Capítulo 2

Inmaculada Concepción de la Vega, o Conchita, como se la conocía, contemplaba sus olivos, viejos y retorcidos, a través de la ventana de la cocina. La oliva estaba lista para la recogida, y con un poco de suerte el año sería mejor que el anterior, cuando las inundaciones redujeron la producción de aceite a niveles que sólo había visto una o dos veces a lo largo de treinta años.

Conchita, una mujer alta, con brazos grandes y fuertes y una larga nariz aguileña, echó un poco de tomillo sobre el cordero que preparaba y colocó la cazuela de arcilla al fuego. Era el día del Pilar, santo y cumpleaños de su hija mayor, y esperaba a toda la familia para comer; todos excepto María, la más pequeña, que, en su opinión, había esgrimido una mala excusa.

«Siempre hace lo que le da la gana. No respeta las tradiciones de los demás. Qué chica más egoísta. Y aun así querrá que todos la ayudemos en su boda».

Conchita, vestida con una falda negra y una blusa gris abrochada hasta el cuello, se quitó el delantal y salió de la casa familiar en Belchite, un pueblo todavía atrapado en su pasado trágico. Le encantaba pasear entre los cientos de olivos que habían sido propiedad de los De la Vega desde hacía más de doscientos años. Olían a tierra y a naturaleza, sobre todo los que tenían más de mil años. Todo lo que sabía de ellos, y de la familia, era lo que su madre le había contado. Los abuelos de Conchita, por parte de madre, habían muerto durante la Guerra Civil, aunque no conocía los detalles. En cuanto al resto de la familia, ni siquiera sabía quién era su padre. Su madre le dijo hacía muchos años que era un republicano que se había escapado con casi todo el dinero de la familia. Ni Conchita ni nadie más del pueblo se habían atrevido a preguntar más.

Conchita se crió entre las ruinas del Belchite Viejo mientras su madre trabajaba para recuperar los olivos y las tierras, que, como todo el pueblo, quedaron totalmente destrozados tras la guerra. Ahora, a los sesenta y siete años, Conchita aún daba paseos solitarios por los campos, como hiciera de niña. Entonces, solía trepar por los troncos retorcidos de los olivos más fuertes y antiguos para construir casitas en sus ramas; poco imaginaba ella que, muchos años después, un ejecutivo japonés le ofrecería cincuenta mil euros por el olivo más viejo, del que se creía que tenía mil quinientos años, y al que llamaban El Abuelo.

«Por encima de mi cadáver tendrán que vender esta maravilla», pensó Conchita mientras acariciaba una de sus ramas. Contempló el árbol mientras lo rodeaba lanzando profundos suspiros al aire. Este símbolo de paz, con sus ramas oscuras y su presencia majestuosa, era lo único que conseguía tranquilizar a Conchita.

Incansable, ésta prosiguió su paseo, deteniéndose para observar alguna de las olivas que brotaban de los árboles más jóvenes.

«Cinco semanas y esto estará listo para la recogida. Este año será mucho mejor; puedo sentirlo, al menos medio millón de kilos». Miró al cielo, ahora nublado. «Dios, danos sólo un poco más de lluvia».

Conchita fue a la planta de producción, a apenas cien metros de la casa familiar, para comprobar que todo estuviera en orden. Su hija Pilar estaba al cargo del negocio, pero Conchita todavía se sentía responsable. María nunca se había preocupado por la empresa por razones que su madre aún no entendía.

«Espero que Jordi le ponga los pies en el suelo cuando se casen. Si tan sólo se diera cuenta de que tiene un negocio de primera clase en casa, ¿para qué trabajar en un banco, si al fin y al cabo allí tampoco se produce nada? Comprar y vender dinero con dinero, ¡ya me dirás qué cosa más tonta!».

Conchita abrió el amplio portón de la nave y observó la maquinaria alemana que compró hacía unos años; ahora quedaría obsoleta, ya que Pilar había encargado un nuevo modelo francés, toda una revolución respecto a los viejos instrumentos que la abuela Basilisa compró a finales de los años cuarenta, cuando la electricidad por fin llegó a Belchite. En una esquina de la planta, Conchita guardaba las enormes piedras que usaron sus abuelos y que, tiradas por mulas, servían para prensar la oliva. Aún recordaba a su madre empujándolas con los brazos, después de la guerra, cuando el pueblo estaba tan devastado que ni siquiera las mulas habían sobrevivido. Ahora, la nueva maquinaria incluso recogería las olivas automáticamente.

«Mi madre también sudó por esto. Ojalá mis hijas, sobre todo Pilar, tuviesen el mismo espíritu, pero nunca han tenido que luchar por nada. María es diferente; sí tiene la determinación, pero a esa niña esto no le importa nada en absoluto».

Conchita echó una última mirada a la planta. Orgullosa de su empresa, y siempre con su ademán firme y contundente, regresó a la casa familiar, recogiendo el periódico local que acababan de dejar en el porche. Echó una rápida ojeada a la portada.

«El nuevo alcalde socialista abrirá el pueblo viejo al turismo».

Conchita se detuvo y siguió leyendo:

«Pablo García, el primer alcalde socialista electo en Belchite en más de sesenta y cinco años, quiere abrir el pueblo viejo al turismo y construir un museo de la Guerra Civil en la iglesia, que fue destruida en 1938».

«Dejad a los muertos en paz. Después de tantos años no hay por qué hablar». Siguió leyendo:

«El pueblo viejo de Belchite, que Franco quiso mantener intacto después de su destrucción durante la Guerra Civil para mostrar las barbaridades de las que eran capaces los rojos, podría restaurarse y abrirse al turismo. El alcalde viajará a Madrid y a Bruselas para recaudar fondos y así financiar la reconstrucción de la iglesia. Allí se ubicará el museo, que albergará fotografías, textos y mapas sobre la caída de Belchite en manos del ejército rojo en 1938, y sobre la reconquista por parte del ejército nacional un año después».

Conchita suspiró y entró en casa. Desde la ventana de la cocina, miró los restos de la iglesia del pueblo viejo, no quedaban más que los arcos. La techumbre, algunas columnas y las paredes, como el resto de los edificios del pueblo viejo, habían sido bombardeados y destruidos en 1938. Las calles y las casas estaban tal cual habían quedado al finalizar la guerra, con la excepción de la maleza que había crecido desde entonces. Los habitantes de Belchite se trasladaron al pueblo nuevo, adyacente al viejo, construido por docenas de prisioneros políticos después de la guerra. El traslado, lento y tedioso por la falta de materiales en una España autárquica y pobre, no finalizó hasta mediados de los años sesenta.

Hacía unos diez años que el ayuntamiento había construido un muro alrededor de las ruinas, ya que se había vuelto peligroso para la gente que iba a pasear; cualquiera podía ser víctima de una cornisa o un trozo de metal desprendido de los edificios en descomposición. Tampoco es que atrajera a ningún turista, excepto algunos extranjeros y jóvenes historiadores españoles, pero muy de vez en cuando. Sólo el viento y los pájaros podían escucharse dentro de los muros del Belchite viejo. La última visita de Conchita fue hace más de diez años, antes de que lo tapiaran, para conmemorar a los soldados nacionales caídos. La visita duró poco, ya que, asustada por el ruido de una ventana que se derrumbó, le faltó tiempo para salir.

Conchita volvió a mirar el periódico y luego lo tiró a la papelera, pensando que si su madre y Soledad, su amiga de toda la vida, lo vieran, podría provocar una discusión familiar que hoy no deseaba. Era el día del Pilar y quería tener la fiesta en paz.

«A mis sesenta y siete años, quiero tranquilidad. La ausencia de María seguro que ayuda».

No es que Conchita no quisiera a María. Adoraba a su hija menor, pero su controvertido carácter hacía difícil que nadie se relajase en su presencia. Las diferencias políticas de María con su padre sólo añadían tensión, por mucho que Conchita hubiese prohibido hablar de religión, dinero o política durante las comidas familiares. Aun así, admiraba a su hija por ser consecuente con sus principios. A diferencia de Pilar, María había dejado Belchite para labrar su propio futuro, aunque fuera entre banqueros, a los que Conchita llamaba «tiburones», lo que sin duda molestaba a María.

Ella misma y su madre también lucharon contra el mundo para convertirse en mujeres sólidas, fuertes e independientes. Pero María tenía un punto de insolencia que Conchita no podía aguantar.

«¿Qué le costará mostrar un poco de respeto por la familia y venir hoy? Es el cumpleaños de su hermana, por el amor de Dios; y dice que tiene que trabajar. Yo nunca he faltado a un compromiso, y si tenía que trabajar por las noches, lo hacía, aunque acabara agotada. Esta generación no sabe lo que es el sufrimiento. Creen que todo es fácil, ya descubrirán la verdad por las malas».

Conchita meneó la cabeza en silencio mientras removía el guiso.

«Tendrían que haber vivido una guerra».

El reloj de pared daba las dos de la tarde cuando oyó a su madre y a Soledad abrir la puerta principal.

—Hola. Justo llegamos cuando se pone a llover —dijo su madre, una mujer pequeña pero que antaño fue muy fuerte, de rizos blancos y grandes ojos azules. Soledad, que contaba ya las noventa primaveras, se quitó el abrigo y se metió directamente en la cocina.

—Vaya, estos corderos, qué gordicos vienen hoy en día, ¡qué barbaridad! —dijo al mirar dentro de la cazuela—

Maestra durante la República y socialista de carné, Soledad tuvo que esconderse en las montañas al acabar la guerra, hasta que a mediados de los años cuarenta se trasladó definitivamente a la casa de los De la Vega. La abuela Basilisa le había conseguido un documento firmado por un falangista, según el cual la antigua «roja» ya no era una amenaza para el Estado. Soledad nunca volvió a trabajar como maestra, y dedicó su vida a apoyar a la amiga que le había salvado la vida. Ayudó a criar a Conchita, a quien enseñó a leer y a escribir mientras su madre trabajaba día y noche en los campos, a veces prensando las olivas con sus propios pies. La guerra no había dejado más que polvo y hambre tras de sí.

Décadas más tarde, al nacer Pilar y María, la abuela Basilisa se mudó a otra casa, cerca de la iglesia nueva, en busca de paz. Con casi sesenta años, decidió que ya había trabajado suficiente y que deseaba tranquilidad tras una vida de lucha constante. Conchita se las arregló para convencer a Soledad de que se quedase en la casa familiar, ayudando con las niñas. Entonces, a sus sesenta y cinco años, Soledad aún quería sentirse útil, y ayudar a Conchita con sus hijas tenía más aliciente que permanecer en la nueva casa de la abuela sin nada que hacer.

A pesar de sus diferencias políticas, Conchita adoraba a Soledad. Tras haber pasado la mayor parte de su infancia y juventud en el triste internado de las Esclavas de Dios en Zaragoza, el poco cariño que recibió fue el de Soledad, casi más que el de su propia madre. De hecho, Conchita no había visto demasiado a su madre durante su infancia y adolescencia, ya que la abuela Basilisa no había dejado de trabajar ni un solo instante en toda su vida, al menos hasta que se mudó a su nueva casa.

—¡Mira, he recibido una postal de María desde Londres! —exclamó Basilisa, triunfante, orgullosa de su nieta. Tendió la imagen del palacio de Buckingham ante la mirada de Conchita, mientras Soledad la ojeaba por encima del hombro.

—¡Abajo la monarquía! —dijo inmediatamente Soledad—. ¡Viva la República!

—A tus noventa años y sigues siendo una activista política. Que Dios te guarde el espíritu —sonrió Conchita, aunque la postal le había dejado algo molesta, ya que ella no había recibido ninguna. Conchita sabía que había estado muy ocupada cuando María era pequeña; quizá no le había dedicado todo el tiempo que ella necesitaba.

—Qué lista es esa chica —dijo la abuela, orgullosa—. Y también qué dulce.

«No sé si “dulce” es la palabra adecuada…», pensó Conchita, tratando de recordar la última vez que María le había dado un beso o un abrazo.

Las tres mujeres desviaron la mirada hacia el cordero, que ya estaba a punto. Delantal a la cintura, y las mangas bien remangadas, enseguida prepararon una tortilla y una ensalada con el mejor aceite de oliva, totalmente casero. Basilisa examinó el color dorado del aceite a través del envase de cristal.

—Para ser del año pasado, todavía sigue muy brillante —dijo, vertiendo un poco sobre un trozo de pan, que se comió de un bocado. A sus ochenta y cinco años aún conservaba buen apetito.

«Ay, la guerra. Esta generación no conoce la moderación en la comida, con tanta hambre que pasaron; menos mal que he escondido ese periódico».

—¡Hola a todo el mundo! —dijo Pilar, una mujer alta y delgada con una nariz que recordaba a la de su madre, irrumpiendo en la casa con sus ruidosos hijos.

—¡Feliz cumpleaños! —dijo Soledad, mientras Conchita y su madre decían casi al unísono: «¡Feliz santo!». A diferencia de Soledad, preferían celebrar el santo antes que su cumpleaños. Pilar nunca había mostrado una preferencia, mientras que María, para desesperación de Conchita, ignoraba su santo por completo.

Pilar desenvolvió un precioso ramo de gladiolos que su abuela le había preparado, y al abrir la basura para tirar el envoltorio, se topó con el periódico.

—Anda, ya lo he visto en la peluquería —dijo, rescatando el ejemplar—. ¡Quieren abrir el pueblo viejo!

Con gestos y muecas, Conchita trató de advertir a Pilar que dejase la conversación, pero su hija no supo interpretar las señales y dijo en voz alta:

—¿Qué dices, mamá?

Conchita cerró los ojos y claudicó. Echaba de menos a María, a pesar de la tensión que traía consigo. Al menos, Conchita y María se entendían en cuestión de negocios, eran capaces de comunicarse con un mero guiño. María era rápida e inteligente, mientras que a Pilar todo le llevaba más tiempo; hacía meses que planeaba comprar una máquina francesa para la planta, pero a este paso ya estaría obsoleta cuando llegara, pensaba Conchita.

—También he visto un equipo de televisión en la Plaza Mayor —prosiguió Pilar—. He oído en la peluquería que era la BBC. Están haciendo un documental sobre el pueblo viejo.

«Maldita sea, Pilar, maldita sea», pensó Conchita.

Conchita había explicado a sus hijas lo poco que sabía acerca de la historia familiar. De todos modos, prefería no remover el pasado, ya que suscitaba las iras y la tristeza de Soledad y su madre, y a sus ochenta y cinco y noventa años las emociones fuertes no eran aconsejables. «Es mejor ocultar estas cosas; lo pasado, pasado está».

—Que vayan a su país a remover a sus muertos, a nosotros, que nos dejen en paz —apuntó rápidamente Conchita.

—Yo hablaré con ellos si son de la BBC. —Soledad ya se había alterado—. No me apetece hablar con según qué periodistas españoles. Aquí, algunas cadenas están controladas por fascistas que no quieren hurgar en el pasado porque están demasiado avergonzados de sus atrocidades. Mejor hablar con los ingleses. Están más informados y vinieron a ayudar a la República. Me voy. —Se levantó, pero Conchita se apresuró a ponerle una mano en el hombro.

—Espera, espera, espera —Conchita trató de detener a Soledad, quien ya iba a por la chaqueta—. Déjalos en paz, ya encontrarán a otros. Tú tienes que cuidarte, y estas cosas siempre te alteran.

—¡Quiero hablar! ¡Necesito decirlo! —respondió Soledad, con el abrigo y el sombrero ya puestos. Levantó el brazo izquierdo y gritó—: ¡Viva la República!

Conchita suspiró, resignada.

—¿Y qué se les ha perdido en Belchite a los ingleses? —dijo, removiendo, con rabia, el cordero con un cucharón de madera—. ¿Y qué pasa con el cordero, Soledad? ¡Se va a enfriar! —gritó, pero Soledad, que era un poco sorda, no respondió.

—Madre, alguien debería acompañarla —propuso Pilar, sorprendida por la escena.

—Yo no —dijo Basilisa, con tono triste.

«Ya sabía yo que esto de la Guerra Civil no haría más que traer problemas», pensó Conchita.

Los hijos de Pilar, Inma e Ignacio, no paraban de gritar y jugar con una pelota junto a la cocina, desobedeciendo las estrictas órdenes de Conchita, que no quería balones en casa. De repente, los niños, que tenían siete y cinco años, estrellaron la pelota en un jarrón, que se hizo añicos. Era el regalo de bodas de la abuela a Conchita.

—¡Malditos diablos, el jarrón chino! —gritó Conchita, soltando la cuchara de madera sobre la encimera con ferocidad. Corrió hasta Inma e Ignacio y los abofeteó en la cara, una para cada uno, rápida y fuerte—. ¡Disciplina! Eso es lo que necesitáis —les chilló, mientras los pequeños se cubrían las mejillas enrojecidas con los brazos, como si esperaran otra bofetada.

Conchita se quedó quieta un instante, aún enfurecida, el brazo pendido en el aire, pero no continuó.

—Ya os he dicho muchas veces que no podéis jugar con la pelota dentro, ¿estamos? —gritó.

—Sí —repusieron casi a la vez con sus delicadas voces. Los dos niños se arrimaron a su madre entre sollozos.

—Madre, déjalos en paz, por favor —le rogó Pilar, consolando a sus hijos. Ella también parecía asustada—. Sólo son críos…

Conchita y Pilar oyeron cómo se cerraba la puerta delantera y supieron que Soledad se había ido. La vieron por la ventana, avanzando hacia el equipo de la BBC, fácilmente visibles por las cámaras y por su complexión alta, delgada y paliducha. Presa de su excitación, Soledad trastabilló en una piedra y casi se cayó.

—Alguien tiene que acompañarla —insistió Pilar, que aún consolaba a sus hijos.

«Al final siempre me toca a mí. Tengo que hacerlo siempre todo».

—Ya voy yo —dijo Conchita en tono dictatorial, quitándose el delantal y lanzándolo sobre una silla—. Pilar, limpia el desastre que han dejado tus hijos; madre, tú vigila el cordero, y vosotros, niños, ¡silencio! —volvió a gritar, provocando que se escabulleran detrás de su madre.

Pilar suspiró y se volvió hacia ellos.

—No os preocupéis, sólo es su malhumor, tranquilos, mamá está aquí… —dijo, acariciándoles la cabeza con dulzura.

«¿Malhumor? ¿Qué malhumor? Deberían darme las gracias por que siga dándoles de comer después de cómo se han comportado. Las monjas me habrían encerrado en mi cuarto durante uno o dos días sin comer si hubiese roto algo en el convento. Los niños de hoy no tienen ninguna disciplina».

—También se está haciendo mayor —susurró Pilar a sus hijos.

Conchita, que gozaba de buen oído, sintió ganas de abofetear a su hija por su falta de respeto, pero recordó a Soledad casi cayéndose al suelo y se dirigió hacia la puerta. En ese momento, su marido entraba.

Honorato llevaba el pelo blanco bien peinado, y siempre lucía chaqueta y corbata, aunque sólo fuese para jugar al dominó con sus amigos en el casino local. Tenía unos ojos profundos, con unas cejas gruesas, casi unidas en el centro. Se conocieron a los veintisiete años, durante un viaje a Roma para ver al papa, y se casaron casi un año después, cuando Honorato entró en el Ejército como oficial de segundo grado.

—Hola, ¿está listo el cordero? Tengo un hambre de caballo —dijo Honorato, dejando el sombrero en la entrada. Hombre de baja estatura y pocas palabras, Honorato no había cocinado desde que se casaron, hacía casi cuarenta años.

—Sí, pero ahora tengo que ir a por Soledad, que va derechita a entretener a unos extranjeros en el pueblo viejo —contestó Conchita abruptamente.

—He oído en el casino que los de la BBC están husmeando por ahí. ¿Qué se les ha perdido en Belchite? —espetó Honorato con desprecio.

—Por una vez, estoy de acuerdo contigo —dijo Conchita, y dio un portazo tras de sí.

—La República fue lo mejor que ha dado este país en el último siglo, España sería hoy como Francia o Inglaterra si la hubiesen dejado en paz —explicaba Soledad al equipo de la BBC—. La educación era primordial, contrataron a ocho mil maestros, como yo. Venid, os enseñaré dónde estaba la escuela.

Conchita alcanzó al grupo en un edificio en ruinas que bien podría haber sido cualquier cosa, pero que, según Soledad, fue una escuela primaria. Ella no lo sabía; de hecho, nunca había estado en el pueblo viejo con Soledad ni con su madre.

—Entonces todo era muy diferente. Los niños y las niñas iban juntos a clase, impartíamos algunas lecciones al aire libre, rodeados de árboles y plantas. Enseñábamos música, jardinería, teatro; montábamos en bicicleta, leíamos poemas en el bosque… Incluso llevé a mi clase a una lectura de Lorca, en Zaragoza. Le conocimos en persona, fue maravilloso.

«¿De verdad?». Conchita no sabía gran cosa acerca de Lorca. Sus libros habían sido prohibidos en las escuelas después de la guerra y tampoco María o Pilar, una generación más tarde, lo habían estudiado apenas en el colegio, salvo alguna referencia. Conchita, al igual que muchos españoles de su edad, sólo sabía que era rojo y, todavía peor, homosexual.

—Nos quedábamos por las noches para enseñar a leer y a escribir a muchos adultos que ni siquiera eran capaces de deletrear sus nombres —explicó Soledad con tristeza.

—El analfabetismo rondaba el sesenta por ciento por aquel entonces, ¿verdad? —preguntó el reportero.

—Sí, os habéis informado bien —dijo Soledad, siempre admiradora de los ingleses. Se decía en Belchite que había tenido una relación con un brigadista de la Universidad de Cambridge, pero éste murió trágicamente en la batalla del Ebro, rompiéndole el corazón para siempre. Ella nunca había dicho ni una sola palabra al respecto—. Hasta entonces, sólo los ricos recibían educación, y eso intentó cambiar la República —continuó Soledad—. España estaba partida en dos, era como si hubiera dos países diferentes, sin nada en común; uno rico y educado, y el otro pobre y analfabeto.

—¿Y eso fue lo que desencadenó la guerra? —preguntó el reportero.

—Eran los ricos contra los pobres, los católicos contra los agnósticos, los catalanes y los vascos contra los centralistas de Madrid: todos contra todos. —Soledad se volvió hacia el edificio en ruinas—. Nosotros tratamos de educar a todo el mundo, pero cinco años de República no fueron suficientes para enmendar siglos de decadencia.

—¿Diría que todo empezó con la Inquisición? —preguntó el periodista, con sumo interés.

—Desde entonces, en España, todo lo mínimamente natural era pecado, el simple hecho de «ser» ya era un pecado —todavía hoy en día, en los bautizos, a los pobres bebés ya les llaman pecadores, los pobrecillos, qué mal habrán hecho. Pero sí, tristemente, desde esa oscurísima etapa del siglo XVI, España cayó en una regresión, más que una progresión. Intentamos cambiar esa dinámica a través de la educación para todos, pero fue imposible. No nos dio tiempo.

Soledad bajó la mirada.

—Todo cambió drásticamente después de la guerra —prosiguió—. En los colegios, separaron a las chicas de los chicos, y monjas y curas sustituyeron a los maestros republicanos, colgando crucifijos donde antes había mapas y carteles. Las aulas se volvieron lugares oscuros y los niños ni podían cogerse de la mano mientras jugaban en el recreo. Tenían muy poco tiempo libre, pues se pasaban la mitad del día en la iglesia y el resto memorizando nombres de los conquistadores que destruyeron las culturas de Sudamérica, que para ellos eran héroes, claro. —Respiró hondo—. La creatividad o la expresión personal estaban casi prohibidas, la filosofía era: la letra con sangre entra.

«Justo como mi escuela». Conchita había oído a Soledad hablar de la República en muchas ocasiones, pero nunca con tanta claridad.

—Fue una tragedia —siguió Soledad con ojos llorosos—. Cuando los soldados de Franco entraban en pueblos y ciudades, fusilaban a todos los izquierdistas, incluidos los maestros. Miles de profesores fueron asesinados en las tapias de los cementerios y sus cuerpos arrojados a fosas comunes que no se han vuelto a abrir. Ni siquiera se sabe dónde está Lorca. —Las palabras le salían ahora con dificultad.

—¿Cómo sobrevivió usted? —preguntó el periodista.

—Yo quería ir a Francia, como tantos miles que abarrotaban las carreteras con sus mulas, coches, colchones y todas sus pertenencias, pero era peligroso hacerlo desde aquí, pues tenía que cruzar territorio nacional —dijo, finalmente percatándose de la presencia de Conchita, a quien saludó con una pequeña sonrisa—. También tuve que ayudar a mi amiga Basilisa, que estaba sola y embarazada, y sin sus padres, que habían muerto en la guerra. Me necesitaba y me quedé junto a ella.

Conchita se estremeció y respiró profundamente. Su madre le había explicado muy poco acerca de sus propios padres, pero de eso hacía muchísimos años y, desde entonces, ni una palabra. Como en tantas otras familias de todo el país, el trauma y el miedo a la represión de Franco habían silenciado a toda una generación durante décadas. La brutalidad de la represión franquista no se acababa en los fusilamientos y las prisiones, sino que llegaba a todos los rincones de la sociedad —el control que el régimen tenía sobre las personas era casi absoluto—. Conchita recordaba que su madre tenía que mostrar un salvoconducto sólo para desplazarse a Zaragoza, apenas a cincuenta kilómetros de distancia, o que las mujeres necesitaban un permiso escrito por sus maridos para encontrar un trabajo o abrir una cuenta bancaria. Las asociaciones o reuniones de grupos estaban prohibidas y, en caso de ser aprobadas, requerían la presencia de la Guardia Civil.

—Mejor nos vamos, Soledad. Te estás cansando —dijo Conchita, paciente, por una vez.

—Fue una tragedia —insistió Soledad entre lágrimas—. El país cayó en las manos de un dictador que todavía mató a cincuenta mil personas una vez finalizada la guerra, a veces sólo por ser familiares o amigos de republicanos. Cualquiera con un poco de inteligencia o amor por la libertad, o bien fue asesinado o se exilió. Ya os podéis imaginar lo que quedó, pues gobernaron el país durante cuarenta años.

—Pero usted se quedó… —dijo el reportero, visiblemente emocionado.

—Me escondí en las montañas, con los maquis. A veces, jugándonos la vida, me quedaba en casa de mi amiga Basilisa, y así yo la ayudaba en la casa mientras ella trabajaba en el campo, lo necesitábamos para no morirnos de hambre. Al final ella sobornó a un falangista con litros de aceite de oliva —que le dieron una fortuna en el estraperlo— y éste firmó un documento según el cual yo me había «reformado» y estaba adscrita a «la causa». Así me salvé, pero siempre que no levantara la voz ni expresara mis ideas. Y así me callé, durante décadas.

Se hizo un silencio.

—En este país, todavía nadie habla; hay demasiados secretos vergonzosos que guardar. —Soledad bajó la mirada, exhausta.

Conchita había escuchado el relato casi sin pestañear. «A mi edad, y todavía no sé ni qué pasó. Y mi padre ¿dónde está? ¿Es cierto que los rojos mataron a los padres de mi madre por ser los ricos propietarios de unos olivos, los patronos que rehusaron aumentar el sueldo de los hombres de cinco pesetas al día, y dos y media para las mujeres, por el mismo trabajo? ¿Por eso los mataron? ¿Quién lo vio? Ahora no es el momento de preguntar».

—Venga, Soledad, es hora de ir a casa —dijo Conchita, cogiendo a Soledad por el brazo—. El cordero debe de haberse enfriado.

—No sabéis la suerte que tenéis de ser ingleses —dijo Soledad al reportero.

Sin despedirse, Soledad empezó a caminar, lentamente, cogida del brazo de Conchita.

Las dos, aún en el pueblo viejo, se detuvieron en lo que un día fue la Plaza Mayor. Soledad cogió aliento y dijo:

—Todo pasó aquí, Conchita, justo aquí.

Conchita tenía mucha curiosidad, pero vio a Soledad en un estado demasiado frágil.

—Venga, vamos a casa —dijo.

—Espero que les dijeras a los periodistas que los rojos mataron a tus abuelos sólo por tener un negocio —dijo Honorato cuando Conchita terminó de fregar los cacharros, una vez concluida la comida familiar. Él, que no había entrado en la cocina más que para coger cerveza desde que se casaron, estaba viendo un partido del Real Madrid en el salón.

Conchita no respondió.

«También podría haberles dicho que tú te casaste conmigo precisamente porque tenía ese negocio. ¿Quién eres tú para criticar a los demás? ¿Qué has hecho? Yo lo hago todo, llevo la casa y la empresa. ¿Y tú qué? Trajiste tus mulas, haces las cuentas y ya está».

—Y ahora, ese mentecato, el alcalde socialista que tenemos, quiere reconstruir el pueblo viejo. ¡Menudo disparate! —dijo, ajustándose el nudo de la corbata—. Deberían dejarlo como está para mostrar a las futuras generaciones lo que los rojos dejaron tras de sí, sólo sangre, destrucción y muerte.

—Dejémoslo, Honorato —zanjó Conchita—. Pasó hace mucho tiempo, y ni tú ni yo habíamos nacido. —Ya había tenido suficiente ese día y quería acabarlo en paz.

—Mi padre cojeó toda la vida por dos balazos en la pierna —siguió Honorato, como de costumbre ignorando a su esposa—. Le dispararon en plena procesión, durante la República, cuando esos imbéciles prohibieron los actos religiosos. Pero mi padre tuvo valor y salió con la Virgen al hombro, sólo para que esos animales le dispararan. ¿Y eso era un Gobierno democrático? Piedras, cuencos, sartenes, y hasta un jamón, esos malditos lanzaban todo lo que tenían a mano a los de las procesiones.

Honorato se aflojó la corbata cuando el sudor apareció en su frente. Casillas había parado un penalti y él ni se había enterado.

—También dispararon a mi abuelo, sólo por tener una granja de cerdos con cinco trabajadores —continuó Honorato, clavando la mirada en la pared—. Pobre hombre.

Conchita había oído alguna vez en el mercado cómo los comunistas de Belchite habían soltado cerdos y mulas en medio de las procesiones religiosas durante la República. A pesar de la prohibición de celebrar actos religiosos, los católicos insistieron en conmemorar la Pascua y el Corpus Christi, lo que dio lugar a dramáticas tensiones. En el pueblo se decía que, justo antes de la guerra, llegó a Belchite un grupo de anarquistas de Barcelona; se dirigieron directamente a la iglesia, profanaron los símbolos sagrados del altar, quemaron el edificio y dispararon al cura. Seguidamente, cortaron al pobre sacerdote en dos pedazos y lo colgaron de un poste en la Plaza Mayor con un cartel que rezaba: «Se vende carne de cerdo».

Conchita cogió su cesta de ganchillo.

—Tengamos la noche en paz, por favor, ya hemos tenido suficiente por hoy —dijo. No quería que su marido hablara más de la guerra. La única vez que le permitió hacerlo en la mesa, hacía unos meses, él y Soledad casi acabaron a puñetazos.

«El silencio todo lo cura».

Reclinada sobre su sillón, Conchita empezó a tejer un pequeño jersey para el primer hijo de María, a quien sin duda esperaría nueve meses después de la boda.

—Bueno, al menos el champán que compré para el santo de Pilar estaba bueno, ¿verdad? —dijo Honorato. El partido parecía aburrido.

Conchita levantó la mirada y observó a su marido.

—Sí, no estaba mal. ¿Cómo es que no compraste el cava de Jordi?

—Me apetecía cambiar un poco —contestó Honorato, la mirada fija en el televisor.

Conchita lo miró con suspicacia.

—¿Estás seguro?

Honorato volvió la cabeza hacia ella.

—¿Qué quieres decir?

—¿Seguro que no estás cayendo en ese ridículo boicot contra los productos catalanes? —preguntó—. No soy ninguna fan de ellos, pero nuestra hija pronto formará parte de una familia catalana, y deberíamos apoyarles.

Honorato volvió a su partido.

—Sólo era por cambiar.

«¿A quién te crees que engañas?».

Permanecieron en silencio durante un largo rato, hasta que sonó el teléfono que había sobre la mesita, junto a Conchita.

—Ah, María, hola, ¿cómo estás? ¿Ya has vuelto de Londres? —dijo Conchita, con cierta monotonía.

—Sí, estoy bien —respondió María. Siempre decía lo mismo—. ¿Cómo ha ido el cumpleaños de Pilar?

—No ha ido mal —dijo Conchita—. Te lo perdiste; pero, escucha, tienes que venir, porque he comprado muchas cosas para la boda: ya tengo las invitaciones, los puros para los hombres y también he encargado flores para la iglesia…

María la interrumpió:

—¿Qué? —gritó—. Madre, te he dicho mil veces que quiero verlo todo antes de comprar nada. ¿Qué flores has encargado? ¿Cómo son las invitaciones y qué pasa si no me gustan?

«Tantas cosas que hago y nadie lo aprecia. ¡Nadie!».

—¿Puedes esperar un poco y dejar que me explique? —Conchita, de mecha más bien corta, empezaba a enfadarse.

—No, madre, te lo he dicho infinidad de veces y sigues erre que erre. —A María tampoco le sobraba la paciencia.

—Son sobres de un rosa y verde maravilloso… —empezó a decir Conchita.

—¿Rosa y verde? —restalló María, horrorizada—. No pienso usarlos, y déjame en paz, es mi boda y yo tomaré las decisiones —zanjó María.

Cayó un tenso silencio.

—Pero es mi dinero —dijo Conchita.

—No quiero tu dinero. Yo pagaré la boda.

María colgó.

«¿Una chica dulce? —Conchita recordó las palabras de su madre—. Puede que lo sea con ella, pero, desde luego, conmigo no».

La irreverencia de María irritó a Conchita sobremanera. ¡Colgarle el teléfono a su propia madre! De haber estado frente a frente, la habría abofeteado, como hacían las monjas con ella cuando les faltaba al respeto. Conchita había pegado a María muchas veces cuando ésta era niña, ya que siempre lo rompía todo y contestaba mal. Casi la echaron de la escuela en dos ocasiones, pero cincuenta litros de aceite de oliva gratis para el convento bastaron para que las monjas perdonaran a su alumna más rebelde.

«¿Cuándo aprenderá esta hija mía algo de disciplina? Todavía no sabe que estamos en este mundo para sufrir. Eso es lo que yo he hecho, lo que hizo mi madre y seguramente también mis abuelos. Pero ella piensa que la vida es un juego, y alguien tiene que ponerle los pies en el suelo; si no es su madre, ¿quién entonces? Cuanto más alto suba, o espere subir, mayor será su caída. Tiene que hacer lo que todos: callar, agachar la cabeza y tragar. ¿Por qué se cree tan especial? ¿Por qué cree que puede descuidar e ignorar a su familia y el negocio familiar? Si yo me hubiese ido de Belchite así, como se ha ido ella, ¿quién se habría hecho cargo de las tierras? Mi madre también unió su destino a ellas, y aquí viene la niña a despreciarlo todo. Yo también hubiera preferido irme, estudiar en Madrid y casarme con alguien decente, en vez de este parásito que me ha tocado. Pero me quedé a ayudar a mi madre, a cuidar de mis tierras. ¿Por qué no puede hacer ella lo mismo?».

Conchita siguió con el ganchillo, aunque ahora con manos temblorosas. Esta hija suya siempre la sacaba de quicio, pensó, recordando cómo solía pegarla, de pequeña, con su zapato de tacón. Pudo haberla matado cuando un día fundió los plomos al poner comida de pájaros en los cables eléctricos, atrayendo a docenas de aves que acudieron a mordisquear el trazado de cobre, destrozándolo. Desde la cocina, Conchita la había visto subirse a un olivo para depositar la comida en los cables y entonces entendió el origen de los recientes cortes de luz, que arruinaban la comida de la nevera en tiempos de escasez. Dijo que sólo quería alimentar a dos pajarillos escuálidos que merodeaban por el jardín, pero Conchita no la creyó. Ese día, le dio tal paliza con el zapato y el cinturón que la hizo sangrar. No fue la única vez.

«Y sigue sin aprender».

Conchita siguió haciendo ganchillo, mientras rezaba en silencio.

«Ni siquiera sé por qué pierdo tiempo con este jersey; nadie aprecia lo que hago».