Capítulo 23

Jordi volvió a Londres antes de lo esperado. Apenas un mes después de su visita al ayuntamiento de Islington, regresaba para reunirse con Peñaranda y otros representantes de los fondos especulativos que habían comprado parte de la deuda de Caves Gratallops. Durante las últimas semanas, estos fondos habían comprado la mayor parte del préstamo de un millón de euros que Caves había pedido para compensar la caída de las ventas nacionales. Tras comprar la deuda, los fondos se habían convertido en los principales acreedores de la empresa.

Desde entonces, el boicot contra los productos catalanes sólo había empeorado. El Gobierno central había llegado a un acuerdo con los nacionalistas canarios para aprobar los presupuestos, anulando cualquier necesidad de una alianza con los catalanes. Eso les dejaba sin aliados en Madrid. Las ventas nacionales de Caves Gratallops estaban en caída libre.

La falta de liquidez había impedido a Jordi abonar el primer pago de los intereses del préstamo, con lo que los fondos acreedores empezaron a ejercer presión. Exigían que Jordi volase a Londres cuando a ellos les resultase conveniente. Jordi ya había hablado con Andreu, pero éste le aseguró que no había salida: los fondos eran dueños de la deuda, y si la empresa tenía algún problema con los intereses, era a ellos, los acreedores, a quienes Jordi tenía que responder. Banca Catalana ya no tenía nada que ver con la deuda.

Jordi todavía no entendía cómo Peñaranda y los otros fondos habían convencido a Banca Catalana para que les vendiera el préstamo, pero la crisis financiera había incitado a muchos bancos a desprenderse de todo el riesgo posible. Andreu sólo le había dicho que «la decisión venía de arriba».

«Seguro que podré acordar nuevas condiciones de pago, sobre todo cuando les enseñe los planos para el nuevo almacén —pensó Jordi mientras sobrevolaba el Royal Albert Hall, rumbo al aeropuerto de Heathrow—. Ya verán cuando abran las cajas de cava vintage que les llevo; incluso Peñaranda se rendirá ante ellas».

Media hora después, Jordi observó cómo varias ejecutivas, atractivas y elegantes, se acomodaban en el Heathrow Express. Pensó en María. Ése debía de ser su aspecto cada vez que iba a Londres, pensó, al tiempo que le vino a la cabeza la imagen de las dos mujeres que se miraban lascivamente en la foto del calendario de Nell.

«Quizá sean los viajes a Londres, la exposición a este mundo acelerado, consumista e inmoral, lo que la ha distanciado de mí», pensó mientras el tren iniciaba su marcha hacia Paddington.

Desde Navidad, sólo había visto a María un par de veces para comer, de eso hacía más de un mes. Hablaron de la boda y de lo inoportuno de los acontecimientos recientes, aunque no habían alcanzado ninguna conclusión. Ella le pidió tiempo para pensar, sin decir claramente si quería anular o posponer la boda, lo que mantenía vivas sus esperanzas. Por mucho que le doliese, hizo un esfuerzo para ser fuerte, para estar por ella incluso en los tiempos más difíciles.

Jordi había pasado el mes rezando y leyendo novelas para que uno de los meses más desastrosos de su vida pasara lo más rápido posible. Su relación con el padre Juan Antonio se había deteriorado desde que se negó a devolverle parte de su donativo a la Obra, mientras que las obras en el piso avanzaban lentamente; tendría suerte si las terminaban antes de finales de año. Respecto a María, sólo podía rezar y esperar, lo mismo que con las Cavas y el préstamo de Peñaranda.

«Al menos el Barça va bien. Siempre me quedará el Barça».

Algo más delgado que en Navidad, y vestido con su mejor traje para reunirse con los financieros, Jordi observó la oscura y lluviosa tarde de febrero a medida que el tren iba acercándose a Paddington. Miró a los pasajeros que le rodeaban, todos vestidos con trajes impecables, serios, la mayoría pegados a sus BlackBerry. Apenas se oía una conversación.

«En el Penedès al menos hablamos unos con otros».

Mientras esperaba el inicio de la reunión en las oficinas de Premium Capital en Bond Street, Jordi no podía dejar de contemplar, desde una ventana, los Bentley y Aston Martin, aparte de las rubias con bolsos de Hermès que llenaban la calle. No conocía Mayfair en absoluto; sólo había estado, como turista, en el centro de Londres, y por negocios en la City y en Canary Wharf. No sabía que esa exuberante zona comercial, tan céntrica, se hubiese convertido en un centro financiero.

«¿Aquí? ¿Entre las joyerías y las tiendas de Armani?».

Pasaban de las seis en punto cuando las tiendas empezaron a cerrar; ya llevaba quince minutos esperando.

«Esta gente trabaja hasta tarde», pensó, estirándose la manga de la camisa y ajustándose el nudo de la corbata, tratando de presentar una imagen impecable. Se sentó a leer las revistas que había sobre una mesa de la sala de espera. Hojeó Square Meal, Harrod’s Property, Med Villas y el Yacht World. No había rastro del Financial Times o de cualquier otra publicación económica o financiera.

Media hora después, tres hombres jóvenes entraron en la sala, abriendo la puerta sin llamar. Uno de ellos llevaba sandalias y gafas de sol. El siguiente iba con vaqueros, mientras que Peñaranda, de traje negro, cerraba la comitiva. Jordi se esforzó para mantener una expresión neutra.

—Hola, Jordi, ¿cómo te va? —dijo el de las gafas de sol con un fuerte acento americano. Se colocó las gafas en la cabeza—. Me llamo Brian, sí, soy de Premium Capital, disculpa mi aspecto, acabo de volver de las Barbados esta mañana. He tenido que volver para cerrar un negocio y llevo todo el día con él. Siéntate.

Jordi se sentó en la mesa, en el centro de la sala.

—Yo soy Stuart, ¿qué tal? —se presentó el más alto, el de los vaqueros, que parecía inglés. Le tendió su tarjeta—. Llevo el fondo Gama Investments; tenemos la sede en las islas Caimán. Trabajo media semana aquí y la otra media allí.

«Dios mío».

—¿No te cansas de viajar tanto? —preguntó Jordi, aparentando naturalidad.

—Estoy acostumbrado —dijo—. Mi novia vive en San Francisco, lo que sólo empeora las cosas. Pero así gano muchas millas aéreas gratis —rió y se sentó.

Después de aquello, pensó Jordi, Peñaranda resultaba muy familiar.

«No eres más que un madrileño».

—Hola, Jordi, ¿cómo estás? —dijo el duque—. Me alegro de que pudieras venir. Lo siento, pero tendré que dejaros dentro de diez minutos; tengo una cena.

Jordi se levantó y fue hacia las botellas de cava que había traído, perfectamente empaquetadas en cajas de madera.

—Antes de que te vayas, te he traído un poco de cava… —No pudo terminar la frase.

—No hay tiempo para eso —interrumpió Brian, el americano—. Tampoco tengo mucho más de diez minutos. Tengo que estar en Zagreb mañana a las ocho de la mañana y aún tengo que prepararme. Empecemos.

—Claro —aceptó Jordi, dejando las botellas en el rincón y volviendo a su asiento. Contempló a los tres hombres en silencio. No tenían blocs de notas ni papeles de ningún tipo. Jordi se sentía como un escolar, con su libreta y su bolígrafo preparados sobre la mesa. Se echó hacia atrás, se ajustó la corbata y tosió nerviosamente.

Peñaranda fue el primero en hablar:

—Jordi, todos estamos muy ilusionados con las Cavas, qué gran negocio.

«Venga ya, Peñaranda, al grano».

Prosiguió:

—Como sabrás, hemos estado comprando la deuda de las Cavas; ya sé que es difícil saber cuánto tenemos, ya que estas transacciones son privadas, entre vendedor y comprador. Pero sólo para que lo sepas, tenemos aproximadamente un ochenta y cinco por ciento del préstamo, así que, después de haber fallado el primer pago de intereses, ahora tenemos el derecho legal de convocar un concurso de acreedores, a menos, por supuesto, que lleguemos a un acuerdo con la empresa.

Peñaranda sonrió. Jordi estaba desconcertado, pero reaccionó rápidamente.

—Lo siento, pero de acuerdo con la normativa española, hacen falta muchos más retrasos en el pago para convocar un concurso de acreedores —dijo.

—Como acreedores mayoritarios, podemos trasladar el domicilio de la empresa al Reino Unido y, según las leyes británicas, aquí sí que podríamos forzar un proceso de insolvencia. Ya hemos ejecutado esta práctica en el pasado —respondió el inglés.

Jordi había leído en el Financial Times que algunos fondos depredadores apuraban hasta el cuello a empresas familiares alemanas que atravesaban problemas. Compraban la deuda, cambiaban el domicilio a la que fallaban un pago y tomaban el control para declararlas insolventes y quedarse con los activos.

«Pero nuestra empresa está saneada; no pueden hacernos esto».

—¿Eso es lo que planeáis? —murmuró—. ¿Estáis intentando llevar las Cavas a la bancarrota?

—En absoluto —contestó Peñaranda—. Al menos todavía no.

«¿Todavía?». Jordi sintió un sudor frío en la frente y se llevó una mano nerviosa a la boca.

—No somos una empresa industrial alemana pasada de moda intentando competir con China —dijo—. Producimos un cava que sólo puede fabricarse en el Penedès y nuestros productos gozan de una demanda fuerte y constante.

—Nos gusta el negocio, no nos malinterpretes —repuso Peñaranda, mirándose las uñas con arrogancia—. Pero hay que mejorar la gestión.

Jordi le lanzó una rápida mirada defensiva.

—La empresa está perfectamente gestionada.

—Puede que no, Jordi —intervino el americano, jugando con el cuello de su camisa con estampados florales, las gafas de sol aún en la cabeza—. La empresa no estaría en esta situación si la gestión fuese adecuada.

—La deuda es sólo una medida a corto plazo que se resolverá en cuanto pongamos en marcha el nuevo proyecto —explicó Jordi, apoyando los codos sobre la mesa con decisión. Ése era el momento—. Y eso, caballeros, es de lo que quería hablarles.

Jordi sacó de su maletín los planos preliminares del almacén de Islington que Patrick había diseñado.

—Miren —dijo, extendiendo los planos sobre la mesa—. Este almacén nos dará acceso al mercado inglés. Tenemos previsto que duplicará nuestras ventas en un plazo de dos años.

Jordi contempló los rostros incrédulos alrededor de la mesa. Stuart parecía el único que prestaba atención, aunque Jordi se dio cuenta de que sus ojos estaban enfocados en la BlackBerry que tenía debajo de la mesa. Los otros dos miraban en otra dirección, maleducadamente, impacientes. Jordi pensó en Dios, respiró hondo y prosiguió:

—Podría pasarles los detalles…

—Demasiado tarde —interrumpió el americano, mirando su reloj. Sonrió, mostrando unos dientes perfectamente blancos—. Somos hombres de negocios, Jordi, no tu abuelo esperándote con una hucha en forma de cerdito. No podemos esperar dos años. Estoy seguro de que conoces el mundo de la banca. En el mundo financiero, dos años son una eternidad.

Jordi le lanzó una mirada de desagrado.

«Dinero rápido, nuevos ricos». Despreciaba ese modelo de riqueza.

—Caves Gratallops lleva funcionando más de cien años —dijo Jordi, mirándoles a los ojos, uno a uno—. Y así seguirá. No es una fábrica de salchichas que dé riqueza instantánea. Es un negocio artesanal que se gestiona con cuidado, y que ha sido propiedad de una misma familia durante generaciones.

Peñaranda se dispuso a decir algo, pero Brian se le anticipó:

—Jordi, me temo que somos nosotros quienes estamos en posición de decidir los plazos. Recuerda que podemos provocar un concurso de acreedores si no se llega a un acuerdo.

—Eso habrá que comprobarlo —dijo Jordi.

—Muy bien, compruébalo —replicó Brian—. Sólo gastarás tiempo y dinero en abogados.

Jordi miró alrededor de la sala.

—¿Qué sugerís?

Peñaranda se echó hacia delante.

—Queremos un cambio en la dirección. Tu familia, aparte de no ser la legítima propietaria de la tierra, también ha arruinado a la empresa con tanta deuda. Es evidente que ni tú ni tu padre podéis desempeñar el trabajo como es debido; de hecho, creo que descargar responsabilidades le aliviará, dado su frágil estado de salud. —Sonrió.

«Te odio, Peñaranda».

—Deja a mi padre fuera de esto —dijo Jordi—. Su salud es estupenda, gracias por preocuparte.

—Me alegra saberlo —respondió Peñaranda, recuperando la seriedad—. El caso es que vamos a cambiar la dirección. Es un hecho. Si no lo asumes de manera civilizada, me temo que tendremos que ir a los tribunales, y eso te saldrá aún más caro, Jordi.

—Estás loco si crees que he venido hasta aquí para cavar mi propia tumba —advirtió Jordi, aferrándose a los brazos de la silla.

El americano intervino:

—No llegaría a esas conclusiones tan deprisa, Jordi. Ahora podrías negociar un mejor trato que si lo dejas para más adelante.

«¿Y qué sabes tú del cava, maldito yanqui?».

—Hemos investigado la empresa a fondo, Jordi —dijo Stuart, el inglés—. Queremos reflotarla, abandonar la gama baja y producir cosechas vintage para los mercados estadounidense y del norte de Europa, donde está el dinero. El proceso de conservación de las botellas, no obstante, requeriría una fuerte inversión, que nosotros financiaríamos, pero con nuestras condiciones, claro.

—También revolucionaremos el marketing —completó Brian—. Construiremos un parque temático; hemos explorado posibles localizaciones cerca de las Cavas, y algunas están a la venta. Tenemos prevista la creación de una supertienda para productos gourmet, el mayor establecimiento de venta de comestibles y vinos de toda España —prosiguió, abarcando el aire con los brazos—. Cinco plantas repletas de productos relacionados con el vino y el cava de primera línea. Nuestro modelo está a las afueras de Los Ángeles; sería la primera experiencia en Europa, ¿no es fantástico?

Jordi empezó a sentir cómo se le encogía el estómago.

—Y yo lo dirigiré todo, desde Madrid —añadió Peñaranda, sonriente.

Jordi casi sintió náuseas. «Sobre mi cadáver, Peñaranda, sobre mi cadáver».

—Obtendremos beneficios rápidamente —prosiguió el duque—. La nueva tecnología nos hará más eficientes y no necesitaremos tantos trabajadores. —Peñaranda arrugó la nariz, alzando la mirada—. Calculo que podríamos pasar con la mitad de la mano de obra, ¿imaginas el dinero que nos ahorraríamos? Todo irá a nuestro bolsillo.

«Dios, ayúdame a mantener la serenidad. Ayúdame, por favor».

Jordi vio cómo Brian lanzaba una fugaz mirada a su reloj. No es que lo hubiese estado observando, pero los diamantes que rodeaban la amplia esfera eran tan brillantes que eran difíciles de ignorar.

«Qué asco», pensó Jordi. Recordó el versículo de la Biblia que decía que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que un rico entre en el reino de los cielos. Sintió la tentación de levantarse.

«Me pone enfermo».

—¿Es todo, caballeros? —preguntó Jordi con una ceja arqueada.

Peñaranda sacó varios documentos de un maletín.

—Si accedes, puedes firmar los documentos ahora mismo —ofreció—. De lo contrario, puedes llevártelos a casa, leerlos y devolvérmelos lo antes posible. Sabes que nos gusta actuar rápido.

Brian se sacó un chicle del bolsillo, dejó el envoltorio sobre la mesa y empezó a masticarlo.

—Si actúas con rapidez, puede que haya una cuantiosa compensación para ti —comentó, guiñándole un ojo.

—Te iría bien ahora, que estás a punto de casarte —añadió Peñaranda.

«¿Cómo lo sabrá esa sanguijuela? ¿Con quién ha hablado?».

Stuart y Brian dijeron al unísono:

—Uuuuuh.

Jordi, que odiaba los chicles tanto como a los nuevos ricos, se recostó en el asiento, se cruzó de brazos y observó a sus tres interlocutores con el ceño fruncido.

Pensó en su abuelo, en la vieja foto en blanco y negro de él trabajando la tierra; el hombre que había sido fusilado por preocuparse por sus compañeros y por Cataluña. Pensó en su padre, que había dirigido las Cavas durante tantos años, con sus virtudes y defectos, pero siempre al frente, protegiendo a su familia y a sus empleados. Pensó en María, en los viñedos, en su cambio de color en otoño, en el olor de la tierra después de la lluvia.

«¡Un parque temático! Una supertienda. Por Dios».

Jordi se incorporó, decidido.

—¿Sabes qué puedes hacer con tus papeles, Peñaranda?

Peñaranda lo miró con interés.

—¿Sí, Jordi? —preguntó con displicencia.

—Te los puedes meter por el culo. —Jordi abandonó la sala, dando un portazo tras de sí.

Jordi llamó a Robert desde el taxi que le llevaba de Mayfair a su hotel en Islington. El abogado de la familia había intentado, sin éxito, confirmar que los Gratallops eran propietarios de las tierras donde se asentaban las Cavas, refutando las demandas de Peñaranda. A pesar de semanas de intenso trabajo, no lo había conseguido.

—Mierda, Jordi, nos están acorralando —se lamentó el abogado tras escuchar los últimos acontecimientos.

—No puede ser verdad. —Jordi necesitaba que alguien le diera la razón—. No pueden trasladar el domicilio. ¿Qué harán? ¿Empaquetar la masía y llevársela a Londres?

—Me temo que pueden —advirtió Robert—. He leído sobre casos similares, sobre todo en Alemania. Los pequeños propietarios de empresas familiares están furiosos, estas aves de rapiña compran la deuda de negocios en dificultades, casi siempre para obtener su control; la estrategia se llama loan to own, o préstamos para tomar el control. Son especialistas.

—¡Nosotros no somos una empresa en dificultades! —protestó Jordi.

—Odio decir esto, Jordi, pero sí que lo somos —rectificó el abogado—. Sé que el préstamo era necesario, pero puede que no fuera la mejor idea.

—¿Cómo íbamos a saber que, en vez de negociar con Banca Catalana, como hemos hecho durante décadas, acabaríamos enfrentándonos a estos usureros desalmados?

—Buena pregunta —dijo Robert—. Me gustaría saber por qué Banca Catalana vendió nuestra deuda. Igual tienen problemas y necesitan limpiar sus cuentas.

—Pero ¿por qué nosotros? —Jordi seguía sin comprender—. Ellos tienen miles de préstamos, y ¿justo escogieron el nuestro, en una práctica tan poco común en España?

—No lo sé, Jordi. No lo sé.

—¿Qué podemos hacer? —Jordi estaba pensativo—. Supongo que la única salida es encontrar un nuevo inversor o una forma de refinanciación alternativa, ¿no?

—Eso parece —confirmó Robert—. Pero todos pondrán un precio muy alto. Se aprovecharán de nuestra necesidad.

Jordi suspiró y apoyó la cabeza en la mano.

—¿Seguro que no podemos hacer nada con respecto a lo de la propiedad de las tierras? —preguntó, desconsolado.

—Me temo que no —contestó el abogado—. Lamento decir esto, pero se han hecho con el control.

—Para ello tendrán que pelear mucho más conmigo —afirmó Jordi, dándose cuenta de que el taxi estaba a punto de llegar a Ángel—. Veré qué puedo hacer.

«Necesito una copa».

Casi se bebió la mitad del primer gin-tonic de un trago. Aliviado, Jordi se aflojó el nudo de la corbata y paseó la mirada por The Green, el primer bar decente que vio nada más bajarse del taxi. Era más moderno que la mayoría de pubs cercanos, y la comida parecía decente.

«Tendré que hablar de esto con mi padre, no me queda otra. Después de todo, él negoció el préstamo, así que tiene que volver a hablar con Andreu. Pero esos cabrones ¿cómo creen que podrán controlar las Cavas desde Bond Street? No sabrían ni por dónde empezar si les diera un cubo para recoger las uvas».

Se pasó la mano por el pelo varias veces, clavando la mirada en el suelo. Por fin alzó la mirada y le sorprendió ver a tanta gente ignorar la restricción de fumar. No lo dudó. Unos minutos después, estaba sentado con un segundo gin-tonic, fumándose un Marlboro que el barman le había dado con un guiño. Jordi no fumaba desde que habló con su padre sobre la propiedad de las tierras, antes de Navidad. Siempre modélico, apenas había fumado en su vida.

«¿Quién dice que el tabaco es malo?».

Jordi cruzó las piernas, se recostó en su silla y exhaló el humo con superioridad. Comprobó su teléfono móvil, pero no había mensajes. Intentó volver a llamar a María, otra vez sin éxito. Observó el bar distraídamente, notando una inusual cantidad de hombres. Buscó alguna mujer. Había unas pocas, y todas acompañadas de otras mujeres.

«¿Dónde me he metido?».

Sentado al fondo del bar, Jordi detectó una pequeña bandera del arco iris junto a la máquina tragaperras. Era un bar gay. Dos hombres se estaban besando en la mesa del rincón, lo que le provocó una repulsión inmediata. Junto a él, un grupo de jóvenes bebía sin freno; algunos vestían camisetas sin mangas, luciendo grandes tatuajes, que Jordi se quedó mirando abiertamente.

Dos mujeres charlaban en una mesa pasada la barra, junto a una ventana que daba a Upper Street. Jordi reconoció inmediatamente a Nell, la chica del ayuntamiento.

«¡Lo sabía! ¡Sabía que era lesbiana!».

Pidió otro gin-tonic.

Nell llevaba una larga bufanda naranja sobre una camiseta negra, la misma que cuando se conocieron semanas atrás, en enero. Tenía el pelo algo más corto, y sostenía la mano de alguien. Jordi sintió curiosidad y estiró el cuello para ver a su acompañante.

«Dios, Padre y Señor mío».

Jordi se movió hacia delante bruscamente, se sentó en el borde de la silla y puso ambas manos sobre la mesa. Con el corazón hundido y la sangre helada, vio a María, su María, sonriendo felizmente, una mano jugando con su largo pelo y la otra cogiendo la de Nell.

«Ave María Purísima». Jordi se santiguó sin ser consciente de su gesto.

Se frotó los ojos para asegurarse de que no estaba soñando o delirando. Estirando más el cuello, vio que Nell acariciaba la espalda de María y, luego, también la cara. A continuación la besó en los labios durante unos segundos que a él le parecieron una eternidad. María respondió con un escueto beso, también en los labios. Las dos rieron, cogidas de la mano, y siguieron mirando hacia la calle.

Jordi no parpadeó mientras tuvo la mirada fija en María. Parecía relajada; le brillaba la expresión. Su sonrisa era la más amplia que nunca le había visto; su cuerpo estaba girado hacia el de Nell, en una pose abierta y calmada que ella nunca le había dedicado. Le vino a la mente una imagen de María en la universidad, solitaria, con la mirada perdida a través de las ventanas de la biblioteca. Ahora parecía igual de natural, sólo que mucho más feliz.

Jordi se llevó una mano a la boca, como si estuviera a punto de gritar.

«¿Es una broma? ¿Me puede pasar esto a mí? ¿Seguro que son sólo amigas?».

Jordi contempló la posibilidad de que María todavía estuviese en estado de shock tras la muerte de su abuela. Pero no, ya era mayor para saber lo que se hacía, ¿no?

Alguien dio una patada en su silla, provocando que se volviera. Un hombretón vestido con una camiseta muy ajustada le susurró al oído:

—¿Te apetece una copa, cariño?

Jordi saltó de la silla y miró al hombre como si éste fuera un extraterrestre. Luego se dirigió ansiosamente hacia el rincón donde Nell y María estaban sentadas. Sentía ganas de gritar, pero lo único que podía hacer era abrirse paso a empujones entre el gentío que ahora atestaba el bar. Empleó brazos y codos a fondo hasta que llegó a la mesa… vacía.

«Joder, se han ido, ¡se han ido!».

Tras un instante de titubeo —«¿Lo habré soñado?»—, bajó corriendo por las escaleras que daban a la calle y miró alrededor. Habían desaparecido. Jordi recorrió Upper Street de arriba abajo como un desquiciado sin rumbo. Cruzó a la otra acera, mirando en la dirección equivocada, y obligó a un coche a frenar en seco, al tiempo que dos peatones sobresaltados le increpaban. No los oyó. Volvió corriendo a su hotel, prácticamente al lado; lo había escogido porque sabía que María se hospedaba allí cuando iba a Londres. No había reservas a su nombre o al de Nell.

Las había perdido. Volvió a la calle, pasando la mirada por todas partes. No vio nada. Se sintió mareado.

«¿Qué le está pasando a mi vida? ¿Quién me la está robando?».

Miró al cielo. «¿Eres tú, Dios? ¿Me has abandonado? Puede que mi empresa se vaya a pique, mi futuro piso es un desastre y mi prometida es lesbiana. ¿Qué más sorpresas me esperan?».

Inmóvil, en medio de la calle, ignorado por los transeúntes, Jordi pensó en su padre, en cómo cayó en las tentaciones para evitar la cruda realidad. Quizá eso tenía más sentido del que creía. Era estúpido luchar y luchar. ¿Para qué?

«Para nada».

Observó a los hombres a su alrededor: algunos borrachos, otros con atractivas mujeres del brazo. Se sintió un enclenque, un cobarde, un mero idiota.

«¿Acaso soy el único que se preocupa por los demás? Todos parecen pensar en sí mismos primero. Todo el mundo quiere divertirse, ¿a quién le importa el resto? Hasta mi padre va de putas, estoy seguro. ¿Le importa mi madre? ¿Y María? No tiene ningún reparo en dejarme colgado; qué más da que nos vayamos a casar dentro de dos meses. Mientras, los del piso, tranquilos. ¿Para qué las prisas? Incluso el padre Juan Antonio no me deja acceder a mi propio dinero, aunque lo necesite con desesperación. ¿Qué me he perdido? Habré vivido en un mundo de mentira, sólo los idiotas creen en esos cuentos de integridad y honor. Seré imbécil. Sólo importa el aquí y el ahora, ¿no? A nadie le importa el pasado o el futuro. Mi padre es un hombre listo».

Con la mirada perdida, Jordi alzó una mano y detuvo un taxi. Pidió que le llevara a un burdel, a cualquiera. Le dio una buena propina y, una hora después, en algún rincón del sur de Londres, penetró a una mujer por primera vez. Ocurrió en una habitación oscura en la planta superior de un maltrecho edificio. Jordi no dijo nada a la mujer, no le preguntó cuál era su nombre, ni siquiera la miró a los ojos. Tampoco la besó. Sólo la penetró una vez, dos, tres veces, hasta que le dolió, a él, y a ella.

Salió apenas media hora después. Durante más de dos horas, preguntando por Islington a cualquiera que se le cruzase, recorrió las calles de la ciudad de regreso a su hotel, con los ojos llenos de lágrimas. No sabía si tenía el corazón roto, si estaba exhausto o, lo más probable, si se había vuelto loco.