Una mañana a mediados de enero, el cielo de Londres amaneció claro y despejado. La gente entraba y salía de las tiendas de Upper Street, los niños iban camino a la escuela y los adultos se apresuraban para llegar al trabajo, muchos latte en mano.
«Londres tampoco es tan horrible en invierno», pensó Jordi mientras iba del Hilton hacia las oficinas del ayuntamiento de Islington en Upper Street, donde tenía una reunión a las nueve. No había pasado un mes del funeral de la abuela Basilisa y María había dicho que aún no tenía fuerzas para viajar, necesitaba más días de descanso en Belchite. Jordi apenas la había visto desde Navidad, en parte por sus obligaciones diarias en Belagua durante ese periodo, pero también porque María se había encerrado en su mundo desde que murió la abuela, excluyendo a familiares y a amigos, incluso a él. Rara vez cogía las llamadas y, según decía Conchita, lo único que hacía era pasear en silencio por los campos y ver películas en blanco y negro con Soledad.
«Tengo que ser paciente, darle el tiempo y el espacio que necesita».
Jordi se había pasado casi toda la Navidad rezando por ella y por su futuro juntos. Afortunadamente, el piso iba viento en popa, cosa que lo alivió de sobremanera porque, después de la donación a Belagua, sus finanzas no podrían soportar ningún imprevisto.
Tras cruzar la calle mirando al lado equivocado, como todos los turistas en Londres, Jordi saludó amablemente a Patrick, quien ya le esperaba en la puerta del ayuntamiento. Se estrecharon la mano.
—El señor Gratallops, supongo —dijo Patrick, observando el elegante traje azul marino de Jordi.
—Hola, Patrick, encantado de conocerte —repuso Jordi, en un inglés marcado por un fuerte acento catalán—. Gracias por tu ayuda, la hemos apreciado mucho, sobre todo ahora que María está menos disponible.
—Espero que se sienta mejor —dijo el agente.
—Sí, gracias. —Jordi miró a su alrededor—. En su ausencia me corresponde a mí tirar esto hacia delante, así que vamos a por ello. Tenemos muchas cosas de las que hablar y tengo que coger un avión a primera hora de la tarde.
Jordi y Patrick esperaron impacientemente en una oficina funcional y apenas decorada hasta que Nell apareció con sus botas negras, pantalones de pana y jersey ajustado, bajo una larga bufanda naranja. Jordi la miró de arriba abajo. Su pelo corto le confería un aire de rebeldía al que no estaba acostumbrado en reuniones de negocios.
—Encantado de conocerla, señora Easton —saludó, incorporándose.
—Señorita —matizó Nell rápidamente.
Jordi sintió la punzante mirada de Nell; se sentía intimidado.
Los dos hombres se ajustaron la corbata.
—¿Qué tal está María? —preguntó Nell mientras se sentaba y rebuscaba entre algunos papeles sin levantar la mirada.
—Está bien, gracias —dijo Jordi—. Me explicó que usted la ayudó el mes pasado, acompañándola al aeropuerto y ayudándola a cambiar el vuelo para asistir al funeral. No le puedo estar más agradecido.
—No hay de qué —dijo Nell—. Parecía muy afectada por la pérdida.
—Quería mucho a su abuela —afirmó Jordi, bajando la mirada—. Pero ahora por fin descansa en paz y seguro que estará rezando por todos nosotros.
Nell abrió los ojos con sorpresa y miró a Patrick, que tosió nerviosamente y sugirió que se pusieran manos a la obra.
—Gracias por venir aquí, señor Gratallops —comenzó Nell—. El ayuntamiento está encantado con su interés por nuestra zona, pero se han producido algunos malentendidos que debemos aclarar.
—Nos interesa el solar de la oficina de Correos —espetó Jordi sin titubeos.
Nell suspiró.
—Ya veo que sabe lo que quiere.
Jordi se inclinó hacia delante.
—Así es —dijo—. Inglaterra es un mercado excelente para nosotros. A la gente de aquí le gustan nuestros productos, pero sólo conocen los más baratos. Planeamos una gran campaña publicitaria para posicionarnos en lo más alto del mercado del cava. Aparte de anuncios, una tienda en un barrio como Islington nos ayudaría a mejorar la imagen de marca.
Nell le miró a los ojos.
—Comprendo —admitió—. Pero, como seguro que María y Patrick le habrán informado, la oficina de Correos es una zona protegida en la que existen innumerables restricciones. Desgraciadamente, sus planos preliminares ni siquiera se acercan a lo que el ayuntamiento consideraría aceptable.
Jordi se echó hacia atrás.
—Está bien —dijo—. Por eso estamos aquí, para que Patrick y yo comprendamos exactamente cuáles son esos requisitos.
Mientras Nell desplegaba unos planos sobre la mesa, Jordi echó una mirada a las paredes, reparando en un calendario que mostraba a dos mujeres mirándose con extraña intensidad. Observó la foto durante unos segundos, era como si las dos mujeres estuvieran a punto de besarse. Pensó que serían hermanas. Pero en una segunda mirada se le ocurrió que podía haber algo más. Sorprendido, se echó hacia atrás y miró a Nell, quien se había percatado de su incomodidad. Ésta le lanzó una mirada desafiante que le hizo sentirse pequeño. Nell continuó con los mapas y les señaló varios puntos.
—En primer lugar, el edificio debe conservar la fachada —informó con firmeza—. Tampoco se pueden añadir construcciones anexas; si hace falta más espacio, hay un edificio adyacente que se puede alquilar. No obstante, si el interior no es adecuado, el ayuntamiento podría aprobar una reforma, siempre que no se altere el aspecto externo.
Jordi se quedó mirando a Nell, con la imagen de las dos mujeres del calendario aún en la cabeza. Nunca había visto nada parecido. Se fijó en las uñas de Nell, sin arreglar.
«Con ese pelo tan corto, ese aspecto… ¿Será lesbiana? ¿Y nadie le dice nada por tener una foto así en su despacho, en un lugar público, donde la puede ver cualquier niño?».
No es que Jordi fuese homófobo, ya que tampoco había conocido nunca a ningún gay, pero, como miembro del Opus Dei, creía que las relaciones entre personas del mismo sexo eran pecado y, por lo tanto, inaceptables.
Hizo un esfuerzo para concentrarse mientras Nell continuaba:
—Por supuesto, también tenemos restricciones de tráfico, ya que los vecinos se quejarían si acabaran con más ruido del que tienen ahora —añadió, soltando su bolígrafo sobre el mapa con decisión.
—Sólo usaríamos las furgonetas durante las horas de trabajo —repuso Jordi.
—Bien —dijo Nell—. Pero ¿qué me dice de la fachada? Los planos que Patrick y María me enseñaron mostraban unos materiales que no encajan para nada en el corazón histórico de Islington. El aluminio está prohibido en áreas urbanas protegidas, como ésta.
Patrick y Jordi tosieron a la vez.
—Bueno, sólo eran unos planos preliminares para hacernos una idea —dijo Jordi—. Estoy seguro de que se adecuarán más a su idea cuando presentemos la solicitud definitiva.
—También hay que estudiar los costes de mantenimiento de la fachada —intervino Patrick.
Jordi asintió.
—¿Es absolutamente necesario mantenerla? —preguntó.
—Así es —afirmó Nell mirando el reloj de la pared—. Tengo algunas preguntas sobre las finanzas de su empresa. En esta zona, el ayuntamiento exige pruebas de que las cuentas de los inquilinos están saneadas. Estoy segura de que lo comprenderá. Los dos hombres asintieron.
Nell miró directamente a Jordi.
—Ya hemos revisado los últimos resultados de su empresa, según los encontramos en el registro español. Pero también necesito que lea estos formularios, son bastante escuetos y sencillos —dijo, extrayendo unos documentos de una carpeta—. Sólo queremos que, como representante de la empresa, confirme que estas cuentas oficiales representan, en todos los aspectos, el estado de la misma. Tenemos que garantizar que no existen más deudas o pagos pendientes que los reflejados aquí.
«Mierda, mierda».
Jordi levantó la cabeza y cogió los papeles. Por supuesto, no incluían el préstamo de Banca Catalana, fechado el 2 de enero, a propósito, para que no figurara en las cuentas del año anterior. El plan era devolverlo en los próximos meses, cuando el mercado se recuperara, para que tampoco figurara en las cuentas de este año, ni nunca. Semejante deuda sin duda perjudicaba su historial crediticio y haría que cualquier banco les cobrara mucho más por prestarles dinero. «¿Qué puedo hacer? Es una deuda tan grande que este ayuntamiento no nos tomaría en serio si lo supieran, pero no puedo dar marcha atrás. Necesitamos estas instalaciones y la situación en España sólo empeora, no hay tiempo para buscar otra ciudad y empezar de cero. Si no arrancamos este proyecto, estamos perdidos».
Jordi se volvió de nuevo hacia el calendario. Nell captó su mirada.
—¿Todo bien? —preguntó, esperando la firma de los documentos.
Jordi la miró de manera distante, como si sus pensamientos estuviesen a kilómetros de distancia. «Si lo descubren, siempre podría decir que mi padre pidió el préstamo a título personal sin mi consentimiento, que yo no sabía nada. Pero seguro que lo pagamos en cuanto aumenten las ventas, así que nunca tendrán por qué saberlo; no es más que una medida a corto plazo».
Sacó su Montblanc del bolsillo de la chaqueta.
«Hago esto por el bien de mi padre y de mis empleados. ¿Qué sería de ellos si la empresa se hunde y no tuviésemos dinero para pagarles? Y por María, para que podamos tener un futuro. Aceptaré la penitencia que sea. Lo juro».
Jordi firmó los documentos.
—Gracias —dijo Nell, metiéndolos en un sobre—. Quedo a la espera de ver los nuevos planos, caballeros. —Miró el reloj—. Lo siento, sin ánimo de apresurarles, pero tengo a otra persona esperándome.
Los dos hombres se levantaron inmediatamente.
—Por supuesto —aceptó Jordi—. Y, una vez más, muchas gracias por ayudar a María.
Nell no dijo nada. Jordi y Patrick salieron del despacho.
Jordi respiró hondo cuando el avión aterrizó en Barcelona unas horas después, aliviado por ver relanzado el proyecto londinense. Ahora estaba en manos de Patrick y de los arquitectos, que debían encontrar un diseño barato que cumpliese los dichosos requisitos del ayuntamiento.
Su móvil empezó a sonar en cuanto lo encendió, a la espera de que su maleta saliera por la cinta. Era el encargado del piso de Sarrià diciendo que no tenía buenas noticias. Quería verle lo antes posible.
«El piso no, no me puedo permitir ningún percance», pensó Jordi. Intentó devolverle la llamada, pero estaba comunicando. También intentó contactar con María, quien, como de costumbre, tenía el teléfono apagado.
Jordi, por lo general una persona paciente, se irritó al ver que nadie estaba disponible cuando los necesitaba. Al llegar a Óscar, que llevaba toda la noche aparcado en el aeropuerto, le entraron ganas de cerrar de un portazo, pero se contuvo. «He de controlarme, Dios me está poniendo a prueba. Sé paciente. Todo le llega al que sabe esperar». Cerró la puerta del coche tranquilamente y condujo hacia el piso.
El mundo se le vino encima cuando el albañil le dijo que un muro de carga se había derrumbado, probablemente porque el cemento contenía algún tipo de aluminosis. Reparar el desperfecto costaría unos treinta mil euros y un retraso de unos ocho meses.
«Adiós al nido de amor».
Jordi se quitó la corbata y se desabrochó los primeros botones de la camisa. Estaba sudando.
—Lo siento, no había forma de que pudiéramos preverlo —dijo el encargado.
Jordi apartó la mirada.
—Lo sé, no es culpa vuestra.
Paseó la mirada por el dúplex, aún sin pintar, con la escalera a medio construir. Arriba, los tres dormitorios; abajo, un salón con cocina integrada y unas ventanas, del suelo al techo, con vistas a toda Barcelona. Era el hogar que esperaba compartir con su mujer y sus futuros hijos, el espacio íntimo con el que había soñado durante meses, si no años, lejos de la grandeza de la masía, que quería evitar a toda costa. Jordi quería una familia unida, en un mismo espacio, y no un grupo de personas dispersas en múltiples habitaciones, como en casa de sus padres.
Quizá el seguro cubriría los desperfectos, pero la prensa había traído casos similares y siempre eran los propietarios quienes acababan pagando, o cambiándose de piso. La noticia no podía llegar en peor momento, ya que no tenía forma de encontrar treinta mil euros. Había entregado todos sus ahorros al Opus y no podía pedir dinero a su padre; Pere Gratallops ya había inyectado enormes sumas a la empresa para compensar el impacto del boicot en las ventas, ahora ya en caída libre. Jordi tampoco podía recurrir a ningún banco porque sin duda descubrirían el préstamo que les había dejado endeudados hasta el cuello.
Apoyó las manos en la ventana, perdiendo la vista en las luces de Barcelona; el albañil le dio unas palmadas en el hombro.
—Todo tiene solución en esta vida —le consoló el hombretón.
«¿Estás seguro?».
—Por favor, seguid con el trabajo —dijo Jordi. «Encontraré el dinero».
Se sacó el móvil de la chaqueta. «María, María, ¿dónde estás? Te necesito más que nunca». Volvió a llamarla, pero, cómo no, sólo dio con el contestador.
Sólo le quedaba un sitio al que ir.
Mordiéndose las uñas, con el estómago vacío y dando golpecitos en el suelo con los pies, Jordi aguardó la respuesta del padre Juan Antonio. El sacerdote lo miró con fijeza, sentado cómodamente en su sillón. No se había movido en varios minutos, desde que Jordi acabó de contarle lo ocurrido.
El padre Juan Antonio miró por encima de su hombro y se sacudió una mota de polvo de su sotana impecablemente planchada. Suspiró y se recostó un poco más en su sillón.
—Me preocupas, Jordi —dijo finalmente—. ¿Estás seguro de que estás bien?
—Tanto como la situación me lo permite, padre —respondió Jordi, inclinándose hacia delante—. Si pudiera recuperar parte de ese dinero…, que, por supuesto, devolvería en cuanto fuese posible, al menos podría empezar a resolver cosas, avanzar en algo.
Jordi sintió el peso de los ojos del sacerdote y agachó la mirada.
—No me preocupa el dinero, Jordi, sino tus pensamientos. —El sacerdote alzó la voz—: Me preocupa que antepongas tus intereses a los de la institución, que hayas degenerado hasta un estado en el que la Obra pasa a un segundo plano. ¿Qué ha sido de ti y de tu generosidad, Jordi? Además, tampoco te reconozco con este aspecto tan descuidado que llevas, impropio de nuestros miembros.
El padre Juan Antonio fijó la mirada en la camisa arrugada y sudada de Jordi, los botones de arriba desabrochados, la corbata descolgada.
—¿Has pecado, hijo? Recuerda que nunca es tarde para confesarse.
Jordi miró al sacerdote con ira e impaciencia. «No necesito más mierda, hoy no».
—No he pecado, padre —contestó—. Sólo estoy agotado por esta increíble racha de mala suerte y necesito ayuda. No estoy pidiendo ningún regalo, sólo lo que es mío; quiero recuperar parte de mi donativo porque estoy desesperado. Lo necesito de veras.
Jordi miró al padre Juan Antonio con ojos suplicantes.
—La desesperación nunca es buena, hijo —dijo el sacerdote, meneando la cabeza—. Y deja que te recuerde que cuando se da algo con corazón cristiano, como hiciste tú, ya no se puede recuperar, y tampoco sería muy cristiano pretenderlo.
—Pero, padre, lo necesito —suplicó Jordi.
—No puede ser, Jordi, sabes que no puedo. La organización lo necesita y yo estoy aquí para cuidar del club, no de los intereses individuales y egoístas de sus miembros.
Jordi se llevó las manos a la cara.
«No me lo puedo creer».
—Padre, usted siempre me ha apoyado, siempre me ha ayudado. Ahora le necesito más que nunca.
—Lo que necesitas es una seria reconducción espiritual, Jordi, pareces perdido. Pero por supuesto que te ayudaré, te daré el tiempo que necesites para que reconsideres tus pensamientos. Podríamos reunirnos a diario después de la misa de la mañana, te vendría muy bien.
Jordi sintió náuseas y una profunda rabia. Ante la sorpresa del padre Juan Antonio, se levantó y abandonó la estancia, sin más.
Encerrado en su coche, aparcado en una gasolinera entre Barcelona y Vilafranca, Jordi encontró un minuto de paz para comerse un bocadillo, aunque las imágenes del padre Juan Antonio, del albañil y de las dos mujeres del calendario de Nell atormentaban su mente.
«No puedo perder el control. Por favor, Dios, ayúdame».
Su móvil sonó de nuevo y, para su sorpresa e inmensa alegría, era María.
—¡Cariño! ¡Cielo! —dijo desesperadamente, casi tirando el móvil de la excitación—. ¿Dónde has estado? ¡Han pasado muchas cosas!
—Estoy en Belchite. ¿Qué pasa? Pareces nervioso —advirtió María al otro lado de la línea.
—Gracias a Dios que al fin llamas. ¿Cuándo vuelves a casa? ¿Puedo verte? ¿Puedo ir a verte? ¿Ahora?
—No, Jordi, lo siento, aún no me siento bien —le disuadió—. Pero dime qué ocurre, me has llamado mil veces.
—Cariño, lo siento mucho, pero han encontrado aluminosis en nuestro piso, el que estoy construyendo para los dos. Debería ser una sorpresa, pero todo ha salido mal. Lo siento, soy un fracaso.
Pasaron unos segundos.
—Por supuesto que no eres ningún fracaso, Jordi, pero hace mucho que te dije que teníamos que compartir la responsabilidad del piso, no puede recaer todo sobre ti.
—Bueno, ése no es el problema. —Jordi tosió—. Lo peor es que no estará listo para abril, lo más pronto a finales de año. Tienen que reconstruir algunas paredes. —Hizo una pausa para tomar aire—. Me temo que tendremos que irnos de alquiler. Lo siento mucho, ya sé que no es lo que te mereces.
María guardó silencio.
—¿Estás ahí, cariño? —Jordi estaba impaciente.
—Sí, sí —dijo María—. Jordi, quizá deberíamos vernos, pero no tengo fuerzas, te lo prometo. Parece que los problemas se nos amontonan, con mi familia que se descompone, el almacén de Londres, y ahora el piso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jordi, alarmado.
—Deberíamos hablar. —María parecía titubeante.
—¿Hablar de qué? —exclamó Jordi, cada vez más agresivo. «No quiero posponer la boda, si te refieres a eso, no puedo esperar más».
—Es mejor no hablar por teléfono, Jordi, por favor —dijo María.
Jordi se estaba alterando. ¿Qué más podía salir mal?
—Por favor, no me dejes en suspense —pidió.
María suspiró.
—No, Jordi —dijo—. Sólo digo que me siento débil y que es un momento malísimo para los dos. Pero mejor hablar cuando nos veamos.
Jordi clavó su barbilla en el pecho y apretó un puño, lleno de agonía.
—¿Estás pensando en posponer la boda? —inquirió, al borde del llanto.
—No voy a decidir nada, Jordi —dijo María—. Sólo he dicho que tenemos que hablar.
Se hizo un silencio.
—Jordi, cariño, ¿estás ahí? —dijo María.
—Sí —repuso él—. Todo esto es una pesadilla.
—Lo mismo te digo, por eso tenemos que hablar. Te avisaré cuando esté preparada. Lo siento, pero compréndeme, por favor. Sé que es difícil, seamos pacientes el uno con el otro, por favor.
«Sé fuerte. Sé fuerte. Por favor, Dios, ayúdame a ser un hombre».
Jordi suspiró y levantó la cabeza.
—Está bien, avísame. Te estaré esperando el tiempo que necesites. Sabes cuánto te quiero. Eres mi vida.
María colgó.
«Ayúdame, Dios, te lo ruego. Ahora eres lo único que me queda. Lo único».
El teléfono de Jordi sonó una vez más cuando entraba en su habitación, finalmente al abrigo de la masía.
«¿Qué más puede hundirse?».
—¿Diga? —contestó, como un autómata.
—Hola, Jordi, ¿cómo estás? Soy Borja Peñaranda —dijo el hombre.
«Joder. Joder». Jordi quiso colgar, o tirar el teléfono por la ventana, pero se mantuvo en la línea.
—¿Qué quieres? —preguntó, sorprendiéndose por la rudeza de su propia voz. Nunca había hablado así a nadie.
«Se lo merece».
—Sólo quería hacerte saber que, como no he tenido noticias tuyas, he empezado a moverme. Lo que es mío, es mío, y si no se resuelve por las buenas, se hará por las malas. Es una lástima porque creía que contigo podría alcanzar un pacto de caballeros —dijo—. Quería avisarte de que, junto a otros fondos de inversión, hemos comprado parte del préstamo de Banca Catalana a las Cavas. Seguiremos comprando, a menos que lleguemos a un acuerdo sobre las tierras; te lo digo como un amigo. Quiero ahorrarte problemas.
—Que te jodan —le gritó Jordi—. ¡Que te jodan!
Peñaranda empezó a reírse y colgó.