Más de un centenar de encapuchados y penitentes avanzaban lentamente por las calles de Belchite, siguiendo el ritmo de un solitario y solemne tambor. Como todos los años, la procesión avanzaba por la calle Mayor, bajo un silencio sepulcral, sólo roto por el resonar de las cadenas que algunos llevaban atadas a los tobillos, desnudos y sangrantes. Era Viernes Santo.
María miró al cielo; era una fría tarde de primavera. Su madre, su hermana y sus sobrinos estaban junto a ella y, como el resto del pueblo, agacharon la cabeza al avance de la procesión.
El sol casi se había puesto. María observó a los penitentes a través de los dos diminutos agujeros en sus capuchas. Vio sus sombríos ojos, que irradiaban miedo y sufrimiento. Unos portaban cruces de madera, algunas más grandes que ellos mismos; otros, con la cabeza al descubierto, llevaban coronas de espino. Las gotas de sudor y sangre se entremezclaban en sus rostros.
Estremecida, María escuchaba su pesada respiración a medida que pasaban ante ella.
La procesión, que había salido de la iglesia dos horas antes, no había alcanzado ni la mitad del recorrido. No se permitían descansos ni para beber agua.
«En Londres pensarían que estamos locos».
Al frente de la comitiva, el sacerdote local sostenía una cruz dorada, con los brazos estirados ante sí. Le seguían miembros del Ejército impecablemente uniformados, el alcalde y sus concejales, todos ellos con sus respectivas medallas de oro, la mirada al suelo y murmurando oraciones a cada paso. Un súbito golpe de tambor más alto que los demás hizo que todo el mundo se detuviera, para arrodillarse y rezar en silencio.
Justo en ese momento, el teléfono de María emitió dos pitidos perfectamente audibles; era un mensaje de texto. Conchita alzó la cabeza y lanzó a su hija una mirada de reproche. María tragó saliva y bajó la mirada.
«Debe de ser Nell. Me pregunto qué estará haciendo hoy. Seguro que nada parecido a esto».
Las dos habían hablado regularmente por teléfono desde el último viaje de María a Londres, hacía apenas dos semanas. Desde entonces, María se había sentido feliz y confusa a la vez. Por mucho que disfrutara hablando con Nell, Jordi le preocupaba. Desde su regreso de Londres, Jordi la había llamado con tanta ansiedad e insistencia que, finalmente, había accedido a verle esa misma noche, en Belchite. Apenas se habían visto un par de veces desde Navidad, cuando le dijo que necesitaba más tiempo. No tenía muchas ganas de verlo, pero sentía que era su deber; después de todo, Jordi seguía siendo su novio. María miró discretamente el reloj, no tardaría en llegar. Había salido de Barcelona hacía unas tres horas.
Un enorme paso de hierro forjado con una estatua a tamaño natural de Jesús con la cruz pasó ante ella. Unos diez hombres la sostenían sobre los hombros, avanzando al mismo paso, al son del persistente tambor.
María se metió las manos en los bolsillos y palpó el móvil antes de agarrarlo con fuerza. Ojalá no estuviera en Belchite. Nunca había soportado la Semana Santa, que siempre le recordaba a las películas de la Edad Media.
Por fin llegó su parte favorita de la procesión. Diez soldados romanos, ataviados con impecables armaduras de bronce y cascos con plumas rojas, lanzas en ristre y espadas en vaina, marchaban tocando la trompeta, dando un poco de ritmo y color a tan lúgubre momento.
«Si al menos sonrieran un poco —pensó, contemplando sus recios semblantes—. Nell disfrutaría con esto».
El silencio inundó las oscuras calles a medida que la procesión se abría paso hacia las afueras de Belchite. Conchita y Pilar la seguían, arrodillándose sobre el frío suelo en cada parada, rezando con el grupo. María tenía el permiso de su madre para volver a casa en cuanto Jordi llegara, ahora ya de un momento a otro.
«Debería contárselo hoy, aunque es muy bruto hacerle venir desde Barcelona, en Viernes Santo, para esto. Menudo desastre. Soy una persona horrible, pero no me queda otro remedio. Que Dios me ayude».
Sentada en el sofá, sola, María se encendió un cigarrillo. Por lo general, era capaz de aguantarse las ganas de fumar, pero no cuando estaba cerca de su madre. El estrés y las ansiedades de Conchita la ponían nerviosa, y más ahora, a sólo un mes para la boda, ya que su madre la acribillaba a preguntas sobre un sinfín de detalles, en los que María no quería ni pensar.
Nerviosa, inhaló el humo como si fuese el último cigarrillo de su vida.
Se había cambiado la ropa negra por un jersey y unos modernos vaqueros. Los acarició con delicadeza; los había comprado en Londres, con Nell.
«Nell».
Cogió su móvil y leyó los mensajes guardados, todos de Nell, deseándole un buen día o las buenas noches o mostrándole imágenes interesantes. Abrió uno en el que Pepa salía con el juguete que le había regalado hacía unos meses. Dejó el teléfono en el sofá y recordó el día en que se conocieron, una oscura y tormentosa tarde de noviembre, detrás de King’s Cross. Qué lejos quedaba. Entonces, Nell le pareció una burócrata fría y distante, demasiado masculina con su pelo corto y las uñas sin arreglar. Ahora ni siquiera era capaz de recordar su ropa. Cuando pensaba en ella, sólo sentía su presencia cálida, que le daba confianza sobre cualquier problema.
Volvió a coger el móvil y abrió una foto de Nell que había tomado en Londres. Se quedó contemplándola, pensando en el fin de semana que planeaban pasar en Barcelona. Pensó en todo lo que le enseñaría, ya que, de hecho, ella nunca había estado allí.
«No la llevaré a los típicos lugares turísticos; las Ramblas, Ciutat Vella y el Born casi se han convertido en Disneylandia. Le enseñaré el barrio de Gràcia, sus plazas literarias y los mejores bares de tapas. Le encantará».
María suspiró mientras pensaba en las dos juntas, sentadas en su terraza, con Bombillo, compartiendo una botella de vino. Quizá ésta era la ocasión para abrir el Gran Murallas de Torres que un cliente le había regalado el año pasado, y que ella había reservado para un momento especial, que, por supuesto, nunca llegó con Jordi.
Ansiaba ver de nuevo su tranquila sonrisa, sus ojos tan azules e inteligentes, tan llenos de interés y ternura. Quería sentarse a tomar un café con ella, en plena calle, leer los periódicos, debatir sus bienintencionadas, pero impracticables ideas socialistas. «En el fondo, me encanta que piense así. Es mucho más honorable que todos los amigos fachas de Jordi».
«Jordi».
María se sentía culpable. «¿Cómo puedo pensar así cuando está a punto de llegar? Pero no puedo evitarlo».
Sonó el teléfono y a María se le iluminó la cara al ver que se trataba de Nell. Le enviaba una foto de la puesta de sol en Primrose Hill. «Pensando en ti —decía el mensaje—. El sol existe en Londres».
María sonrió, recordando sus horribles comentarios sobre el clima en Inglaterra, que Nell siempre rebatía. «Londres tiene la misma cantidad de lluvia por metro cúbico que España», decía. Como si el buen tiempo fuera cuestión de ponerse a calcular estadísticas.
A María le agradó que Nell pensara en ella en ese momento. «¿Pensará que soy su nueva novia?».
María alzó las rodillas y las rodeó con sus brazos, apoyando la cabeza. «No puede ser. ¿Yo, su novia? ¿Lesbiana? Pero si yo no tengo el pelo corto, ni tatuajes. Yo no soy como las lesbianas».
María recordó la noche que pasaron juntas. Se estremeció al pensar que probablemente fue el momento más feliz de su vida. De noche, en silencio, en su piso de Barcelona, María había revivido en su mente casi cada uno de esos instantes.
«Si eso no es ser gay, ¿qué será?».
Pensó en la nueva ley del Gobierno, aprobando el matrimonio homosexual. Habían salido fotos en toda la prensa, logrando que el mundo gay pareciese menos ajeno a los españoles.
«Al menos El País apoya la causa gay, siempre están escribiendo sobre ellos. Igual no es tan malo ser lesbiana, ni tan extraño».
María encendió otro cigarrillo.
—Creía que habías dejado de fumar —dijo Soledad de repente, entrando en el salón—. ¿Cómo fue la procesión? ¿Tan lúgubre como todos los años?
María sonrió. «Menos mal que sigues por aquí, Soledad».
—Peor.
La anciana de noventa años sonrió y se sentó en el sillón con el ¡Hola! en la mano.
—Pareces un poco triste —comentó Soledad, hojeando la revista—. No me sorprende; esas procesiones son para cortarse las venas, ¿no?
—Si te oyera mi madre… —rió María.
—Tu madre no tiene mala intención, no lo olvides.
María no respondió. Se limitó a dar una larga calada al cigarrillo.
—No te había visto fumar antes, ¿te lo ha pegado tu amiga inglesa? —preguntó Soledad sin apartar la mirada de la revista.
—¿Qué amiga inglesa? —El corazón de María dio un brinco.
Soledad arqueó una ceja y miró a María.
—Esa con la que no paras de hablar por teléfono, y de la que no dejas de hablar —dijo.
—¿Yo? —«Quizá haya contado alguna que otra cosa de mis viajes a Londres, pero tampoco tanto. ¡Pero si aquí nunca digo nada!».
—Sí, tú, señorita —sonrió Soledad—. El diablo sabe más por viejo que por diablo.
María contempló a Soledad, intrigada. Ésta continuó:
—No te preocupes, es que suelo estar despierta a esas horas, cuando suena el teléfono, una sola vez y siempre a medianoche, y siempre lo coges tú. —Sonrió de nuevo—. Puede que sea vieja, pero aún distingo el inglés del castellano.
María se puso roja. «No hay privacidad en esta casa».
—No hay nada malo en tener una amiga en Londres —continuó—, es maravilloso tener a alguien con quien compartir tus intereses, tus preocupaciones; y si está fuera de este país medieval, mucho mejor.
María sonrió y empezó a dar golpecitos sobre el sofá con la mano. «¿De qué más se habrá dado cuenta?».
—Los amigos son buenos para el corazón —prosiguió Soledad, suspirando. Sonrió a María, reconfortándola. Sin la abuela, Soledad era el único destello de luz que le quedaba a María en Belchite.
—También te he visto leyendo Rebecca —añadió Soledad—. ¡Buena elección! Recuerdo que te recomendé ese libro. ¿Lo compraste en Londres?
—Sí, la última vez que estuve —respondió María—. Mi amiga también me lo recomendó.
—Bien. Tu amiga ya me cae bien —dijo Soledad, lanzándole una sonrisa pícara, y siguió con la revista.
«No te puedes haber dado cuenta, Soledad. Eres inteligente, pero a tus noventa años es imposible que sepas lo que realmente está pasando».
—¿Me das un cigarrillo? —pidió Soledad con voz inocente, sus ojos aún centrados en la revista.
—Tú no, no, no puedes. —María irguió la espalda—. Me siento fatal por los cigarrillos que le di a la abuela, así que no pienso darte ninguno.
—María, no fue culpa de nadie —replicó Soledad rápidamente—. Pero si tanto te preocupa el tabaco, tú tampoco deberías fumar.
—Está bien —refunfuñó María, apagando el cigarrillo que tenía a medio consumir. Frunció el ceño.
—¿Seguro que estás bien? —insistió Soledad—. ¿Por qué no te has quedado con los demás?
—Bueno, ya sabes que odio la Semana Santa —dijo, cruzando los brazos—. Y Jordi está a punto de llegar. Viene de Barcelona, en coche.
Soledad dejó la revista y la miró.
—¿En Viernes Santo? ¿Tan tarde? ¿Por qué?
—Me echa de menos, o eso dice.
Soledad, discretamente, devolvió su atención a la lectura.
—Últimamente no hablas mucho de él. Tu madre me estaba diciendo el otro día que no sabía cómo estaban las cosas entre vosotros dos.
María alzó la barbilla.
—¿Es eso lo que mi madre va diciendo por ahí? Ya veo.
—María, sólo me lo ha comentado a mí, y es porque se preocupa por ti, ya lo sabes. —El tono de Soledad era serio—. Por favor, no se lo pongas más difícil; la muerte de la abuela es tan dura para ella como para el resto de nosotros.
María bajó la mirada.
—No quiero entrometerme, pero ¿pasa algo con Jordi como para que venga a estas horas? Tú no pareces morirte de ganas por verlo. —Soledad contempló el rostro pálido de María, su cabello recogido apresuradamente en una coleta.
María suspiró.
—Soledad, por favor, déjame fumar un cigarrillo, estoy un poco nerviosa.
Soledad asintió. Permaneció en silencio.
Pasaron unos segundos, marcados por el tictac del reloj. María contemplaba su cigarrillo, que se consumía lentamente. Soledad la miraba con expectación.
—Sabes que puedes hablar conmigo si lo necesitas, María —dijo—. Todo tiene remedio en esta vida, salvo una cosa, y cuando ésta llega, ya no hay solución que valga porque nos hemos ido. Finito.
—Cierto —admitió María—. Pero no es fácil.
Las dos permanecieron en silencio, hasta que alguien tocó súbitamente en el cristal de la ventana.
—¡María! ¡María! ¡Ya estoy aquí! —gritó Jordi desde el exterior, acercando su cara al cristal hasta casi golpearse con él.
María sintió un temblor por todo el cuerpo. Intercambió una mirada de complicidad con Soledad.
—¿Necesitas algo? —preguntó Soledad, levantándose.
—No, Soledad, gracias. Estaré bien, tranquila, siéntate.
María cogió sus llaves y el anorak y se dirigió hacia la puerta.
—María —llamó Soledad. Casi con la puerta en la mano, María se volvió y la miró—. Recuerda una cosa: haz lo que te diga el corazón, lo que sea mejor para ti y para nadie más. Recuerda el precio que esta familia ha pagado por la felicidad, o más bien por su carencia.
María contempló a Soledad con los ojos de una niña, llenos de confianza en sus palabras, y salió de la casa.
Jordi apenas dijo nada en los diez minutos que les llevó alcanzar los olivares en la parte de atrás de la casa. María le preguntó por su viaje, Belagua y el fútbol, pero sólo recibió respuestas monosilábicas. Al llegar al claro que rodeaba al Abuelo, bajo una luna luminosa, María observó el rostro de Jordi. Parecía haber envejecido desde la última vez que le vio, hacía más de un mes. Parecía no haberse afeitado en días y las ojeras casi se le comían los ojos. Estaba más delgado y sus mandíbulas marcaban una cara seria, de trazos angulares, lejos de su habitual imagen sana y juvenil.
—Jordi, he estado preocupada por ti —dijo María finalmente.
Jordi se rió ostensiblemente, sorprendiéndola.
—No te preocupes, estoy bien —respondió, las manos en los bolsillos y la vista clavada en el suelo.
María dio un paso hacia él y lo miró compasivamente.
—¿Cómo estás, cariño?
De repente, Jordi sacó las manos de los bolsillos y extendió los brazos en el aire.
—¿Cariño? —dijo al borde del grito.
María, acostumbrada a verle unos modales más delicados, se sorprendió.
—¿Qué quieres decir con «cariño»? A ti te importo un bledo, admítelo —exclamó Jordi, alzando la voz.
María retrocedió un paso.
—Claro que me importas, Jordi. —María se puso a la defensiva—. Lo he pasado mal con lo de la abuela y mis padres.
—Ya… Ya lo veo, muy mal, no me cabe duda —comentó con una sonrisa cínica.
María nunca había visto ni un ápice de cinismo en él. Jordi siguió.
—Estoy aquí porque tenemos que dejar atrás los problemas, ¿no? —dijo, dando vueltas sin rumbo concreto—. También es una temporada algo extraña para mí.
María lo siguió. Se había apoyado en un olivo.
—Lamento mucho lo del piso, Jordi, sé cuánto esfuerzo habías puesto en él.
Jordi apartó la mirada, como si no quisiera mirarla a los ojos. Ella sí lo hizo, tratando de encontrar esa mota de sinceridad que cimentaba su confianza en él. No la encontró.
«A lo mejor está demasiado oscuro para ver bien, pero seguro que sigue ahí. Dios mío, cuánto daño le he hecho».
El corazón de María casi se rompió cuando Jordi la miró como un perro suplicante. «Debí ser más honesta con él, en vez de dejarlo en vilo. Pobre Jordi».
Le dio un abrazo compasivo. Él no respondió. Se quedó inmóvil.
Luego se apartó, mirándola directamente.
—La adversidad me ha hecho fuerte, me ha convertido en un hombre. Estoy seguro de que es lo que esperabas.
María retrocedió.
—¿Qué quieres decir?
Jordi se acercó y le agarró los brazos con fuerza, demasiada fuerza.
—Me haces daño, Jordi —se quejó María, conservando la dulzura en la voz—. Te has vuelto tan vehemente que apenas te reconozco.
Volvió a esbozar una sonrisa cínica. María se sentía incómoda.
—Jordi, creo que deberíamos hablar, aunque quizá éste no sea el mejor momento. ¿Qué me dices? —preguntó.
—Creo que este momento es perfecto —contestó, acariciándole suavemente la cabeza. Ahora sí le ofreció su típica sonrisa, llena de inocencia.
María suspiró. «Gracias a Dios que ha vuelto en sí».
María apoyó la cabeza sobre su hombro, incapaz de contener las lágrimas.
—Lo siento, Jordi. Sé que te he hecho daño. Perdóname, por favor —le rogó.
Sintió que el aliento de Jordi estaba cada vez más cerca; le besó en el pelo, luego la frente.
—No pasa nada, cariño, no pasa nada. Olvidemos esta pesadilla y empecemos desde cero. Me siento un hombre nuevo —dijo con voz tierna.
María se apartó de él.
«Ahora, debo hacerlo, debo hacerlo. No lo soporto más. Duele demasiado. No es lo que quiero. Esto no me hace feliz. ¿A quién intento engañar? No quiero acabar como mi madre o mi abuela. He de ser fuerte».
Le vinieron a la mente las palabras de Soledad: «El precio de la felicidad».
Alzó su mirada para encontrar la de Jordi.
—Tenemos que hablar, Jordi, y sé que no te va a gustar. —Sintió que se le hacía un nudo en la garganta, pero tomó aire para continuar—. No estoy muy segura de que esto sea lo mejor para nosotros.
El corazón le latía a toda prisa. Esperaba una reacción airada inmediata pero, una vez más, sólo obtuvo una cínica sonrisa.
—Pero si todo va muy bien, cariño —respondió, y la volvió a besar.
María retrocedió un poco.
—Por favor, Jordi, déjalo.
Él se aproximó y volvió a agarrarla de los brazos para acercarla a su cuerpo.
—Por favor, Jordi —insistió.
—Verás cómo soy mucho mejor de ahora en adelante —dijo—. Me he convertido en un hombre. Sé que te gustará. —Intentó desabrocharle el anorak.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó, echándose atrás.
Jordi se acercó y la rodeó con sus brazos, a pesar de los esfuerzos de María por alejarse.
—Sé que has estado experimentando, ¿no es verdad? —Volvió a sonreír.
María empezó a sentir miedo. Miró a derecha e izquierda; no había nadie.
—¿Experimentar qué? ¿De qué estás hablando?
Jordi puso las dos manos sobre sus pechos, por encima del anorak, con la urgencia y la torpeza de un adolescente inexperto.
—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó María, apartando sus brazos de un empujón—. Jordi, ¿has perdido la cabeza? ¿Se puede saber qué te ha pasado?
Él era más alto y fuerte y pudo retenerla. Se acercó más, empujando su entrepierna contra la de ella, una y otra vez. María trató de rechazarlo.
—¡Déjame! —chilló.
—¿No es esto lo que haces con esa tortillera del ayuntamiento de Londres? —exclamó, y le escupió.
María se quedó petrificada mientras Jordi seguía empujando contra su cuerpo.
—¿Quieres follar? Podemos follar si lo necesitas, ¿comprendes? No tienes por qué hacértelo con una lesbiana, yo te puedo dar lo auténtico. ¡Toma! —gritó, empujando su verga, ya erecta, contra ella. Gritó aún más—: ¡Siéntelo!
Aterrada, María reaccionó rápidamente y, con todas sus fuerzas, consiguió apartarle de un empujón. «¿Cómo diablos lo sabe?».
Jordi cayó al suelo. Hundió la cabeza entre las rodillas y se puso a llorar.
—Te vi —dijo, jadeante—. Fui a Londres a una reunión con unos fondos malvados que me tienen cogido por los cojones. Te vi en un bar de maricones de Upper Street.
María, incrédula, recordaba el bar, el único de Upper Street en el que había estado con Nell, el día después de haber pasado la noche con ella. Recordaba que esa tarde estuvieron especialmente cariñosas en público.
María se llevó la mano a la boca. Contuvo el aliento, abriendo mucho los ojos.
«No es posible».
—Quítate esa cara de idiota, María, ¡os vi! —exclamó Jordi sin mirarla.
María sintió un escalofrío por todo el cuerpo. Le temblaban las piernas.
«Aguanta, aguanta. Sé fuerte».
—No se trata de eso —dijo finalmente—. Jordi, lo nuestro acabó hace mucho, he de ser honesta contigo. Lo siento.
—Me das asco —replicó Jordi, aún sentado en el suelo—. No sabes dónde te estás metiendo. Podríamos haber tenido una vida maravillosa juntos. Ahora estás cayendo en el abismo, te pudrirás en el pecado.
«Jordi, todos tenemos que dar una oportunidad a la felicidad. Estoy haciendo lo que es correcto para mí. Todo el mundo me lo aconseja, hay que hacer lo que es bueno para el corazón».
María le ofreció una mano para levantarse.
—Venga, levántate —propuso.
Jordi, sin moverse, hundió la cabeza entre sus manos. Ya no le quedaban lágrimas. Respiró hondo.
—¿Esto es real o estoy soñando?
María se inclinó y le rodeó los hombros con un brazo.
—Lo siento, Jordi, pero no puedo seguir así. Te mereces a alguien que te entregue su corazón, y esa persona no soy yo. Jordi dejó pasar unos segundos.
—Antes sí lo eras.
María se sentó junto a él, en silencio. Podía escuchar la leve brisa, oler la fragancia de los árboles, sentir la naturaleza. Después de todo, probablemente ése era el momento más íntimo que había compartido con Jordi, mucho más sincero y natural que todas esas reuniones familiares, tan oficiales, a las que tenían que asistir.
«Si hubiésemos tenido más momentos como éste, los dos solos… Pero es demasiado tarde. Nunca habría funcionado».
—Nunca estuve preparada, Jordi —dijo—. Yo también he madurado. Han pasado muchas cosas en mi familia, como ya sabes. Hablé con mi abuela antes de morir. Me dijo que tenía que ser más sincera, empezando conmigo misma. Te estaría mintiendo si continuara esta relación, fingiendo que todo va bien. —Agachó la cabeza—. La verdad es que los sentimientos que tendría que haber no los hay.
Jordi sacudió la cabeza.
María se sintió aliviada.
—¿La quieres? —preguntó sin mirarla. María había cerrado los ojos.
—Por favor, Jordi —rogó ella—. No quiero hablar de ello. Por favor, respétalo. Es doloroso y estoy confusa. Lo que necesito es tiempo para mí misma.
Jordi cogió una pequeña rama del suelo.
—Podríamos posponer la boda, seguir como amigos y ver si podemos intentarlo de nuevo —dijo, suplicante.
María apretó los labios. Sentía mucho cariño hacia Jordi, su amigo más leal desde hacía años. Había cuidado de ella cuando era una persona solitaria y siempre que volvía de Belchite, triste, distante, aislada. Siempre había estado disponible para ella, siempre con una sonrisa, o con una rosa. Se sentía inmensamente culpable.
—Lo siento mucho —dijo María, abrazándolo como nunca había hecho. Lo estrechó con fuerza hasta que él la apartó.
Estaba dibujando algo en el suelo con la rama, para luego arrojarla con desdén. Suspiró.
—¿Estás segura? —preguntó—. Quizá podría perdonarte si fue un desliz o una fase pasajera.
«Tengo que ser fuerte, no puedo mentir, ni a él ni a mí misma». Le miró.
—Sí, estoy segura. —Le cogió de la mano y la estrechó. Estaba fría—. El tiempo lo curará, ya verás.
—A la mierda con el tiempo.
Con suavidad, María le soltó la mano.
«No puedo volver a hacerle esto a nadie, nunca más. Es todo culpa mía».
—Perdóname, te lo ruego.
—Que te jodan.
Se hizo el silencio.
—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó María con voz delicada, casi apagada. Le puso una mano en la espalda, pero Jordi se levantó. Ella hizo lo propio.
Jordi paseó la mirada por los árboles. Realmente había cambiado, era más alto, más fuerte. «¿Habría sido diferente si se hubiese mostrado más determinado desde un principio?». María contempló su rostro masculino, sus grandes manos. De pronto pensó en la delicada cara de Nell, en su charla en Borough Market, el paseo en bici, la cena compartida, la ternura y la dulzura de su cuerpo.
«No».
María bajó la mirada. No tenía más que decir y Jordi parecía comprenderlo.
—Supongo que sólo me queda marcharme dignamente —dijo, alzando la cabeza.
«Tan caballero como siempre».
—Te llamaré para asegurarme de que estás bien.
—No te molestes. —Inició la marcha, seguido por María.
Anduvieron un par de minutos en silencio.
María tosió.
—¿Vas a conducir hasta Barcelona ahora? ¿Seguro que es buena idea? ¿No preferirías quedarte?
—Me iré. Es lo mejor que puedo hacer.
Llegaron a la fachada de la casa, donde Jordi había aparcado a Óscar. Miró al coche, luego a María, recordando sus viajes a San Sebastián, desde Pamplona. Los días felices. El corazón de María se encogió al ver la enorme tristeza de su expresión.
—Te llamaré —le prometió.
Jordi dio media vuelta y fue hacia el coche arrastrando los pies. Abrió la puerta.
—Adiós —dijo antes de meterse.
María se estremeció. Los segundos que le costó arrancar y salir con el coche le resultaron eternos. Aguantó el aliento como si pudiese sentir el dolor de Jordi; sabía que ella significaba el mundo para él. Pensó en el piso que estaba construyendo para los dos, que ella ni siquiera había visto. También se imaginó el drama familiar que se organizaría en cuanto anunciara la cancelación de la boda; incluso podía oír los gritos de su madre. Cerró los ojos con fuerza, intentando contener las lágrimas.
«Tengo que ser fuerte. Es lo que me enseñó la abuela. Espero que sea lo correcto. Pero ¿y si no lo es?».
Se quedó en blanco durante un instante. Se sentía asustada, sola.
—¿Qué pasa? —preguntó Conchita, sorprendiéndola.
«Madre, siempre tan inoportuna».
—¿Qué haces aquí sola, por qué se va Jordi en plena noche? —Se acercó a su hija—. ¿Habéis discutido?
María se llevó las manos a la cara y se escondió tras ellas.
—Más o menos. —«Ahora no. Necesito prepararla para la noticia».
—Hombres —murmuró Conchita entre dientes—. Sé que es difícil, María, lo sé.
Ambas permanecieron en silencio un instante.
—Vamos —dijo Conchita finalmente—. Vámonos dentro, es tarde y empieza a refrescar.
Ambas caminaban hacia la casa cuando el teléfono de María se puso a sonar.
—Parece que tu amiga inglesa te echa de menos —comentó Conchita, acelerando el paso y dejando a María atrás.