Capítulo 17

Jordi respiró profundamente, notando cómo el aire frío llegaba a sus pulmones. Fijó la mirada en el horizonte, donde acaba el mar, ahora con el reflejo rojizo de los atardeceres mediterráneos, su hora favorita. Prefería las playas de Barcelona en invierno, tranquilas y silenciosas, sin cuerpos semidesnudos ni turistas. Con los zapatos en la mano, Jordi se remangó los pantalones, se quitó la corbata y se puso a pasear por la orilla, dejando que el agua acariciara sus pies.

«Menos mal que las obras en el piso van bien», pensó.

Tras su encuentro con el padre Juan Antonio esa misma mañana, Jordi había visitado el piso de Sarrià para comprobar que todo estuviera bien. No dejaba de dar vueltas al acuerdo que había alcanzado con el sacerdote tan sólo hacía unas horas: donar cincuenta mil euros le dejaba sin margen de error. Necesitaba pensar. Después de anular una reunión que tenía por la tarde, Jordi se acercó a Santa María del Mar, su iglesia preferida, para oír misa. Bajo los impresionantes arcos góticos, Jordi escuchó el sermón del sacerdote, ese día sobre la caridad y la donación a los necesitados —lo de siempre antes de Navidad—. Después de la misa, rezó arrodillado durante media hora, y allí decidió enviar el cheque para Belagua, su club. Así lo hizo nada más salir de la iglesia.

Necesitado de aire fresco, Jordi se acercó a la playa de la Barceloneta, muy cerca de Santa María del Mar.

«No sé cómo me las arreglaré si algo sale mal, aunque seguro que si lo necesito, la Obra me ayudará. Hoy por ti, mañana por mí».

Abrió los brazos hacia el mar y respiró hondo. Por fin un poco de paz; hasta que su móvil sonó.

«María, a lo mejor me llama desde Londres. Por fin».

Rebuscó apresuradamente en los bolsillos de su chaqueta, pero se desilusionó al ver que se trataba de Robert, el abogado de la empresa —llevaba dos días intentando contactar con María, quien parecía muy ocupada en Londres.

Cogió la llamada, preguntándose qué habría averiguado su abogado sobre Peñaranda, el idiota que visitó las Cavas el mes anterior, reclamando las tierras.

Durante los pocos minutos que duró la conversación, Jordi permaneció mirando al horizonte, con los ojos muy abiertos; luego, los cerró con fuerza. Al colgar, dejó caer los brazos, teléfono en mano y ceño fruncido. Miró al mar y volvió a cerrar los ojos. Agitó la cabeza varias veces.

«No puede ser verdad».

Jordi se llevó una mano a la boca.

«¿Por qué todo sale mal? ¿Se puede saber qué he hecho?».

Contempló el cielo, implorando a Dios calma y paciencia. Las palabras de su abogado aún retumbaban en su cabeza. Sí, Peñaranda tenía razón. Su familia era la propietaria de las tierras de los Gratallops en el Penedès.

El abogado llamaba desde Salamanca, donde había encontrado pruebas del patrimonio de los Peñaranda en los archivos de la Guerra Civil. También había ratificado la información en el registro de la propiedad de Madrid y Barcelona. Pere Gratallops, el abuelo de Jordi y capataz de las Cavas antes de la guerra, se hizo con las tierras antes de que los nacionales entraran en Cataluña. Tal y como había dicho Peñaranda, la mayoría de su familia había sido asesinada, y no era extraño en esos casos que los capataces se hicieran con la propiedad.

No había vuelta de hoja, dijo el abogado, confesando su desconcierto. Ahora, buscaría estrategias para defender el caso en los tribunales. Quizá podían alegar que la propiedad de tierra había prescrito.

Jordi volvió a suspirar y se puso a caminar sin rumbo, el móvil aún aferrado en la mano.

«Tengo que pensar con claridad. Dios me está poniendo a prueba. Justo ahora que acabo de mandar ese cheque. Vaya idiota, a lo mejor voy a necesitar ese dinero más de lo que creía. Igual este proceso se prolonga. Mierda, mierda».

Jordi estuvo a punto de llamar a su padre, pero pensó en su frágil salud; mejor hablar con él cara a cara. «¿Por qué nos dijo que las tierras habían pertenecido a varias generaciones de Gratallops?».

Cuánto necesitaba a María en ese momento y qué distante había estado últimamente, con todos los viajes a Londres. La llamó una vez más, pero volvió a saltar el contestador.

Irritado, Jordi apretó el móvil con dureza. Casi lo arrojó al mar.

La imagen de Peñaranda le vino a la cabeza una vez más. «Maldita nobleza madrileña recalcitrante, siempre igual. Cabrones».

Contempló el ir y venir de las olas durante unos minutos, dejándose llevar por su sonido tranquilizador, el olor a mar. Miró al cielo, intentando calmarse, sentir el apoyo de Dios, la calma del Mediterráneo.

«A tus manos me encomiendo, Señor —rezó—. Si esto es una prueba, la superaré. Si es necesario para resolver la cuestión de la propiedad para siempre, acepto el reto. Pero no me abandones».

Jordi bajó la cabeza, su mente repleta de preguntas.

«¿Por qué no me lo dijo mi padre? Igual no lo sabe, de lo contrario seguro que me lo hubiese contado. No es capaz de mentirme, ni a mí ni al resto de la familia. Tengo que hablar con él ahora mismo».

Regresó hasta Óscar, dejando la playa atrás. Miró hacia los edificios cercanos, el ajetreo de los coches y la gente. Se sentía alejado del mundo, ajeno a él.

«Todo lo bueno está reservado para el paraíso; este mundo es para sufrir. Ahora lo entiendo».

Aproximadamente una hora después, Pere Gratallops estaba recostado en su amplio sillón de cuero y encendía uno de sus habanos favoritos. Había escuchado a Jordi sin interrumpirlo una sola vez, mirándolo directamente a los ojos. Se quitó las gafas y las dejó sobre su amplio escritorio.

—Sí, lo que dices es verdad —dijo, con una serenidad que puso a Jordi al borde de la silla.

—¿Qué? —gritó a su padre, puede que por primera vez en su vida—. ¿Por qué no me dijiste nada? ¿Por qué nos mentiste diciendo que las tierras habían sido nuestras desde hacía generaciones?

Jordi se sentía traicionado. En un solo día, el Opus Dei le había presionado a pagar una cantidad que no tenía, aunque la terminó abonando con parte del presupuesto de la boda y del piso. Y ahora averiguaba que su padre le había engañado. Nunca se había sentido tan solo.

Pere Gratallops se incorporó y se dirigió hacia los amplios ventanales que daban a los viñedos; casi había anochecido. Inhaló el humo de su puro unas cuantas veces mientras Jordi lo observaba con nerviosismo.

—No te mentí, Jordi —dijo el hombre finalmente—. Es verdad que tres generaciones de Gratallops han trabajado estas tierras y han producido vino en estos viñedos.

—Pero no eran los propietarios, sino trabajadores, ¡capataces! —interrumpió Jordi, mordiéndose los labios.

Pere Gratallops se acercó a su escritorio y sacó una vieja carpeta de un cajón. Extrajo varias fotografías antiguas y las extendió sobre el escritorio. Jordi las miró atentamente. Reconoció a su abuelo, también llamado Pere Gratallops. Murió cuando su padre tenía catorce años, o eso le dijeron. Las demás fotos eran demasiado viejas como para reconocer nada.

—Es una larga historia, Jordi. Quizá debí compartirla contigo y con tus hermanos, pero nunca se sabe qué es lo mejor —dijo Pere Gratallops con la mirada triste—. Te debo la verdad, pero lo cierto es que siempre miré más al futuro que al pasado, como padre y cabeza de familia. A veces, lo mejor es pasar página y seguir adelante, hijo. Estoy seguro de que algún día lo comprenderás, si es que no lo has hecho ya.

—Quiero saber la verdad —afirmó Jordi con un tono inusualmente autoritario.

Pere Gratallops tragó saliva y miró las fotos.

—Esto es a finales del siglo XIX —comentó, señalando una foto redonda con un hombre de grandes bigotes y una mujer cubierta por una mantilla negra—. Son mis abuelos, a los que nunca conocí. Vivían en un pueblo de Extremadura, que si ahora es pobre, imagínate entonces. Sus antepasados eran catalanes —de los primeros que partieron hacia Cuba desde Cádiz—, lo que explica nuestro apellido.

Pere Gratallops cogió la foto y la miró detalladamente, fumando un poco más de su puro.

—Mi abuelo era un jornalero que se mataba a trabajar en los campos, pero ahorró lo suficiente para comprarle a mi padre un billete de tren a Barcelona, el único lugar de España donde había industria. Al igual que cientos de otros en el sur, mi padre vino en busca de oportunidades a principios de siglo, atraído por el boom de la Exposición Universal de 1898. Tenía catorce años cuando llegó a Barcelona, en 1907.

Jordi miró a su padre, asombrado. Estaba habituado a verlo correr de un lado a otro, a trabajar sin descanso, sin compartir ninguno de sus pensamientos. El cambio le puso nervioso. Hacía años que Jordi no fumaba, pero cogió un cigarrillo de un paquete que había sobre la mesa. Tosió al inhalar, pero mantuvo el cigarrillo ente los dedos, moviéndolo nerviosamente. Como si no hubiera visto nada, Pere Gratallops volvió a levantarse, caminó lentamente hacia la ventana y perdió la mirada en los viñedos.

—Tu abuelo encontró un trabajo en una fábrica de Barcelona, pero pagaban una miseria y sus sueños de poseer un negocio propio se evaporaron en cuestión de días —dijo—. Las viejas familias industriales catalanas se cerraron en banda ante la nueva ola de inmigrantes, aislando a la nueva clase trabajadora en barrios marginales, los mismos que todavía existen hoy.

«Y yo que creía formar parte de una familia burguesa catalana bien asentada. Ahora resulta que mi abuelo vivió en esos horribles suburbios», pensó Jordi, desconcertado.

—Tu abuelo era un hombre de campo —continuó su padre, de regreso al sillón—. Creció en plena Extremadura y sabía de mulas, aceite y grano; se sintió atrapado en la gran ciudad nada más poner un pie en ella.

—Entonces vino aquí —interrumpió Jordi.

Pere Gratallops asintió.

—Era un hombre de temperamento, fuerte y muy trabajador. Pronto encontró trabajo con los Peñaranda, pero las condiciones laborales eran incluso peores que en la ciudad: un solo día de descanso a la semana, sin vacaciones ni tratamiento médico, poca comida y ninguna educación para los hijos. España era un país casi medieval.

—Pero si ya había empezado el siglo XX —dijo Jordi, sorprendido.

—Por aquel entonces, el país no había evolucionado desde la Inquisición, no lo olvides —replicó su padre.

Jordi nunca había oído a su padre hablar así, y mucho menos mostrar tanta simpatía hacia los trabajadores. De hecho, siempre se oponía cuando Jordi luchaba por subir el sueldo a los empleados. Resultaba extraño ver su aspecto más humano; hablar con él de hombre a hombre.

—Pero tu abuelo era demasiado orgulloso y pronto organizó un sindicato de trabajadores, animado por el fuerte movimiento anarquista y socialista que había en Barcelona en ese momento —continuó Pere Gratallops—. La Semana Trágica le pilló con dieciséis años, lo que le debió de dejar muy impresionado, ya que se pasó el resto de su juventud luchando por los obreros más débiles, siempre en contra de los señores, los Peñaranda, en su caso. No se estableció con su novia, una mujer de Vilafranca, catalana de pura cepa, hasta los treinta años, hasta estar seguro de que la República acabaría triunfando. A partir de entonces, ella le enseñó catalán, le mostró el país y sus costumbres y le ayudó a leer a los clásicos, como Carner y Verdaguer. Abierto como era, se enamoró de la tierra catalana y se hizo devoto de la Virgen de Montserrat. Se casaron en 1930, un año antes de la proclamación de la República. Me tuvieron a mí al año siguiente y a una preciosa niña en 1933.

Jordi abrió los ojos con sorpresa.

—¿Tenías una hermana? No lo sabía. —Se encendió otro cigarrillo.

—¿Ves? —dijo su padre—, no sé si es bueno hablar. A veces es mejor dejar el pasado donde está.

Jordi continuó fumando su cigarrillo sin despegar la mirada de su padre.

—Si tengo una tía, tengo derecho a saberlo —afirmó, desafiante.

Su padre le miró con los ojos cargados de pena, y siguió:

—La pobre murió en la guerra, en un ataque anarquista contra las Cavas —dijo—. Yo tenía seis años; sólo recuerdo que mi padre y otros anarquistas querían hacerse con el control de la tierra. Mataron a algunos de los Peñaranda; capturaron al señor, pero otros miembros de la familia escaparon y tomaron represalias, disparando a los trabajadores rebeldes y a sus familias. Tiraron contra todos nosotros mientras corríamos a refugiarnos. La pequeña Montserrat, tenía cuatro años entonces, estaba en brazos de mi madre cuando una bala la alcanzó.

Con manos temblorosas, Pere Gratallops dejó su puro en el cenicero. Jordi tenía el corazón helado de imaginar a su padre huyendo mientras disparaban a su hermana pequeña.

—La quería mucho —recordó el anciano—. Cuidaba de ella en todo momento, mientras mis padres labraban los campos. Recuerdo enseñarle a dar palmitas, y cuando dijo sus primeras palabras.

Jordi, perplejo, contempló el rostro roto de su padre.

«Padre, has sufrido mucho en esta vida, y te lo has guardado todo para ti».

Por primera vez en muchos años, Jordi sintió admiración por su padre.

—El resto es historia —dijo Pere Gratallops incorporándose en el sillón—. En 1939, mi padre ya se había hecho con el control de la tierra, pero después de la victoria de Franco tuvo que escaparse a Francia, para volver de incógnito en 1940. Nos escondimos todos en casa de mis abuelos maternos, en Vilafranca, donde pasamos unos años muy duros, todo era oscuro, había muy poco para comer. Pero mi padre, al ver que la masía estaba en ruinas y todos los Peñaranda habían desaparecido, decidió volver. Empezó de cero, trabajó la tierra por su cuenta hasta que al cabo de un par de años pudo contratar a dos trabajadores, ex presidiarios del sur. Les ofreció buenas condiciones y les enseñó catalán y canciones locales. Bailaban sardanas incluso cuando estaban prohibidas. Ya sabes lo que vino después. La Guardia Civil le advirtió, pero era demasiado testarudo para cambiar. Al final se lo llevaron y lo fusilaron en Montjuïc, en 1945. Estoy seguro de que quiso morir antes que arrodillarse ante los fascistas. Era así de cabezón. Hay que ser más flexible en esta vida, por uno mismo y por los tuyos. A los catorce años, tuve que hacerme cargo del negocio y de mi madre, que murió un año después, de pena.

Jordi encendió otro cigarrillo y lanzó a su padre una mirada llena de respeto.

«Ya entiendo. Tú no crees en ideales, ni en nada, porque las ideologías rompieron a tu familia, y los perdiste a todos, tan joven. Tu padre, tu madre, tu hermana: todos. Por eso ahora sólo quieres proteger a los tuyos. Ahora lo comprendo».

—¿Por qué nunca me lo dijiste antes? —«Podría haberte comprendido, incluso ayudado».

Visiblemente cansado, Pere Gratallops cogió las fotos, las guardó en la vieja carpeta y miró a su hijo.

—Hay cosas que es mejor dejarlas en el pasado. No hay que remover —dijo con tono solemne.

Dejó pasar unos segundos.

—Te agradecería que esto quedara entre nosotros. Prométemelo, por favor.

Jordi apretó los labios y cerró los ojos. Todavía no le había mencionado las exigencias de Peñaranda, simplemente le había dicho que descubrió el asunto de la propiedad por casualidad, rebuscando entre unos archivos. «No puedo contarle lo de Peñaranda. Es muy delicado. No se lo puedo decir, al menos ahora, tal y como tiene el corazón».

—Prometido —dijo finalmente, apagando su cigarrillo. Su padre le miró con sorpresa, no se había dado cuenta de que había fumado durante toda la conversación.

—No sabía que fumaras —comentó Pere Gratallops.

—No lo hago. Lo siento, padre —se disculpó Jordi, bajando la cabeza.

—No tienes por qué pedir perdón por fumar, hijo. A veces desearía que tuvieras más vicios, pueden ser buenos —dijo, apurando su puro—. La vida no es perfecta, deberías aceptarlo y darte un respiro.

Jordi no respondió.

«Me he pasado la vida huyendo del vicio, pero ahora comprendo que tú cayeras en él para no perder la cordura, porque no tenías donde cogerte. Hasta sospecho que has tenido aventuras con otras mujeres, a veces llegas tarde a casa, cuando sé que no ha pasado nada importante en las Cavas».

—Tengo trabajo pendiente —dijo Pere Gratallops, desviando la mirada a unas carpetas sobre la mesa.

«Toca irse».

Jordi salió del despacho de su padre en silencio.

«Quizá yo también debería caer en el vicio», pensó.