Capítulo 14

María realizó el doble de abdominales que de costumbre. Resultaba un lujo, para alguien acostumbrado a trabajar tantas horas, disfrutar del gimnasio de un hotel a las dos de la tarde, cuando sólo lo frecuentaban algunas esposas de ejecutivos norteamericanos. Por una vez, María había decidido relajarse y disfrutar. Ya se había reunido con Patrick, su agente en Londres, a primera hora de la mañana y, cuando un cliente anuló el almuerzo que tenían planeado, María se fue a ver el mercado de antigüedades de Upper Street y las pequeñas tiendas de Chapel Market, donde vendían las típicas baratijas para las que nunca tenía tiempo. Rebuscando, encontró un juguete con forma de pez para Bombillo y, tras dudarlo un instante, también compró otro para la gata de Nell.

Se puso a llover, María miró a través de la ventana de su habitación después de salir de la ducha. Daba igual. Estaba de tan buen humor que incluso se sorprendió silbando mientras se ponía sus cremas, el maquillaje y se arreglaba el pelo. También se pintó las uñas de los pies mientras veía la televisión.

«Tener tiempo para una pedicura es señal de madurez. Realmente, hay vida fuera de la oficina».

Nell llevaba algo de maquillaje, observó María nada más entrar en el viejo Ford Fiesta a las cuatro en punto de la tarde. «Buen toque», pensó.

Nell parecía más relajada que el día anterior. Llevaba unos vaqueros con amplios bolsillos y un jersey de cuello alto azul marino, a juego con sus ojos, que todavía resaltaban más con un poco de rímel. Era la Nell más femenina y guapa que había visto hasta el momento.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Nell, viendo que María se metía en el coche con un pequeño pez de plástico colgando del abrigo. Sonrió.

—Es un regalo para Pepa —dijo, mostrando el juguete con orgullo—. Lo vi en una tienda esta mañana. También compré uno para mi gato. ¿No son geniales?

Nell observó a María con simpatía, cogió el pez y lo examinó en detalle.

—¡Pues sí que se lo pasarán bien cazando esto! —Parecía sorprendida—. A Pepa le encantará, gracias.

—De nada. No pude resistirme a comprarlo —dijo María recostándose en su asiento, cómoda, con sus vaqueros y un anorak.

Condujeron a Vale Royal, una amplia y oscura calle mal pavimentada, no muy lejos de Brewery Road. Aparcaron frente a un pub que hacía esquina y que no parecía muy acogedor. Fuera, había dos hombres, con cara de pocos amigos, fumando. A unos cien metros, un grupo de adolescentes estaba de pie en plena calle, sin hacer nada, mirando a quien pasaba.

—Suele haber más tránsito, pero ahora, justo antes de Navidad, la actividad baja mucho —dijo Nell, consciente de la mirada de preocupación de María—. Venga, te gustará.

María siguió a Nell, mirando con cautela a su alrededor y observando varias grúas y edificios en plena construcción. Avanzaron unos pocos metros, esquivando bolsas de basura y cristales rotos, y entraron en una zona reservada para pequeñas y medianas empresas.

—Las unidades de los lados son mucho más grandes, son para uso industrial y tienen varias puertas de carga y descarga en la parte trasera —dijo Nell—. Te lo enseñaré.

Rodearon el moderno edificio, de tres plantas, que era espacioso y tenía buenas instalaciones. De camino hacia la parte de atrás, se toparon con un cartel que ponía: «Nuevo ferrocarril del túnel del Canal de la Mancha. King’s Cross».

—Estamos muy cerca del Eurostar, que ahora sale de King’s Cross, muy cerca de aquí —explicó Nell.

—No lo sabía. No estaba en el mapa que me pasó Patrick —dijo María, sorprendida.

—Bueno, es relativamente reciente. No me sorprende que la línea de alta velocidad aún no figure en los mapas —aclaró Nell—. ¿Por qué? ¿Es importante?

María paseó la mirada por los alrededores.

—Hay mucha construcción por aquí.

—Sí, la zona está creciendo, en parte por el tren. Es bueno para vosotros, ¿no?

—Bueno, el movimiento es malo para las bodegas subterráneas, y aquí necesitaríamos una, ya que el edificio no es muy alto. —María parecía preocupada.

Nell meditó un instante.

—Pero vuestros edificios en Vilafranca no tienen almacenamiento subterráneo, ¿no?

—Sí, cierto, pero la mayoría de bodegas que se planifican ahora con la última tecnología están todas bajo tierra. El vino y el cava hay que guardarlos en lugares oscuros, sin vibraciones ni movimientos repentinos. Todas estas vías y obras los afectarían demasiado. ¿Son trenes de carga?

—Sí —dijo Nell—. ¿Por qué?

—Son más pesados —dijo María—. El vino y el cava son muy delicados. Hay que mantenerlos en silencio y a trece grados, siempre. Si eso cambia, lo que ocurre todos los días por los cambios de tiempo, una bodega subterránea nos permite volver a las condiciones idóneas en apenas medio minuto. —María hizo una pausa y miró a Nell—. Hay que ser constantes, porque si el ambiente es seco, los corchos se encogen y el nivel del vino se reduce, y si es húmedo, las etiquetas y las cajas se deterioran. No es fácil.

Nell permaneció en silencio durante unos segundos.

—Nos tendríais que haber dicho que la zona debía ser tranquila —dijo.

—Lo sé, lo siento —se disculpó María al ver la decepción en el rostro de Nell—. Sabía que había vías de tren, pero no esta concentración de transportes y construcción tan cerca. Pensé que Patrick lo tendría en cuenta, pero es un agente, no un experto en vinos. Lo siento.

María meditó por un momento y luego prosiguió:

—Una bodega no subterránea sólo sería rentable en lugares como Upper Street, por lo que ganamos en relaciones públicas y visibilidad, pero aquí no.

Nell parecía derrotada.

—¿Quieres decir que este lugar queda descartado?

María sintió una leve vibración bajo sus pies mientras un tren atravesaba un túnel cercano y miró la multitud de cajas de madera apiladas y grúas que había alrededor.

—Me temo que sí, lo siento —respondió, bajando la mirada—. No es lo suficientemente tranquilo. Espero que no pienses que estoy abusando de tu tiempo.

—Bueno —dijo Nell, bajando también la mirada—. Seguiremos buscando. Necesitamos empleos locales.

Nell echó a andar hacia el coche.

—Todo lo bueno siempre tarda en llegar —afirmó.

—Cierto —reconoció María—. También podríamos rediseñar la oficina de Correos, negociar con el ayuntamiento.

—Tendréis que cambiar muchas cosas si quieres tener alguna oportunidad allí —dijo Nell—. Te advierto que también habrá que consultar al Patrimonio Inglés, que siempre dice que los diseños modernos son «una arquitectura con falta de distinción». Con estas palabras han bloqueado innumerables proyectos.

—Tendrás que darme más detalles sobre lo que el ayuntamiento quiere exactamente —propuso María.

Nell suspiró.

—Ese sitio te encanta, ¿no?

—Una tienda en Upper Street nos vendría de maravilla.

—¿Hablamos en mi despacho? —preguntó Nell con calma, entrando en el coche.

—Perfecto —dijo María, albergando un poco de esperanza.

«Esto empieza a ponerse bien. Ya se ha hecho a la idea».

—Aunque también tengo un poco de hambre, no he almorzado nada —rectificó Nell, de regreso a Islington—. ¿Te apetece comer algo? Las leyes urbanísticas llevan su tiempo y te vas mañana, ¿no?

—Sí, por la tarde, pero tengo algunas reuniones por la mañana; unos inversores que mi jefe quiere que vea por otros asuntos —indicó María. Miró el reloj—. ¿Comer ahora? No son más que las cinco. En España no cenamos hasta las nueve o las diez.

Nell sonrió.

—Lo sé, pero no es bueno comer tan tarde. Yo suelo cenar entre las seis y las siete —dijo—. Pero, en todo caso, tengo que mirar un par de cosas en el despacho, si no te importa esperarme unos minutos. Entre que llegamos y pedimos, serán casi las seis para cuando comamos. ¿Qué te parece?

—Bien —aceptó María. Le gustaba la compañía de Nell.

«¿Le gustará a ella pasar tiempo conmigo? No se ofrecería a cenar juntas si no fuera así. Aunque igual lo hace por educación, o por interés en el empleo local… Es lo más probable».

María miró a Nell mientras conducía lentamente por Offord Road, escuchando a Melissa Etheridge, bien acomodada en su asiento y moviendo la cabeza lentamente, al ritmo de la música. María había leído alguna vez que la gente conduce tal y como es, unos son agresivos, otros van con miedo, otros demasiado confiados… Nell parecía segura, relajada, abierta.

—¿Tienes algún sitio en mente? —preguntó María.

—Mmm, déjame pensar. —Nell apretó los labios y se tocó la barbilla—. Hay algunos restaurantes en Upper Street, cerca de tu hotel, pero son cadenas, por desgracia.

—A mí tampoco me gustan las franquicias —dijo María.

—¿No? —preguntó Nell, sorprendida—. Pensaba que a la gente de empresa os gustaban las cadenas, sobre todo en el extranjero, porque siempre sabes qué esperar.

—Sí, algunos piensan así —repuso María—, pero a mí no me gustan, todos iguales, lo encuentro aburrido, prefiero lo local. —Sostuvo la mirada a Nell—. No todos los banqueros somos iguales.

—Ah. —Nell enrojeció ligeramente.

—A veces siento que la gente no entiende realmente mi profesión —prosiguió María—. Sin bancos, no habría fábricas, ni supermercados, nada, ¿y quién pagaría los impuestos? ¿Quién financiaría los colegios y hospitales? También habría muchos robos si la gente guardara el dinero bajo el colchón o lo enterrara bajo los árboles, créeme, lo he visto con mis propios ojos.

—¿Bajo los árboles? —Parecía haberle hecho gracia—. ¿Dónde?

—No te lo puedo decir.

Nell miró a María, intrigada.

«Creería que estoy loca si le dijera dónde esconde el dinero la abuela».

—Lo siento, no es mi intención ir con secretos, pero de verdad que no te lo puedo decir.

—No te preocupes —dijo Nell con voz cálida.

«Tiene empatía». María se sentía relajada y con ganas de charlar.

—Volviendo a los banqueros —continuó—, parece que hoy en día necesitas un hábito para ser monje: todos nos tenemos que vestir como banqueros, hippies o poetas, o lo que fuera, con tal de serlo. Al mundo le gusta simplificar, encasillarnos, pero eso es una idea muy materialista, ¿no crees? Las personas son mucho más complejas.

Nell escuchaba con atención.

—Sé a qué te refieres —dijo—. Tengo algunos compañeros de otros ayuntamientos, socialistas confesos, todos vestidos con pantalones de pana, jerséis viejos y gafas de intelectual, que no dudarían en permitir que las inmobiliarias sembraran Islington de viviendas si ello les proporcionara estatus o dinero.

—¿Por qué es malo tanto piso? —preguntó María cuando Nell aparcó frente a las oficinas del ayuntamiento en Upper Street.

—Necesitamos un equilibrio entre vivienda y trabajo —contestó Nell apagando el motor, pero sin moverse del asiento—. Islington va camino de parecerse a Chelsea, una zona residencial sólo para la clase media, o media-alta. Si no creamos más empleo, todos los que vivan en casas de protección oficial acabarán trasladándose donde estén los trabajos porque el coste de transporte diario es demasiado elevado para un sueldo modesto. Queremos retenerlos, tener una comunidad mixta y variada, de y para todos, sin excluir a nadie.

«Es muy considerada, y tiene razón».

—A mí me parece que los barrios en España son más variados que en Inglaterra, aquí todo sí que parece muy encasillado, el barrio de los chinos, de los ricos banqueros, de los ricos biopijos, de los pobres educados, los pobres sin educar, los hindús… —dijo María. Pensó en el Eixample, su barrio en Barcelona, donde vivía gente adinerada y otros que apenas llegaban a fin de mes, aparte de una considerable población inmigrante y de la tercera edad. A María le gustaba la mezcla—. Los guetos no son buenos para nadie —concluyó.

Nell asintió y tomó rápidamente la mano de María.

—Me encantaría seguir hablando de esto, pero tengo que terminar una cosa en la oficina —dijo, y luego miró por la ventanilla—. ¿Por qué no vamos a ese pub por el que pasamos ayer, cerca de la plaza que tanto te gustó? Se llama Draper’s Arms. Hacen buena comida y tengo una amiga que trabaja allí.

María recordó los comentarios de Nell sobre el lugar.

—Vamos.

—Vuelvo enseguida —resolvió Nell saliendo del coche.

«Ojalá todas mis negociaciones fuesen como ésta… ¡En un pub!».

—¡Mierda! —susurró Nell, agarrando el brazo de María mientras bajaban por Liverpool Road, unos veinte minutos más tarde—. Es mi ex, justo ahí.

María no pudo decir nada porque la mujer ya estaba muy cerca, pero se las arregló para apretar del brazo a Nell, mostrando complicidad y apoyo. También sentía curiosidad por ver cómo era —llevaba un horrible abrigo verde y el pelo demasiado corto.

—Hola —dijo la mujer.

—Hola, Fiona —saludó Nell, apartando su brazo de María.

—Qué coincidencia encontraros aquí —comentó Fiona, escrutando a María de pies a cabeza.

«¿Qué miras? Ni las mayores cotillas de Belchite son tan descaradas».

—¿Cómo te va? —dijo la mujer, hablando alto y despacio.

—Muy bien, ¿y tú? —replicó Nell escuetamente.

—Tirando —respondió la mujer, mirando a Nell y a María directamente a los ojos.

Nell se dispuso a seguir adelante, pero Fiona quería más.

—¿Adónde vais? —preguntó.

—A dar una vuelta —explicó Nell, emprendiendo la marcha—. Bueno, Fiona, me alegro de verte. Adiós. —Empezó a caminar, seguida de cerca por María.

Las dos se rieron en cuanto Fiona estuvo a buena distancia.

Nell y María se sentaron en una mesa junto a la chimenea del pub, un lugar íntimo y acogedor. «Del estilo que me gusta», pensó María. Deseó poder ir a sitios parecidos más a menudo con Jordi, pero él siempre prefería quedarse en casa para ver un partido o una película. Y luego, cuando estaba con sus amigos del Opus, sólo hablaban de la última encíclica del papa y, por supuesto, todos estaban de acuerdo. Se reunían mayoritariamente en casas, siempre por la zona alta de la ciudad, y casi nunca salían. María añoraba las noches en Pamplona, yendo espontáneamente de bar en bar.

Le encantaban el suelo de madera oscura del pub, las velas, el fuego de la chimenea, un viejo cubo con flores secas y el sonido de una guitarra de fondo. Empezó a llover tras los cristales, dando al interior un ambiente todavía más cálido.

—Buena elección —comentó María.

Nell sonrió a la camarera, quien llegó con los menús y dos copas de champán.

—¡Hola, Nell! Obsequio de la casa para los amigos, pero sólo durante las Navidades —dijo, dejando las copas sobre la mesa. Nell se levantó y le dio un fugaz beso en los labios.

—Emma, te presento a María —dijo Nell.

María le estrechó la mano. Se sentía cómoda.

Emma se alejó después de coger la comanda y María esbozó una sonrisa de complicidad hacia Nell.

—Gracias por presentarme a tu amiga, aunque no lo hicieras con Fiona. —Tenía curiosidad por saber más acerca de la ex de Nell. «¿Vivían juntas? ¿Todavía la quería? ¿Era Fiona realmente su tipo?».

—Todavía resulta un poco extraño —explicó Nell, tomando un poco de champán—. Pero ya estoy bien.

Hizo una pausa y observó la piel morena de María en contraste con el blanco prístino del mantel.

—La relación tampoco llegó a ser muy profunda —prosiguió—. Ya sabes que se fue con mi mejor amiga del equipo y no sé si siguen juntas, no tengo ni idea, pero tampoco me interesa, la verdad. Sigo echando de menos a mi amiga, pero no a Fiona. Definitivamente no.

María acarició su largo pelo un instante y observó el rostro de Nell a la luz de la vela. Era blanco, brillante y claro, casi como el de una muñeca de porcelana. María era incapaz de apartar la mirada de sus enormes ojos azules, tan parecidos a los de la abuela, con el mismo aire inteligente, penetrante y compasivo. Eran ojos que veían, y ser vista por ellos le hacía sentirse especial.

Mientras esperaban la comida, María habló de Barcelona —del mar, la arquitectura, los patios secretos, sus cafés favoritos.

—No puedo creer que aún no haya estado —comentó Nell—. ¿Te casarás allí?

—¡Ojalá! —dijo María—. Tengo que casarme en Belchite o mi madre me desheredará. —Rió, nerviosa—. En España, las novias se casan donde nacieron o donde viven sus padres, desafortunadamente no pueden escoger el sitio que más les guste, sin más. ¡Ya me gustaría!

—Suena muy tradicional —observó Nell—. ¿Y los detalles, está ya todo listo? —Se echó hacia atrás en la silla mientras la camarera servía los platos.

«Ay, ay, ay, la boda». María empezó a sentir frío cada vez que se abría la puerta, aunque hasta entonces no se había percatado. Bajó la mirada y tragó saliva.

—Sí, todo está más o menos organizado, a ver si llega por fin el día —dijo, sin el menor atisbo de emoción en sus palabras.

Nell levantó la cabeza y contempló a María con interés.

—Y la luna de miel, ¿dónde será?

—Bueno, aún lo estamos decidiendo —respondió María, tomando un poco de su pescado y desviando la mirada hacia el fuego—. Jordi quiere ir a París, es muy clásico. Pero a mí me gustaría irme a un safari a África: son muy caros, así que ésta es la oportunidad.

—Un safari, qué emocionante —dijo Nell—. Deberías convencerlo, para eso eres la novia. Deberías salirte con la tuya —sonrió, aunque el comentario no pareció animar a María.

—Bueno, tampoco es eso —replicó ésta—. Jordi es adorable y muy abierto, pero algunas cosas no son negociables, y me temo que ésta es una. No es muy viajero, así que me parece que acabaremos en París. —María volvió a bajar la mirada.

—¿A ti te gusta viajar? —preguntó Nell.

—Sí, todo lo posible.

—Bueno, París es un destino maravilloso —dijo—. ¿Lo conoces?

—He estado unas cien veces. El año pasado tuve que viajar allí por trabajo casi todas las semanas —informó María, con un poco de aburrimiento.

Nell tomó otro bocado. Se hizo un silencio.

—Estoy segura de que podrás decidir en otros asuntos —dijo.

—Sí, claro —admitió María. Había dejado de comer.

Nell le lanzó una penetrante mirada que María sintió en el corazón. Como la abuela Basilisa, parecía que Nell también pudiera ver a través de ella.

—¿Habéis elegido la casa? —preguntó, vertiendo más vino en las dos copas—. Si es tan tradicional, eso debería corresponderte a ti.

La expresión de María se volvía más seria por momentos. Apartó la mirada.

—Bueno, eso también forma parte de sus decisiones —explicó María mientras el salmón se le enfriaba en el plato—. Viene de una familia conservadora y él también lo es. Siente que debe mantener a los suyos, responsabilizarse de ellos, así que ya ha comprado un piso en un barrio estupendo, pero aún no lo he visto… Bueno, creo que no está terminado, es una sorpresa.

Nell levantó una ceja.

—¿Aún no has visto dónde vas a vivir? Pero si pagas…

—Es su regalo —zanjó María.

—Ah —aceptó Nell, reposando el tenedor en el plato, como quien no quiere hacer ruido ante una delicada situación.

«Se ha dado cuenta de que algo no va bien. Porque es la verdad: no está bien que sea tan conservador y que lo decida todo, como si yo fuese un florero».

María recordó las palabras de la abuela Basilisa —«no hay que ver la vida desde la barrera», le había dicho—. ¿Era eso lo que estaba haciendo? ¿Tenía al toro cogido por los cuernos u observaba la vida desde una distancia cómoda y segura, pero sin participar tanto como debiera?

María se recostó en su asiento, ya no tenía hambre. Pensar en la boda, o en su familia, le encogía el corazón; le entraron ganas de llorar.

«Será el vino, otra vez el dichoso vino de pub».

—Las bodas no son fáciles —dijo finalmente—. Todo el mundo se fija en el vestido, las flores, el menú, pero nadie habla del auténtico significado.

«¿De qué mierda estoy hablando?», pensó, con la esperanza de parecer convincente.

—Por supuesto, lo comprendo, la mayoría de mis amigas hetero dicen lo mismo —afirmó Nell, posando su mano sobre la de María para ayudarle a sentirse mejor. Era suave y delicada. Pero María, asustada, retiró sus manos enseguida y las escondió bajo la mesa, moviendo los dedos nerviosamente.

Nell prosiguió:

—Las bodas, menudo circo. Seguro que preferirías casarte en secreto e irte a vivir a una isla desierta con él, lejos de todo el jaleo.

«Me moriría si tuviese que vivir en una isla desierta con Jordi. Él no es nada sin el Opus, el cava y su fútbol».

María sintió miedo de sus propios pensamientos, mientras las palabras de su abuela volvieron a resonar en su mente: «El amor de verdad no hay que dejarlo escapar, si tienes la fortuna de haberlo encontrado». «¿Es esto amor de verdad? ¿Es esto algo milagroso?».

María empezó a sentir frío y calor a la vez, las manos le empezaron a sudar. La incomodidad hizo que se removiera en la silla. Sólo quería irse a casa y esconderse.

«Bombillo…».

Nell había terminado de comer.

—Lo siento, pero empiezo a sentirme cansada —dijo María—. ¿Te importa que pidamos la cuenta y nos vayamos?

—Por supuesto que no —aceptó Nell, mirando a María con sorpresa—. ¿Te encuentras bien?

—Sí, sí, no te preocupes. Ya sabes, las novias siempre se vuelven un poco paranoicas antes de la boda, eso es todo.

Nell avisó a Emma para que les trajese la cuenta.

—A medias, ¿vale?

María asintió y las dos dejaron sus tarjetas sobre la mesa.

Tras un largo silencio, Emma volvió para decir que la tarjeta de Nell había sido rechazada. María accedió a pagarlo todo mientras escuchaba mil disculpas de una Nell avergonzada.

—No te preocupes —dijo María. Ése era el último de sus problemas.

—Lo siento, creo que me he pasado del límite este mes —admitió Nell, bajando la mirada.

—¿Cómo es eso? —María la miró, sorprendida.

Nell desvió la mirada hacia la chimenea.

—Los números y los presupuestos no se me dan muy bien.

María no dejó de mirarla. «Al menos es honesta y no teme admitir los errores».

—Podría ayudarte a crear un sencillo programa para tu contabilidad, si quieres. Me paso la vida haciendo eso.

Aún azorada, Nell dijo:

—Sería muy amable por tu parte.

María se sintió útil.

—Venga, vámonos —dijo, levantándose.