María escuchaba tranquilamente el Jingle Bells que un músico producía en su arpa. Mientras, con uno de sus dedos, alargados y de piel morena, acariciaba una copa de Pinot Grigio, como si intentara seducirla, dibujando lentamente sus contornos. A veces sentía que no podía seducir a nadie, ni siquiera a su propio novio.
Suspiró y miró alrededor del vestíbulo del Hilton de Islington, dominado por un alto y recargado árbol navideño y un Papá Noel que daba la bienvenida a los huéspedes. Era una fría noche de diciembre y acababa de llegar a Londres.
María observó al arpista, ahora tomándose un descanso, aunque nadie pareció percatarse. El hotel servía mayoritariamente a una clientela de negocios, hombres elegantemente trajeados, entrando y saliendo siempre con prisa, siempre al teléfono.
Sentada en un cómodo sillón en el bar, mientras esperaba un sándwich, María pensaba en la boda, el almacén, las confesiones de la abuela y, sobre todo, en el beso de Nell. Había pasado casi un mes desde entonces y no había sido capaz de quitárselo de la cabeza.
Hambrienta, María se comió su panini mientras contemplaba el trasiego del hotel. Observó a los ejecutivos con sus compras navideñas, paquetes lujosamente envueltos, probablemente llenos de objetos innecesarios. La familia de María no hacía regalos de ese estilo, envueltos con ilusión en preciosas cajas, con una tarjeta escrita con cariño. Por Navidad, y desde hacía unos quince años, sus padres les regalaban a ella y a su hermana un sobre con algo de dinero, una modesta cantidad. María correspondía con un pequeño detalle, un libro o una bufanda.
María no había disfrutado de la Navidad desde que era niña, cuando construía pequeñas casas para sus muñecas en lo alto de los árboles del jardín. Ella misma les confeccionaba sus pequeños vestidos, con la ayuda de la abuela, que siempre le regalaba tejidos exóticos para el aguinaldo el día veinticuatro. Juntas, las dos pasaban horas cosiendo, preparando todo tipo de trajes de fantasía, y usando los retales que sobraban para dar un toque de color al Belén o al árbol. Esos momentos constituían sus mejores recuerdos navideños. Después, todo empeoró, sobre todo a partir de que su padre tuviera una aventura con otra mujer, cuando María tenía unos trece años. Como si fuera ayer, María recordaba las silenciosas comidas de Navidad, los tristes y pobres adornos en la casa, y los villancicos gregorianos, lentos y deprimentes, que su madre ponía en el tocadiscos. Durante muchos años, se pasó la mayor parte de las Navidades encerrada en su habitación, diciendo que tenía que estudiar. Además, los Reyes Magos nunca le trajeron la bicicleta que les pedía año tras año. «Las bicis sólo son para los niños», le decía su madre cada vez que le preguntaba por qué los Reyes ignoraban sus deseos. En su lugar, solía recibir pequeñas estatuillas de cerámica del Niño Jesús y de la Virgen María, o un disfraz de princesa o de bailarina que nunca se ponía.
«Odio la Navidad», pensó María cuando el Santa Claus del hotel le esbozó una sonrisa, que ella devolvió con una mueca. Papá Noel ya no la volvió a mirar.
María deseaba que llegase el día siguiente para ver a Nell. Desde que se besaron la noche de la fiesta, y a pesar de lo bebida que estaba, María tenía un buen recuerdo de Nell, de su piso y de su gata, Pepa. También le encantaba pensar en su nueva aventura londinense, le daba un poco de chispa a su vida rutinaria y predecible.
«Soy una tonta. Seguro que Nell ni recuerda el beso».
Ambas habían hablado alguna vez por teléfono desde entonces, pero sin mencionar la fiesta en absoluto. Habían comentado las propiedades que Patrick, el agente de María en Londres, había seleccionado después de descartar el edificio de Brewery Road. Patrick y Nell habían estudiado nuevas ubicaciones y habían mantenido a María al corriente. Ahora, María estaba en Londres para mirar un par de edificios y para negociar bien los requisitos del ayuntamiento antes de presentar una nueva propuesta.
Su BlackBerry, casi siempre en «Silencio», se iluminó; era Jordi, camino de su misa diaria en el club.
«Si pasara menos tiempo en la iglesia y más hablando con la gente, entendería mejor la naturaleza humana y seríamos una pareja normal».
María había intentado convencer a Jordi para que fuese con ella a Londres y así pasar juntos el fin de semana, pero éste había rechazado la idea con el fin de evitar cualquier tentación. Reservar habitaciones separadas apenas a cuatro meses de la boda no tenía demasiado sentido, y compartir habitación durante toda una noche, menos aún, le había dicho.
«¿Qué tiene la tentación de malo? No podemos luchar contra la naturaleza», pensó, recordando las palabras de su abuela.
María pensó en el lascivo beso de las dos mujeres en la fiesta de Nell. «¿Cuándo me tocará a mí?».
Terminó el sándwich y subió a su habitación. Sentada en una amplia cama doble, sacó de su cartera el trozo de papel donde Nell había apuntado su móvil. Pensativa, se acercó a la ventana y luego al teléfono de la mesilla. No era demasiado tarde para llamar.
Pasaron unos segundos.
«Seguro que no le molestó el beso, y yo, aquí, nerviosa por una llamada de trabajo».
Finalmente marcó el número con dedos ligeramente temblorosos y la respiración acelerada. Tenían que concertar la hora de la reunión, ya que Nell estaba pendiente de confirmar otra.
María colgó después del primer tono de llamada; se sentía avergonzada. Le resultaba más fácil llamar a Nell desde Barcelona, protegida por la distancia.
Volvió a acercarse a la ventana, perdiendo la mirada en el bullicio de Upper Street.
«¿Y si se comporta de forma fría y distante y el negocio se va al traste? ¿Y si piensa que no soy más que una idiota que perdió los papeles después de unas copas? Después de todo lo que le conté sobre Jordi, ahora conoce mis secretos más íntimos. Debí callarme. Soy una idiota, pero he de ser profesional».
Volvió a marcar el número y, después de unos tonos, se activó el buzón de voz de Nell, dulce y educado. María dejó un rápido y torpe mensaje.
«¿Para qué me preocupo tanto? Nell es una persona adorable, no hay nada que temer».
Aliviada, María se preparó un baño caliente y espumoso, en el que esperaba terminar La profecía Celestina, un best seller americano de autoayuda que había comprado en algún aeropuerto. Sumida bajo la espuma, y a la luz de dos velas, se quedó embelesada con una larga descripción de un cuerpo desnudo de mujer; María nunca se había parado a pensar en la belleza femenina como tal, sobre todo comparada con el más abrupto cuerpo masculino. Despacio, elevó ligeramente su estómago sobre el agua y lo observó, era plano, brillante y moreno. Lo acarició lentamente.
«Tanto esfuerzo para mantenerme delgada y en forma y nadie me pone un dedo encima. ¿Cuándo, Jordi? ¿Cuándo?».
Relajada, aunque con cierto sentimiento de soledad, María se acostó y no tardó en quedarse dormida.
El sonido del móvil la despertó media hora después. Enseguida recordó que estaba en Londres y el corazón le dio un vuelco ante la posibilidad de que fuera Nell.
—¿Hola? —balbuceó.
—Hola, María, soy Nell. Lo siento, espero que no sea demasiado tarde para llamar —dijo Nell lentamente.
—En absoluto. —Eran las diez y media, María lo vio en el reloj del televisor. Se arrebujó bajo el edredón de plumas, sonriente.
«Nell».
—¿Cómo estás? Gracias por llamar —dijo María con toda la suavidad que pudo. La voz de Nell le traía tranquilidad.
—Perdona que no haya oído tu llamada antes, estaba en el pub. —Parecía feliz—. ¿Dónde estás?
—Estoy en un hotel, en Islington. Llegué hace un par de horas. —No sabía qué más decir—. He dado un paseo por la calle; estaba muy animado todo, con las luces de Navidad y las tiendas abiertas hasta tarde, pero he vuelto pronto. Estaba cansada.
Nell rió.
—¿Cansada de las tiendas? ¿Una banquera como tú? Eso no me lo creo —bromeó.
—Gracias —dijo María, seca. No le gustaba dar una imagen de banquera solitaria, comprando a todas horas. Era una noche fría, estaba en un hotel lejos de casa y sus fantasías se habían disparado en el baño porque su novio no quería ni tocarla.
Nell continuó:
—Bueno, mañana tenemos una reunión para ver el edificio de Correos, ¿no?
—Sí —respondió María, todavía monosilábica.
—Vale. Me han puesto la otra reunión a las nueve de la mañana, así que podría verte a las once, porque por la tarde tengo otro compromiso. ¿Te va bien?
—Sí, a las once está bien —aceptó María—. ¿En vuestras oficinas de Upper Street?
—Perfecto. —Nell dejó pasar un par de segundos—. Que duermas bien. Nos vemos mañana.
—Sí —dijo María con un tono más brusco de lo que pretendía—. Hasta mañana.
María colgó y se cubrió la cabeza con el edredón. Se abrazó a la almohada.
«Qué fría es. No le habría costado nada preguntar si he tenido un buen viaje o algo similar. Para ella esto es sólo otra transacción, probablemente ni se acuerda del beso. Son ingleses. Son racionales. Mejor será cerrar el trato y volver a casa».
Volvió a coger el libro, que básicamente postulaba que nunca nada pasa por casualidad; hasta el menor detalle en nuestras vidas constituye una señal, un paso que nos marca la dirección que debemos tomar. Y es responsabilidad de cada uno estar pendiente de esas señales, y analizar su significado, ya que ignorarlas puede llevarnos en una dirección equivocada.
«¿Fue ese beso alguna señal? ¿Ha aportado algo a mi vida? ¿Quizá me ha hecho más abierta, porque me estoy cerrando con Jordi y sus amigos?».
Cansada, María pensó que igual el libro era pura basura. «Si tuviese que creer todo lo que está escrito, ¿dónde acabaría?».
María nunca había escuchado a Melissa Etheridge, no sabía quién era.
—¿En serio? —dijo Nell, sorprendida, al volante de su coche—. ¡Es un icono gay!
—¿Y qué sé yo de los iconos gays? —sonrió María—. Te recuerdo que me caso en abril, y no puedo sentirme más feliz al respecto.
María pronunció esas últimas palabras con tan poca convicción que no pudo mirar a Nell a los ojos mientras terminaba la frase. Nell la miró de reojo, no dijo nada y siguió conduciendo. Tras un breve pero tenso encuentro en las oficinas de Upper Street —¿cuántos besos hay que dar, uno, dos?—, las dos mujeres se dirigieron hacia Liverpool Road, donde Nell tenía aparcado su viejo Ford Fiesta azul. El coche le recordó a María esas antiguas comedias inglesas que tantas carcajadas le provocaron en su juventud, como Los jóvenes o El nido de Robin. María, inspirada por Soledad, siempre había tenido debilidad por el humor inglés.
María observó a Nell. Esta vez tenía el pelo más corto y un poco más de punta, lo que le daba un aspecto más vivo y despierto. Su piel seguía igual de pálida y sus ojos destellaban el mismo azul mediterráneo que tanto la impresionó la primera vez. Eran igual que los de la abuela. Le inspiraban la misma paz.
—Gracias por enseñarme el edificio de Correos —dijo María mientras esperaban en un semáforo—. Sé que tienes tus reservas, pero aun así me gustaría echarle un vistazo. Te podría explicar un poco mejor nuestros planes.
—Está bien. —Nell siguió conduciendo lentamente—. Está al final de la calle, pero te enseñaré la zona para que veas que no miento; Barnsbury está lleno de edificios de época y verás el contraste brutal que supondría el edificio moderno que propones. Sé que a los residentes no les gustará en absoluto. Pero, como has insistido tanto, aquí estamos.
María miró a Nell.
—Gracias —dijo, observando una hermosa plaza por la ventanilla—. ¿Dónde estamos?
—En Londsdale Square, una de las mejores plazas de Islington, con uno de los mejores pubs.
—Habrá que comprobarlo —propuso María, ya más relajada en presencia de Nell.
—Me encanta ese pub, es agradable y limpio, se come bien y en invierno encienden las chimeneas, lo que le da un aire muy acogedor. Compartir allí una buena botella de vino con una amiga es una de mis actividades favoritas —dijo Nell, animada.
«También sería una de las mías si tan sólo fuese capaz de arrancar a mi novio de su despacho, su iglesia y su fútbol».
María bajó un poco la ventanilla para sentir el aire fresco. Era una mañana fría y nublada, pero al menos no llovía. Le encantaban la tranquilidad de las calles, el olor de las chimeneas, el aire limpio. Admiró las verjas de hierro negro, las farolas victorianas y la sensación general de paz —muy diferente de la ruidosa calle Aribau, donde todo eran prisas y bocinazos—. Nell se fundía bien en ese ambiente, con sus modales tranquilos y educados, su voz cálida y segura, sus tonos apagados. María miró a su alrededor, sintió que estaba en las antípodas de Belchite. «Por eso me gusta tanto».
Nell observó a María, perdida en sus pensamientos, y se dio cuenta de que no llevaba abrochado el cinturón.
—Tienes el cinturón justo a tu lado. Disculpa, puede que esté un poco escondido —dijo, moviendo el brazo izquierdo para buscarlo.
La mano de Nell se encontró con la de María mientras ambas se afanaban en la operación; el contacto le produjo un ligero calambre a María, que se sorprendió ante la visión de las dos manos juntas. La de Nell era tan pálida y delicada que hasta podía ver sus venas. Las suyas, en cambio, eran fuertes y morenas. Era todo un contraste verlas juntas, parecían salidas de mundos diferentes.
Nell apartó la mano para cambiar de marcha.
María volvió a mirar por la ventanilla y contempló las hileras de casas blancas, perfectamente alineadas a lo largo de Gibson Square, donde finalmente aparcaron.
—Qué casas más bonitas —dijo María al salir del coche.
—Valen más de un millón de libras —respondió Nell rápidamente—. Estamos justo detrás de la oficina de Correos —dijo, mientras empezaba a andar—. Como te he dicho, estoy segura de que estos propietarios, cuyos jardines dan a Correos, harán todo lo posible para que no se instale ningún inquilino industrial en esta zona.
—No oirán más ruido del que ya tienen ahora con todas esas furgonetas de Correos entrando y saliendo todo el día —respondió María rápidamente.
—Sí, cierto —dijo Nell—. Pero la idea es mejorar la zona, reducir el tráfico. Tenéis que presentar un plan realmente excepcional para convencer al ayuntamiento y a los residentes. Son un grupo de activistas de clase media-alta muy agresivos, créeme.
—Seguro que negociarán —afirmó María, confiada.
—Estos millonarios negocian poco. Lo he intentado muchas veces, pero están acostumbrados a salirse con la suya —replicó Nell al llegar a Moon Street—. En fin, te enseñaré el interior de la zona.
Nell miró a María mientras caminaban, observando su calzado, fuerte y cómodo, y su ropa más informal. María había dejado atrás su traje y los zapatos de tacón.
—Hoy ya vas más cómoda —dijo Nell—. Es bueno para combatir este frío —sonrió.
A María no le gustaba que le hicieran comentarios sobre su manera de vestir, le recordaban demasiado a su madre, lo que nunca era bueno.
—Hay que variar —repuso a la defensiva—. A veces me pongo tacones, y otras, me apetece llevar unos Camper.
—Ah, los Camper, aquí están muy de moda, pero son muy caros —dijo Nell.
—Llevo Camper desde que trepaba por los árboles de pequeña —comentó María, ante la sorpresa de Nell. «Pensabas que no era más que una banquera pija, ¿eh?».
Entraron a la oficina de Correos por el patio que unía los tres edificios principales. María paseó la mirada a su alrededor.
—Fantástico. —Se fijó en los portones de carga y enseguida los contó—. ¿Lo ves? Ocho puntos de carga y con mucho, mucho espacio para las furgonetas. Esto haría nuestro proceso rápido y ordenado.
—Sí —dijo Nell—. Pero el diseño que propones es demasiado funcional, el concejal de conservación seguro que se opondrá; recuerda que la mitad de Islington es zona patrimonial.
—Bueno, tampoco es que este edificio sea ahora ningún ejemplo de arquitectura —contestó María.
—Por eso queremos mejorarlo —repuso Nell—. Además, el Plan General de Islington dice que todas las industrias deben ubicarse en la zona de Brewery Road.
«Ya ha salido el dichoso Plan General». María recordó cómo unos meses atrás casi se quedó dormida leyendo páginas y páginas de aburridísimas directrices urbanísticas en Islington.
—Seguro que podemos negociar el diseño, especialmente en la fachada de Upper Street —dijo María—. Además, sólo necesitamos uno de los tres edificios.
—Ya verás la reacción de los vecinos —insistió Nell, poco convencida—. Además, el ayuntamiento también necesita espacio para construir viviendas de protección oficial y este solar es perfecto para ello.
Las dos mujeres entraron en uno de los edificios.
—Me parece perfecto que el ayuntamiento quiera ofrecer viviendas económicas, pero ¿y si no hay empleos? —argumentó María—. Podrían construir pisos en los otros dos edificios y algunos de los residentes podrían trabajar para nosotros; crearíamos una comunidad.
—No creo yo que vuestra empresa tenga mucho interés en desarrollar comunidades —dijo Nell, desafiante.
El comentario decepcionó a María, quien había hablado muy en serio.
—Te equivocas —advirtió—. Queremos que nuestros trabajadores se sientan identificados con la empresa. Queremos manos preparadas que trabajen con mimo, igual que en nuestras instalaciones en Vilafranca. Nosotros tratamos las botellas de cava como si fuesen delicadas copas de vino. Nuestro producto es de alta calidad y tenemos una imagen que mantener. ¿Te imaginas a unos trabajadores mal pagados y mal formados en las bodegas Don Perignon? Nosotros tenemos el mismo cuidado.
Nell asintió. Las dos volvieron al patio.
—¿Qué cava producís, sec, semi o brut?
—Todos —dijo María, gratamente sorprendida por el conocimiento de Nell—. Pero nuestra especialidad es brut nature, de gama más alta.
Nell sonrió.
—Vamos hacia la fachada, en Upper Street, supongo que la viste ayer, ¿no?
—Sí, me acerqué, pero ya era de noche. Tengo que verla otra vez —dijo María.
Un par de minutos más tarde, las dos mujeres cruzaron al otro lado de Upper Street para ver el edificio en perspectiva. Se sentaron en un banco junto a la iglesia de Saint Mary’s, justo frente al edificio. Había salido el sol.
—¿Tienes frío? —preguntó Nell.
—No, estoy bien, gracias —respondió María, mirando a su alrededor, feliz de sentir el calor del sol en su rostro. Se fijó en el parque detrás de la iglesia y en un pequeño carrito que vendía café y bagels no lejos de allí—. ¿Tienes hambre? —preguntó a Nell, señalando al vendedor.
Minutos más tarde, y arropadas en sus abrigos, las dos se volvieron a sentar con un café y un bagel de queso cada una, bajo el agradable sol invernal, tranquilas, observando el bullicio de la calle.
—Esto nos vendría de maravilla —afirmó María, ilusionada con el proyecto—. Una fachada aquí nos ayudaría a mejorar la imagen de marca; venderíamos cavas selectos y comida gourmet, hay que erradicar la imagen del cava como producto barato, disponible en supermercados por 6,99 libras. El cava tendría que estar casi al mismo nivel que el champán.
—¿Por qué aquí es diferente? —preguntó Nell, dando un mordisco al bagel.
—Fue un error desde el principio. Lo sé por Jordi, mi novio —comentó María—. Cuando las dos mayores empresas de cava empezaron a exportar a Inglaterra, hace unos diez años, entraron en una guerra de precios que sólo sirvió para bajarlos todavía más. En España es diferente, las botellas baratas apenas nos dan beneficios, es la gama alta la que nos da de comer. Hay que expandir ese segmento en Inglaterra, donde el consumidor está dispuesto a pagar por buena calidad.
—Sin ánimo de ofender —dijo Nell al cabo de un momento—, pero ¿de verdad crees que un pequeño establecimiento en Islington va a cambiar la imagen del cava en todo un país?
María la miró fijamente.
—Por supuesto que no —admitió—. Esto es sólo el principio, pero en algún sitio hay que empezar.
—¿Qué más venderías en la tienda? —preguntó Nell, dando otro bocado al bagel.
—Almendras, nueces, aceite de oliva, morcillas… —A María le encantaba hablar de la comida española, la apreciaba y echaba de menos en los viajes al extranjero.
—¿Qué es una morcilla? —preguntó Nell.
María sonrió.
—Es una salchicha negra hecha con sangre de cerdo, mezclada con cebolla y arroz.
A Nell casi se le cayó el bagel de la mano.
—Agh —dijo, con repugnancia.
María enseguida cayó en la cuenta.
—Lo siento, olvidé que eras vegetariana.
—No pasa nada —dijo Nell con voz delicada.
—No te quiero ni imaginar en la matanza…
—¿Dónde?
—En la matanza. Nosotros… —Hizo una pausa—. Me parece que no te gustará.
—No, cuenta, cuenta, ahora tengo curiosidad. ¿Qué matanza?
—En mi familia, nos juntamos una vez al año para matar a un cerdo y hacer jamones, chorizo, carne y otros productos, como morcillas, que duran el resto del invierno —contó—. En España se celebra desde hace siglos.
—¿Y cómo matáis al cerdo? —preguntó Nell, alejando su bagel con el brazo.
—Un hombre del pueblo lo acuchilla por la yugular, delante de toda la familia. —María hizo una pausa, dándose cuenta, por primera vez, de la brutalidad de la escena. En Belchite tenía más sentido, pero así, explicado en Londres, parecía una auténtica barbaridad.
Nell estaba estupefacta.
—¿Lo celebráis en Belchite?
A María le sorprendió que Nell recordara su pueblo.
—Sí, de hecho fue la semana pasada.
—¿Y a ti te gusta?
María se entristeció al recordar las morcillas reventando en la cacerola.
—No.
Nell la miró con curiosidad, antes de que María continuara.
—Mi madre siempre se queja de lo mal que cocino y, de hecho, siempre acabo haciendo algo mal. Este año he vuelto a romper las morcillas. Fue un desastre. Mi madre y mi abuela las habían preparado durante dos días y a mí me hizo falta un momento para destrozarlas —dijo con los labios apretados.
Nell se rió.
—Lo siento —se disculpó al ver la seriedad en la cara de María.
—No conoces a mi madre, no tiene gracia —respondió.
—La banca es mejor que matar cerdos, ¿eh? —comentó Nell, divertida.
—Sin duda.
Ambas sonrieron y se recostaron en el banco, mirando el vaivén de la gente por la calle.
—¿A qué se dedican tus padres en Belchite?
—Tienen una pequeña empresa de aceite de oliva. —A María no le gustaba hablar del negocio familiar y siempre lo minimizaba, como si no fuera con ella—. Es local, o regional, pero no exportamos. Mis padres no saben una sola palabra de inglés. Se criaron en otros tiempos, ya sabes, con Franco nadie aprendía idiomas, había pocas relaciones internacionales.
—Me encanta el aceite de oliva —dijo Nell con interés—. ¿Y tú no trabajas nada en el negocio familiar?
María suspiró.
—No, es demasiado pequeño y tendría que vivir en Belchite, lo que no me apetece en absoluto. Es un pueblo pequeño, en medio de la nada, y en muchos aspectos se quedó anclado en la guerra. Es un lugar sombrío.
—Comprendo —aceptó Nell, mirando a María con los ojos bien abiertos—. Después de que tú me hablaras y de ver el programa de la BBC, he leído un libro de Paul Preston donde sale Belchite. Qué barbaridad.
María miró fijamente a Nell.
—¿Cómo es que te interesa tanto?
—Estudié historia en la universidad —dijo Nell—. Siempre me ha fascinado pensar los motivos por los que un país no puede superar su propio pasado.
María desvió la mirada.
—Pues estarías muy ocupada en España, desgraciadamente —comentó María—. En Belchite, desde luego, nadie habla de la guerra, aún quedan muchos resentimientos. —María calló un momento, recordando su última visita a casa de la abuela—. De hecho, mi abuela me contó algunas cosas hace poco.
—¿Estuvo allí, en Belchite, durante la guerra? ¿La hirieron? —preguntó Nell, muy interesada.
—No, ella sobrevivió, pero asesinaron a sus padres y ella encontró sus cadáveres. Es una historia horrible.
Nell respiró profundamente y puso su mano sobre la de María.
—¿Es la abuela cuyo amante se fue a Cuba?
María recordó que había mencionado a Juan Roso cuando se quedó en casa de Nell, apenas hacía un mes, después de la fiesta. —Tienes buena memoria— reconoció.
—Suelo escuchar —respondió Nell, bajando la mirada, su mano aún en contacto con la de María—. Es que me dio la impresión de que tenías muy buena relación con ella.
María asintió, mirando al vacío.
—Es una persona magnífica —dijo—. Tiene el corazón más grande del mundo.
María se metió las manos en los bolsillos, apretando los puños con fuerza, como si quisiera conservar el calor de la mano de Nell.
Nell la miró.
—Qué sitio tan interesante —comentó al fin—. Me encantaría visitarlo algún día. ¿Hay muchos turistas, algún museo?
—Nada, no hay nada, ni tampoco va nadie —respondió María—. Créeme, es un lugar muy lúgubre. Es increíble de ver, pero no hay museos, ni charlas, nada. El pueblo viejo está vallado porque es peligroso merodear entre las ruinas. La gente se cuela por alguna abertura en la parte de atrás, aunque ahora el actual alcalde quiere abrirlo.
—Sí, eso decía la BBC.
—Todavía falta mucho para tener perspectiva histórica; la gente no habla porque todavía hay miedo a las represalias, viejas heridas que nunca se han curado o crímenes que quedaron impunes —dijo María, triste—. Y así seguirá mientras haya supervivientes, pero cada vez quedan ya menos.
—Hay que hablar con ellos, urgentemente, antes de que se mueran —razonó Nell—. Yo no lo dudaría si se tratara de mi familia.
—Sí —dijo María—. Tienes razón.
Las dos mujeres permanecieron sentadas en silencio, absortas en sus pensamientos, ajenas al silencio que había entre ellas. Podían oír el viento, los coches y las conversaciones de la gente por la calle. Un hombre disfrazado de Papá Noel pasó frente a ellas, agitando una campana. Nell y María se miraron y sonrieron.
—Nada que ver con Belchite, ¿eh? —dijo Nell, guiñándole un ojo a María, antes de mirar el reloj—. ¡Mierda! ¡Tengo que irme! —exclamó inmediatamente—. El tiempo ha pasado volando. Tengo que estar en Camden en diez minutos. No voy a llegar.
Se levantó, seguida de María.
—No tengo tiempo de coger el coche. Tendré que ir en taxi.
María se apresuró al borde de la acera y enseguida paró a uno.
—Menos mal, muchas gracias —dijo Nell—. Lo siento, pero tengo que salir pitando. Te llamaré luego para quedar mañana para ver el otro edificio, ¿de acuerdo?
—Vale, no te preocupes. Vete.
Nell se metió rápidamente en el taxi y se fue, saludando a María con la mano mientras se alejaba.
María volvió a mirar el banco que habían compartido.
«Ojalá todos mis viajes de negocios fuesen como éste. Sentada en un banco en una agradable mañana, observando a la gente, mucho más interesante y divertido que comer en restaurantes de lujo con aburridos hombres de negocios, siempre hablando de lo mismo. Ojalá pudiese pasar el tiempo así con Jordi, sin hacer nada. Pero no hacemos más que ir a restaurantes, reuniones familiares y alguna vez al cine, siempre algo. Todo, menos estar juntos por el simple hecho de estar, de contemplar la vida sin más».
María volvió al hotel. Se sentía alegre, viva.