Capítulo 19

El velo de la mantilla cubría el rostro de Conchita mientras caminaba arrastrando los pies hasta la iglesia de Santa Fátima de los Dolores, en Belchite. Vestida de negro impecable, y acompañada por Soledad, María y Pilar, Conchita subió con esfuerzo los peldaños del edificio. En silencio las seguían Honorato, Jordi y los hijos de Pilar, y un centenar de lugareños, todos rezando juntos, rosario en mano. Los dos ángeles de tamaño humano que custodiaban la entrada a la iglesia contemplaron la llegada de la comitiva fúnebre al pie de las escaleras. Iban a enterrar a la abuela Basilisa en una oscura y nublada tarde de diciembre.

Conchita llegó al rellano de la iglesia con un suspiro y se giró. Todo el mundo se detuvo y contempló su sombría figura, a lo alto de la escalinata, mientras las campanas empezaron a anunciar el funeral. Belchite había hecho una pausa para despedir a una de sus hijas; un ejemplo moral y una terrateniente generosa que luchó contra el aislamiento con sufrimiento y perseverancia, había dicho el sacerdote por el pueblo. También había pedido apoyo para la hija de Basilisa, la inmaculada Conchita, una llamada a la que los habitantes de Belchite habían respondido en masa. La mayoría cerraron sus comercios.

Al entrar en la iglesia, el doblar de las campanas apagó los sollozos de Conchita, María y Pilar. Una vez dentro del templo, atestado hasta lo imposible, los asistentes se arrodillaron unos minutos, bajo un silencio sepulcral.

El obispo de Zaragoza entró en el altar, vestido con una sotana negra y llevando un báculo dorado en una mano y un palio blanco en la otra. Se inclinó frente al altar, lo besó y se volvió hacia la multitud. Invitado por el sacerdote local, había venido desde Zaragoza para oficiar su primer servicio en Belchite.

In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti —dijo el obispo, alzando el báculo.

—Amén —replicó todo el mundo.

Gratia Domini nostri Iesu Christi, et caritas Dei, et communicatio Sancti Spiritus sit cum omnibus vobis —continuó el obispo, con los ojos cerrados y las manos alzadas.

Et cum spiritu tuo —repuso la congregación al unísono.

Tras la primera plegaria, el obispo saludó a la familia de la difunta y al resto de asistentes. En cuestión de segundos, Conchita empezó a sentir calor, casi mareos. Le pesaban las piernas en una iglesia tan llena y con la calefacción al máximo. El obispo aún no había ordenado sentarse, pero Conchita no podía más, no había dormido en dos noches y no había dejado de pensar durante horas. Soledad la había obligado a comer lo poco que había tomado desde la muerte de la abuela, hacía dos días. A punto del desmayo, Conchita se sentó, notando de inmediato la mano de Pilar en su hombro. Estaba sentada entre sus dos hijas y cerca de Soledad, las cuatro en primera fila. El resto de la familia estaba detrás. Jordi, como de costumbre, rezaba concentrado, de rodillas y con los ojos cerrados.

Conchita, apretándose la cruz de su madre contra el pecho, siguió con sus oraciones, aunque ya no tenía más que rezar —no había parado en dos días, tratando de compensar la culpa que arrastraba por la muerte de la abuela.

«Si no hubiese sacado un tema tan delicado en el hospital, seguro que seguiría viva», se atormentaba, a pesar del consuelo de Soledad. Conchita le había contado la última conversación con su madre, incapaz de quedársela para sí. Tenía que compartir el dolor —la muerte de la abuela le había partido el corazón en mil pedazos, sobre todo cuando pensaba que ahora, sin secretos, podrían haber disfrutado de los mejores años de sus vidas.

María, incapaz de seguir de pie, se sentó junto a su madre. Las dos apenas habían hablado desde que María llegó de Londres —casi no había dicho palabra desde entonces.

«Aislarse nunca es bueno, pero hay que respetar su reacción. María es como es», pensó Conchita.

Pilar se sentó junto a las demás y entrelazó su brazo con el de su madre, sosteniéndola con fuerza. Conchita agradeció el gesto.

Mientras el obispo hablaba de la abuela Basilisa y de su honorable vida en Belchite, Conchita recordó las palabras de su madre acerca del ostracismo que sufrió. De reojo, observó a varias mujeres de la edad de la abuela sentadas dos filas por detrás, en el otro lado, todas de luto. Sollozaban ostensiblemente y no paraban de rezar. Conchita pensó que quizá fueron ellas quienes cambiaban de acera al ver a su madre por la calle, las que nunca la invitaron a sus fiestas.

«Seré fuerte y defenderé la memoria de mi madre ante lo que sea», pensó Conchita. Vio otras caras, como la del doctor Jaime y la de Pepe, el hombre que venía año tras año a la matanza, aparte de otras personas profundamente afectadas. Conchita no se atrevía a girarse. El imponente silencio de más de cien personas, todas mostrando un profundo respeto por su madre, le resultaba abrumador.

El obispo empezó la absolución de la abuela con la habitual oración en latín:

Qui missus es sanare contritos corde: Kyrie eleison.

Qui peccatores vocare venisti: Christe, eleison.

Misereatur nostri omnipotens Deus et, dimissis peccatis nostris,

perducat nos ad vitam aeternam.

Los asistentes respondieron con un sonoro «Amén», si bien, por supuesto, nadie comprendía una sola palabra.

El obispo habló de la vida de Basilisa, llena de sufrimiento y pecado —como la de todos los humanos—, dijo, y sobre cómo ésta ahora había encontrado la redención y la felicidad en el paraíso. Se refirió con condescendencia a los errores pasados, momentos que lamentar, producto de la debilidad de la carne, y que ahora serían perdonados en el cielo. En claras alusiones a la vida de la abuela, dijo que en el fondo era justo que una persona sin familia cristiana, alguien incapaz de dar un padre y una madre a una hija, hubiese sufrido las consecuencias de un acto fuera del sacramento matrimonial. Ese sufrimiento terrenal la ayudaría ahora a atravesar las puertas de la gloria. El obispo también se refirió, como pecadores, a quienes no apoyan a la Iglesia en guerras y conflictos, momento en el que Soledad emitió un gruñido.

Pero la mayor sorpresa no vino del altar, sino de María, que, sentada en la esquina del banco, de repente se levantó y se fue. Conchita volvió la cabeza y vio la espalda de su hija, que recorría el pasillo lateral hacia la puerta. Esperaba que se volviese en algún momento, alegando sentirse mal, pero no fue así. Simplemente abandonaba el funeral de su abuela, pensó Conchita, incapaz de creerlo. Buscó los ojos de Soledad, quien no la miró, y de Pilar, quien le estrechó la mano para consolarla. Conchita se volvió para mirar a Jordi, quien, todavía arrodillado con la cabeza entre las manos, no se había enterado de nada.

«Vaya falta de respeto hacia tu abuela, María. Puede que el obispo se haya pasado en el sermón, pero es el obispo. No te lo puedes tomar así. ¿Qué va a decir la gente?».

Conchita pudo controlar la ira que iba creciendo en su interior. «Ésta es la despedida a mi madre y ni siquiera María me la va a arruinar, pero desde luego que se va a enterar. Pobre Jordi, necesitará toda la paciencia del mundo».

El obispo, cuya mirada también estaba fija en la espalda de María, guardó silencio mientras ésta recorría el pasillo, añadiendo dramatismo a la situación. Toda la congregación, excepto Jordi, se dio cuenta. En cuanto María desapareció tras las puertas, el obispo suspiró con petulancia y continuó:

Gloria in excelsis Deo.

Et in terra pax hominibus bonae voluntatis.

Laudamus te, benedicimus te, adoramus te, glorificamus te,

gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam.

Quoniam tu solus Sanctus,

tu solus Dominus, tu solus Altissimus, Iesu Christe,

cum Sancto Spiritu: in gloria Dei Patris.

—Amén.

Un par de horas después, Conchita, Pilar y Soledad encontraron a María sentada, sola, bajo El Abuelo.

«Ahí está, enfurruñada como una cría. María, hoy no tengo tiempo para esto».

Sosteniendo la pequeña caja de madera que contenía las cenizas de su madre, Conchita pasó por delante de su hija, sin mirarla. Soledad y Pilar sí se detuvieron, la ayudaron a levantarse y se unieron a Conchita bajo el viejo árbol. Las cuatro figuras negras entrelazaron sus brazos y permanecieron en silencio, cabizbajas, durante unos minutos. El sol ya se ponía, dando a las viejas hojas verdes un aire místico. Soledad, más pálida de lo que Conchita jamás la había visto, tomó la caja en sus manos temblorosas, la abrió y cogió un puñado de cenizas. María y Pilar empezaron a llorar. Conchita alzó la barbilla, miró fijamente al árbol y dijo:

—Símbolo de paz durante siglos, por favor, lleva estas cenizas al cielo.

Lentamente, Soledad avanzó unos pasos, abrió la mano y dejó que la brisa llevara los restos de la abuela hacia el árbol eterno. Con voz muy grave dijo:

—Gracias por esta vida de amistad. —Apenas podía hablar, pero continuó—: Siempre estarás en mi corazón, así como en el de tantas personas que te quisieron. —Con la mirada baja, adelantó un pie, pero era evidente que no podía caminar. Pilar fue la primera en reaccionar y se acercó para ayudarla.

María, inmersa en sus silenciosas lágrimas, cogió algunas cenizas y dejó que el viento las llevara hacia el árbol. No dijo nada. Era incapaz.

Pilar la siguió.

—Te quiero, abuela —dijo—. Siempre estarás con nosotras.

Conchita apretó con fuerza el resto de cenizas en su mano. Miró hacia los olivares y las pequeñas colinas que rodeaban sus campos, respiró hondo y cerró los ojos. Recordó a su madre de joven, hoz en mano, trabajando al sol, y se vio a sí misma, de niña, jugando entre los árboles con su muñeca favorita. «Has sido una buena hija, Conchita». No podía olvidar las últimas palabras de su madre. Frunció el ceño con intensidad. No soportaba la idea de haber perdido a su madre, ahora que sabía toda la verdad. Su rabia se transformó en lágrimas, en más presión en su mano.

Finalmente, con un nudo en la garganta, dijo:

—Dios, por favor, recibe estas cenizas en el cielo, pues nadie lo merece tanto. —Habló con claridad, a pesar de sus lágrimas. Lentamente, abrió la mano y dejó que el viento se llevara las cenizas—. Algún día me uniré a ti, espero que para una vida eterna juntas.

Las cuatro mujeres permanecieron en silencio durante unos minutos, hasta que oyeron el repicar de las campanas de la iglesia, marcando una nueva hora. Conchita alzó la cabeza y miró a Soledad y a sus hijas. Todas tenían la vista clavada en el suelo, los hombros caídos. Empezaba a refrescar y a oscurecer.

«Tengo que reponerme, tengo que ser fuerte. Alguien tiene que hacerlo, y es mi deber».

—Venga, vámonos a casa —ordenó Conchita, y empezó a andar. Las otras la siguieron sin decir nada.

Llevaban un minuto andando cuando una pelota de fútbol salió disparada de entre los árboles. Ignacio corría detrás.

—Ignacio, hijo —dijo Pilar con dulzura—. Hoy no, hoy no puedes jugar al fútbol.

El niño recogió la pelota y se la puso bajo el brazo.

—Lo siento, mamá —se disculpó, cabizbajo.

—No pasa nada —le dijo su madre—. Algún día lo comprenderás.

Soledad cogió a Ignacio de la mano.

—No te preocupes, antes siempre jugábamos al fútbol aquí, a todas horas —comentó.

Ignacio parecía sorprendido.

—¿Jugabas al fútbol, Soledad?

—Claro, era centrocampista —respondió, provocando las primeras risas del grupo en dos días. Disipó algo de tensión.

—Eso habrá que verlo —dijo el niño—. ¿Tú también juegas, abuela? —preguntó Ignacio a Conchita, quien ni siquiera lo miró.

Visto el silencio, Soledad retomó la palabra.

—Jugábamos los chicos y las chicas, igual que lo hacéis hoy, salvo que entonces no teníamos pelotas de colores tan llamativos. En mi tiempo, nosotros mismos fabricábamos los balones cosiendo paños, y funcionaba. Tampoco teníamos campo, así que jugábamos en medio de los cultivos cuando los despejaban antes de la siembra. Como eran redondos, no podíamos sacar córneres, así que nos inventamos una regla, según la cual tres córneres equivalían a un penalti —explicó Soledad con orgullo—. ¿Ves? Sólo hace falta un poco de imaginación.

Las cuatro mujeres, aliviadas por el cambio de tema, regresaron a casa atravesando los olivares, escuchando el ruido de sus propios zapatos sobre la tierra seca.

Conteniendo sus lágrimas, Conchita sostuvo los últimos huevos de las gallinas de la abuela que ésta le había dado, aún estaban frescos. Estaba a punto de preparar un poco de cena para Soledad y sus dos hijas, ahora sentadas en silencio junto a la chimenea de la cocina, calentándose al fuego. Jordi había vuelto a Barcelona poco después del funeral, Honorato se había acostado y los niños estaban con su padre en casa de Pilar. Khira también estaba con ellas, tumbada en un rincón, mirando al fuego con ojos melancólicos, las orejas caídas. No había probado bocado en todo el día.

«Los animalitos lo pillan todo», pensó Conchita, observando a la perrita de su madre con lástima.

Seguramente se la acabaría por quedar, pensó, aunque a ella los animales domésticos nunca se le habían dado bien. «Con lo grande que es el campo, ¿para qué retener a los pobres animalitos en casa?», había pensado siempre. Pero Khira era especial, su madre la quería tanto…

Conchita miró los huevos antes de romperlos en la sartén, como si no quisiera desprenderse de ellos. Contempló el manojo de ajos que colgaban del techo y la multitud de cacerolas y jarras de cerámica que la abuela había dispuesto en las paredes cuando reconstruyó la casa después de la guerra. Miró a Soledad, recordando cómo ella y su madre le preparaban la cena cuando venían del campo, con huevos y verduras frescas. Conchita también se pasaba el día fuera de casa, jugando, aunque no al fútbol, un deporte que el franquismo robó a las mujeres; en la República, en cambio, las niñas lo practicaban tanto como querían. Más bien, a Conchita le gustaba jugar con la pistola que guardaba su madre, para protegerse. Le quitaba las balas y, con amigos del pueblo, se escondían entre los olivares para jugar a vaqueros y a indios, inspirados por las nuevas películas de Hollywood. A veces, se escondían detrás de las casas de piedra de los jornaleros, en medio de los campos, ya que Conchita solía llevarles algunos sacos extra de pan, carne y arroz, preparados por su madre.

«Me río yo de los niños de hoy y esos ridículos juguetes electrónicos. En mi tiempo se jugaba de verdad. Con la pistola, madre mía».

—Conchita, el aceite se va a quemar —advirtió Soledad suavemente.

Conchita se despertó de sus pensamientos y, como si estuviese a punto de romper una estatua de porcelana, cascó el primer huevo y lo vertió en la sartén, observando cómo se extendía.

—Cuidaba tan bien de sus gallinas… —dijo Conchita mientras los ojos se le humedecían—. Todavía no he visto huevos como éstos en el supermercado. Mira qué grandes y amarillos.

Soledad le quitó la cuchara de madera de las manos para seguir cocinando ella misma.

—Anda, déjame a mí, siéntate —propuso—. ¿Recuerdas cómo solíamos sentarnos aquí las tres a cenar, también junto al fuego?

—Claro —sonrió Conchita, sentándose junto a sus hijas—. Pero éramos cuatro, nosotras tres y la Mariquita Pérez, mi muñeca.

Soledad sonrió, empezando a servir las tortillas, tal cual iban saliendo de la sartén.

—¿Cómo pude olvidarlo? Tu madre te la regaló la noche que te fuiste a Zaragoza, al internado. Te gustaba tanto que siempre la traías durante las vacaciones; las monjas decían que dormías con ella por las noches. Se te debió de romper el corazón cuando la perdiste.

«Nunca la perdí, Soledad; la tengo en el armario, en perfectas condiciones. Jamás me desharía de ella. Fue mi única amiga durante todos esos años en Zaragoza».

—Ese internado no te gustaba mucho —prosiguió Soledad—. Te volvías loca de alegría cuando volvías.

Conchita la miró con los ojos llenos de recuerdos.

—A mí me gustaba el campo, el espacio, la aventura. Recuerdo que saltábamos al tren del carbón, que pasaba muy despacio por Belchite, para robar algunos sacos; los arrojábamos a la salida del pueblo y enseguida saltábamos otra vez, antes de que el tren empezara a acelerar. Luego los vendíamos en el mercado, los domingos.

—Mira qué pronto aprendiste a hacer negocio, madre —dijo Pilar con sorna, apurando su tortilla.

Conchita la miró con condescendencia.

—Nos divertíamos —afirmó—. Y desde luego la vida en el campo me enseñó más que todo lo que aprendí en el colegio. A ver si recuerdo los cursos que nos daban: Cocina, Familia, Conocimientos Prácticos, Unión Nacional, Costura, Floricultura, Ciencia Doméstica, Canto y Economía Doméstica.

Pilar y María rieron.

—Como para formar parte de la mismísima Intelligentsia —comentó María, prácticamente las primeras palabras que pronunciaba desde que llegó de Londres. Su plato estaba casi intacto.

—No te burles de tu madre —replicó Conchita con un tono que sonó más duro de lo que pretendía—. Y haz el favor de comer.

Tras un par de bocados a la tortilla, María se levantó y dejó el plato en la pila.

—Buenas noches, estoy muy cansada —dijo, sin más.

—María, quédate con nosotras un poco más, intenta acabarte la cena —invitó Soledad.

—No, gracias, Soledad, me apetece acostarme. —Empezó a caminar—. Buenas noches.

Pilar se echó hacia atrás y suspiró cuando María cerró la puerta tras de sí.

—Iré a hablar con ella —se ofreció, levantándose—. No es bueno que se lo quede todo dentro.

—Gracias, Pilar —dijo Conchita—. Yo también estoy bastante cansada.

—Vámonos —zanjó Soledad—. Mañana será otro día.

Las tres mujeres se incorporaron rápidamente y limpiaron la cocina en silencio.

Sola, en el patio interior de la casa, Conchita contempló el cielo despejado, repleto de estrellas. Encendió las luces, y vio las viejas herramientas agrícolas que su madre había colgado en las paredes. Envuelta en un poncho de lana, tocó con delicadeza una antigua hoz, un arado de los años veinte y unas cuerdas que su madre solía emplear, tirando literalmente de ellas para mover el arado, cuando los burros y las mulas eran un lujo que no se podía permitir.

«La pobre trabajó tan duro…, más que todas nosotras juntas».

Se quedó ensimismada, pero se volvió de repente al escuchar un ruido en la parte alta de las escaleras. María había cerrado la puerta del balcón del piso de arriba y bajaba hacia la cocina.

—Creía que estabas dormida —dijo Conchita.

—Sólo quería hacerme una taza de chocolate caliente —repuso, pasando junto a su madre sin detenerse.

Conchita suspiró.

—Ya te la hago yo —ofreció, siguiendo a su hija.

«Tengo la paciencia de un santo».

—No te molestes, puedo hacerla yo —rechazó María, más para cortar la conversación que por cortesía, pensó Conchita.

«María, todas estamos tristes, no eres la única».

Conchita entró en la cocina y movió algunos potes de sitio, deseando tener realmente algo que hacer. María abrió el tarro del azúcar con desdén mientras la leche se calentaba lentamente en el fogón. Había dejado su teléfono móvil sobre la encimera.

—¿Vas a llamar a Jordi tan tarde? —Conchita adoraba a su futuro yerno—. Es muy bueno contigo.

«Espero que sepas apreciarlo».

María no respondió, aunque al cabo de unos segundos, rompió el silencio:

—¿Quién era ese hombre de pelo blanco y largo que había al fondo de la iglesia, de pie, junto a las puertas? —preguntó con la vista pegada a la leche—. No lo había visto antes.

Conchita se apoyó en la cocina y miró a su hija, sorprendida. Aún no le había perdonado abandonar el funeral.

—¿Quién? —preguntó, aún demasiado desconcertada por la muerte de la abuela y el funeral como para recordar a un solo individuo al fondo de la iglesia.

—Como he dicho, no sé quién es, por eso lo pregunto. —María parecía irritada.

Conchita le lanzó una mirada de desaprobación. «No tengo tiempo para tus tonterías, María».

—No lo sé —dijo Conchita, aunque sentía curiosidad—. ¿Qué aspecto tenía?

María echó la leche en un irregular tazón de arcilla que había hecho en la escuela veinte años atrás.

—No sé… Viejo, alto, con el pelo blanco —respondió, volviéndose hacia la puerta.

Conchita se encogió de hombros.

—A lo mejor alguien de Zaragoza, quizá uno de los contables.

María parecía escéptica.

—Puede ser. —No dijo nada más, salió de la cocina y subió las escaleras del patio hasta su habitación.

Conchita respiró profundamente. Alzó la mirada al cielo y sintió que las lágrimas desbordaban sus ojos.

«Madre, ojalá estuviese contigo en el cielo. Cómo me gustaría».