Capítulo 16

Conchita contemplaba el débil cuerpecillo de su madre, conectado por varios tubos a unas máquinas junto a la cama, mientras el doctor Jaime intentaba quitarle del cuello la cruz de plata que siempre llevaba.

—¿Es necesario? —susurró Conchita, procurando no despertar a su madre—. Ha llevado ese colgante toda la vida, seguro que le gustaría conservarlo.

Conchita miró al médico con ojos suplicantes y luego por la ventana, viendo los edificios de Zaragoza, la ciudad con el hospital más cercano a Belchite. Tras visitar a la abuela en su casa el día anterior, Jaime recomendó llevarla al hospital, donde pasaba consulta dos veces por semana.

—Su madre está bien, las pruebas son positivas —dijo el médico al cabo de unos segundos, lo que alivió a Conchita. Jaime había tratado a Basilisa desde hacía más de una década—. Sigue bajo los efectos de los medicamentos, pero no tardará en despertarse —continuó—. Se pondrá bien, pero nada de tabaco, bajo ninguna circunstancia, a partir de ahora. Su corazón está delicado, así que los cigarrillos son muy peligrosos. Correrá un enorme riesgo si sigue fumando.

Conchita agradeció a Dios que diera a su madre otra oportunidad.

La abuela Basilisa emitió un leve sonido, moviendo ligeramente sus delgados labios y entreabriendo los ojos. Conchita le cogió de la mano y le habló en el tono más suave que pudo. No había dejado de pensar en la carta a Juan Roso.

—Madre, soy yo, Conchita. Estoy contigo. ¿Puedes oírme?

—Hum —balbuceó la abuela Basilisa, paseando la mirada por la habitación, los ojos aún entornados.

—Estamos en Zaragoza, madre —dijo Conchita suavemente—. El doctor Jaime sugirió que vinieras aquí para hacerte unas pruebas, y dice que han salido bien; estamos en el hospital de las Descalzas, ya lo conoces. Llegamos ayer. —Conchita recordó la semana que pasaron en ese mismo hospital hacía diez años, cuando a la abuela la operaron del corazón después de diagnosticarle arterioesclerosis. Tras la alarma inicial, todo salió bien, como en esta ocasión.

La abuela Basilisa alzó una ceja.

—Ya —aceptó—. Yo ya sabía que estoy bien. —Sonrió, contagiando el gesto a los demás.

—Sobrevivirás —dijo el doctor Jaime—. Una mujer como tú aún tiene muchos años por delante, siempre que dejes de fumar. Tienes que dejarlo ya. No es un consejo, es una orden —añadió serio.

La abuela Basilisa cerró los ojos y suspiró. Estaba claro que había escuchado la misma cantinela muchas veces.

—Muy bien, señoras, tengo que ver a otros pacientes, pero la enfermera pasará dentro de poco. Por cierto —comentó a Conchita desde la puerta—, se puede quedar con esa cruz. Pensé que interferiría con las máquinas, pero no pasa nada. —Guiñó un ojo a Basilisa antes de irse.

Las dos mujeres suspiraron en cuanto el médico salió de la habitación.

—¿Dónde has dormido? —preguntó la abuela—. Espero que volvieras a casa.

Conchita sonrió.

—El sofá cama es muy cómodo.

La abuela meneó la cabeza.

—No sé por qué tanto alboroto. Me encuentro perfectamente —dijo. Lentamente, alzó un brazo para sostener su cruz plateada fuertemente con los dedos—. Menos mal que no me la han quitado.

Conchita la miró. Jamás se había sentido tan cercana a su madre, a solas, lejos de casa, fuera del escondite que suponía la rutina. En sus anteriores visitas al hospital, la abuela había estado más despierta, o era más joven, y también había más gente, como Pilar, María, el padre del doctor Jaime, médico también, y algunos vecinos. Pero ahora se encontraban las dos solas y la abuela estaba más necesitada.

Basilisa miraba su colgante.

—Le pedí que no te lo quitara —explicó Conchita—. Siempre lo llevas; es una cruz preciosa.

Las palabras de Conchita iban cargadas de intención, aunque se había prometido no presionar a su madre para que le hablara de Juan Roso. A su edad, y con el corazón delicado, los médicos habían advertido que era mejor evitar emociones fuertes. Pero Conchita siempre había sentido curiosidad por la cruz, y ahora estaba convencida de que guardaba relación con su padre.

—De todas las cosas, es lo único que me gustaría conservar —dijo la abuela, apretando el colgante con fuerza.

Conchita miró a su madre con máximo interés. «¿Habrá llegado el momento de saber la verdad por fin?». Mantuvo una mirada expectante.

La abuela Basilisa respiró hondo.

—Deberías saber la importancia que tiene, puede que vaya siendo hora —comentó, mirando la cruz, y luego girando la cabeza hacia la ventana—. Le conté a María algunas cosas hace poco. Lo siento, debí decírtelo a ti antes, pero María parecía tan afectada…, como si necesitase un poco de orientación. —Dejó pasar un instante—. Aunque ya sé que yo debería ser la última persona en dar ejemplo.

Conchita permaneció en silencio, dando golpecitos en la silla con los dedos.

«Por fin».

—Te debo muchas explicaciones, hija mía, demasiadas —prosiguió la abuela.

Conchita contuvo el aliento y miró a su madre con los ojos muy abiertos.

Lenta y esforzadamente, su madre le contó la historia de Juan y su apasionado amor. Mientras hablaba, la abuela no dejó de mirar por la ventana, procurando evitar la mirada de su hija. Desconcertada y sin emitir el menor sonido, Conchita escuchó los recuerdos de su madre sobre la muerte de Ana, y sobre cómo Juan robó el colgante de la casa del cura en 1938 antes de escaparse de Belchite. Después de ayudar a Soledad en la plaza, donde un soldado la intentó violar, o la violó, nunca se ha sabido, Juan llevó a Soledad a casa del párroco, compañero de Soledad en la escuela y buen amigo, ya que los soldados franquistas nunca le buscarían allí. A pesar de su ayuda, Juan robó la cruz y se la dio a Soledad para que ésta se la entregara a Basilisa, de su parte, como muestra de su amor. En cartas posteriores, Juan le había confesado que también la robó al pensar que su valor le podría ayudar en los tiempos difíciles que se avecinaban, por si le mataban a él.

Un intenso silencio inundó la habitación cuando la abuela Basilisa terminó el relato. Conchita contuvo la respiración hasta que no pudo más.

—Ave María Purísima —dijo al fin, santiguándose—. Madre.

La abuela Basilisa se quitó la cruz del cuello y la abrió con mucho cuidado, algo que Conchita nunca había visto. Del interior sacó una fotografía, pequeña y en blanco y negro, delicadamente enrollada.

—Éste es Juan, tu padre. —Le temblaban las manos. Miró con intensidad a los ojos de Conchita.

Ésta tragó saliva tres veces antes de coger la foto, vieja y raída. Con manos sudorosas, Conchita sostuvo el diminuto retrato, de un joven de piel morena y nariz alargada, muy parecida a la suya. Sus ojos eran negros y profundos, iguales a los suyos y a los de María. Eran casi lo opuesto a los ojos azules y cristalinos de su madre.

—Santa María, Madre de Dios. —Conchita sólo podía emitir frases religiosas para expresar su desconcierto. Devolvió la foto a su madre y volvió a santiguarse. Nerviosa, se abrochó el último botón de la blusa, como si necesitase protección. Bajó la mirada, fijándola en las baldosas del suelo.

Estaba demasiado confusa, no podía sacarse el rostro de su padre de la cabeza. Era como si acabase de descubrir una nueva parte de sí misma, como si un extraño hubiese invadido su cuerpo. Sintió que el aire de la habitación se enfriaba. Se estremeció.

La abuela Basilisa la miró.

—No hay razón para santiguarse tanto, Conchita, es nuestra vida, es lo que pasó.

—¿Por qué todo este silencio? —consiguió murmurar Conchita al fin, sin despegar la mirada del suelo.

La abuela Basilisa respiró hondo.

—Esos años, Conchita…, no eran como ahora. Era mejor estar callada, podrían haberme matado si hubiesen descubierto mi relación con un rojo, ¿y qué podía hacer? No teníamos a nadie. Soledad se ocultaba en las montañas y yo estaba sola, ¿qué habría pasado si me hubieran encarcelado o asesinado?

Conchita miró a su madre, esforzándose por contener las lágrimas.

«Mi padre, mi propio padre, a quien nunca conocí, ahora lo veo, a mis sesenta y siete años. Dios bendito».

—¿Por qué no volvió después? ¿Por qué no fuiste tú allí? —Conchita no lo comprendía.

—Era peligroso, hija, sobre todo para alguien tan implicado en la política como él, que estaba en todas las listas negras. Y luego, años después, Cuba se convirtió en un país comunista y eso empeoró las cosas —suspiró Basilisa—. Además, el tiempo todo lo borra. Al final, siempre nos acostumbramos a lo que tenemos, por malo que sea. Al final, todo es relativo. La vida no es como es, sino como se vive, hija. Es la verdad.

Educada en una época de profundo respeto hacia los padres —o a cualquier forma de autoridad—, cuando las preguntas directas estaban mal vistas, Conchita no quería empezar a interrogar a su madre. Pero esta conversación era diferente, sin duda la más directa y sincera que nunca habían tenido. Por una vez, Conchita no temía abrir su corazón en busca de respuestas.

—¿No seguisteis en contacto? —preguntó, atreviéndose a mirar a su madre a los ojos.

—Me escribió todos los días, durante años.

—¿Le contestaste? —Conchita quería entender el significado de la carta que encontró.

La abuela Basilisa cerró los ojos.

—No fue fácil, Conchita, debes comprenderlo —dijo, esforzándose—. Le escribí el otro día, después de contárselo a María. Pensé que si la familia sabía algo, él debería estar al corriente. Me hicieron falta muchos borradores, pero al final le escribí.

«Ya entiendo: yo encontré un borrador, pero no puedo decírselo todavía».

Conchita se mordió el labio y respiró hondo.

—¿Sigue vivo?

Basilisa volvió a perder la mirada por la ventana.

—No lo sé —dijo—. Lo dudo. Dejó de escribir hace meses.

Conchita permaneció pensativa durante un instante.

—¿Cómo podía mandarte cartas desde Cuba? ¿No estaban censuradas? ¿No suponía una amenaza para ti?

—Sí, pero en aquella época la gente encontraba soluciones para todo. Uno de sus amigos, Jaime, el padre del médico y doctor en Belchite durante mucho tiempo, escapó a Barcelona con él. De allí, tu padre tomó un barco hacia Cuba, mientras que Jaime se exilió a Francia, estableciéndose en Toulouse. Siguieron en contacto, de modo que Juan le escribía las cartas a Francia y Jaime las entraba en el país mediante algunos contactos que cruzaban los Pirineos con regularidad. A veces recogían las cartas en Andorra, donde Jaime conocía a otro médico de confianza; éste se las pasaba a un doctor de Belchite, que iba a Andorra de vez en cuando a por medicinas —y a por preservativos también—. Un puñado de personas, entre médicos y comunistas clandestinos, debieron de leer esas cartas antes que yo.

Conchita frunció el ceño para recordar.

—Entonces Jaime regresó, de eso me acuerdo —dijo, recordando las imágenes de los exiliados que regresaron a España tras la muerte de Franco.

—Sí, Jaime volvió en 1977 —confirmó la abuela—. Regresó con su hijo, nuestro médico ahora, que ya ejercía en Francia. Siguió trayéndome cartas de Juan, pero dejó de hacerlo hace meses.

—¿Por qué no te escribía directamente?

—Le pedí a Jaime que nunca le diese mi dirección —repuso la abuela—. Supongo que en el fondo tenía miedo al contacto directo. Una no puede mantener dos vidas a la vez, la propia y la que hubiese deseado. Mi vida con Juan se terminó hace muchos, muchos años, así que era mejor seguir con la vida que tenía, que al menos era mía y real, no una fantasía que nunca pudo ser.

Conchita, con el corazón roto por la triste historia de su madre, seguía con la esperanza de que Juan Roso todavía estuviera vivo.

—El padre de Jaime murió hace unos meses, ¿crees que su hijo sabe algo de todo esto?

—No lo sé. En una de sus últimas cartas Juan me dijo que estaba enfermo.

—¿Quieres que te ayude a buscarle? —se atrevió a decir—. Quizá podríamos…

—Ahora no —la interrumpió su madre—. Es demasiado tarde.

«Dios santo. Y yo que pensaba que todo lo que le preocupaba en el mundo era el campo, y resulta que ha sacrificado su vida para mantenerme a mí, a Soledad, la casa, las tierras… Ha dejado de vivir su vida por nosotras. Qué mujer. Y yo convencida de que era más fuerte que ella. Tonta de mí».

—Le fuiste fiel toda la vida —dijo Conchita con admiración.

—Estuve con otro hombre…, una vez… O, más bien, él me tuvo a mí —replicó la abuela. Se ruborizó durante unos segundos y apartó la mirada—. Un falangista del pueblo se enamoró de mí, un brutal inspector de la Falange. Tuve que acceder a ser su amante para que no arrestase a Soledad, sobre quien pesaba una condena a muerte. —Se volvió hacia Conchita—. Funcionó, pero no es algo que me agrade recordar.

«Oh, madre». Conchita sintió ganas de estrechar la mano de su madre con fuerza, pero ni la una ni la otra estaban acostumbradas a gestos de ternura. Agachó la mirada, sosteniendo su cabeza con ambas manos, tapándose la cara.

—Has hecho tanto…

La abuela Basilisa sonrió.

—Tú habrías hecho lo mismo y, de hecho, así ha sido: has convertido nuestro pequeño negocio local en una empresa casi nacional, Conchita. Tu trabajo duro, tu consistencia y determinación me han impresionado.

Conchita sintió una felicidad completa al oír cada una de esas palabras. «Por fin alguien me valora».

—Tú hiciste mucho más, madre —dijo Conchita con modestia.

—Las dos hemos respondido bien, hija. Tú has comprado camiones y máquinas, del mismo modo que yo comerciaba con pollos y ovejas. ¡Pensé que mi primera mula era como un cohete espacial, menuda revolución en el campo!

Las dos rieron, descargando algo de tensión, y entrando en un terreno más familiar. Habían contenido sus emociones durante décadas y ahora sólo podían soportarlas durante un tiempo limitado.

La abuela siguió:

—Me sentí como una millonaria cuando pude cultivar cebollas, tomates, judías… Y ya no te digo cuando por fin pude comprar una cabra, de la que sacamos un queso buenísimo; de hecho, fuiste una de las primeras niñas de Belchite en comer queso después de la guerra —afirmó con orgullo, provocando una sonrisa en su hija.

—Quizá por eso me guste tanto —dijo Conchita, feliz—. Aún hoy, cuando me despierto en mitad de la noche y voy a la cocina, no son las galletas o el chocolate lo que me tienta, ¡sino el queso! —dijo con una sonrisa—. Ay, madre, qué cosas aprende una.

—También tenías unos jerséis preciosos, ríete tú de esos tejidos prefabricados que se llevan ahora —siguió la abuela—. Una noche robé una oveja a un pastor, allá cerca de la era, para quedarme con la lana.

—¿Una oveja robaste, madre? Por Dios —rió Conchita.

—Bueno, fue más bien un préstamo porque al cabo de unos meses se la devolví —se exculpó la abuela—. Ya sé que no está bien, pero tú no pasaste frío de niña ningún día porque tenías unas mantas y unos abrigos de pura lana, en aquellos inviernos polares de antes, ¿te acuerdas?

Conchita ciertamente recordaba las mantas de lana, por lo que protegían del frío, pero sobre todo por lo que picaban. Guardándose el pensamiento para ella, respiró hondo y descansó la espalda en la silla. Más animada, se desabrochó el botón superior de su tupida blusa gris, sintiéndose más abierta a la conversación.

La abuela prosiguió, ahora con sus mejillas más sonrosadas:

—Pues escondí la oveja en el dormitorio, que era también el tuyo, durante meses, para que los inspectores no la vieran. En esos tiempos, todo estaba racionado, pero yo recibía menos que los demás por ser madre soltera. Lo poco que teníamos lo compartíamos con Soledad, que salía de su escondite en el monte de vez en cuando.

—Solía leerme cuentos cuando estabas en el campo —recordó Conchita, sintiendo la tierna voz de Soledad todavía en sus oídos, como si hubiese sido ayer—. ¿Nadie te ayudó?

—Pues no, hija, no —dijo la abuela con resignación—. El régimen condenaba a las madres solteras, así que las mujeres del pueblo cambiaban de acera cuando me las cruzaba por la calle. Los carniceros siempre me daban lo peor del cerdo y los vecinos me miraban de arriba abajo. Por supuesto, nadie me invitaba a nada. Pero, si te soy sincera, entre los campos, la siembra, tú y las inesperadas visitas de Soledad, que arriesgaba su vida y la nuestra, no me daba tiempo a más.

Conchita observó la tranquilidad reflejada en el rostro de su madre, sus ojos cansados, medio cerrados. Por primera vez en muchos, muchos años, sintió el vínculo que una vez las unió. Le vinieron a la memoria imágenes que creía bien enterradas en el pasado.

—¡Escondíamos sacos de harina en plena noche! —exclamó Conchita con el entusiasmo de una chiquilla—. Me mandabas guardar unas botellas de aceite, y esperar en completo silencio hasta que llegaba un hombre al corral y nos las cambiaba por arroz y harina, ¿verdad?

—Qué tiempos aquellos —suspiró la abuela Basilisa, recostándose en la almohada. Cerró los ojos un instante y bostezó.

«Creo que ya ha sido suficiente, no quiero alterarla demasiado». Pero Conchita no podía detener el torrente de recuerdos.

—Entonces me fui a al internado de Zaragoza y allí se acabó la diversión —dijo, entristecida.

La abuela Basilisa, visiblemente cansada, miró a su hija y estiró la mano hacia ella, aunque sin alcanzarla. Conchita movió la suya un poco, dejando una distancia mínima entre su mano y la de su madre.

—Sí, ya sé, hija, que el internado no te gustaba —admitió la abuela con tristeza—, pero no tenía alternativa. ¿Qué futuro o educación habrías tenido en Belchite, criada por una madre condenada al ostracismo? Nadie te habría enseñado nada. Además, por aquella época empecé a verme con el falangista, no habría sido bueno para ti, ya que él quería casi todo mi tiempo y atención. Es triste, pero así sobrevivimos, y Soledad también.

El corazón de Conchita se encogió. «Sacrificaste tu vida por nosotras».

Temblorosa, Conchita tomó la mano de su madre, sosteniéndola con delicadeza. No lograba recordar una escena similar. Se habían cogido de la mano en el pasado, pero nunca habían estado juntas de verdad, como ahora.

La abuela Basilisa cerró los ojos y respiró profundamente bajo la manta.

—Lo sé, Conchita. No he sido una buena madre —dijo muy lentamente, los ojos aún cerrados—. Pero, por favor, créeme cuando te digo que intenté hacerlo lo mejor posible, siempre pensando en tu bien. Quería que disfrutaras de tu vida, que fueras independiente. No quería que perdieses el tren, como yo.

Conchita no podía apartar la vista del rostro de su madre. Ahora, la veía con una perspectiva diferente, como a una persona con identidad propia. Ya no parecía su madre, se había convertido en una heroína con un profundo y noble pasado.

—Hiciste lo que pudiste, y eso es todo lo que importa —afirmó.

La abuela Basilisa volvió a abrir los ojos y sonrió a su hija, quien apartó rápidamente la mirada, tan poco acostumbrada como estaba a la tensión emocional. La abuela se quitó la cruz del cuello y se la tendió a Conchita.

—Quédatela, ahora ya lo sabes, forma parte de ti, lo mereces —dijo—. Has sido una buena hija, nunca me has dado problemas, siempre has hecho lo que se te mandaba y has creado una adorable familia… Algo que yo no pude.

Conchita se sintió reconocida por primera vez en muchos años. Con manos temblorosas tomó la cruz, sosteniéndola como el objeto más delicado del mundo.

—La guardaré siempre, madre.

—Algún día se la entregarás a María… Parece que la necesita.

Conchita iba a preguntarle por María, pero, pensándoselo mejor, se echó atrás para no cargar más el delicado corazón de su madre. «En otro momento, cuando vuelva a casa».

Una delicada llamada a la puerta alertó a Conchita de la llegada de la enfermera, que caminaba en silencio.

Tras observar a las dos mujeres, dijo:

—Es hora de descansar. —Miró a Conchita y añadió—: Se está haciendo tarde y su madre necesita dormir.

Conchita asintió y le dio un beso a su madre en la frente, quizá el beso más dulce que había dado en su vida.

—Volveré dentro de unos minutos —dijo, poniéndose el abrigo.

Cerró la puerta tras de sí, agarrando la cruz con firmeza. Sola, en medio del pasillo del hospital, no sabía adónde ir, qué hacer.

«Quiero a mi madre. Por fin sé quién es mi padre. He sido una buena hija. Después de todos estos años, resulta que he sido una buena hija y que he forjado la familia que ella siempre soñó».

Conchita se apresuró hacia la capilla del hospital, cubriendo con las manos sus incontenibles lágrimas.