Conchita paseaba a solas por la parte de atrás de la casa, pensando que hacía justo un mes que había encontrado a su madre muerta, al volver de la capilla del hospital. El golpe había sido muy duro, sobre todo porque los médicos le habían dicho que Basilisa se recuperaría con facilidad. Pero su débil corazón y los recuerdos revividos durante sus últimos días habían sido demasiado para ella. Había muerto porque ya no quería vivir, dijo el doctor Jaime, convencido de que podría haber vivido un poco más. Preguntó si la abuela había sufrido algún shock o sobresalto emocional reciente.
—Sí —reconoció Conchita con gran culpa. La abuela había muerto minutos después de su última conversación.
Envuelta en su densa chaqueta de lana y con un pañuelo en la cabeza, Conchita salió por el jardín hacia los campos, escuchando el sonido de sus viejas y desgastadas botas sobre la roja tierra de Belchite. Aún vestida de negro, Conchita sacó su rosario y recitó los habituales padrenuestros y avemarías mientras caminaba.
También hacía casi un mes de la marcha de Honorato, pensó Conchita mientras se acercaba al Abuelo, ahora con menos hojas, apartado de los otros árboles. Así se sentía ella también: sola, vieja y cansada. Miró hacia los olivares, fríos y secos, y alzó la vista hacia el cielo nublado. Sin darse cuenta, perdió la cuenta de las bolitas de su rosario, ya no sabía cuánto había rezado. Tampoco importaba, volvería a empezar. Desde que su madre murió, no había hecho otra cosa. Ya no le quedaban lágrimas, sus ojos estaban resecos. Los cerró con fuerza y siguió. Al menos podía oler la tierra, sentirla mientras caminaba.
«Esto es todo lo que tengo, nunca me lo podrán quitar. Puede que mi madre se vaya, igual que mi padre y los abuelos que nunca conocí, pero nadie podrá quitarme jamás esta tierra y sus olivos; eso sí que sería una pérdida, mucho mayor que la de Honorato, a decir verdad», pensó tras abrir los ojos de nuevo. Suspiró y guardó el rosario en el bolsillo. Sus largas y fuertes manos estaban tan blancas que era capaz de ver sus venas a través de la piel.
«Lo sabía, en lo más hondo de mi corazón sabía que mi matrimonio no se aguantaba. Pero ¿qué matrimonio funciona verdaderamente? Todos son iguales. ¿Qué pareja sigue enamorada después de tantos años? El matrimonio no es tanto cuestión de amor, sino un compromiso con una idea, con el sacramento, los hijos, la tierra… Aunque él tampoco hizo mucho por ella, o por los hijos, y desde luego, nada por mí».
Conchita apenas se sorprendió cuando Honorato apareció con una maleta apenas una semana después del funeral de la abuela, vestido con su traje y sombrero habituales, mientras ella le preparaba el desayuno, apenas una semana después del funeral de la abuela. María ya había regresado a Barcelona y la gente del pueblo ya no la visitaba tanto como al principio.
—No hace falta seguir fingiendo. —Fue todo lo que le dijo antes de irse. En otras circunstancias, Conchita se habría sentido humillada y dolida, y mortificada ante la perspectiva de convertirse en foco de cotilleo local. Pero tras la muerte de su madre no había tenido tiempo de pensar en habladurías. Un mes después, era evidente que la marcha de Honorato no había sido ninguna gran pérdida.
«Debió de pensar que irse después del funeral sería más fácil porque estaría más vulnerable. Ja. Debí haberle puesto de patitas en la calle hace décadas».
Conchita volvió hacia El Abuelo y tocó con delicadeza una de sus ramas, su tronco ancho y retorcido, su milenaria corteza, aún llena de vida. Se apoyó en él, contemplando los campos que había cuidado durante media vida, como su madre.
«Él no hizo nada. Nada. Fui una tonta. Las monjas me educaron para que me casara bien, para cuidar de un hombre, para sonreírle, ser paciente, prepararle la comida y las zapatillas cuando volviese del trabajo, para ser comprensiva… ¿Para qué?».
Conchita tragó saliva y miró al cielo. Se metió la mano en la blusa y, aferrando la cruz de su madre en su pecho, miró fijamente al Abuelo.
«Mi madre y mi marido se han ido, pero aún me queda esto», pensó, justo cuando Ignacio apareció con su bicicleta entre los árboles.
—Mira, abuela —gritó—. Puedo montar sin manos. —Quitó las manos del manillar e inmediatamente se estrelló contra un árbol.
Conchita fue corriendo hacia él y comprobó que apenas había sufrido unos rasguños. Normalmente, lo habría reprendido por montar en bici por los campos, pero ahora se sentía agotada.
—Vámonos a casa —dijo—. Es casi la hora de comer.
Los dos anduvieron en silencio de regreso a la casa. Conchita observó a su nieto, feliz con la bici que le habían regalado los Reyes Magos.
«La bici que yo nunca tuve», pensó. Un año, una compañera del internado en Zaragoza volvió después de Navidad con la primera bicicleta que Conchita había visto para una niña de su edad: era preciosa. Tenía grandes ruedas y un cesto delante para el pan, el periódico y las flores. La compartió con todas sus compañeras de clase, excepto con ella, a quien miraban por encima del hombro por tener que trabajar. Desde entonces, Conchita odiaba las bicicletas y rehusó comprarle una a María, quien, de niña, no paraba de pedirla.
«En cualquier caso, es un juguete de chicos».
Tras recitar dos rosarios después de comer, Conchita se sentó en su sillón para hacer ganchillo, preparaba una bufanda para Soledad. La televisión había dicho que el invierno sería largo y frío.
Junto a ella, en el sofá, María y Soledad veían Rebeca, la vieja película en blanco y negro, aunque no paraban de hablar, pensó Conchita mientras movía las agujas.
—¿Sabías que las chaquetas de punto se llaman «rebecas» en España por esta película? —le preguntó Soledad a María.
—¿En serio? —dijo ésta, conversando con Soledad, como si su madre no estuviera en el salón.
«Aún tengo que regañarla por irse del funeral, y ni siquiera se pone de luto. No tiene respeto».
Conchita tomó un poco de café. A pesar de los últimos acontecimientos familiares, le encantaban los momentos de tranquilidad después de comer y de limpiar la cocina, cuando se sentaba para disfrutar de un café, del periódico o de la costura. Aunque disfrutara del silencio, Conchita también necesitaba hablar, cosa que le resultaba fácil con Soledad, pero no con María.
Se removió en el sillón, levantó la mirada sobre sus gafas de costura y, con aire de superioridad, contempló a Joan Fontaine paseando por la vieja Manderley.
—Todas las chicas de mi colegio querían a un hombre como Lawrence Olivier —dijo, atrayendo la mirada sorprendida de María y Soledad.
«¿Qué se creen, que en mi época no teníamos secretos ni deseos?».
Conchita siguió con el ganchillo.
—Pero ya sabes que él no es el protagonista real de la película —dijo Soledad con intención.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Conchita sin despegar los ojos de sus agujas.
—A la señora Danvers le importa un bledo Lawrence Olivier; es de su primera esposa de quien está enamorada —explicó Soledad, sin reparos.
—Por Dios, qué cosas dices, Soledad —se escandalizó Conchita. Por el rabillo del ojo vio que María miraba a Soledad con una ceja levantada.
—¿Sabías eso, María? —le preguntó Soledad.
—Jamás se me habría ocurrido —repuso María.
—Los traductores de Franco ocultaron todo lo que fuera diferente a lo promulgado por la Iglesia, nos fastidiaban muchas películas —explicó Soledad—. En Mogambo, para ocultar el adulterio de Clark Gable con Grace Kelly, no se les ocurrió nada mejor que convertir a ésta y Donald Sinden en ¡hermanos!, en lugar de marido y mujer. Pero no cayeron en que habían creado algo mucho más morboso: un incesto. ¿Puedes creerlo?
—Nooo —exclamó María, boquiabierta—. Es una monstruosidad.
Conchita miró a su hija.
—María, es un tema muy personal, cada uno tiene su opinión, la moralidad cayó tanto en España que era necesario levantarla de alguna manera. —Se subió las gafas, arrugó la nariz y continuó con el ganchillo.
Soledad siguió a lo suyo:
—En el caso de Rebeca, tú que hablas inglés, puedes leer la novela original de Daphne du Maurier y lo verás por ti misma, menuda lesbiana.
Conchita soltó las agujas y levantó la mirada de repente.
—¡Soledad! ¡Por favor! —dijo—. No blasfemes en esta casa.
—Es una realidad, te guste o no —replicó Soledad, volviéndose hacia María, que estaba estupefacta—. ¿Qué te parece, María?
Conchita vio que su hija menor cruzaba las manos sobre las rodillas, moviendo nerviosamente los dedos.
—Oh, es lo más normal hoy en día —respondió—. Tengo una amiga gay en Londres. Trabaja en el ayuntamiento con el que estoy negociando para las Cavas, todo es muy normal.
Soledad se recostó en el sofá, satisfecha, mientras Conchita se quitaba las gafas y clavaba la mirada en su hija. Se había olvidado del ganchillo.
—Ya veo —dijo Conchita—. ¿Es la amiga con la que no paras de hablar? Últimamente se te oye mucho hablando en inglés al teléfono.
María cambió su posición y se reclinó hacia Soledad.
—Bueno, es una buena amiga, pero hablo con más gente en Londres, por trabajo. —María parecía a la defensiva.
«Y a mí me cuesta una fortuna. Este mes se nos ha disparado la factura del teléfono, y todo por esas llamadas a Londres —pensó Conchita—. ¿Qué se le ha perdido en Londres, por qué no puede hablar con la gente de este país?».
—En cualquier caso, tampoco importa —rechazó Conchita, apurando su café—. En España no hay lesbianas. Nunca he visto una ni he oído hablar de ninguna. —Se levantó—. ¿Más café?
Conchita regresó unos minutos después con la cafetera humeante. Rellenó las tazas de Soledad y María.
—Ahora tenemos que pensar en positivo, después de todo lo que nos ha pasado. —Alzó la vista y vio a María, sentada hacia delante con la cabeza entre las manos.
—¿Qué pasa? —preguntó Conchita inmediatamente, alerta.
—Madre, Soledad —dijo María sin atreverse a mirarlas—. He estado pensando. Puede que me equivoque, pero después de todo lo que ha pasado… —Tragó saliva y parpadeó varias veces antes de continuar—. Jordi me dijo la semana pasada que el piso ha sufrido retrasos, que no estará a tiempo. Quizá sería bueno posponer la boda, aunque sea un tiempo.
Soledad se quedó mirando a María. Conchita soltó las agujas de ganchillo en su regazo, se quitó las gafas y miró a su hija prolongadamente.
«Eso es lo último que necesito. No, esto no. Ahora no».
—Ni se te ocurra —zanjó Conchita—. No puedes sucumbir a las circunstancias de esta manera. Tienes que ser fuerte, remar hacia delante sin dejar que nada o nadie te desvíe del camino. Esta boda es lo que quieres, es bueno para ti. Todo irá bien.
—Pero, madre… —empezó María, cuando Conchita se levantó de repente.
—Te he dado todo lo que tenía, he trabajado toda mi vida para que tuvieras las mejores oportunidades, para que fueses a las mejores escuelas y tuvieras una posición —dijo—. Ahora que lo tienes, y encima has encontrado a alguien decente que no te va a dejar, como hizo tu padre, ¿lo quieres tirar todo por la borda?
María y Soledad bajaron la mirada ante la mención de Honorato. Las tres casi no habían hablado del asunto.
Conchita se encaminó hacia la puerta. Al llegar, se volvió y miró directamente a María.
—¿Crees que siempre puedes hacer lo que te dé la gana y que el mundo se adaptará a ti? Te equivocas. Eres tú quien tiene que ir con el mundo; éste no espera. —Hizo una breve pausa antes de continuar—. ¿Crees que puedes largarte del funeral de tu abuela sólo porque no te gusta lo que oyes? Tienes que ser fuerte, persistente, o la tormenta se te llevará por delante. Llevo toda la vida intentando enseñarte esto. Y ahora veo, después de tanto esfuerzo, que no ha servido para nada.
Negó con la cabeza y siguió:
—La boda será el 21 de abril y no se hable más —dijo antes de marcharse, dejando la puerta abierta.
«Ni siquiera tengo fuerza para dar un portazo. Todo ha salido mal, después de toda una vida de esfuerzo».
Volviéndose para ver su casa desde la distancia, bajo el débil sol del atardecer invernal, Conchita sintió el peso de los años. Se encogió de hombros y bajó la mirada antes de tomar aire. Tardó años en reconstruir la casa y el negocio que su madre apenas podía mantener, y todas las horas que dedicó al campo, tanto esfuerzo, para ver cómo al final la familia se desmoronaba: su marido se había ido, su madre había muerto, sus hijas… Si al menos hubiesen sido la mitad de obedientes y responsables que ella, pensó Conchita mientras atravesaba los olivares. Necesitaba estar sola, necesitaba silencio. No podía más.
«Toda la vida trabajando para mis hijas, para darles todo lo que yo no tuve; a Pilar no parece importarle nada, mientras que a María el negocio le trae sin cuidado. Esa niña aún no ha aprendido que, en la vida, hay que aprovechar las oportunidades que se presentan; el tren no pasa dos veces. La boda era lo único que me animaba a seguir adelante en este horrible pueblo. Si hubiese estudiado en Madrid o en Barcelona, si hubiese tenido tantas oportunidades como ellas, seguro que no habría estado atrapada aquí toda la vida, arrastrando a un marido como a una cruz. Les he dado todo y así me lo pagan. Esta hija pequeña que tengo acabará con un hippie o un camionero que la arruinará. Ahora incluso se mezcla con lesbianas en Londres. Ave María Purísima».
Conchita se detuvo y miró al cielo, notando que las lágrimas estaban a punto de aflorar en sus ojos.
«No me lo merezco. Al menos, cuando mi madre estaba viva, podía hablar con ella. Aunque no fuéramos íntimas, al menos me ofrecía apoyo, a su manera. Pero ahora, Soledad y María se han aliado, y Pilar no tiene tiempo para nada. Ni siquiera Honorato está aquí para hablar del tiempo. Estoy sola».
Conchita se desabrochó los botones de su grueso abrigo y tomó de su pecho la cruz plateada de su madre. Asiéndola fuertemente con la mano, empezó a caminar entre los árboles hasta que llegó al Abuelo.
Un anciano de largos cabellos blancos y un elegante sombrero de paja estaba apoyado en el árbol, mirándola directamente. Sorprendida y algo asustada, Conchita estiró el cuello. Lo miró de arriba abajo; no parecía un ladrón o un asesino.
—Buenas tardes —dijo Conchita con una ceja levantada y un tono neutro, ni demasiado amable ni demasiado frío.
—Hola —saludó el hombre, sin dejar de mirarla. Su voz era profunda y grave, aunque también titubeante.
—¿Se ha perdido? —preguntó Conchita, acercándose unos pasos. Ahora podía verle la cara morena llena de arrugas, los ojos negros y una larga e imponente nariz.
—No —dijo el hombre, ahora más seguro.
Conchita recordó el comentario de María acerca del hombre de pelo blanco al fondo de la iglesia en el funeral. Volvió a mirarlo. Calzaba unos zapatos de piel pulida, pantalones de pana y un abrigo azul de buen acabado. Avanzó un poco más hasta que le vio la cara en detalle. Su nariz aguileña era exactamente como la de ella; sus ojos eran profundos, negros y brillantes, como los de ella, e increíblemente iguales a los de María —con la misma expresión de fuerza y miedo, a la vez—. El corazón le dio el vuelco más grande de su vida. Estiró el cuello, instintivamente, abriendo mucho los ojos. Se llevó una mano a la boca. Quería gritar, pero no le salía la voz.
—¡No! —Fue la única palabra que pudo articular, mientras negaba con la cabeza y dibujaba el símbolo de la cruz en su pecho con mano temblorosa—. Ave María Purísima.
—Sí —repuso el anciano.
Conchita deseaba girarse y marcharse, pero el shock le impedía moverse.
«Soy una persona madura, soy abuela, por el amor de Dios, puedo lidiar con esto».
Lentamente, el hombre se quitó el sombrero e inclinó la cabeza; se acercó a ella con un paso algo tembloroso. Miró fijamente hacia la cruz que Conchita aún llevaba por encima del abrigo.
—Si abres esa cruz —dijo el hombre señalándola—, encontrarás una foto mía, si es que sigue ahí.
Aturdida, Conchita miró a su padre. Su rostro era exactamente el mismo que el de la pequeña fotografía que había observado a diario, desde que su madre se la enseñara por primera vez en el hospital. Se había conservado bien; era mayor, pero sus ojos parecían lúcidos, todavía vivos. Como los de María, también eran oscuros, misteriosos, intensos y evasivos, pensó.
—Sé quién eres —dijo Conchita al fin.
Juan Roso asintió y agachó la mirada.
«Padre; la palabra prohibida durante tantos años. Y ahora lo tengo justo delante de mí, a mi edad. Dios bendito».
Permanecieron de pie y en silencio durante un largo rato, escuchando cómo el viento movía las ramas de los olivos. Juan Roso los miró.
—Me dejé la espalda trabajando en estos olivares —dijo—. Y mira cómo están. Han crecido bien.
Conchita miró alrededor con orgullo y esbozó media sonrisa.
«Es demasiado tarde. Demasiado tarde».
—¿Por qué no volviste? —preguntó a bocajarro—. ¿Por qué ahora?
Juan Roso suspiró, clavó la mirada en la tierra de Belchite. Luego, miró a Conchita.
—Hice todo lo que pude para contactar con tu madre durante años. Le escribí a diario durante no sé cuánto tiempo, décadas —dijo, mirando hacia los árboles—. No pude volver a España hasta 1976 o 1977, cuando legalizaron los partidos políticos, aún estaba en todas las listas negras. Mataron a muchos de mis amigos, compañeros del partido, en los años cuarenta, los cincuenta e incluso los sesenta. —Interrumpió su frase para limpiarse las lágrimas de sus ojos—. No supe de ti hasta que recibí una carta de tu madre, apenas días antes de morir.
«¡Ah! La envió. La carta que yo encontré debía de ser un borrador».
Conchita le lanzó una mirada llena de dudas. «Alguien debió de hablarte de mí en algún momento».
Él pareció leerle el pensamiento.
—Jaime, mi viejo y buen amigo, el médico, jamás me dijo una sola palabra sobre la vida de Basilisa. Su hijo me explicó que tu madre le hizo prometer que no me daría nunca ninguna información. Pero él, antes de morir hace unos meses, le pidió a su hijo que me avisara si le ocurría algo a él mismo o a Basilisa, y eso hizo. Cuando Jaime murió, dejé de escribir. Imaginé que, después de tantos años, ya no querría saber más de mí.
Juan miró directamente a Conchita, quien, estupefacta, no pudo más que tragar saliva. Prosiguió:
—En cuanto recibí la carta de tu madre, hace varias semanas, empecé a hacer planes para volver. Y, por supuesto, vine inmediatamente cuando el hijo de Jaime me mandó un telegrama con las terribles noticias. —Sus ojos estaban más húmedos y su voz casi rota—. Si tan sólo hubiese podido disfrutar de un último minuto con ella…
De repente el hombre parecía mucho mayor, su cuerpo muy encorvado, como si tuviera más de cien años.
«Es un pobre anciano. Ha pasado mucho tiempo. Soy incluso abuela, no le puedo dar un disgusto. A fin de cuentas, es mi padre».
Conchita sintió que el corazón se le encogía de tristeza.
«Ésta es la familia que nunca tuve, el padre que se marchó, aunque no fue culpa suya». Sintió una ira repentina.
«Maldita política. Maldita política. La odio. La odio con todo mi ser. Una familia rota, dos vidas perdidas, casi tres con la mía, y todo por tener o no unas ideas estúpidas. Qué mundo, Dios, qué mundo…».
Juan alzó la barbilla.
—Lamento no haber estado para ti —dijo, los ojos llenos de dolor y sufrimiento.
Tenía el mismo aspecto que los hombres que veía en los documentales sobre el setenta aniversario de la Guerra Civil. Todavía tenía el miedo, la desconfianza y el hambre escritos en la cara. Juan continuó:
—De haberlo sabido, habría venido, arriesgando mi vida, para llevaros a las dos a Cuba. Lo siento tanto… Sé que nunca podré compensar todos estos años de ausencia —dijo, retorciendo el sombrero con sus manos.
Conchita miró alrededor; tenía tanto que decir…, pero ¿por dónde empezar? ¿Era ése el mejor momento y lugar? Volvió a mirar a su padre, quien aún tenía la mirada clavada en el suelo, estaba casi descompuesto por el dolor.
Conchita sintió lástima, pero ésta era su oportunidad para preguntarle sobre toda una vida sin respuestas. Tenía que hacerlo.
—¿Te casaste? —preguntó, incapaz de mirarle directamente.
—Nunca, Conchita, jamás —contestó, provocándole un escalofrío al oír su nombre en labios de su padre por primera vez en su vida—. Lo que teníamos tu madre y yo era tan valioso que cualquier otra cosa nos hubiese parecido una nimiedad. Tu madre era tan maravillosa…, nunca conocí a nadie como ella. Tuve mis oportunidades en Cuba, pero no les presté atención, tu madre era imposible de reemplazar. No tuve otros hijos. —Hizo una pausa para recuperar el aliento—. Me pasé la vida en Cuba, trabajando los campos allí también, compartiendo los beneficios de mi negocio con mis jornaleros, construyendo una comunidad, escuelas para sus hijos. —Hizo otra pausa y prosiguió—: He trabajado toda mi vida para dar a los más jóvenes lo que yo nunca tuve. Mi propio padre ni vio a un médico cuando estaba enfermo, y murió porque nadie le llevó tan siquiera un poco de penicilina, aunque los señores se apresuraban a llamar al veterinario en cuanto una mula se ponía mala.
«Debe de referirse a mi abuelo», pensó Conchita, avergonzada. Miró a Juan Roso con empatía.
«Es un hombre honesto, vive conforme a sus creencias. Eso le honra, por mucho que sea un comunista. Trabajar para dar lo que uno nunca tuvo… Qué familiar me resulta».
Empezó a lloviznar y Juan se colocó el sombrero de nuevo.
Conchita tenía más preguntas e igual no le volvería a ver más. Aprovechó la oportunidad.
—En el pueblo dicen que te marchaste con la mitad del dinero de la familia. —Conchita sintió un nudo en la garganta.
Juan Roso parecía sorprendido.
—¿Eso es lo que dicen? —Miró hacia los árboles, agitando la cabeza. Luego miró hacia el suelo—. Era justo aquí donde solían esconderlo, bajo El Abuelo —dijo, moviendo un pie sobre la tierra—. No robé ningún dinero… Tu madre me dijo que lo podía coger en caso de necesidad. De haberme ido sin nada, lo más probable es que me hubiese muerto a dos kilómetros de Belchite, tras huir. También pensé que ese dinero nos ayudaría a crear nuestro propio hogar, en Francia o donde fuera, lejos de aquí. Nunca imaginé que acabaría en Cuba y, mucho menos, que ella nunca se reuniría conmigo.
«Claro, él no conoce la versión de mi madre, lo que le pasó. O puede que le contara algo en esa carta que le escribió».
—Sé que mi madre te amó hasta el último minuto de su vida —dijo Conchita, viendo a su padre deshecho en lágrimas.
Conchita era incapaz de aguantar tanta tensión y empezó a alejarse.
—Conchita, por favor, espera —pidió su padre con tono de súplica—. Por favor, no te vayas, sé que es difícil. —Bajó la mirada—. También lo es para mí.
Conchita se volvió.
—Lo sé —admitió. No sabía adónde mirar.
«He de ser fuerte».
—Por favor, dame una oportunidad —dijo Juan Roso—. Eres el único legado de Basilisa que tengo. No pude tenerla a ella; por favor, deja al menos que cuide de ti, tanto como me sea posible. Sé que no puedo hacer gran cosa, soy viejo y no tengo dinero o propiedades, pero quizá pueda ayudar en otras cosas. —Miró alrededor y se arrodilló lentamente; cogió un puñado de tierra roja y cerró el puño con fuerza, como si quisiera protegerla—. Estoy seguro de que conoces bien estas tierras, pero quizá pueda echarte una mano —propuso humildemente—. Mi abuelo, mi padre y yo las trabajamos durante décadas. Todo ha cambiado mucho, la tierra no. El olor, el clima y los árboles son los mismos.
Juan Roso abrió la mano y dejó que la tierra se derramara entre sus dedos.
El corazón de Conchita se enterneció al ver el cuidado de su padre por la tierra, lo único que parecía quedarles a los dos.
Poco a poco, se levantó.
—Veo que ha sido un buen invierno; los árboles parecen felices y sanos por la lluvia —comentó, provocando en Conchita su primera sonrisa en mucho tiempo.
—Es verdad —admitió ella—. Han tenido mejor invierno que yo.
—Lo sé —dijo Juan Roso—. Lo siento.
—Si al menos me ayudasen mis hijas… —se lamentó Conchita—. Tengo dos, Pilar, de treinta y dos años, con dos hijos, y María, de veintiséis, quien pronto se casará. —Suspiró—. También tenía un marido, pero se fue, sin más, hace unas semanas.
Juan Roso asintió.
—Lo sé.
Conchita le lanzó una rápida mirada.
—Supongo que el cotilleo local te ha mantenido informado.
—Eso nunca cambia —admitió—. Aunque nadie me ha reconocido después de tantos años, apenas queda gente de mi edad. De todos modos, en la pensión donde me hospedo, la Pensión Ramón, sí que se habla.
—La conozco —dijo Conchita—. El cotilleo es el pasatiempo favorito en los pueblos pequeños. Aquí llevo atrapada toda mi vida.
Juan Roso dio un paso hacia ella, mostrando sus brillantes ojos negros, aún llenos de energía.
—Puede que hoy lo veas todo mal, Conchita —dijo—. No te culpo. Pero mira lo que tienes y lo que has conseguido: he visto a tus hijas desde la distancia. Son buena gente y parecen sanas. Sé que les va bien. Y mira los campos, nunca los había visto así, cómo los has ampliado. En mis tiempos, nos hubiéramos vuelto locos de tener la mitad de tu cosecha. Deberías estar orgullosa. —Hizo una breve pausa—. En cuanto a Honorato —tosió levemente—, nadie parece echarlo de menos.
—Ciertamente —asintió Conchita.
Ambos intercambiaron una mirada de complicidad.
—Puedo quedarme unas semanas, pero tendré que volver a Cuba —advirtió Juan Roso—. Quizá pueda encontrar a alguien que se encargue de las tareas más duras del campo, para que puedas disfrutar de un merecido descanso.
La mirada de Juan Roso penetró hasta el corazón de su hija. Sintió la fuerza de sus ojos, la misma mirada que enamoró a su madre.
—A veces pienso que no he descansado ni un minuto en toda mi vida —dijo.
—Pues ya es hora —repuso Juan Roso.
«Quizá».
—Debes de añorar a tu madre.
«Así es. Jamás imaginé que la echaría tanto de menos, pero sí. Su paz, su tranquilidad, su casita. Ahora, ¿qué me queda? Nada. Nadie. Estoy sola. Completamente sola».
Conchita hizo un esfuerzo para contener las lágrimas. «Por lo que se ve, no soy tan fuerte como pensaba».
—Yo también la echo de menos —dijo Juan Roso.
Lentamente, se acercó hacia Conchita y la abrazó, haciéndole sentir sus viejas, suaves y fuertes manos. Su cuerpo se tensó. ¿Cuándo fue la última vez que se sintió tan cerca de alguien? Ya ni se acordaba. Mientras el viento silbaba entre las ramas, Conchita sintió la lenta, profunda y firme respiración de su padre muy cerca. Cerró los ojos, olió la tierra, sintió las manos descargar energía en su espalda. Lenta y temblorosamente, apoyó la cabeza en su hombro. Él apretó sus brazos un breve instante, que a Conchita le pareció una eternidad. No dijeron más. Conchita no pudo contener las lágrimas, y su padre la consoló, sin preguntas ni condiciones, como nadie había hecho jamás. La calma invadió su corazón.
Como si de repente se despertara de un largo y profundo sueño, Conchita miró su reloj.
—Anda, son casi las seis —dijo—. Le prometí al cura que estaría allí antes de la misa de las siete para ayudarle con algunas cosas.
—Ayudas a mucha gente, Conchita —comentó su padre, orgulloso.
Ella ignoró el cumplido.
—En realidad es mi deber —afirmó—. ¿Te quedas, pues, en la Pensión Ramón? —preguntó, secándose las lágrimas de los ojos.
—Sí, pero no te preocupes, no te molestaré, no tienes que ocuparte de mí —aclaró—. La pensión es maravillosa, llevo un tiempo allí, desde el funeral, pero quería dejarte un poco de tiempo.
«Es un detalle».
—Gracias —dijo Conchita—. Ahora tengo que irme. Podemos volver a vernos, si quieres. —Se sonrojó.
—Nada en el mundo me gustaría más —dijo Juan Roso.
—Mi hija y Soledad están en casa… —Cortó en seco la frase—. ¡Claro, conoces a Soledad!
—¡Ah, Soledad, por supuesto! La vi en el funeral, sí —admitió—. ¿Qué tal está?
—Tirando —respondió Conchita—. Pero ¿por qué no os comunicasteis durante todos estos años?
—Probablemente pensaría que estaba muerto —dijo él. Dejó pasar unos segundos—. Y yo, al principio, no le podía escribir, pues estaba en las montañas, según me contaron. Tengo entendido que nunca se casó.
—Cierto —dijo Conchita—, pero no ha vivido mal, creo. Siempre se muestra positiva y enérgica, al menos eso parece. Pero la tendremos que preparar para esto. Está delicada, y más aún después de la muerte de mi madre, aunque ella nunca lo admitirá.
—Claro —aprobó Juan Roso cortésmente—. Tómate el tiempo que sea necesario, estoy aquí para ayudar, no para molestar.
Se dirigieron hacia la casa.
—No todo son malas noticias —contó Conchita mientras caminaba—. La boda de María nos ayudará a recobrar un poco de alegría. Se casa en abril con un joven de Barcelona, de buena familia. Estoy contenta.
«Espero que la abuela no compartiera sus ideas sobre la boda, como hizo en el borrador que vi».
—Una boda, qué ilusión —dijo él—. ¿Están muy enamorados?
«Oh, no, se lo dijo».
—Bueno, eso creo —respondió Conchita, nerviosa—. Sé que mi madre tenía algunas dudas al respecto, pero no veo la razón. Hacen una pareja perfecta.
Llegaron a la puerta del jardín. Juan Roso miró a Conchita, como quien espera oír más.
Después de una pausa, Conchita añadió:
—Pero no se parece ni de lejos al amor que compartisteis vosotros. —Miró al cielo antes de continuar—. Aunque ese tipo de amor sólo se da en las películas, o está reservado para unos pocos, uno entre un millón.
—¿Eso crees? —preguntó Juan Roso—. A mí me parece accesible a todo el mundo, simplemente hay que seguir lo que es natural, ¿no?
—¿Natural? —dijo Conchita—. No sé qué es natural para mi hija; a veces me asusta pensarlo.
Juan Roso miró a Conchita arqueando una ceja. Conchita prosiguió.
—Siempre ha sido un poco diferente, un poco extraña —aclaró, manifestando su preocupación por María por primera vez, incluso ante sí misma.
—¿Acaso no lo somos todos? —preguntó Juan Roso.
Conchita no respondió.
Los dos se separaron después de una rápida despedida. Juan Roso desapareció tras los árboles que una vez le salvaron la vida, mientras se escapaba de los soldados que lo perseguían.
Conchita se fue a casa.
«¿Natural? Pecados, discusiones y guerras; eso ocurre cuando la gente empieza a ser natural».