Conchita dejó las bolsas de la compra en la cocina de la abuela, descorrió las cortinas y abrió las ventanas para que entrara el aire. Apestaba a tabaco. Miró a su alrededor y enseguida reparó en un cenicero lleno de colillas sobre la mesa. «Voy a tirar todos los cigarrillos que encuentre».
—Hola, madre, ya estoy aquí. ¿Cómo estás? —gritó Conchita quitándose el abrigo y metiendo la leche y algunas verduras en la nevera—. ¿Ya estás mejor? —Con unas borrajas en la mano y todavía con la puerta de la nevera abierta, Conchita volvió la cabeza hacia el silencioso salón, esperando una respuesta. Pero no la hubo.
Dejó las borrajas sobre la encimera y se acercó al salón por si la abuela se había quedado dormida en su mecedora. No estaba allí.
—¿Madre? —Conchita aceleró el paso hacia el dormitorio—. ¿Hola? —dijo, abriendo la puerta abruptamente, como de costumbre.
La abuela estaba en la cama, medio dormida, los ojos sombríos e hinchados. Parecía pequeña y delicada. Khira, que dormitaba plácidamente a su lado, alzó las orejas y lanzó un gruñido lastimero al ver a Conchita.
«Madre, qué desvalida estás», pensó Conchita, acostumbrada a verla siempre moverse enérgicamente de un lado para otro. Nunca había visto a su madre con un aspecto tan vulnerable.
—¿Qué ha pasado? ¿Es una gripe? —preguntó Conchita, sentándose en una silla junto a la cama de su madre. Los ojos de la abuela, ahora sin sus grandes gafas, denotaban agotamiento. Estaba muy delgada y alarmantemente pálida. Su pecho se movía lentamente con cada respiración, emitiendo sonoros silbidos.
«Quemaré todo el tabaco que encuentre en esta casa».
—Madre —susurró Conchita, inclinándose hacia ella.
La abuela abrió los ojos poco a poco y los dirigió hacia Conchita.
—Hola —murmuró con esfuerzo.
—¿Qué te pasa, madre? —preguntó Conchita.
—Estoy bien, hija, sólo un poco cansada, anoche no dormí muy bien —dijo con lentitud. Tosió—. No te preocupes. ¿Dónde está Honorato? Deberías salir a dar un paseo con él, seguro que hace un día precioso.
Conchita respiró hondo, con aire displicente.
—Madre, ¿dónde están los cigarrillos? Te he repetido un millón de veces lo mismo que el médico: no puedes fumar, sólo consigues empeorar tu estado.
—Moriré con o sin ellos, ¿qué más da de lo que se muera una? —dijo la abuela, arqueando una ceja—. No te esperaba hoy, hija.
Más tranquila, Conchita apoyó la espalda en su silla.
—Te he traído la leche y la verdura que me pediste —dijo—. Las lechugas son frescas, uno de los trabajadores acaba de recogerlas. Ha sido un invierno muy cálido.
Resultaba extraño hablar del tiempo con la abuela mientras ésta presentaba un aspecto tan débil, pero así era su relación. Años de trabajo y reuniones familiares demasiado oficiales habían dejado a los sentimientos aparcados, escondidos detrás de la rutina diaria. Su madre no tenía ni fotografías suyas en su dormitorio, sólo de María y de Pilar y sus hijos. En las paredes sólo había un cuadro, del seco y agreste paisaje aragonés. El resto de la habitación era de un blanco impecable, como si hubiese querido borrar todos los recuerdos en su espacio más íntimo. El resto de la casa era todo lo contrario, cálida, llena de recuerdos, cazos de cobre colgando del techo de la cocina, flores secas en los rincones y acogedores cojines y mantas hechas a mano sobre los sillones y sofás. Conchita pensó en la generación de su madre; muchos habían borrado sus recuerdos, se habían deshecho de cartas, libros y de cualquier bien personal relacionado con su juventud, los turbulentos años antes de la guerra.
«Esta generación quiere olvidar su pasado. No los culpo».
Conchita observó el vaso de agua sobre la mesilla.
—¿Dónde tienes las medicinas? —preguntó, esperando la típica respuesta de la abuela: «No necesito medicamentos».
—En el armario de la cocina —contestó.
Conchita se volvió hacia su madre, sorprendida por que reconociera que necesitaba ayuda. Podía contar las veces que su madre le había mostrado el menor signo de vulnerabilidad. La abuela nunca necesitaba nada, siempre minimizaba los problemas; cualquier contratiempo no era nada, seguro que el tiempo lo resolvería.
—Ahora mismo las traigo —dijo Conchita, ya camino de la cocina.
«Es fuerte como una roca, pero nadie se escapa de los efectos del maldito tabaco. No la dejaré tranquila hasta que lo deje».
Conchita recogió en el salón otro cenicero lleno de colillas y lo vació en la basura.
De vuelta al dormitorio, Conchita ayudó a su madre a tomar dos pastillas con un poco de agua. La casa estaba en silencio, sólo se oían los pájaros y los pollitos y gallinas del corral del jardín. Conchita abrió un poco la ventana y un hermoso pájaro se posó en el alféizar, poniéndose a cantar como si fuese un día de primavera en vez de una fría mañana de diciembre. La abuela sonrió y, mostrando un poco más de energía, se incorporó, apoyando la espalda en la almohada.
—Últimamente he estado un poco cansada —dijo.
Aparte de la visita semanal de rigor, cuando Conchita le traía un poco de comida y aceite, madre e hija se veían dos o tres veces por semana para hablar del tiempo, la cosecha, de María, Pilar, los nietos y poco más. Los encuentros se animaban cuando Soledad se les unía, pero aun así, los muchos años de distanciamiento entre madre e hija siempre pesaban.
Las dos habían trabajado toda su vida y les resultaba difícil relajarse, por lo que su contacto con otras personas era a menudo tenso y fugaz. Siempre andaban con prisas, a pesar de las advertencias de Soledad, que sufría por su salud y por su falta de descanso. Pero Basilisa y Conchita sólo paraban cuando el cuerpo no podía más y les obligaba a meterse en la cama, exhaustas, como le ocurría ahora a la abuela. Madre e hija sólo conocían dos velocidades: encendida o apagada.
—No puedo creer que sigas fumando —reprendió Conchita a su madre—. Buscaré por toda la casa, a ver cuántos cigarrillos encuentro. Y le diré al de la tienda que deje de vendértelos. No volverás a fumar, ¿queda claro?
La abuela Basilisa miraba hacia otro lado, triste. Se recostó en la cama, respiró hondo y cerró los ojos.
Conchita la oía respirar prácticamente desde la puerta cuando inició su caza de tabaco.
—No toques nada —le advirtió la abuela, pero con un tono tan bajo que Conchita, ya abriendo los armarios del salón, no la oyó. Allí encontró un paquete, y dos más en la pequeña mesa junto a la mecedora, aparte de otros tres, enteros, escondidos detrás de los geranios de la cocina. En total, seis paquetes de Ducados.
«Al menos podría fumar algo mejor. Esto era lo que yo fumaba en los aseos del colegio, escondiéndome de las monjas, hace cincuenta años, cuando los Marlboro sólo existían en Hollywood».
Conchita estaba a punto de volver al cuarto de su madre, cuando se dio cuenta de que todavía no había mirado en la habitación de invitados, donde no tardó en localizar otro cenicero medio lleno y una botella de vino junto a la cama. Abrió la ventana para ventilar la habitación e, intrigada, paseó la mirada por el pequeño cuarto, incapaz de imaginarse a su madre allí, fumando y bebiendo sola. La abuela Basilisa casi nunca bebía y, por lo que ella sabía, hacía mucho que no tenía invitados. Conchita se quedó mirando el cenicero y la botella de Faustino V, todavía medio llena. Se acercó a la mesa, donde encontró un billete de avión. Era de British Airways, a nombre de María de la Vega y fechado el sábado 7 de noviembre. Eso fue hacía un mes, más o menos, unas tres semanas antes de la matanza. Recordó que María había estado en Londres, pero ahora resulta que había estado en Belchite entre su viaje a Londres y la matanza. ¿Por qué no se lo había dicho?
Conchita dejó caer los brazos con el billete aún en la mano. Alzó la cabeza y miró por la ventana. «¿Qué me esconden? Seguro que María le trae todos esos cigarrillos y la incita a la bebida. Esa niña sólo trae problemas. Es una irresponsable y por éstas que se va a enterar. Son las dos como adolescentes, se ríen a mis espaldas».
La rabia de Conchita fue creciendo a medida que se imaginaba una conspiración entre su madre y su hija contra ella. El mismo pajarito negro de antes se posó esta vez en la ventana del pequeño cuarto y de nuevo se puso a cantar. Conchita intentó golpearlo con el billete de avión, pero la criatura salió volando un segundo antes.
«Me he pasado la vida trabajando. Cuido de mi marido, que no me ayuda en nada. Luego, tengo que gestionar a doscientos trabajadores que sólo quieren más dinero, más vacaciones y menos trabajo, ya que mis dos hijas no pueden, o no quieren, llevar el negocio. A María ni siquiera la veo, y encima tengo que encargarme de todos los preparativos de su boda. ¿Se preocupa ella del color de las flores? ¡Qué va! ¿Qué flores iba a tener si no me preocupara yo? Y Pilar sólo parece tener tiempo para mimar todavía más a sus hijos —que Dios nos ayude si hereda ella el negocio—. Ojalá hubiese tenido un hijo. Pero con este marido que tengo, que siempre está malo, quejándose o cansado, ¿cómo iba a quedarme embarazada otra vez? Y todo lo que hago, ¿para qué? ¡Para nada! ¿Qué ayuda tengo? Ninguna. ¿Y a qué se dedican mi madre y mi hija? A conspirar, a beber y a fumar a mis espaldas. Después de todo lo que me preocupo por ellas y del millón de veces que les he prohibido fumar. ¿Les importa? ¿Quiénes se creen que son? Ya me oirán, ya. Ahora iré a por el médico, pero luego llamaré a María, tiene mucho que explicarme».
Conchita tiró el billete de avión a la papelera que había junto a la mesilla. Cuando ya había dado un paso hacia la puerta, se detuvo en seco, retrocedió y volvió a mirar dentro de la papelera. Había una carta.
Estiró el cuello y vio una página manuscrita. Parecía la letra grande y redondeada de su madre, aunque nunca había visto a la abuela escribir una carta, sólo tarjetas navideñas para la familia y los amigos. Esto parecía más personal, una carta de verdad.
No pudo reprimirse y cogió la carta.
Se sintió extraña al hacerlo, pues había repetido mil veces a sus hijas que husmear en los asuntos de los demás estaba mal. Titubeó un instante, pero ojeó rápidamente la página para cazar algunas palabras, como quien no quiere la cosa. Leyó: «Querido Juan».
El corazón le dio un brinco.
«¡Juan! ¡Ése es mi padre! ¿Juan Roso? ¿Sigue vivo?».
Abrió mucho los ojos y sintió que una fría tensión se adueñaba de su cuerpo. Con manos temblorosas, sin siquiera pensar en que su madre podría despertarse y verla a través de la puerta medio abierta, Conchita dejó los paquetes de cigarrillos sobre la cama y se sentó lentamente.
Juan Roso
Paseo Maragall, 81
La Habana
Isla de Cuba
Belchite, 15 de noviembre de 2006
Querido Juan:
Después de tantos años, ya no necesitamos demasiadas palabras. Gracias por tus cartas, que lamento no haber contestado. Como puedes imaginar, la vida no fue nada fácil tras tu marcha. Mis padres fueron asesinados y tuve que encargarme de todo, rodeada de miseria, pero sobreviví.
Te escribo ahora para hacerte saber que, después de todos estos años, al fin he roto mi silencio y he hablado de ti a mi familia; a nuestra familia. Tenemos una hija, Juan, se llama Conchita y nació nueve meses después de la noche que te fuiste. Ha sido una buena hija, nunca ha causado problemas y siempre me ha ayudado en la casa y en el campo, del que, por cierto, se ha encargado durante los últimos años. Yo ya soy demasiado vieja para hacerme cargo.
Se casó con Honorato, un oficial del Ejército, un hombre bastante serio y distante. No estoy segura de que sean muy felices, pero nuestra hija es fuerte, se defiende bien. Es como tú, lleva las cosas por dentro.
Han tenido dos hijas, Pilar, la mayor, y María, a quien quiero con toda el alma. Vino a verme el otro día, creo que porque estaba un poco nerviosa. Está a punto de casarse y parece que necesita ayuda, así que le conté nuestra historia, lo que compartimos una vez. No estoy segura del amor que siente por su prometido, así que pensé que ya era hora de que alguien supiera nuestra verdad. Quizá le sirva de ayuda. Espero que algún día pueda disfrutar de lo que tú y yo tuvimos, pero que le dure mucho más. Yo no lo pude retener, y creo que nuestra hija ni lo ha conocido. No quiero que una tercera generación tropiece en la misma piedra.
Ahora estoy en la cama, vieja y cansada. Sólo quería que supieras que, durante todos estos años, no ha pasado un día en el que no haya pensado en ti, en tus ojos, tus fuertes brazos, el calor de tu cuerpo contra el mío. Saber que la felicidad existe, aunque sólo la disfrutara junto a ti, me dio fuerza para seguir adelante durante estos duros, largos y solitarios años.
Deseo de corazón que estés bien y hayas sido feliz.
Tuya, siempre,
Basilisa
Conchita contuvo el aliento durante un instante y se echó una mano a la boca. Sin darse cuenta, dejó caer el papel en el suelo. Se quedó inmóvil, los ojos cerrados. El rostro se le puso más pálido con el paso de cada segundo.
«¿Mi padre sigue vivo? ¿En Cuba? ¿Por qué no ha venido a buscarnos? ¿Cómo es? Pobre madre. Una vida de sufrimiento en silencio. Que Dios la bendiga».
Volvió a leer la carta.
«¿Una buena hija? ¿Que no está segura de mi felicidad? ¿Qué es lo que no he conocido? ¿Y Soledad? Debe de saber todo esto… Las dos me lo han ocultado a lo largo de todos estos años, ¿por qué?».
Sin palabras, paseó la mirada por la habitación sin saber muy bien qué hacer, hasta que vio el vino. Sin pensárselo dos veces, cogió la botella y le dio un buen trago. Volvió a leer la carta, una y dos veces más.
«¿Qué pasa con la boda de María? ¿Qué error? ¿María no está enamorada?».
Una fuerte tos de la abuela interrumpió el torrencial de preguntas que atormentaba a Conchita.
—¡Madre! —dijo levantándose, recordando su frágil estado. Antes de abandonar la pequeña habitación, pensó rápidamente que, dado el estado de su madre, lo mejor sería dejar la carta donde la había encontrado para no dejar pistas. Se frotó los ojos con el diminuto pañuelo que siempre llevaba en la manga y volvió junto a su madre.
«Será mejor dejar las cosas como están, al menos por ahora. Tengo que pensar mucho sobre esto. Quizá debería hablar primero con María; no puedo creer que no me haya dicho nada, esa chica no confía en su madre… Qué poco sabe de la vida. Algún día aprenderá, y será por las malas».
Conchita entró en la habitación de su madre sin decir palabra. Khira seguía lealmente recostada junto a la abuela. Se sentó en la cama y miró a su madre, que no se percató del desconcierto que irradiaba su cara.
—¿Qué hacías? —preguntó la abuela Basilisa con voz débil.
Conchita no podía ver a su madre con los mismos ojos, pero se esforzó por aparentar normalidad.
—Recoger tus cigarrillos, madre. —Cogió un paño blanco de la mesilla, lo humedeció con un poco de agua y lo colocó sobre la frente de la abuela—. Esto te aliviará.
Se sorprendió por el tono tan dulce que salió de sus labios. Su madre, de repente, parecía una persona nueva y ya no sentía que cuidar de ella fuera sólo una obligación. Por primera vez en muchos años, Conchita sintió una estima honesta y profunda hacia su madre. No se había sentido tan cerca de nadie, o tan necesitada por alguien, desde que sus hijas eran niñas.
«No saben lo que me preocupo por ellas».
Conchita se inclinó hacia la cama y acarició la cabeza de su madre con ternura.
«¿Por qué me lo has ocultado todos estos años? Podríamos haber estado muy unidas».
Mientras la abuela se quedaba dormida, Conchita observó el agotamiento en la cara arrugada de su madre, los años de sufrimiento.
«Ha escondido su corazón toda la vida, pero claro que lo tiene, y muy grande, por fin puedo ver a la mujer que hay detrás de mi madre. Podríamos habernos apoyado tanto, la una a la otra, en vez de luchar contra el mundo por separado, como Don Quijotes, solitarias, y también un poco locas. Si tan sólo hubiese confiado en mí, su única hija, su única familia directa, podríamos haber compartido tanto… Podría haberme ayudado, como yo ayudo a mis hijas, todos esos detalles para los que sólo las madres tienen tiempo».
Conchita miró los brazos de la abuela, que reposaban fuera del edredón. Estaban curtidos y desgastados, después de tantos años trabajando en el campo bajo el sol. «Es una mujer muy fuerte. ¿En qué se apoyó? Yo estoy tan sola como ella, pero al menos me queda la religión. Ella no cree en nada, que yo sepa, aunque no hemos hablado mucho. Acude a misa los domingos, pero me parece que por costumbre, más que por creencia. ¿De dónde saca el valor? Quizá pueda ayudarla. Es posible que aún tengamos unos preciosos años por delante, ahora que empiezo a comprenderla. Pero debió contarme todo esto hace años. Cuánto tiempo desperdiciado».
Conchita sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.
Aún dormida, la abuela empezó a toser de nuevo. Conchita se irguió e hizo un esfuerzo por pensar con claridad.
—Llamaré al médico —dijo, recuperando su tono firme.
Se santiguó y salió de la habitación.