Capítulo 18

María y Nell salieron de Draper’s Arms cabizbajas, sintiendo el viento helado de la noche londinense. Las calles estaban casi vacías, con la excepción de algunos grupos de oficinistas borrachos, enfrascados en alguna fiesta navideña de empresa. La noche había empezado bien para las dos, con la ilusión por negociar la presencia de las Cavas en Islington, y con la agradable expectativa de cenar frente a una cálida chimenea en un pub. Pero las preguntas de Nell sobre la boda habían amargado la noche a María. En el fondo de su corazón, ésta sabía que algo no encajaba —lo veía más claro lejos de Barcelona, con la perspectiva que Londres le daba.

María siguió los pasos de Nell con la vista pegada a los adoquines.

—¿Cuándo volverás a ver a tu gato? —preguntó Nell, agarrando el brazo de María y caminando junto a ella.

«Quiere animarme». Pensar en Bombillo le levantó un poco los ánimos.

—Regreso mañana por la tarde, después de algunas reuniones por la mañana —dijo, seria.

De camino al Hilton, el hotel de María, atravesaron Gibson Square.

—Volvemos a estar detrás de la oficina de Correos —advirtió Nell—. Es curioso, todavía no hemos hablado de los requisitos del ayuntamiento.

—Ya. —María no parecía interesada. «La oficina de Correos, la boda, todo son problemas».

—Si no tienes tiempo mañana, podría enseñarte las directrices ahora mismo, en Internet, si tienes un portátil —ofreció Nell—. Nuestra web es un poco complicada, hay que conocerla.

María miró su reloj y luego a Nell. Era tarde, pero necesitaba ver esos detalles antes de regresar, si quería tener alguna opción con el dichoso edificio. María apreciaba la compañía de Nell, especialmente en ese momento, sola, lejos de casa, y confusa como estaba.

—Sí, tengo un portátil en el hotel y hay buena conexión —aceptó—. También podría prepararte un pequeño modelo para tus cuentas, si quieres. No me tienes que dar ninguna cifra, podemos usar números abstractos.

—Si pones todo ceros, seguro que aciertas —dijo Nell, todavía avergonzada después de que su tarjeta fuera rechazada en el pub—. Sí que me vendría bien un programa, gracias.

Al llegar a Upper Street, el viento se hizo más fuerte y María tuvo que recogerse el pelo, que le tapaba toda la cara. Nell se le acercó, buscando la capucha de su anorak. Sin apartar la mirada de sus ojos, Nell le colocó la capucha lentamente, ajustando el nudo con delicadeza. María bajó la mirada, incómoda por la cercanía, y apretó los labios sin saber qué decir.

Las dos caminaron en silencio hacia el hotel, brazo con brazo, escuchando sus propios pasos sobre la acera.

Con una sola silla junto al escritorio, las dos optaron por sentarse en la cama, apoyando la espalda en las almohadas, con la vista fija en el ordenador. Con las mejillas aún sonrosadas por el frío, pidieron un té y un chocolate caliente.

—Este proyecto acaba de conseguir un permiso, les ha llevado dos años y tres diseños —comentó Nell, señalando en la pantalla una foto de un conjunto de viviendas de protección oficial—. Mira, pusieron ventanas que dejan entrar mucha luz, sólo hay tres plantas y no hay nada de aluminio, todo son ladrillos, y éstos los compraron victorianos, de segunda o tercera mano, pues son mucho más clásicos y buenos que los nuevos.

—Ya veo —dijo María, inclinándose ligeramente hacia Nell para ver mejor.

Nell le enseñó la web del ayuntamiento, cómo llegar a las directrices urbanísticas, dónde estaban los formularios y cómo rellenarlos adecuadamente. Le dio algunas pistas sobre qué era exactamente lo que el ayuntamiento quería leer en las solicitudes.

María tomaba notas hasta que, agotada, dejó el cuaderno en la mesilla y respiró hondo.

—Esto es muy difícil, ¿no? —dijo—. Sinceramente ¿crees que tenemos alguna posibilidad?

Nell retiró las manos del teclado y se volvió hacia María.

—Muy pocas, si te soy sincera. Os costará una fortuna construir o remodelar un edificio que el ayuntamiento considere aceptable.

María miró hacia la ventana.

—Mi futuro suegro, el dueño de la empresa, ha dicho que no pondrá ni un euro más. Será muy difícil negociar con él, es muy duro.

—Ya me hago cargo —dijo Nell, pensativa—. Debe de ser difícil mezclar familia y negocios.

María la miró a los ojos.

—Por eso no estoy en casa, en Belchite. —Dejó pasar algunos segundos—. Además, tampoco me llevo demasiado bien con mis padres.

—¿No? —preguntó Nell—. Qué pena. Creía que las familias españolas estaban muy unidas, con muchos hijos, siempre comiendo durante horas alrededor de una mesa.

—Pura imagen —replicó María, triste—. Sí, la gente se sienta a menudo en la misma mesa, pero puede haber mucho odio sin que se note. En España hay mucha apariencia, y si vives en un pueblo, o en un sitio pequeño, hay que fingir. Y más en Belchite, donde algunas disputas familiares vienen de la guerra y todavía no se han resuelto, como en mi familia.

Nell, aún con el portátil sobre las piernas, se giró totalmente hacia María.

—Recuerdo que algo me contaste sobre Soledad, la maestra que salió en la BBC.

María asintió.

—Es un auténtico tesoro, siempre ha vivido con nosotros, pero apenas se habla con mi padre.

—¿Y viven en la misma casa?

—Pues sí. —María se volvió hacia Nell—. Mi padre no es un buen hombre. Aparte de ser un franquista, también engañó a mi madre hace algunos años.

María se detuvo un instante. Se sentía cómoda con Nell, quien sabía escuchar, era de fácil conversación y comprensiva. Hacía mucho que no había hablado con alguien de esta manera, abriendo su corazón, sentada en una cama. No recordaba algo similar desde su amiga del colegio, con la que compartía secretos de adolescente, a veces cogiéndose de la mano. María cerró los ojos y notó paz en su corazón. Le encantaba la compañía de Nell, su amistad, su cercanía.

—Jamás he visto ninguna muestra de afecto entre mis padres —prosiguió.

Nell le acarició la mano brevemente. María sintió un vínculo entre las dos.

—Pero quizá también hay que comprenderlo —siguió María—. Crecieron en los años de Franco, con mucha represión y hambre. Casi todo el mundo sufrió, aunque estuvieran en el lado de los vencedores.

—Nadie gana una guerra, todos pierden —dijo Nell.

—Cierto —convino María—. La generación de mis padres sólo aprendió a sobrevivir; la única forma de prosperar era robando o engañando. Era la España del pillo, del listo, del tramposo, y no del inteligente o del trabajador, eso más bien se penalizaba. No había educación, ni mucho menos justicia.

«Pues como ahora —pensó María al pronunciar las últimas palabras—. Eso me enseñaron a mí también, desgraciadamente. Cada vez que trataba de razonar con mis padres, recibía un bofetón. Era el único idioma que conocían».

María recordó la típica respuesta de su padre: «No, porque no, y no hay más que hablar». Pero se guardó esos pensamientos para sí.

Miró a Nell, quien la contemplaba, paciente, expectante.

—Mi generación fue un poco más afortunada, pero en el colegio se nos exigía memorizar hechos, reyes y reinas; no nos enseñaron a formar ideas, y mucho menos a desafiarlas.

—A mí me parece que tú tienes muy buenas ideas —afirmó Nell, tomando de nuevo la mano de María—. Me gustó lo que dijiste antes sobre los poetas y la necesidad de vestirse como tales. Aunque yo siempre intento ver a través de las personas, ignorando su fachada.

María sonrió.

—Pues pensaste que me gustaban las cadenas de restaurantes sólo porque trabajo en un banco —recordó María con sorna.

—Te estaba picando —dijo Nell, golpeando suavemente el brazo de María con su puño—. Eres inteligente y no cuesta nada hablar contigo, hay pocas personas así.

María se sonrojó.

—Hay miles de personas así.

—Te sorprendería la gente con la que me cruzo. Además, eres una persona tolerante. ¡Si hasta viniste a una fiesta de lesbianas!

María apartó la mirada rápidamente. «La fiesta, espero que no hablemos del beso. O, a lo mejor, es lo que quiere. Por favor, ahora no. Estaba tan a gusto…».

Intentó cambiar de tema.

—La tolerancia es realmente importante —dijo—. Hay que estar abierto a todo, a la vida. Me encantan las casas alegres y luminosas, con gente entrando y saliendo todo el día; todo lo contrario que la casa de mis padres, oscura, llena de puertas cerradas y donde todo son gritos. —Hizo una pausa—. Me gusta Inglaterra, la educación de la gente, el hecho de que no se grite.

Nell rió.

—Sí que se grita, créeme, pero quizá no tanto.

María miró los ojos de Nell, de noche más oscuros, pero todavía muy azules.

—Bueno, al menos la gente es más tranquila y respetuosa. —María hizo una pausa mientras Nell dejaba el portátil sobre la mesilla y acercaba su cuerpo al de María.

—A veces me gustaría que fuésemos un poco más naturales, menos rígidos —dijo Nell—. Siempre me han gustado los países mediterráneos, son más cálidos, y no sólo por el clima, también por la personalidad, ¿no crees? Son países menos racionales, más instintivos, más naturales.

—A veces demasiado instintivos y naturales —sonrió María—. Tiene gracia que digas eso, mi abuela me decía el otro día que la naturaleza siempre acaba ganando.

—Pues tiene mucha razón —dijo.

María se recostó en la almohada, girando su cara hacia la de Nell. Una buena charla, en el anonimato de un hotel londinense, la hacía sentirse especial. Notaba que sus defensas iban poco a poco desapareciendo. Se sentía libre, sin miedos.

—Supongo que al ser lesbiana, al haber dado ese paso, habrás pensado mucho en lo que te resulta natural y lo que no —sugirió, un comentario que semanas atrás ni hubiera soñado realizar.

Sin inmutarse, Nell pensó la respuesta.

—Sí, la naturaleza ciertamente te dice que eres gay, y no puedes hacer mucho al respecto —dijo—. Pero no te dice en qué mujer te tienes que fijar… ¡Éso es lo realmente difícil!

Las dos se rieron.

—¿Te apetece beber algo? —preguntó María. La intimidad la hacía sentirse viva, acompañada, no quería que el momento acabase—. Te puedo preparar un mojito, si te gustan —ofreció—. Hay un poco de ron en el minibar y podría pedir el resto de ingredientes al servicio de habitaciones. ¿Te hace?

—¡Me encantan los mojitos!

Minutos más tarde, Nell admiraba cómo María machacaba diligentemente el hielo, picaba la menta y añadía soda para elaborar dos perfectos mojitos. Brindaron alegremente entre cheers y «salud».

—Eres una caja de sorpresas —afirmó Nell.

—¿Sorpresas? Mis conocimientos no terminan en las hojas de cálculo, querida —respondió María, con ademán inglés. Nell levantó una ceja con complicidad—. Por cierto, aún no te he hecho el presupuesto —dijo, cogiendo el portátil y sentándose de nuevo en la cama. Creó una hoja de cálculo en apenas unos minutos, con diferentes colores para cada categoría de gastos, para que fuera más asequible.

—Qué rápida eres —dijo Nell, haciendo sonrojar a María.

Nell se estiró en la cama, reposando la cabeza en su propio brazo y prosiguió:

—Estarás muy ilusionada ahora, a punto de crear tu propio hogar. Tiene que ser muy liberador, sobre todo si en casa de tus padres no estás a gusto.

María bebió un poco de mojito y miró a Nell. Quería abrir su corazón, por fin, a alguien que estuviese dispuesto a escucharla y en quien pudiera confiar. Necesitaba una charla larga y honesta de mujer a mujer; cómo las echaba de menos, con lo terapéuticas que resultaban. Nell le recordaba a su amiga íntima del colegio, pero de eso hacía ya muchos años. Ahora volvía a necesitar esa cercanía, esa intimidad, su corazón se lo pedía a gritos. Había pasado demasiado tiempo encerrada en sí misma.

—Bueno —suspiró María—. Supongo que ya te habrás dado cuenta de que las cosas con mi novio no son perfectas.

Nell asintió y miró a María con interés.

—A lo mejor tengo una crisis prematrimonial, pero es que a veces me siento muy lejos de él —confesó María—. Mientras, te veo a ti con tus amigas, tan natural, incluso a nivel físico, os besáis, os tocáis, se ve que tenéis proximidad, que compartís una vida, un proyecto.

—Claro, el afecto es una de las bases de las relaciones, sobre todo de las más íntimas —dijo Nell, como si no concibiera una relación sin muestras de cariño.

—Desgraciadamente, mi relación con Jordi no es así —siguió María—. Pero igual soy una impaciente. Puede que todo se arregle en cuanto nos casemos, ya te he dicho que es muy católico y que no concibe la intimidad hasta después de la boda. Una auténtica tortura, créeme.

—Ya me hago cargo, aunque se me hace muy difícil de imaginar —admitió Nell, acariciando ligeramente la mano de María—. La verdad es que nunca había oído nada igual.

María volvió a observar las dos manos juntas, la diferencia de color era impactante y atractiva a la vez.

—Echo de menos este tipo de afecto —dijo—. Su carencia hace que mi relación sea fría, como si fuésemos dos niños o, peor, dos robots; no es humana. Necesito que me toquen, que me deseen, que me traten como a una mujer. ¿Sabes lo que quiero decir? —María fijó en Nell sus enormes ojos negros.

—Sí —afirmó Nell—. Lo comprendo perfectamente, lo que no entiendo es cómo él puede evitar la tentación. Eres muy guapa y tienes un pelo increíble, ¿no quiere acariciártelo?

María apoyó la cabeza en la almohada.

«Un pelo increíble. Increíble».

María se sonrojó.

—Bueno, a veces sí, pero intenta evitar el contacto todo lo posible —dijo—. Algunas veces me he puesto falda corta o ropa más sugerente, pero no hay manera. Está hecho de hierro.

Nell sonrió, incrédula.

—Yo no sería capaz. Me pasaría el día acariciando tu pelo —dijo Nell, mirando el cabello negro y brillante de María caído sobre la almohada blanca.

—Lo dices sólo porque en Inglaterra no hay morenas y os fijáis más, pero no tiene nada de especial.

María apartó la mirada y no vio cómo la mano de Nell se acercaba a su cabeza, para acariciarla con suma dulzura. El corazón le dio un brinco. Ninguna de las dos se movió un centímetro, el silencio era sepulcral. María, aún con la mirada apartada, se sentía incapaz de girarse hacia Nell. Durante unos segundos contuvo el aliento mientras la delicada mano de Nell le seguía acariciando el cabello.

—Nunca había visto un pelo tan bonito —comentó Nell, replegando la mano. María respiró—. Es tan largo y negro, y fuerte… Tiene carácter.

María no sabía qué decir.

—Deja que te dé un pequeño masaje en la cabeza —ofreció Nell—. Ya verás cómo te sientes mejor.

María no dijo nada y se volvió sobre su estómago. Se imaginó en una de las cabañas que de pequeña construía en los árboles del jardín de la abuela. Allí, las horas pasaban sin darse cuenta; entonces, el tiempo y el riesgo no existían, o no contaban. Como ahora.

Sintió las fuertes pero delicadas manos de Nell en su cabeza.

Su amiga del colegio había sido la última persona en acariciarla así, con tanta ternura, tendida en una cama, en silencio. Con Jordi a veces había tenido contacto, pero desde luego nunca en un dormitorio, y tampoco era igual. Sus manos masculinas no emanaban el mismo cariño que las de su amiga o las de Nell.

Ésta aminoró las caricias, lentamente. Fue al cuarto de baño y regresó al poco tiempo con una pequeña toalla caliente. Despacio, le levantó ligeramente el jersey y reposó la toalla en la parte inferior de su espalda.

A María se le puso la piel de gallina.

Nell continuó con el masaje, esta vez sus manos ascendiendo por la espalda, hacia el cuello.

—Tus novias son muy afortunadas —dijo María, aún tumbada sobre el estómago, la cabeza enterrada entre los brazos. Se imaginó a Nell con otras mujeres, sintió curiosidad—. Bueno, yo te he contado mis cosas; cuéntame tú ahora, cuántas novias has tenido, cuál es tu tipo…

—Uf, si yo lo supiera —suspiró Nell, con una sonrisa—. Pero en general, me gusta la gente con la que paso un buen rato, a la que no puedo dejar de mirar. No sé, sobre todo creo en lo que funciona. En el fondo, todos sabemos lo que nos conviene, lo que encaja bien, lo que es natural.

«Otra vez la naturaleza».

Las caricias de Nell eran ahora tan lentas y reconfortantes que María sintió ganas de quedarse dormida, tranquilamente junto a ella. Nell se acercó, su cuerpo estaba ahora muy cerca del de ella. María apreció la cercanía, la intimidad. Instintivamente, las dos se acercaron más la una a la otra, la cabeza de María aún escondida entre sus brazos. Entonces se volvió y se recostó sobre el hombro de Nell.

En silencio, la mano de Nell ascendió hasta su frente. Con un dedo, dibujó lentamente los contornos de sus cejas, sus ojos, sus mejillas, sus labios. María cerró los ojos. Nadie la había tratado con tanta delicadeza. Sin darse cuenta, abrió un poco la boca y rozó el dedo de Nell con sus labios, sin llegar a besarlo. Nell se acercó todavía más, hasta que sus labios estuvieron a punto de encontrarse, pero se detuvo cuando el móvil de María empezó a sonar, insistente, irritante.

Las dos se quedaron quietas.

Confusa, María miró el reloj de la mesilla. ¿Quién llamaba pasada la medianoche?

El móvil sonaba una y otra vez. María, siempre responsable, se apresuró hacia el escritorio y vio que era su madre.

«¡Siempre lo fastidia todo! ¿Por qué llama a estas horas?».

—¿Qué pasa? —contestó María, seca, contrariada.

—Soy tu madre, María —dijo Conchita—. Tienes que volver a casa inmediatamente. La abuela se ha muerto.