—. Están acostumbrados a un aceite mucho más caro, que los italianos compran en Jaén por nada y menos, lo envasan en Italia con un estilo llamativo, bien diseñado, y lo venden en Londres por una fortuna. Olio d’oliva d’Italia —exclamó María con un exagerado acento italiano, levantando los brazos. Hizo una breve pausa—. Créeme, en Inglaterra hay un buen mercado.

Conchita meditó la idea durante un momento.

—Bah, los ingleses cocinan con mantequilla; si es que cocinan —contestó.

María guardó su ramo en el cubo.

—Te equivocas, madre, han cambiado, el aceite y la comida sana están muy de moda —dijo—. Los mercados de productos orgánicos y los programas de cocina son cada vez más populares.

—¿En serio? —se sorprendió Conchita—. Pues cómo ha cambiado el mundo. Tu padre y yo fuimos a Inglaterra en los años setenta y el estómago aún se me revuelve cuando recuerdo la carne con mermelada.

María sonrió.

—Madre, han pasado cuarenta años desde entonces, y por lo que veo, ellos se han adaptado a los tiempos mejor que tú.

Conchita siguió caminando hacia El Abuelo, para dejar en una de sus cavidades el mejor huevo de Pascua que tenía.

—Tu amiga… ¿Cómo se llamaba? ¿Tu amiga de Inglaterra cocina con aceite de oliva?

—Sí —dijo María—. A Nell le encanta. De hecho, le llevé una botella de las nuestras. Es la funcionaria del ayuntamiento con el que estoy negociando lo del almacén de las Cavas, así que tengo que tratarla bien. Pues le encantó, no dejaba de untar pan en él, así, a palo seco.

—¿Ni siquiera le puso un poco de jamón? —Conchita no daba crédito.

—Es vegetariana —sonrió María.

Conchita arqueó una ceja.

—Oh no, ¿una de esas personas que no comen carne?

—Allí es normal, es para proteger a los animales.

—Por Dios —dijo Conchita—. Seguro que está pálida y enfermiza, y que pilla todas las enfermedades. Si fuese hija mía, la llevaría al hospital de inmediato. ¿Cómo se puede sobrevivir sin un buen filete? Apuesto a que su madre piensa igual.

—Está la mar de bien, créeme —dijo María—. Madre, deberías publicitar el aceite de oliva hacia los vegetarianos, les encantaría; expande sus posibilidades culinarias, que ya son pocas de por sí.

—En España no hay vegetarianos.

—¡En el extranjero! ¡Hay que salir al extranjero! —exclamó María.

Conchita se rió.

—¡Adónde voy a ir yo a mis años! Ya soy demasiado vieja para ir al extranjero.

«Poco imaginaba yo que tenías tantas ideas para el negocio, María. Bueno, al menos esto sí que son buenas noticias. Un poco de interés por la empresa».

Conchita dejó su cubo junto al Abuelo, y siguió buscando un par de escondites para los dos últimos huevos que le quedaban.

María, que había reunido algunas ramas para preparar más ramos, se le acercó. Parecía tensa.

—Si entierras los huevos aquí mismo puede que los niños tengan más suerte de la que esperan… —comenzó—. Pueden encontrar una buena suma de dinero.

«Ya ha salido. Tenía que pasar».

María miró hacia el suelo y luego directamente a su madre.

—Lo siento, madre, debí decírtelo hace tiempo, pero no encontré el momento adecuado. —Tosió levemente—. Además, es un poco extraño. Aunque resulte difícil de creer, una noche, antes de que muriera, vi a la abuela esconder dinero debajo de este árbol. Me pidió que te lo dijera si le pasaba algo.

Conchita cogió aire y suspiró. «Todo es extraño en esta familia».

—Sí, ya lo sabía —admitió Conchita, viendo la expresión de decepción en María—. Me lo contó poco después de hablar contigo.

María volvió a mirar al suelo.

—Quizá no confiaba en mí lo suficiente y te lo quiso decir a ti también.

Conchita posó una mano sobre el brazo de su hija con mucha suavidad.

—Claro que confiaba en ti, ya sabes cuánto te adoraba, pero es mucho dinero y con estas cosas hay que ir con cuidado. —Miró también al suelo—. Será mejor que lo saquemos pronto, quizá por la noche, no quiero dar material de cotilleo a los vecinos. ¿Me echarías una mano esta misma noche, ahora que mucha gente está fuera por Semana Santa?

María levantó una ceja.

—Sí, actuemos como ladronas, en plena noche, en nuestra propia casa y robemos nuestro propio dinero.

—Sé que es ridículo, los ancianos a veces actúan como niños —dijo Conchita—. Pero, bueno, me dijo que el dinero era básicamente para Pilar y para ti y Jordi, así que podréis disfrutarlo mientras seáis jóvenes. Tenéis suerte porque, como decía la abuela, a la mayoría de gente, cuando les llega la paga general ya no les quedan dientes.

Conchita vio que su hija se ponía seria de repente. «Debe de haber sido el recuerdo de la abuela».

—Lo sé, María, lo sé, yo también me acuerdo de ella a cada momento. —Se llevó la mano hacia el colgante de su madre, y lo agarró con fuerza.

—No es eso, madre.

Conchita alzó la mirada hacia su hija, sorprendida.

—¿Qué, entonces? —Notó que subía la guardia, inconscientemente.

María tragó saliva dos veces.

—Venga, María, cuéntamelo. —«Tengo que seguir el consejo de mi padre, cuidar de ellas, querer a mis hijas. Pero con María siempre hay algo que no encaja. Siempre. A ver qué pasa ahora».

—No me voy a casar, madre —dijo, agachando la vista.

Conchita permaneció inmóvil, con los ojos muy abiertos.

—¿Qué?

María bajó la cabeza aún más.

—¿Qué has dicho? —«No, no, no y no. No permitiré esto, de ninguna manera».

—Lo siento, madre, pero no me voy a casar —repitió, avergonzada.

Conchita dio un paso hacia ella.

—¡Mírame!

María levantó la cabeza lentamente, confusa, indefensa.

—¿Se puede saber qué te pasa? —espetó.

María bajó de nuevo la mirada.

—¡Mírame! —gritó Conchita.

A pesar de sus aparentes esfuerzos, María no pudo contener las lágrimas.

—Madre, esto no te va a gustar.

—Ve al grano, María.

—No me quiero casar.

—¿Por qué no?

—Porque no le quiero.

Conchita suspiró. «Pero qué niña».

—¿No podías haberlo pensado antes? Ahora es demasiado tarde.

María la miró con ojos suplicantes.

—No es demasiado tarde, aún queda un mes.

—¡Ya hemos invitado a todo el mundo! ¡Todo está listo! —Dejó pasar unos segundos—. Todas las parejas se pelean antes de la boda, están nerviosas, es una responsabilidad. Todo volverá a la normalidad pronto, esfuérzate un poco. Créeme, lo sé. Aprenderás a quererlo con los años. O, al menos, a aguantarlo.

María dirigió a su madre una mirada llena de escepticismo, que Conchita sintió en lo más hondo de su corazón. «Sé que no soy ningún ejemplo».

—Piensa en todo lo que podrías perder, una vida cómoda y estable. Jordi es un buen chico, siempre te respetará. ¿Sabes lo que muchas mujeres darían por eso?

—Pero no es lo que quiero.

—¿Querer? —casi gritó Conchita—. ¿Acaso crees que siempre se puede tener lo que se quiere? ¿Quién te crees que eres? ¿Crees que puedes tirar por la borda una oportunidad tan buena, así como así? ¿Y qué pasa con el pobre Jordi? Estará destrozado.

María guardó silencio; su madre la observaba, de pie, con los brazos cruzados, mirándola de arriba abajo.

—¿Y qué es lo que quieres, si puede saberse?

María levantó la mirada.

—A Nell.

Conchita dejó caer los huevos de chocolate que aún tenía en las manos. Perpleja, Conchita miró a su hija como si fuese un extraterrestre, pero María la miró con tanta intensidad que se sintió penetrada, invadida.

—Quiero a Nell, soy feliz con ella.

Conchita miró hacia un lado.

—¿La lesbiana? ¿La de Inglaterra? ¡Es una mujer!

—Lo sé.

«Ave María Purísima, ave María Purísima, ave María Purísima», pensó Conchita, santiguándose tres veces seguidas. Miró al cielo y sintió cómo la rabia se apoderaba su cuerpo, hasta encender sus mejillas, toda su cara.

«No, en esta familia, no. El demonio se ha asentado entre nosotros».

Sin pensarlo, levantó una mano y abofeteó a su hija, seca y rápidamente.

María no se movió, ni se asustó, ni lloró.

Conchita se sintió avergonzada inmediatamente. La mirada de odio de María hacia su madre se intensificó hasta el punto de asustarla.

—Es mi vida y haré con ella lo que quiera —espetó María antes de darse la vuelta y alejarse.

Conchita se quedó inmóvil.

«Todo es culpa mía».

—Ten, toma un poco de esto, te sentará bien.

—Soledad, por favor —protestó Conchita—. A tu edad y aún bebiendo, ya sabes que el médico dice que no es bueno para ti.

Sentada en una tumbona del patio, bajo el sol de media tarde, Soledad saboreaba un vaso de Rioja de crianza mientras ojeaba unas revistas.

—Venga, siéntate conmigo, Conchita, parece que lo necesitas.

—Tengo que meterme en la cocina, mañana viene toda la familia a comer y no hay nada preparado. Como siempre, tengo que hacerlo todo yo.

—Conchita, siéntate aquí ahora mismo.

Conchita se volvió. No estaba acostumbrada al tono de mando de Soledad.

—Si no te sientas aquí, puede que mañana no tengas familia a la que alimentar —dijo Soledad—. Hay demasiada fogosidad en esta casa.

«Ya está a favor de María», pensó Conchita mientras se sentaba.

—María no me ha dicho mucho, estaba muy enfadada —continuó Soledad—. Aunque al menos la convencí de que no volviese a Barcelona. Ahora está arriba, en su cuarto.

—Como de costumbre.

Soledad sacudió la cabeza.

—Sois como el perro y el gato —dijo—. Si tan sólo supierais lo que os necesitáis la una a la otra…

«Soledad, por favor, no me sermonees».

—Sé que no soy parte directa de la familia… —prosiguió, pero Conchita la interrumpió.

—No seas tonta, claro que lo eres.

Soledad le sirvió un vaso de vino.

—Toma.

Conchita se bebió la mitad de un trago.

—Pues sí que está bueno.

—Te lo he dicho. Ay, si la gente me escuchara más.

—Yo te escucho, Soledad.

—Ahora no te va a quedar más remedio. Sé que no soy quién para hablar, pero las dos tenéis que poner fin a esta estupidez. Os quiero a las dos y no pienso dejar que os comáis entre vosotras. ¿Me comprendes? Ésta es también mi casa, y quiero paz.

—Lo siento, Soledad, sé que no te mereces esto.

—Tú lo mereces incluso menos, igual que María.

—Hmm.

—Deja a la niña en paz. ¿Por qué no puede vivir su vida?

Conchita respiró hondo.

—Aún no sabes la última.

—Sí que la sé.

—¿Te lo ha dicho? —Conchita no salía de su asombro. «¿Es que soy la última en enterarme de todo?».

—No me ha dicho nada. Salta a la vista.

—¿Qué salta a la vista?

—Pues que le gusta su amiga inglesa. ¿Me equivoco?

—No. —Conchita observó a Soledad y suspiró—. ¿No crees que es lo peor del mundo? Jordi es una oportunidad única para ella. Está tirando su vida a la basura.

—¿Por qué no puede decidir ella lo que es mejor para sí misma?

—¿Cómo va a ser una mujer inglesa mejor que un hombre hecho y derecho con familia, un negocio y una estabilidad?

—Ella es feliz, déjala estar. Y si no le gusta, no te preocupes, que acabará volviendo. —Soledad se recostó en la silla—. Es joven, deja que experimente si quiere.

—Jordi no la va a esperar.

—Estaría con él ahora mismo si quisiera. Pero el caso es que no quiere y hay que respetarlo.

—Pero ¿por qué no le quiere? No lo comprendo. —Conchita no podía ni imaginarse la cancelación de la boda, con todas las invitaciones ya en el correo.

Soledad se volvió hacia Conchita y la miró directamente a los ojos.

—Porque no quiere acabar en un matrimonio infeliz.

Conchita sintió la punzada.

—Ha visto demasiados en la vida, ¿verdad?

Soledad asintió.

—Lo siento, sé que es doloroso para ti, pero tienes que intentar comprenderla, es tu hija. Tienes que ayudarla; eres su madre.

«Quizá mi postura no sea demasiado cristiana».

—Pero es pecado —dijo Conchita.

—No me vengas con cuentos, Conchita —replicó Soledad, muy seria—. Ya eres bastante mayor para tener un criterio propio. No hay nada malo en el amor.

«Es verdad. No hacen daño a nadie. Sólo a mí».

Conchita le dio otro trago al vino.

—Tengo que pensarlo.

—Estoy segura de que si tratas de acercarte a ella, ganarás una hija, puede que dos.

Conchita le lanzó una mirada de disgusto.

—No tiene gracia.

—Lo siento —se disculpó Soledad con una sonrisa atrevida. Bebió más vino y volvió a su revista—. ¡Mira! —Señaló una fotografía—. Almodóvar es gay y aquí está, no puede tener más admiradores y éxito.

—Pues ya podría venir a hacer una película de nuestras vidas. —Conchita se levantó.

—Somos demasiado aburridas para él —dijo Soledad—. Los gays ya no son noticia. —Se puso las gafas de sol, bebió más vino y volvió al ¡Hola!

Un instante después, volvió a levantar la vista.

—Mmm —murmuró—. Bueno, el hecho de que haya lesbianas en Belchite será la prueba definitiva de que la democracia por fin ha llegado a este país. —Sonrió y siguió leyendo—. Quizá.

Conchita suspiró y se marchó.

Pasaron varios minutos hasta que María abrió la puerta, unas horas después. Ya había pasado la hora de la cena.

—¡Hola! —dijo Conchita cuando tuvo delante a su hija. Parecía desolada. Le ofreció un plato caliente que le había subido—. Te he traído un poco de tortilla; pensé que tendrías hambre.

—No.

Conchita respiró hondo.

—¿Te apetece venir abajo? Soledad y yo hemos encendido la chimenea de la cocina; es una noche fría y sienta bien.

—No.

—Quizá podríamos tomar el fresco, ir juntas a recuperar ese dinero, si te apetece.

—No.

Conchita suspiró.

—María, por favor.

—¿Por favor qué?

Conchita se metió en la habitación de su hija, que aún estaba decorada como cuando era una adolescente. Desde que se fue a la universidad, no había pasado largas temporadas en casa, y no se había esforzado por cambiar su cuarto. «Quizá nunca ha sentido que ésta es su casa». Paseó la mirada por la habitación: había un crucifijo de madera sobre la cama y un viejo póster de los Hombres G. «Quizá no le di toda la atención que necesitaba».

Sobre la mesa, Conchita vio una foto de María y una mujer. Ambas tenían las caras muy juntas, rebosaban felicidad. Temblorosa, la cogió y la miró de cerca.

«Dios, qué inglesa es, así, tan blanca. Jesús». Observó a su hija en la foto; nunca la había visto tan radiante.

Miró a su hija.

—Siento haberte pegado, no pretendía hacerlo. —Conchita nunca se había disculpado con ninguna de sus hijas antes, aunque siempre lamentara sus errores. Se sentía inmensamente avergonzada; no había levantado la mano a su hija desde hacía años.

María, que aún estaba de pie en la puerta, no dijo nada.

Conchita cogió otra vez la foto y volvió a mirarla.

«No hay nada que pueda hacer para detener esto, será mejor aceptarlo».

—Pareces muy feliz en esta foto, ¿de cuándo es?

—Hace pocas semanas —dijo María—. Sí, somos muy felices, gracias.

—Eso está bien, María, me alegro de que seas feliz. —«Espero que Dios me perdone por esto, sólo lo hago por mi hija, por esta familia y por estas tierras».

María miró a su madre. Era como si el enfado se hubiese evaporado.

—Si no necesitas nada más, me gustaría acostarme.

Conchita se le acercó y, con suavidad, le puso una mano en el hombro.

—Pensé que un poco de aire fresco te vendría bien. Llevas aquí metida toda la tarde. ¿Seguro que no quieres venir a sacar el dinero? Hay que hacerlo antes de que todo el mundo vuelva de vacaciones.

María miró por la ventana.

—Necesito que me digas dónde está exactamente —siguió Conchita—. No puedo ir sola y ponerme a excavar como una loca alrededor de un viejo árbol.

María sonrió, alegrando el corazón de su madre. No quería perder a su hija. Su familia y sus tierras eran lo único que le quedaba. No podía perder más cosas, ya había perdido demasiado.

—Está bien —aceptó María. Cogió un poco de tortilla, la envolvió en papel de cocina que había traído su madre y cogió su anorak.

Pico, pala y lámpara de aceite en mano, María y Conchita avanzaron a través de los olivares, ahora densos y oscuros. Llegaron al Abuelo al cabo de unos minutos y, sin más distracciones, se pusieron a trabajar a la luz de la lámpara, con el único sonido de los grillos, el viento y sus propias respiraciones.

—Es increíble que cavara este agujero a su edad, sola —dijo Conchita, resoplando—. Es agotador.

María dejó un momento la pala y miró a su madre.

—Deja, ya lo acabaré yo.

Conchita, agotada, aceptó la oferta. La atmósfera entre madre e hija todavía estaba tensa. «Intenta acercarte, ser más amable, preocuparte, y seguro que volverá».

—¿Tu amiga es de buena familia? ¿A qué se dedican sus padres? —preguntó Conchita, intentando mostrar interés.

María siguió trabajando, sin mirar a su madre.

—No sé nada de su familia, tampoco me preocupa.

—Ya veo —dijo Conchita—. Pero ten cuidado, nunca se sabe, Londres es un sitio tan grande…

Conchita sintió la mirada de desaprobación de su hija. «Será mejor que me calle».

—¿Seguro que era aquí? —preguntó Conchita, mirando el hoyo, ya casi de un metro de profundidad.

—Sí, lo recuerdo muy bien.

María siguió cavando con diligencia.

—¡Aquí está! —exclamó unos minutos más tarde. Tras apartar un poco de tierra, María sacó una maleta antigua y la abrió inmediatamente. Estaba llena de billetes de cincuenta euros, cientos de ellos. Madre e hija se quedaron perplejas. La cerraron inmediatamente.

—Puede que haya otra —dijo María, reanudando la excavación.

Efectivamente, sacó un maletín al cabo de un minuto. Lo abrieron, para encontrar, entre todo el dinero, la pequeña muñeca de tela y algodón que Conchita cosió para su madre cuando era una niña, en el colegio. Le había costado semanas terminarla. Conchita palideció. Se llevó las manos a la cara, incapaz de contener las lágrimas.

«Menudo día llevo. Quizá debería enterrarme yo misma en el hoyo».

—¿Qué pasa, madre? —preguntó María, dejando de lado las maletas y la pala. Cogió la muñeca, pero su madre se la quitó de las manos. María la contempló, desconcertada.

«Qué vergüenza, aquí llorando delante de mi hija».

—Lo siento —dijo, sacándose un pañuelo de la manga—. Es que no sabía que la abuela la conservaba, no sabía que significara algo para ella. —Hizo una breve pausa—. Lo siento, no debería molestarte con mis problemas, bastante tienes con los tuyos.

Su hija asintió.

Conchita quería terminar el día bien, después de tanto drama.

—Lamento lo que te dije hoy. Tienes razón, es tu vida y tienes que vivirla como quieras. Seré feliz si tú lo eres.

María sacudió la cabeza.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

Conchita permaneció pensativa durante unos instantes.

—Estas cosas llevan tiempo, María. Yo soy de otra época, pero lo intentaré —dijo, con una sonrisa cargada de sinceridad.

Ambas permanecieron en silencio durante unos instantes.

Conchita cogió una pequeña botella de vino que había traído, y que guardaba bajo su anorak. Bebió un poco y se la ofreció a María. Después de un trago, ésta desenvolvió la tortilla y comió un trozo con apetito.

—Gracias por esto, madre —dijo María—. Demasiada cebolla, como de costumbre.

El comentario, el mismo que tanto la irritaba siempre, ahora le alegró el corazón, por traer familiaridad a un momento tan tenso. Por primera vez en años, Conchita sentía que se había establecido un vínculo con su hija.

—Te deseo más suerte de la que tuve yo —dijo Conchita, ya más relajada.

—¿Por qué? —preguntó María.

Su madre titubeó un momento. Recordó un pasaje de la Biblia: «La verdad os hará libres».

La miró. María ya no era ninguna niña; se merecía una explicación.

—Tu padre tenía pensado dejarnos, llevándose parte del dinero —comenzó al fin—. Me hizo firmar unos documentos un poco extraños; tu abuela también lo vio, las dos enseguida sospechamos. Fui al banco y paré el préstamo que íbamos a pedir para comprar la nueva máquina francesa, y que tu padre quería transferir a su cuenta personal. Tu abuela, a quien nunca le gustó tu padre, no se fió de él y quiso impedir que él fuera partícipe de su herencia. Con el dinero en el banco, por temas legales, eso no hubiera sido posible. Pero si está bajo un árbol, podemos hacer con este dinero lo que queramos, sin dar cuentas a nadie.

Conchita se sintió aliviada. «Al fin y al cabo, es la verdad».

—Ya me había dado cuenta de que la abuela y papá no se llevaban muy bien —comentó María, expresando simpatía hacia su madre.

—Para serte sincera, tampoco le echo mucho de menos —admitió Conchita, tomando un trozo de tortilla.

—Tampoco parecía que él te aportara mucho. Siempre lo hacías todo tú.

Conchita no estaba acostumbrada a recibir el consuelo o apoyo de nadie, y menos de María. Pero sin duda era agradable compartir, al menos un poco, el peso del mundo.

—¿Por qué te casaste con él? —preguntó María, tomando otro trago de vino.

Conchita recordó a Honorato cuando era un joven oficial, fuerte y valiente. «Tonta de mí».

—Era joven y sucumbí a sus constantes atenciones mientras me cortejaba: siempre venía cargado de flores y bombones —explicó—. Soledad ya me lo advirtió antes de casarme: los mejores novios no siempre son los mejores maridos. Qué razón tenía.

María observó a su madre con empatía.

—Lo siento.

Conchita le dedicó una sonrisa.

—No tienes por qué, María. La vida es así —dijo—. Eran otros tiempos, y al menos tenía marido. Después de la guerra, muchos hombres habían muerto y se hicieron caros de tener; yo al menos os pude tener a Pilar y a ti. —Suspiró y se encogió de hombros—. No había mucho donde elegir —continuó, disfrutando de su nueva intimidad con María—. En la escuela, no iba tan pulcra y planchada como mis compañeras; tampoco era una rubia angelical, y mis piernas y brazos no eran delgados y delicados, sino fuertes, ásperos y oscuros de trabajar en los campos. No me invitaban a los bailes de oficiales en Zaragoza, como a las demás. La mayoría de las chicas de mi colegio se casaron con oficiales altos y apuestos con los que yo sólo podía soñar. Ahora son generales que viven en las principales avenidas de Zaragoza, o están repartidos por toda España, todos con muy buena posición.

Hizo una pausa y observó a María, cuyos ojos brillaban, bajo la tenue luz de la lámpara, de una manera que nunca había visto. El hecho de poder atraer el interés de su siempre difícil hija menor la animó a continuar. Le hacía sentirse importante. Le daba un lugar en el mundo. Se sentía su madre.

—Ojalá hubiese atraído a los cadetes de la Real Academia Militar de Zaragoza —prosiguió—. Pero el único que mostró interés por mí fue un suboficial encargado de la prisión del pueblo. Así que me enamoré de él, con bastante facilidad, como un corderito.

María soltó una escueta carcajada.

—¿Tú? ¿Un corderito?

Conchita sonrió con aire cómplice.

—Era muy joven —contestó—. Pero no me puedo quejar. Tengo buena salud, dos hijas, dos nietos y a Soledad, que es un tesoro. —Señaló hacia los campos—. Y tengo esto, la tierra, de la que cuidar. La tierra más bella, con sus viejos olivares. ¿Sabes cuánta gente desearía tener algo así?

Conchita observó la mirada atenta de su hija y continuó:

—Nunca se tiene todo a la vez en esta vida —dijo, perdiendo la mirada en el vacío—. La vida es como un gran jardín; unas veces los naranjos dan su fruto, luego les toca a los limoneros y, después, a los almendros. Pero no florecen todos a la vez. Hay que saber dónde están, acercarse a ellos cuando sea su época, y dejarlos estar cuando se agotan para acudir al que esté a punto de florecer. A veces esperamos un fruto que no está por florecer y olvidamos que, mientras, hay otras alternativas a nuestro alrededor. Siempre florece algo. Siempre, aunque no sea lo que inicialmente queríamos.

María abrió mucho los ojos. Jamás hubiera imaginado que su madre hablaba así. Cómo le habría gustado escuchar sus sabias palabras antes.

Las dos se quedaron en silencio, sintiendo la fría noche. Conchita echó una mirada al vino y la tortilla, casi agotados. Había disfrutado de la unión entre madre e hija, pero le faltaba costumbre. La comodidad le producía incomodidad; como si le picara.

«Tengo que hacer esto en dosis pequeñas».

—Venga, vámonos, que está refrescando —propuso Conchita.

María accedió. Las dos se levantaron y regresaron a casa con la pala, el pico, las maletas llenas de dinero y la pequeña muñeca en las manos.

—Sólo hay una cosa que no alcanzo a comprender, María, por muchas vueltas que le dé —dijo Conchita antes de llegar a la casa.

—¿Qué es, madre?

—Que no coma jamón.