Jordi sentía el espíritu navideño a medida que entraba en Barcelona, con todas las tiendas de la Diagonal decoradas y las luces verdes y rojas que engalanaban los edificios. Era una preciosa y soleada mañana de invierno y Jordi, bien afeitado y vestido con un traje impecable, silbaba dentro de su coche las canciones que ponían en la radio. Estaba a punto de llegar a Belagua, su club.
Se había pasado la semana cerrando las cuentas anuales de la empresa y preparando las del próximo ejercicio; éstas ya incluirían el préstamo de un millón de euros que su padre había acordado con Banca Catalana, y que no tardaría en llegar. Gracias al crédito, Jordi había presupuestado el salario del personal, las pagas de Navidad y también había dejado un margen para imprevistos. Después de todas las tensiones por la caída de las ventas y el boicot a los productos catalanes, Jordi se sentía como si hubiese salvado un match point en un partido de tenis. Otra empresa no habría conseguido un préstamo en las mismas circunstancias, pero ésa era la ventaja de tener una buena reputación y de forjar relaciones de confianza.
Jordi subió el volumen cuando sonó su canción favorita, Happy People, de REM. Suspiró. Sentía a Dios y la Navidad en su interior. Era una pena que María siguiese en Londres, pensó, de lo contrario le hubiese encantado salir esa noche, pasear por la Rambla Catalunya, escuchar los villancicos callejeros, acercarse a la catedral y rezar por su futuro juntos.
«Bueno, pronto será mi esposa y la veré todos los días. No puedo creer la suerte que tengo».
Jordi aparcó a Óscar y entró en Belagua sin más distracciones. El padre Juan Antonio le había llamado la noche anterior y le había preguntado si tenía tiempo para charlar.
«Puede que quiera mejorar un poco las cosas», pensó Jordi. La relación con su director espiritual se había tensado desde noviembre, cuando Jordi no fue invitado a una reunión con los mayores contribuyentes del club. El coste del piso que estaba reformando seguía en aumento, aunque ahora se sentía más seguro con los problemas de la empresa resueltos, al menos, a corto plazo.
—Buenos días, Jordi —dijo el padre Juan Antonio tan pronto entró. Ataviado con la habitual sotana, estaba sentado en un banco al final de la iglesia, como si le estuviera esperando—. ¿Te gustaría confesarte o ya has asistido a misa hoy?
Jordi titubeó un instante.
—Puede que esta noche —dijo—. María está en Londres, así que aprovecharé. Además, ahora tengo que volver a las Cavas relativamente pronto.
El padre Juan Antonio sonrió y ambos se dirigieron hacia su estancia, detrás de la iglesia. El sacerdote se sentó en su habitual sillón de cuero, dejando a Jordi una silla más baja que había delante.
—Ave María Purísima —dijo el padre Juan Antonio, bendiciendo a Jordi.
Ambos inclinaron la cabeza y permanecieron en silencio durante unos segundos; era la práctica habitual del Opus para bendecir las conversaciones.
—¿Qué tal estás, hijo? —preguntó el padre Juan Antonio—. ¿Con ganas de que llegue la Navidad?
Jordi sonrió.
—Muchas, padre. Son mis últimas Navidades de soltero —respondió, entusiasmado.
—El año que viene será triunfal para ti, estoy seguro de ello —dijo el sacerdote, bajando la mirada—. Aunque me temo que mis noticias no son igual de buenas.
Jordi estaba sorprendido.
—¿Qué quiere decir, padre?
El hombre se frotó sus grandes manos y suspiró.
—Sabes que Belagua se encuentra en uno de los emplazamientos más caros de Barcelona, claro —dijo.
Jordi asintió, orgulloso. «Por supuesto».
—Bien, no sé si estás al tanto, pero lo cierto es que no somos propietarios de estas instalaciones, son alquiladas —continuó, pasándose una mano por su amplia cabeza.
Jordi levantó una ceja. «Eso no lo sabía. ¿Por qué pagar precios tan altos sólo por estar aquí? Somos una organización cristiana, no una tienda de lujo».
—También fue una sorpresa para mí —prosiguió el padre Juan Antonio—. Creía que éramos propietarios de todo lo que usamos, pero no es el caso. Las finanzas las llevan desde Madrid, así que nunca estuve al tanto.
Jordi observó con incredulidad a su director espiritual, quien siguió hablando.
—Resulta que nos han duplicado el alquiler. El precio que hemos pagado hasta ahora se acordó en los años ochenta, pero los nuevos propietarios, que compraron el solar el año pasado, han luchado para subirlo —informó el sacerdote—. El departamento financiero llevó el caso a juicio y lo ha perdido, así que ahora no sólo tenemos que pagar el doble en el futuro, sino que también nos cobran el nuevo precio desde que empezó la disputa, hace ya meses.
—Malas noticias —dijo Jordi, aún sin comprender cómo eso le afectaba a él—. ¿Están buscando un nuevo local? —«Está claro que nadie pagaría un precio tan exorbitante sólo por estar aquí».
El sacerdote agitó la cabeza.
—Nunca, Jordi, nunca. No podemos.
—¿Por qué no? —inquirió Jordi, sorprendido. «No podemos obcecarnos tanto en las apariencias, en parecer lo que no somos». El padre Juan Antonio cruzó las piernas y susurró:
—La esencia del Opus Dei consiste en atraer a los mejores. Recuerda que queremos a gente de primera clase, la élite, porque así hemos conseguido el éxito. No podemos mudarnos a una zona más pobre, porque allí sólo encontraríamos gente mediocre, lo que va en contra de nuestra vocación.
Jordi frunció el ceño.
—Estoy seguro de que podemos encontrar gente buena en cualquier parte.
—No, Jordi, las órdenes vienen de lo más alto. Tenemos que quedarnos aquí y encontrar una forma de pagar.
«Qué tontería. Si no nos lo podemos permitir, ¿por qué no nos vamos a otra parte?». Jordi recordó que al padre Juan Antonio no le gustaba que le llevaran la contraria, y si las órdenes venían de altas instancias, no había más que discutir —la obediencia es un bien muy preciado en el Opus—. Aun así, a Jordi le costaba comulgar con ideas como ésa.
«Jesús escogió a sus doce apóstoles entre humildes pescadores de Galilea. Tenían pocas posesiones, sólo entusiasmo y corazón, pero con ello les bastaba. El Opus Dei es diferente: el fundador escogió a sus primeros discípulos entre señoritos ricos y de apellido rimbombante, y éstos han ido añadiendo miembros a su imagen y semejanza. A veces comprendo a quienes nos acusan de elitistas».
Jordi se dio cuenta de que el padre Juan Antonio le miraba fijamente. Tosió, tratando de llenar el silencio.
—¿Cómo van a pagar? ¿Hay fondos suficientes con las donaciones y las cuotas? —preguntó Jordi.
—Estamos pidiendo contribuciones a los miembros —contestó el sacerdote, sin apartar la mirada de los ojos de Jordi.
«Comprendo. Quiere dinero, pero no es el mejor momento para pedírmelo a mí».
—Ya —dijo Jordi, dubitativo—. ¿Hay alguna cantidad recomendada?
—Estoy hablando con todo el mundo. Obviamente, no puedo revelar nombres, pero todos los miembros de tu grupo están siendo extremadamente comprensivos y generosos.
Jordi empezó a sentirse acalorado, se aflojó el nudo de la corbata; no le gustaba el cariz que estaba tomando la conversación. Ya había aumentado sus contribuciones mensuales después de quedar fuera de la última reunión con la esperanza de que su mentor agradeciera el gesto, en vez de pedir más.
«Sé que la Iglesia católica no es un modelo de democracia, pero pedir dinero así de golpe no es justo. ¿No deberíamos sentarnos todos y discutirlo abiertamente?».
Jordi se removió en la silla mientras el sacerdote seguía hablando.
—En agradecimiento por un gesto tan cristiano y generoso, estoy creando una especie de grupo selecto —dijo—. Organizaremos una audiencia privada con el papa en Roma, excursiones al santuario de Torreciudad o viajes a Madrid para conocer a los líderes de nuestra organización, los miembros de la Obra que han estado en el Gobierno o que ocupan puestos de responsabilidad en la universidad, las finanzas o la prensa. Será interesante y formativo, al más alto nivel, una oportunidad excelente.
Jordi permaneció en silencio.
—Pero ¿qué pasa con la gente que no pueda permitirse donaciones importantes? ¿Se les dejará fuera? —osó preguntar.
—No, Jordi, claro que no —aclaró el padre Juan Antonio—. Tienes un corazón que no te cabe en el pecho, hijo, siempre pensando en los demás, pero recuerda que la justicia implica que todo el mundo reciba lo que se merece, en compensación por lo que aporta.
«Sí, sé perfectamente cómo es el mundo, pero ¿no debería la Iglesia católica luchar por la igualdad, para equilibrar un mundo tan desigual por naturaleza? ¿Qué ha sido de la caridad cristiana? Sé que el Opus Dei ayuda a los necesitados y organiza campañas, pero ¿lo suficiente? ¿Debemos pagar un dinero que no tenemos para mantener nuestra privilegiada sede en vez de ayudar a quienes realmente lo necesitan?».
Jordi siguió en silencio varios segundos más.
—¿Se quiere alcanzar una cantidad específica?
El padre Juan Antonio carraspeó.
—Unos cincuenta mil euros por cabeza —dijo, apartando la mirada.
«Dios Santo».
—Eso es una fortuna —valoró Jordi, tratando de ocultar su desconcierto y decepción—. ¿Cuánto cuesta alquilar este lugar, si se me permite la pregunta?
El padre lo miró como si se tratase de un niño travieso.
—Ya sabes que no revelamos nuestras cifras, Jordi. Estoy seguro de que lo comprenderás. La confidencialidad nos protege.
«Esto no es correcto. No deberíamos gastarnos una fortuna en mantener las apariencias».
Jordi sentía cada vez más calor. Tenía ganas de quitarse la chaqueta, pero no quería parecer incómodo o vulnerable a ojos de su director espiritual, que le miraba fijamente. Debía mantenerse firme, obediente. Trató de desterrar los pensamientos negativos, de mantenerse positivo.
«No debería tener estos pensamientos rebeldes, y espero que Dios no me castigue por ello. Quizá la organización es así porque los numerarios que la dirigen no tienen familia y no están acostumbrados a ahorrar o a recortar gastos. Es cierto que viven alejados del mundo real, pero han levantado una gran organización y quieren lo mejor para ella y para sus miembros. Como tal, yo debería ayudarles».
Tras un largo silencio, Jordi por fin habló.
—Ya quisiera dar todo cuanto tengo, padre, pero ya sabe que me casaré pronto y estoy construyendo una casa. —Jordi hizo una pausa—. Además, ya sabe que el embargo contra los productos catalanes nos está haciendo daño; de hecho, hemos tenido que pedir un préstamo, como medida a corto plazo. —Azorado, Jordi contempló el rostro impasible del padre Juan Antonio. Tosió—. ¿Hay una forma…? ¿Sería posible…? —Se interrumpió—. ¿Aceptan donaciones más pequeñas?
El padre Juan Antonio asintió con la cabeza.
—Claro que sí, Jordi, y estoy profundamente agradecido por tu generosidad —dijo. Pero la sonrisa se le congeló en la cara y su rostro se puso tenso, duro—. En ese caso, me vería obligado a invitarte a que te unieras a otro grupo en otra iglesia más hacia el centro de Barcelona. Si donas menos que los demás, es normal que los otros esperen un cierto grado de exclusividad; en caso contrario, no sería justo para ellos. Además, la situación sería un poco violenta en las reuniones semanales del club, ya que prepararíamos la visita al papa o las demás excursiones, a las que tú lamentablemente no podrías asistir.
El padre Juan Antonio miró directamente a Jordi, como si aguardase una respuesta inmediata, pero éste bajó la mirada; los comentarios le habían sentado como una estocada en el corazón.
«Espero que no tengamos que ir por esos derroteros, padre, pero estoy seguro de que, después de todos estos años, me ayudará ahora que lo necesito».
El padre Juan Antonio desvió la mirada.
—Sé que es difícil, Jordi —dijo—. Sé que estoy pidiendo mucho, pero es por una buena causa. Tenemos que ayudar a la organización. El Opus Dei es nuestra vida, nos lo ha dado todo, ¿cuánto vale la felicidad y la riqueza de espíritu que nos ha regalado la Obra de por vida?
«Comprendo». Jordi cerró los ojos y se tapó la cara con las manos. «No tengo alternativa. Tengo que darles el beneficio de la duda. Seguro que están actuando con la mejor intención. No me imagino fuera del Opus Dei; mi vida sería superficial y vana, como la de mis hermanos o la de mi padre. No quiero ser como ellos, quiero ser un buen cristiano. Pero esto me llega en el peor momento».
Jordi lanzó una mirada hacia el padre Juan Antonio.
—¿Es urgente? ¿Necesita una respuesta ya mismo?
—Lo siento, pero así es —respondió el sacerdote, tocando impacientemente el brazo del sillón con sus dedos—. Tenemos que planificar. Seguro de que lo comprendes.
«No puedo desligarme de mi club, es todo el apoyo que tengo, y más ahora con todos los problemas de las Cavas. ¿Adónde acudiría si tuviese algún problema, si le pasase algo a María, Dios quiera que no? Me acogieron cuando era un adolescente perdido, me enseñaron los valores correctos, y hoy soy el hombre que quería ser gracias a ellos. No quiero ir a otro club. Éstas son las personas que conozco, con las que fui a la escuela, no sería lo mismo en otra iglesia, estaría desprotegido, fuera de mi mundo natural. Pero si doy el dinero que me piden, no me quedará nada para el piso si algo sale mal. Aunque, de momento, todo va según los planes. He de asumir el riesgo, tener confianza, comportarme como un hombre. He disfrutado de este grupo en los buenos tiempos, y ahora toca arrimar el hombro. No puedo salir corriendo como un cobarde a la que se da la vuelta la tortilla».
—Está bien, padre, le mandaré un cheque lo antes posible —dijo Jordi finalmente.
«Que Dios me ayude, que Dios me ayude».
El padre Juan Antonio se levantó con una sonrisa.
—Eres un gran hombre, Jordi. Sabía que podía contar contigo. —Se acercó a él y le dio unas palmadas en el hombro—. Dios estará contigo, sacaremos esto adelante juntos, ya verás. Dios nos recompensará. El sacrificio es bueno.
Jordi no dijo nada y se fue. Las piernas le temblaban.