María aún sentía el calor del cuerpo de Nell cuando su avión despegó de Barcelona, destino a Heathrow. Era un frío día de febrero, casi dos meses después de que su madre la llamara a Londres para anunciarle la muerte de la abuela. Estar junto a Nell en ese momento fue una bendición —ella la cuidó cuando más lo necesitaba; la ayudó a adelantar el regreso por Internet, y la llevó al aeropuerto a las seis de la mañana.
Aquella noche, después del shock inicial, y después de hablar con su hermana y sus padres por teléfono, María y Nell permanecieron la una junto a la otra, tumbadas en la cama del hotel. Nell la abrazó y le acarició el pelo durante horas, hasta que ya no le quedaron más lágrimas y por fin se quedó dormida.
María se estremeció recordando esos momentos. Se imaginó las largas manos blancas de Nell acariciando lentamente sus brazos morenos, transmitiéndole calidez; todo lo contrario de lo que vivía en Belchite, con su padre huido y su madre sin parar ni un segundo, su mejor arma para no pensar.
La casa de sus padres también se había llenado de señoras mayores que, a pesar de haber aislado a la abuela en su juventud, ahora se atrevían a venir, llorando su pérdida y guardándole luto. Por las tardes, se sentaban en círculo durante horas, todas vestidas de negro, rezando rosario tras rosario.
Hablar con Nell por las noches había sido el mejor alivio. En Navidad y durante las gélidas noches de enero, las dos quedaban en llamarse a medianoche, cuando la familia de María estaba dormida. Poco a poco, Nell se convirtió en su confidente, la persona con quien hablaba del funeral, de la partida de su padre, de los problemas del piso de Jordi, y de sus propias dudas acerca de la relación. Nell escuchaba con paciencia, sin intentar rellenar los numerosos silencios que María dejaba, tan poco acostumbrada como estaba a expresar sus sentimientos más íntimos.
María también ayudó a Nell, quien decía odiar la Navidad. Sus padres, divorciados, estaban en Lanzarote y Madeira con sus respectivas parejas, y ella tampoco tenía hermanos. Sus amigos siempre la invitaban, pero ella prefería pasar el día de Navidad sola, o con una vecina. Lo mejor de las fiestas, le dijo, eran las charlas nocturnas que habían establecido y, cómo no, el fútbol.
Arropada bajo el edredón, María escuchó a Nell hablar de sus amigos, de los cotilleos de su equipo de fútbol y, por supuesto, se tragó todos los resultados de la Premier League durante la Navidad. Poco se imaginaba que algún día prestaría tanta atención a un empate a cero entre el Manchester y el Bolton.
El fútbol se hacía más llevadero con Nell. A pesar de que seguía odiándolo, escuchar los avatares del Sheffield United le resultaba un poco más exótico que la omnipresente charla sobre el Barcelona. «Barça, Barça y más Barça, siempre igual, pensó».
María sabía que Jordi había conocido a Nell en Londres en enero, en un viaje que ella desestimó por no sentirse todavía con fuerzas. Tras volver al trabajo un par de semanas después de Navidad, María pidió varios días de vacaciones, ya que aún le costaba concentrarse. La abuela Basilisa lo había sido casi todo en su vida, la única persona que la apoyaba incondicionalmente, la que siempre la defendía contra todo y contra todos, incluida su madre.
Su pérdida casi supuso el fin del mundo para María. Se sentía desesperadamente sola, abandonada, como si le hubieran arrancado violentamente la mitad de su corazón, para luego partirlo a pedazos. Se había pasado horas recorriendo los olivares, en Belchite, o acariciando a Bombillo en Barcelona, en completo silencio. Era lo único que le traía paz.
«Londres me ayudará a salir de mí misma, a romper con la rutina», se dijo María, observando cómo las alas del avión adoptaban posición de descenso.
Era un miércoles por la mañana. María regresaba a Inglaterra, no por trabajo, sino a título personal, para visitar a Nell, convertida en su mejor amiga después de todas las confidencias compartidas por teléfono.
Nell la había invitado a un homenaje a las Brigadas Internacionales inglesas, el grupo de voluntarios que fueron a España a luchar contra Franco hacía setenta años. María sintió curiosidad por ver la historia de España desde otra perspectiva, pero sobre todo se ilusionó ante la oportunidad de una visita secreta —nadie lo sabría, ni Jordi, ni su madre—. Por fin retomaba el hilo de su pequeña aventura londinense.
Nada más salir a la terminal y encender el móvil, María recibió un mensaje de Jordi, preguntando cómo se encontraba. Su relación se había enfriado desde que, semanas atrás, María le dijo que necesitaba tiempo para pensar. No quería mentirle, y apenas lo había visto desde entonces. Necesitaba espacio.
Sin devolverle la llamada, apagó el móvil y se atusó el pelo antes de atravesar la puerta de llegadas, donde Nell la esperaba discretamente, a un lado.
—Hola. —Nell saludó en castellano, dándole un beso en la mejilla.
—Hola. —María se sentía azorada. Era más fácil hablar por teléfono que cara a cara.
Nell pareció percibir su pensamiento y se apresuró a romper el hielo, preguntándole por el viaje. Se dirigieron hacia el aparcamiento.
—Podemos ir a casa primero, dejar la maleta y coger las bicicletas, ¿qué me dices? —preguntó Nell.
María estaba entusiasmada con los planes de su amiga. Desde pequeña le encantaban las bicis, pero nunca tuvo una porque sus padres le decían que eran sólo para chicos. Aun así, se compró una en la universidad, pero no había montado en ninguna desde entonces.
—Me parece estupendo —dijo María—. ¿Has encontrado una segunda bici?
—Sí, mi vecina nos prestará la suya. Tú puedes usar la mía.
Sonrientes, entraron en el coche de Nell y emprendieron la marcha hacia Hackney.
El barrio de Nell tenía esta vez mejor aspecto que aquella noche de noviembre, después de la fiesta, cuando María sintió hasta un poco de miedo.
«La luz del día ayuda, sin duda —pensó—. Y el estado mental también, supongo».
Pepa olisqueó a María en cuanto las dos entraron en el piso. A María le encantaba la gata de Nell; se arrodilló y la acarició hasta que el animal tuvo suficiente y se alejó. Nell le sacó el mismo par de zapatillas que tan a gusto le hicieron sentirse la primera vez. Entró en el salón, contemplando las fotos de la pared, los libros, las plantas y la luz que hacía que todo brillara. El piso rezumaba vida.
—A Pepa le encanta el juguete que le regalaste —comentó Nell desde la cocina.
María se sonrojó al recordar la noche que pasó en el sofá, después del beso en el pub, en noviembre, cuando tanto se emborrachó.
Nell le trajo un café.
—Toma —dijo.
—Gracias —aceptó María con una sonrisa. «Menos mal que no es té».
Era como si Nell le leyese los pensamientos.
—Sé que el té no es lo tuyo —dijo, volviendo a la cocina para regresar al poco con una taza de té para ella—. Pero a mí me encanta.
Se sentaron en el sofá.
—Tienes buen aspecto —afirmó Nell—. Parece que las vacaciones te han sentado bien. Me alegro.
María respiró hondo.
—Bueno, no han sido exactamente unas vacaciones.
Nell reposó su mano sobre la de María, sin que ésta apartara la suya.
—Seguro que las cosas mejoran pronto.
—Desde luego, no pueden empeorar —dijo María—. En fin, ¿cómo estás tú? ¿Cómo le va al Sheffield United?
—¡Mi equipo es el Manchester United! —sonrió Nell—. No nos va mal; ganamos el domingo —informó, probando su té—. El trabajo me mantiene ocupada, y el fútbol, sana y sociable. Pepa está bien, ¿qué más puedo pedir?
«Me gusta su sencillez. Ojalá pudiese ser como ella, y no este desastre que soy».
Nell miró su reloj.
—Nos tenemos que ir —propuso levantándose—. Espero que te guste el acto de las Brigadas; me acordé de ti en cuanto lo vi anunciado.
—Gracias —dijo María, sacando un regalo de su bolso y entregándoselo a Nell—. Sólo quería agradecerte tu ayuda durante las últimas semanas.
Nell volvió a sentarse. Parecía sorprendida.
—No era necesario.
María se sonrojó.
—Es un detalle muy pequeño, sin importancia.
Nell abrió el paquete, que contenía una botella de aceite de oliva extra virgen. Nell la contempló durante unos instantes, la abrió para oler el contenido y lanzó un profundo suspiro. Se echó unas gotas sobre los dedos y las probó.
—Qué maravilla —exclamó—. ¿Es de tu familia?
—Sí, sí, me llevé una de las mejores botellas, de producción limitada.
Nell le dio un rápido beso en la mejilla; María apartó la mirada.
—Esto hay que aprovecharlo bien… ¿Te apetece cocinar algo esta noche? —preguntó Nell.
—Me encantaría.
«Sabía que Londres me vendría bien. Dos meses en Belchite y Barcelona, y no tengo ganas de nada. Dos horas en Londres y quiero ir en bici y ponerme a cocinar. Nell es una buena amiga».
María disfrutaba en la cocina —excepto en casa de su madre—. Le encantaba cocinar despacio, con cariño y cuidado, como la abuela; justo al contrario que Conchita, quien se encerraba en la cocina para preparar comidas aprisa y corriendo, moviendo cacharros sin ningún amor ni cuidado.
Hacía mucho que María no se sentía tan feliz. Le encantaba pedalear atravesando zonas verdes, sentir la brisa en el rostro, la sensación de libertad. Siguió a Nell por todo Londres, observando las plazas de Islington, el comercio de Exmouth Market, los estudiantes de Bloomsbury, las elegantes tiendas de Marylebone, hasta llegar a la orilla del Támesis. Durante el paseo, Nell le explicó pequeñas historias de la ciudad; no eran aburridas lecciones de historia, sino relatos humanos acerca de personajes que habían cambiando el mundo, como Virginia Wolf o John Maynard Keynes.
—¿Keynes, gay? ¿En serio? —María no se lo podía creer—. ¡Nadie me lo dijo en la universidad, y me leí todos sus libros!
«Claro que en la Universidad de Navarra nunca me habrían dado ese tipo de detalle».
Unas cien personas rodeaban el monumento a los brigadistas ingleses en los Jubilee Gardens, junto al río, cuando Nell y María llegaron. A María se le puso la piel de gallina al ver tantas banderas republicanas, en Londres, con el Parlamento al fondo.
«Ésta debería ser la bandera oficial».
Recorrieron las paradas instaladas para la ocasión, cogiendo panfletos de asociaciones republicanas, de partidos de izquierdas, aunque lo que más les gustó fue probar un poco de tortilla en un puesto de comida española. María habló con algunos organizadores durante un buen rato, interesada en sus ideas. Al final les dio una modesta donación y prometió enviarles unas botellas de aceite de oliva.
—Eres muy generosa —dijo Nell.
—En este asunto, nada es suficiente —repuso María rápidamente.
De pie sobre un banco para ver mejor, María y Nell escucharon a los brigadistas, ya muy ancianos, compartir sus memorias.
—Yo no dudaría en actuar igual si la situación se diera de nuevo —dijo uno, apenas capaz de mantenerse en pie—. En 1936, tenía dieciocho años y leí en la prensa que el fascismo se expandía en España, por eso fui a combatirlo. Era joven e idealista. Setenta años después, todavía lo soy. Me han llamado ingenuo en el mejor de los casos, y muchas más veces, simplemente tonto. Pero para mí, ser natural y consecuente conmigo mismo ha merecido la pena.
«La naturaleza, otra vez; nadie gana a la naturaleza». María recordó las palabras de su abuela. «¿Por qué me persigue este pensamiento, hasta en Londres?».
El evento culminó cuando un cantante de folk, guitarra en mano y sombrero de cowboy en la cabeza, cantó la versión de la Guerra Civil de El valle del río Rojo, poniendo a los asistentes la piel de gallina, y dejando a María al borde de las lágrimas. Nell se dio cuenta y le apretó la mano.
—Esto no te está animando precisamente, ¿verdad? —preguntó.
María sonrió.
—No, no es exactamente una comedia.
Nell saltó del banco y ayudó a bajar a María.
—Te enseñaré un sitio que nos ayudará a preparar una buena cena —dijo Nell, dirigiéndose hacia las bicicletas.
María no podía dejar de contemplar los puestos del mercado Borough, por mucho que Nell le hubiese advertido que entre semana era mucho más pequeño que los sábados. Le llamó la atención tanta diversidad de panes, quesos y lo exótico de algunas frutas y verduras. Aquello no venía del huerto de la esquina, sino de continentes muy lejanos, pensó.
—¿Dieciséis libras por un puñado de champiñones? —preguntó María incrédula—. Con eso llenas el cesto de la compra en España.
Compraron ingredientes un poco más modestos para hacer una tortilla y un poco de verdura asada. Con las bolsas en la mano, se sentaron en el café Monmouth Market, que tenía las puertas abiertas, dejando el interior al aire libre, aunque fuera pleno invierno. Bien protegidas en sus anoraks, María y Nell compartieron una tarta de queso mientras observaban el paso de la gente. María disfrutaba de cada segundo. Se recostó en la silla y respiró profundamente.
«Esto es vida. Ojalá pudiese hacer lo mismo con Jordi, pero es tan anticuado que ni se le ocurriría hacer la compra. Realmente, todo es más fácil con una mujer».
María se sentía relajada, podía confiar en Nell, hablar con ella abiertamente. María, que nunca había conocido a una lesbiana, sentía curiosidad por la naturaleza de sus relaciones con otras mujeres. Si no preguntaba, nunca lo sabría, así que se aventuró.
—Supongo que dos mujeres siempre tendrán más en común que un hombre y una mujer, eso hará la relación más fácil —dijo—. ¿No?
Nell parecía sorprendida por la repentina pregunta.
—Mmm —murmuró—, no estoy segura; a mí me parece que las relaciones entre dos personas siempre son complicadas. Todo es cuestión de química, de si existe clic o no, indistintamente del sexo de las personas, ¿no crees?
María miró por la ventana tomando un sorbo de su café.
—Supongo que tienes razón —admitió, mientras se fijaba en una pareja de ancianos vestidos con ropa de ciclista debatiendo qué queso comprar—. Las relaciones en España son muy formales, oficiales, puede que más que aquí. —Se volvió hacia Nell—. En España, no se trata tanto de conectar mentalmente o de compartir aficiones, o ideas, sino de aparentar, de encajar socialmente.
Nell meneó la cabeza.
—Es una pena —dijo—. De hecho, me llamó la atención el otro día, cuando conocí a Jordi, lo bien vestido que iba, con un traje impecable, las formas muy cuidadas. Guarda bien las apariencias.
María observó a Nell; se había preguntado muchas veces qué impresión le habría dado cuando se conocieron hacía algunas semanas, en el viaje que ella no pudo realizar.
—Sí, es muy correcto. Por lo que he oído, la reunión no fue mal —comentó.
Nell la miró en silencio durante unos segundos.
—Sí, fue bien —dijo—. Aunque no dejó de mirar un calendario que tengo en mi despacho, con una foto de dos mujeres mirándose intensamente. Podrían ser lesbianas, pero no necesariamente; sólo es una gran foto, pero pareció asustar a tu novio.
María se rió.
—¿En serio? Eso debió de dejarle fuera de juego.
—Eso parecía —reconoció Nell riéndose, aunque se puso más seria para continuar—: Pero sí, me dio la impresión de ser alguien acostumbrado a obedecer. No rebatió mis argumentos y, básicamente, accedió a todas mis sugerencias. De hecho, no aportó ninguna observación.
María cerró los ojos brevemente y luego miró a Nell.
—No, no es de los que buscan peleas. Él obedece y hace todo lo posible para evitar un conflicto. —«Se ha pasado la vida obedeciendo al Opus Dei»—. Pero es muy bueno en su trabajo, ya sabes, lleva su propia empresa. Además, le dedica muchas horas, y buena parte del fin de semana.
—Pues es una pena, ¿no? —Nell miró hacia el bullicio del mercado—. El trabajo nos da satisfacciones, pero no felicidad, me parece a mí.
María meditó en silencio.
—Nunca lo había visto desde ese punto de vista, pero supongo que es verdad. Aunque es fácil convencerse de lo contrario.
Nell arqueó una ceja.
—Las grandes empresas le lavan a uno el cerebro, haciéndole creer que son esenciales para el negocio —dijo—. Pero es mentira. Uno se marcha de la empresa y ya no es importante, de hecho, a la empresa ni le importa. Y el pobre empleado solamente se da cuenta de que esa adulación es sólo un cuento para exprimirle más cuando es demasiado tarde. De repente se despierta y descubre que ha pasado media vida en la oficina.
—Yo quiero evitar eso a toda costa —afirmó María—. Cada vez que pienso lo corta que es la vida, y los años que ya han pasado… No tenemos tanto tiempo como parece.
Nell asintió y tomó un poco de tarta.
—A veces —prosiguió María—, la gente necesita cosas, como un buen trabajo, una pareja o una gran casa, para ser feliz. —María pensaba en su madre, a quien los campos, su familia y su casa nunca parecían satisfacerla—. Yo creo que la mejor manera de ser feliz es siendo feliz, sin necesitar esto o aquello. Para mí, la felicidad es un estado mental, no material.
—Mmm, no estoy segura —comentó Nell, sonriente, mientras se echaba hacia delante, tenedor en mano—. Esta tarta me está haciendo muy feliz —añadió, cogiendo un trocito.
María la imitó.
—Ojalá fuese así de fácil.
—Cierto —dijo Nell—. Pero muchas veces es bueno pensar menos y sentir más; hay que encontrar los clics de manera natural.
María perdió la mirada por la ventana una vez más.
—En mi familia, más que hacer clic, parece que nos repelemos —comentó, tomando el último bocado de la tarta.
Nell le lanzó una mirada compasiva.
—Bueno, tampoco es tan malo —se corrigió María—. Sí que tenía esa química con mi abuela, nos comprendíamos la una a la otra. Nunca fue a la universidad y apenas terminó la escuela, por la guerra, pero entendía todo lo que le contaba acerca del banco mucho mejor que mi madre, quien dirige una empresa de tamaño respetable. Teníamos un vínculo muy fuerte, no te puedes imaginar. Es la persona a la que más he querido y quien más me ha querido a mí.
—¿Más que a tus padres? —preguntó Nell.
—De lejos —repuso María rápidamente. Contempló los inmensos ojos azules de Nell, que volvieron a recordarle los de la abuela Basilisa. Le daban tranquilidad, la llenaban de confianza—. Es una desgracia que haya muerto. Nunca tendré nada parecido.
—Estoy segura de que sí —corrigió Nell.
«No me imagino a nadie con quien pueda conectar igual».
El corazón de María casi se detuvo cuando un sentimiento le asaltó el corazón. «Excepto tú. Eres la única persona con quien hablo con tanta facilidad como cuando hablaba con ella».
María se sintió las manos frías; estaba casi paralizada por sus propios pensamientos.
—Me apuesto una comida en el mejor restaurante español de Londres a que encontrarás a alguien a quien querrás tanto o más —propuso Nell.
—Trato hecho —convino María—. ¡Una buena comida gratis!
—La única comida gratis que vas a tener será esta noche —dijo Nell levantándose—. Vamos, te enseñaré mi habilidad con la tortilla. He estado practicando.
Mientras escuchaban a Edith Piaf, las dos mujeres preparaban la tortilla y un poco de verdura en la cocina de Nell, rodeadas de especias y plantas. Charlaron e intercambiaron opiniones acerca de la cantidad idónea de huevos, patatas y sal.
—Una buena proporción es la clave de la tortilla —sentenció María.
—¡Y de la vida! —exclamó Nell, provocando una sonrisa en su amiga.
María la miró.
—Tú pareces tener un buen equilibrio —dijo.
Nell miró por la ventana, hacia las nubes que ya tapaban el cielo.
—Igual tengo proporción, pero me falta un poco de sal —repuso—. Aquí la vida se puede volver aburrida y predecible.
María preparó un delicioso pa amb tomàquet con el pan de romero y oliva que habían comprado en Borough. Le restregó un diente de ajo, le añadió el jugo del tomate y finalmente el aceite que había traído de Belchite.
—Voilà —dijo María—. ¿A que esto no es aburrido ni predecible?
Nell cerró los ojos en cuanto dio el primer bocado.
—Qué delicia —aprobó, acercándose a María. Sus ojos eran imposiblemente atractivos, pensó María. Estaba tan prendada de ellos que sólo reaccionó dos segundos después de que Nell le besara muy brevemente en los labios, apenas un roce.
«¿Qué ha sido eso?».
María siguió picando y tatareando Non, je ne regrette rien.[2]Le encantaba Piaf, y también deseaba cantar a toda voz que no lamentaba el beso de Nell en la fiesta de noviembre, o la noche que pasaron la una en los brazos de la otra, nada más enterarse de la muerte de la abuela.
—Me encanta cocinar así. ¿Lo haces a menudo? —preguntó María, meneando alegremente la cabeza al son de la música.
—¡Ojalá! —deseó Nell—. A muchas inglesas no les va lo de picar verdura por diversión; prefieren salir en plan cool por Hoxton o el Soho.
—Qué aburrido —dijo María—. Algunos olvidan que no es cool querer ser cool… Hay mucha gente igual en España, y supongo que en todas partes.
—Es verdad —convino Nell.
—Bueno, salvo en Belchite, donde nadie intenta ser cool —apostilló María.
Nell se rió. Puso las patatas en la sartén con el aceite ya caliente.
—A ti desde luego parece no importarte —dijo, lanzándole una mirada.
—Gracias.
—Es verdad —insistió Nell—. No te importa lo que piensen los demás, ¿verdad? En el fondo, tú vas a lo tuyo, sigues tu propio criterio.
María removió las patatas cuidadosamente con un tenedor de madera, como solía hacer su abuela.
—Al menos, eso intento —dijo finalmente. «Igual que tú».
—Por eso me gustas. —Nell la miró con una sonrisa muy sincera, pensó María.
Con una botella de Priorat a mano y un suave jazz como música de fondo, las dos se sentaron en la mesa, cara a cara. El festín duró más de una hora, en la que conversaron amenamente sobre todo y nada y degustaron lentamente la cena que con tanto cariño habían preparado. María no podía apartar sus ojos de los de Nell.
«Esto debe de ser el “clic”».
—La mejor cena en mucho tiempo —dijo Nell, recostándose en la silla, después del último bocado.
El corazón de María se sentía pleno. Estaba cómoda, tranquila, despreocupada. El vino, la comida, el jazz. Nell. No echaba de menos a nada ni a nadie.
Nell pulsó el mando a distancia para empezar Todo sobre mi madre, de Almodóvar, confesando su pasión por el director manchego. María todavía no la había visto porque Jordi siempre se había negado, y ella aún no había encontrado el momento. Jordi, como muchos de sus compañeros del Opus, creía que Almodóvar no era «apropiado».
María se sentó en el sofá, mientras Nell se tumbó cómodamente junto a ella. La cinta empezó.
A María le encantaba Almodóvar —casi se emocionó al ver los magníficos planos de la Sagrada Familia, y estuvo al borde de las lágrimas con la trágica historia de Manuela—. Sólo desvió la mirada para ver el repicar de la lluvia contra las ventanas, y observar la calidez de la tenue luz de la lámpara amarilla del rincón. Se sentía en casa. Se acomodó en el sofá y Nell se recostó sobre sus piernas. Al poco tiempo, y muy lentamente, Nell le empezó a acariciar la mano, provocando un escalofrío por todo su cuerpo. Sin quitar los ojos de la pantalla, Nell siguió palpando sus dedos, uno a uno, durante varios minutos. Luego dejó su mano posada sobre la de María, quien cerró los ojos.
«No me importa. Nadie lo sabrá. Además, estoy en un intermedio en mi relación. No soy infiel a Jordi, esto es diferente. Nell es mi amiga, tenemos una relación especial».
Ambas siguieron viendo la película cogidas de las manos. Nell miraba hacia el televisor, mientras María a veces apartaba la mirada para contemplar el cuerpo perfecto, largo y proporcionado, de su amiga. Tímida y lentamente, María empezó a acariciar el pelo corto y brillante de Nell, apoyado en su regazo, a lo que Nell respondió apretándole la mano. María observó la cara de Nell, era delicada, blanca, con su gran nariz —siempre una señal de carácter—. Con una mano temblorosa, María dibujó con sus dedos las líneas de las cejas de Nell, el contorno de sus ojos, la frente. El aliento de su amiga se hizo más pesado; su pecho marcaba cada respiro.
«Sigue la naturaleza». Las palabras de su abuela resonaban en su mente.
Nell se giró hacia ella cuando los créditos de la película aparecieron en la pantalla, y la miró prolongadamente; María contuvo la respiración mientras Nell se acercaba y le daba un breve beso en los labios. María cerró los ojos, notando cómo el corazón se le aceleraba. Nell la volvió a besar, ahora más prolongadamente. María finalmente se apartó y miró intensamente a su amiga. Cerró los ojos. Aún podía sentir el beso.
«Es tan diferente a Jordi… Ahora entiendo, no sabía lo que era un beso dulce hasta este momento».
Emocionada, y después de tantos años de represión y freno a sus sentimientos, María por fin se dejó llevar. Se aproximó a Nell y la besó sin titubeos. Nell la abrazó, acariciando su largo cabello.
—Nunca había visto un pelo tan bonito —le susurró Nell, besándolo.
A María le encantaba que le acariciasen el pelo, cosa que Jordi rara vez hacía, casi siempre para evitar tentaciones. En contraste con las manos agrestes de su novio, las caricias de Nell le producían calambres por todo el cuerpo. De manera instintiva, María besó el cuello de Nell, su cara, sus labios, al tiempo que ella deslizó la mano por debajo de su blusa, acariciándole ligeramente la espalda. María sintió cómo todas sus defensas se desplomaron. Cerró los ojos mientras la mano de Nell ascendía por su columna para luego descender de nuevo, suavemente.
«Sabe lo que me gusta, sin decírselo. No me lo puedo creer, pero esto es perfecto. No quiero parar. No puedo».
María siguió besando a Nell más y más apasionadamente. Nell la empujó ligeramente sobre el sofá, contemplando cómo su melena se esparcía sobre los cojines. Ensimismada, miró su cuerpo, plano, moviéndose con cada respiración; le acarició el estómago, el pecho, la blusa sobre el sujetador.
—María —empezó a decir Nell, pero se calló cuando ésta le puso un dedo sobre la boca.
—Shhh —le susurró. «Sigue, por favor, no me despiertes de este sueño. Llevo años esperando esto».
Nell la miró.
—No quiero hacer nada que tú no desees —dijo en voz baja. Acarició el largo pelo de María—. No es que no quiera, ni mucho menos, pero no me gustaría incomodarte o dañar nuestra amistad, lo que tenemos juntas. —La besó fugazmente en los labios—. Estoy tan a gusto contigo…
—Yo también —repuso María, cerrando los ojos. Se sentía más viva que nunca; abierta a Nell, abierta a la vida.
«¿Cómo podría esto perjudicar nuestra amistad? Esto es de lo mejor que hay en la vida, que es corta, y por fin, mi momento ha llegado. No pienso dejarlo escapar».
María atrajo suavemente a Nell hacia ella, besándola, ajustando el cuerpo bajo el suyo, notando de inmediato su calor, sus movimientos en busca de ella. Le acarició la espalda, sintió su aroma. Recorrió su cuello con sus húmedos labios, siguiendo por detrás de sus orejas. La respiración de Nell se hizo más rápida y pesada.
—No sabes lo que estás haciendo —susurró Nell, provocando que María contuviera su aliento durante unos instantes.
«Al fin alguien me desea como quiero que me deseen. Como yo la deseo a ella».
—Lo mismo digo —dijo María en voz muy baja, la boca entreabierta.
Poco a poco, Nell empezó a desabrocharle la blusa, acariciando y besando la piel que iba apareciendo. Dirigió la mano hacia sus pechos, acariciando su delicado sujetador de seda, que besó durante un largo rato. María abrió mucho los ojos. Aquello era natural, ¿qué mal podría entrañar? Nell giró delicadamente el cuerpo de María y le desabrochó el sujetador. María se tumbó de espaldas, encarándola, desnuda de cintura para arriba; no sentía ningún temor ni vergüenza.
María extendió sus brazos alrededor del cuello de Nell, besándola, dándole pequeños mordiscos. Nell acarició sus pechos una y otra vez, uno después del otro, los dos a la vez, dándole un placer que hasta ahora había desconocido.
«Es como si me leyese la mente. Espero darle lo mismo».
María despojó a Nell de su jersey, le quitó el sujetador delicadamente y se quedó impregnada de su cuerpo suntuoso. Su corazón nunca había latido con tanta fuerza. Las dos mujeres yacían una sobre la otra, sus pechos apretados unos contra otros, empujando sus cuerpos mutuamente en perfecta sincronía. María, que ahora se movía abierta y libremente, jamás se había sentido tan excitada, tan receptiva.
El impulso de ambas era imparable. Sus cuerpos se fundieron. El tacto de Nell era tan delicado que María apenas se dio cuenta cuando uno de sus dedos se deslizó dentro de ella, firme, fuerte, cálido.
Encendida, María era incapaz de dejar de besar a Nell, su cuerpo tembloroso contra el de ella. Jamás había experimentado un deseo similar. Todavía dentro de ella, las caricias de Nell le regalaron por fin un placer hasta entonces desconocido. María jadeó como nunca; todas sus fantasías solitarias habían quedado atrás.
Reclinada en los cojines, María enroscó su cuerpo sudoroso en el de Nell y la besó como si no hubiese un mañana. Yacieron en un silencio únicamente roto por la respiración de María, cada vez más regular.
—No está mal, ¿eh? —dijo Nell, mirando a María con una ceja levantada. El eufemismo le provocó una carcajada.
—No, nada mal para una principiante —acordó María. Las dos rieron.
«Nunca me cansaría de esto».
Nell abrazó a María con ternura y le acarició todo el cuerpo. A medida que María se iba calmando, empezó a devolverle el gesto. No estaba perdida; se sentía como si hubiese vivido esta situación muchas veces. Suavemente, María giró el cuerpo de Nell y le dio un largo masaje en su preciosa espalda alargada. Sus manos siguieron el trazado de la columna de Nell, delicadamente, y luego empezó a besarla, apenas tocándola, del cuello a la cintura, una y otra vez, como Nell le había descrito aquella noche de noviembre.
«Quiero satisfacerte, darte lo mejor de mí».
María acarició todo el cuerpo de Nell, sus hombros, su espalda, sus largas y perfectas piernas, hasta que, instintivamente, supo adónde ir. La besó y acarició sintiendo ella misma el placer que le daba a Nell. Deseaba darle todo cuanto tenía, y así hizo hasta que la encontró con facilidad. María nunca imaginó que pudiera dar tanto a alguien; la cara de Nell relucía de placer y felicidad.
Muchas preguntas encontraron respuesta de una sola vez.
Las dos yacieron juntas y en calma, una junto a la otra, las piernas entrelazadas. Se quedaron dormidas, los cuerpos ajustados en perfecta armonía.