La abuela Basilisa era capaz de cortar cebollas a una velocidad que Conchita no había visto en ninguna otra parte. Sostenía la cebolla con una mano mientras con la otra, y sin el menor temblor, la cortaba en perfectos círculos. Luego pasaba el cuchillo en dirección contraria para, finalmente, hacerlo de arriba abajo, transformando la cebolla en diminutos cuadraditos en cuestión de segundos. Y luego otra, y otra más, durante media hora. Todo, sin una sola lágrima.
Conchita, sin embargo, lloraba como nadie; los ojos se le enrojecían sólo con mirar las docenas de cebollas que las dos mujeres ya habían picado.
—Madre, ¿no va siendo hora de comprar uno de esos robots de cocina? —dijo Conchita, mirando a su madre y casi cortándose un dedo en plena labor.
La abuela Basilisa ni la miró. Siguió a lo suyo.
—Ni hablar de la Thermomix —respondió, cogiendo otra cebolla del cesto—. Las máquinas nunca sustituirán la calidad del trabajo a mano.
Conchita se encogió de hombros y siguió picando, incapaz de contener las lágrimas.
—No entiendo por qué no lloras, como todo el mundo —comentó.
La abuela Basilisa paró y tomó aire con fuerza.
—Ya he llorado bastante durante mi vida.
El comentario sorprendió a Conchita, quien sólo había visto llorar a su madre una o dos veces, cuando era pequeña, y siempre de ira, nunca de tristeza. Conchita no pensaba que su madre hubiese derramado demasiadas lágrimas a lo largo de los años, a pesar de tener buenas razones para ello. Enfrentarse a la vida sin un marido, con una hija única de padre desconocido, en un pueblo pequeño y predispuesto al cotilleo, seguro que no había sido fácil.
Las dos guardaron silencio hasta que Soledad entró con un par de leños para reavivar el fuego de la cocina. Era un frío y nublado primer viernes de diciembre. Madre e hija apoyaron sus brazos cansados en la gran mesa de madera, en el centro de la cocina de Conchita. Por fin un descanso.
—Acabo de dar de comer a Pablito —dijo Soledad—. Apuesto que ya pesa ciento cincuenta kilos por lo menos.
—Este año nos van a salir jamones estupendos —comentó Conchita, orgullosa—. El cerdo del año pasado no era tan bueno, pero este año lo hemos alimentado mejor, así que tendremos chorizos y jamones durante meses, y semanas de carne fresca.
Sonriente, Conchita se sacudió las manos y empezó a preparar un poco de café. Mientras hervía el agua, miró alrededor de su cocina, iluminada por tres rayos de sol que se colaban por los grandes ventanales. Su madre seguía picando y echando cebollas en una gran cacerola, mientras Soledad inspeccionaba atentamente el arroz. Las tres mujeres, ocupadas y felices, se preparaban para el mejor día del año: la matanza.
«Me encanta el ambiente, tan lleno de vida, todo en estado puro. Matar para comer, y nada de esas tonterías sofisticadas de productos empaquetados de supermercado. Esto es real como la vida misma».
—Ahí está —exclamó Conchita al ver por la ventana a un hombre de mediana edad que se acercaba a la casa. Apagó el café, ya listo, y salió para recibir a Pepe, el único hombre del pueblo con suficiente técnica y agallas para matar al puerco todos los años.
—¡Hola, Pepe! —dijo Conchita mientras se secaba las manos en el delantal y le daba un beso en la mejilla—. ¿Te apetece pasar a tomar un café?
El hombre, alto, vestido con unos viejos pantalones de pana, un jersey de lana y una boina, sonrió.
—No, gracias. Tengo algunos recados pendientes.
Conchita observó su planta, fuerte, sus ojos azules y su rostro moreno, con barba de tres días. «Esto es un hombre, y no lo que tengo yo».
—No importa. Pero al menos acércate a ver a Pablito, quiero enseñarte cómo lo hemos cebado.
Los dos se encaminaron hacia el corral en la parte trasera del jardín.
—¿Estáis ya preparados para el gran día? —preguntó Pepe, frotándose las manos para entrar en calor.
—Sí, estamos picando cebollas para las morcillas y hemos ido al mercado esta mañana temprano para comprar el arroz y los pimientos —dijo Conchita, ilusionada.
—Qué ganas de probar las morcillas, aunque espero que sean mejores que las del año pasado; algunas se rompieron mientras las freíamos, ¿no? —comentó Pepe, medio en broma.
—No me recuerdes lo del año pasado. María, esta hija mía, no es capaz de hacer nada a derechas con las manos —replicó Conchita—. A ella le van más las finanzas. Ha salido a su padre, no a mí.
—Es una chica adorable, no seas dura con ella —dijo Pepe—. ¿Vendrá mañana con su novio?
—Sí, vendrán los dos, aunque no creo que les vaya mucho esto de la matanza, por desgracia —respondió Conchita, bajando la mirada—. ¡Estos chicos de ciudad! Esta juventud no para de comer chorizo y jamón sin saber siquiera de dónde salen.
Llegaron al corral y vieron al cerdo, ciertamente bien cebado, comiendo cereales de un generoso montón.
—Vaya con el bueno de Pablito —dijo Pepe, acercándose al animal. Parecía impresionado—. ¡Pero mira qué jamones tiene el bicho este, Jesús, María y José!
Conchita sonrió con modestia.
Pepe se acercó más, tratando de agarrar el hocico y ver el interior de la boca, pero Pablito se resistió, corriendo hacia el rincón opuesto del corral. Pepe le siguió, sigiloso, y después de varios intentos, al final consiguió ver lo que buscaba.
—Buenos colmillos, podré pasar bien la cuerda mañana —afirmó, regresando junto a Conchita.
—Estupendo, y luego, ¿te quedarás a comer con nosotros, como siempre?
—Me temo que no podré, desgraciadamente. Había pensado ir a la apertura del pueblo viejo —dijo Pepe, quitándose la boina y bajando la mirada.
Conchita le miró con sorpresa. «No sabía que te gustara la política, o que fueras rojo». Por lo que sabía, Pepe no era más que un campesino con gran traza para los animales, que vivía de las lechugas y verduras que cultivaba y que luego vendía en mercadillos regionales. Él y su mujer vivían en un pequeño piso del pueblo, salían a pasear todas las tardes y jugaban a las cartas o al dominó en el bar —no en el casino que Honorato y los demás “señores” de Belchite frecuentaban, sino un club social más amplio, mayoritariamente compuesto de trabajadores.
—Seguro que estarás al tanto de la apertura —comentó Pepe, moviendo su boina nerviosamente con las manos.
—Sí, claro —contestó Conchita—. Me alegra la coincidencia porque así mi madre y Soledad no podrán ir. Ya sabes, se hacen mayores y revivir el pasado no es bueno para ellas, ni para nadie.
—Creo que Soledad dijo que asistiría —dijo Pepe, cabizbajo.
Conchita suspiró.
—Que Dios nos coja confesados. —Respiró hondo.
Los dos volvieron en silencio a la casa, cómodos por la amistad de tantos años que les unía, pero también conscientes de estar en lados opuestos en un pueblo que insistía en las diferencias.
—Nos vemos por la mañana, a las nueve en punto para tomar un buen desayuno —dijo Conchita. Pepe asintió y, poniéndose de nuevo la boina, se marchó, sin mirar atrás.
«Ojalá esta apertura del pueblo viejo no cree ningún problema y no me fastidie la matanza».
Hacía horas que el sol había salido cuando Conchita vio a Jordi aparcar a Óscar junto a la casa. «Tarde, como siempre», pensó, echando una mirada al reloj de la cocina, que marcaba las diez. Unas veinticinco personas, entre vecinos y algunos trabajadores de la familia, ya estaban sentadas en una mesa alargada dispuesta en el jardín. Desayunaban bocadillos y brandi para acumular fuerzas.
—Buenos días a todos. —María saludó al grupo antes de entrar en la casa, seguida del siempre tímido Jordi. Conchita les observaba mientras vigilaba el arroz, que ya hervía en la cazuela. Hoy había que preparar muchos kilos de morcillas.
La joven pareja dejó sus bolsas en la entrada y apareció en la cocina para saludar a Conchita, quien les miró de pies a cabeza. «Ropas de marca y jerséis de cachemir. A quién se le ocurre. ¿Quién va a matar a un cerdo con un jersey de cachemir? Por Dios».
—Hay ropa vieja arriba, por si queréis cambiaros —sugirió.
María miró a Jordi.
—Ya estamos bien así, no te preocupes.
Conchita se encogió de hombros.
—Ya hemos empezado —dijo, seca—. A ver si pilláis algún bocadillo, aunque ya estarán fríos.
María miró a su madre, distante.
—Barcelona está a tres horas de aquí, acuérdate. Salimos muy temprano.
Conchita se volvió un instante para remover el arroz y luego volvió a mirar a su hija pequeña.
—¿Te acuerdas de lo que hay que hacer hoy?
—Sí, qué ganas tengo de ver sangre —dijo María, ganándose una rápida mirada de desaprobación de su madre.
La pareja salió al jardín para unirse a los demás.
«No lo comprenden. No comprenden esta tierra».
Ignacio e Inma, los hijos de Pilar, irrumpieron en la cocina instantes después.
—Abuela, abuela, ¿cuándo vamos a ir a por Pablito? —preguntó Ignacio con los ojos llenos de excitación. Pilar estaba detrás de su hijo de cinco años, trayendo algunas sobras del desayuno.
Conchita sonrió. «Por fin alguien en esta familia con mis genes, que sin duda se han saltado una generación». Se quitó el delantal, se estiró el moño y clavó la mirada en los inocentes ojos de su nieto.
—¿Estás preparado, Ignacio? —preguntó.
—¡Sí! —asintió el niño, ansioso.
—Pues hala.
Conchita y Pepe encabezaron el grupo hacia el corral. Entre todos rodearon la pequeña zona cercada, llena de paja, donde Pablito dormía plácidamente. Tras desperezarse y darse cuenta de la multitud a su alrededor, el cerdo se fue a la esquina más alejada, mirando suspicazmente a diestro y siniestro.
Cuando todo el mundo estuvo quieto, y después de casi un minuto de absoluto silencio, Pepe y tres hombres entraron sigilosamente en la cerca. Al cabo de unos segundos, Pepe alzó una mano y uno de los hombres trató de agarrar la retorcida cola del animal, provocando un gruñido. Pablito salió disparado hacia la otra esquina, donde empezó a golpear la verja con la cabeza. Otro hombre trató de agarrarlo por las patas traseras sin mucho éxito. Haciendo gala de su fuerza, el cerdo se fue al centro y paseó la mirada a su alrededor, las orejas triangulares bien levantadas, atento a cada detalle. Pepe ordenó al resto de hombres que se metieran en el recinto y, cuando levantó un brazo, uno de ellos saltó sobre la cola de Pablito, mientras otros dos se hicieron con sendas orejas y un cuarto lo agarró del hocico, le abrió la boca e hizo espacio para que Pepe le metiera una cuerda tras los colmillos. Aterrorizado, Pablito chilló y pataleó, dando una coz que echó al suelo a uno de sus captores.
Ignacio rió.
—Tú sí que eres valiente. —Conchita sonrió a su nieto, agarrándole la mano—. Cuando seas mayor, podrás hacer eso.
A Ignacio le brillaron los ojos, fijos en Pablito.
Conchita miró alrededor. María y Jordi, de pie junto a la abuela Basilisa, miraban en otra dirección.
—¡Ahora! —gritó Pepe, urgiendo a los cuatro hombres a que agarrasen con fuerza las orejas, el hocico y la cola del animal mientras éste gruñía y se movía con violencia. Con el refuerzo de más hombres, Pepe ató una de las patas delanteras de Pablito a una de las traseras, pero el animal alzó la cabeza de repente, obligando a algunos hombres a retroceder.
—¡Volved! —ordenó Pepe, mientras seguía aferrado a la cuerda que había pasado por detrás de los colmillos.
Todo el mundo, excepto los niños, la abuela, Jordi y María, se unió al grupo y así consiguieron dominar a Pablito, que tenía cada vez los ojos más abiertos, llenos de terror. Lo llevaron a un banco de madera.
Rápidamente, Pepe sacó un cuchillo y se lo clavó en la yugular, lo que provocó una última convulsión de resistencia y un aullido prolongado y desesperado. Pablito dejó caer lentamente su cabeza sobre la madera, los ojos casi blancos, aún rogando piedad. La saliva empezó a brotar de su boca medio abierta.
Conchita se volvió para ver a sus hijas. Pilar estaba de camino con un gran barreño para recoger la sangre, mientras que María, pálida, se había llevado una mano a la boca y parecía a punto de estallar en lágrimas o de vomitar.
«Qué débil».
—¡María, ve a ayudar a tu hermana! —le gritó.
María avanzó lentamente hasta donde estaba Pilar, que ya había colocado el barreño a la altura del cuello de Pablito con el fin de recoger unos cincuenta litros de sangre para luego hacer las morcillas. Los nervios de Pablito, todavía vivos, estremecían sus patas de tanto en tanto, como si aún tratase de escapar.
Finalmente, el animal quedó en completo silencio. Su suave cuerpo sonrosado ahora estaba quieto, mientras la sangre fluía con regularidad. Sus ojos aún estaban abiertos y llenos de desesperación. Pepe los cerró y volvió a meterse el cuchillo en el cinturón. La gente lanzó una ovación y Pepe recibió muchas palmadas en la espalda.
«Pepe, eres el más grande», pensó Conchita.
Como todos los años, María se hizo con una larga cuchara de madera y apartó la mirada mientras removía la sangre. Hacía falta bastante fuerza para mover el líquido, denso y oscuro, que rezumaba un potente olor amargo.
El grupo sacó el cuerpo de Pablito fuera del corral y lo echaron a una hoguera ya preparada para así limpiar la piel. Mientras los niños correteaban cerca de la casa, la gente se reunió alrededor del fuego para contemplar cómo el pobre animal desaparecía entre las llamas. Al poco tiempo, Pepe extinguió la hoguera y limpió la piel de Pablito con una áspera baldosa de terracota para que no quedara nada de pelo.
Unos cinco o seis hombres pusieron el cuerpo sobre una mesa de mármol y lo volvieron panza arriba para que Pepe lo cortara por la mitad. Entre Pepe y Conchita le sacaron los intestinos mientras uno de los trabajadores cortaba una porción de lengua para la inspección veterinaria. A continuación, unos cuantos hombres colgaron a Pablito de un gancho especialmente preparado, para airearle las entrañas.
El grupo aplaudió y se sentó alrededor de la gran mesa en el jardín. Las mujeres empezaron a preparar tortillas y sopas para el almuerzo, mientras que los hombres se dedicaban a limpiar la sangre del suelo y encendían otro fuego para combatir el frío de diciembre.
«Qué día más maravilloso», pensó Conchita camino de la cocina.
—Madre, no estás comiendo mucho —dijo Conchita a la abuela Basilisa, que estaba sentada junto a María en el almuerzo. «Las dos siempre juntas, hacen un frente contra mí». Al otro lado de la mesa, Jordi charlaba con Honorato, quien no había movido un dedo durante la matanza, como de costumbre.
—Estoy bien, no te preocupes, hija, yo voy a mi paso, despacico —contestó la abuela con su voz amable y delicada.
—La tortilla está riquísima, abuela —dijo María con dulzura.
—La hice yo —apuntó Conchita rápidamente.
El grupo se rió. Conchita paseó la mirada por la mesa, satisfecha de ver a su clan unido. «En esto consiste la vida. Todos juntos y bienvenidos, aquí y ahora». Se apretó el moño y sonrió. «Ésta es mi obra. Todo esto, gracias a mí. He tenido y criado hijas; he trabajado estas tierras con mis propias manos, superando todo tipo de adversidades. Éste es el resultado de mi esfuerzo. Sangre y tierra, de generación a generación».
Conchita dejó de sonreír cuando vio la cabecera de la manifestación local, que se dirigía al pueblo viejo para celebrar su reapertura. Unas cincuenta personas ondeaban banderas republicanas y avanzaban al paso marcado por una banda de música improvisada, que tocaba canciones republicanas que recordaban a la legendaria Carmela o la batalla del Ebro. Pepe estaba en primera fila.
—Ahí está Pepe, me preguntaba dónde se había metido —dijo Soledad—. El buenazo de Pepe, pues tiene lo que hay que tener. —Cogió su copa de vino tinto y la alzó mirando a todos—. ¡Viva la República!
La mitad de la mesa, incluida la abuela Basilisa, gritó «¡Viva!».
La otra mitad, incluyendo a Conchita, permaneció seria y en silencio.
Al cabo de unos segundos muy largos, Ignacio preguntó:
—¿Qué es «la República»?
La gente soltó risas nerviosas, agradeciendo que una voz inocente rompiera el tenso silencio.
La abuela Basilisa miró al niño y sonrió.
—Era el sistema democrático que había antes de la guerra, en el que todos los españoles votaban para elegir un Gobierno, sin necesidad de tener rey. Pensaban que no es justo que las oportunidades y los cargos se hereden, preferían que uno se los ganara con trabajo y talento —dijo, mirando a su nieto—. Pero Franco se lo cargó todo con un golpe militar, que provocó una guerra, muy larga y triste, y luego, cuarenta años de dictadura. Pero ahora, afortunadamente, volvemos a tener una democracia, aunque con rey.
Nadie dijo nada. Conchita vio que Honorato depositaba el tenedor y el cuchillo sobre la mesa, como si se dispusiera a hablar.
«Sabía que pasaría esto. Dios, tengamos el día en paz».
Se apresuró a cambiar de tema.
—He puesto un poco de beicon en la tortilla, por eso está más rica —dijo Conchita apresuradamente mientras se servía otra porción—. ¿Alguien quiere un poco más?
La gente se quedó en silencio, sólo interrumpido por la música de la banda, que ahora tocaba Bella ciao y otras canciones de protesta, viejos cánticos prohibidos durante décadas. Realmente, resultaba extraño ver esas banderas y oír esa música retumbar en unas calles que todavía llevaban el nombre de Franco y de muchos de sus generales. El Belchite nuevo aún conservaba hasta el símbolo de la Falange, el yugo y las flechas, perfectamente grande y visible en la fachada de un edificio céntrico, frente a la iglesia.
Poco a poco, la música fue aminorando. Cuando ya casi no se oía, Honorato se giró hacia a su nieto.
—Franco no fue el único que mató gente —dijo el ex oficial del Ejército con solemnidad—. También había bárbaros rojos que mataron a terratenientes, incluidos algunos miembros de mi familia. Mataban porque no querían trabajar, sólo querían robarnos los campos. Por eso se alzó Franco, para traer orden y paz.
Todos se volvieron hacia Honorato.
—Honorato, ¡hoy no! —ordenó Conchita con un tono que bien podría haber salido de la boca del mismo dictador.
—¿Quién te has creído que eres para decir semejantes salvajadas a tu nieto? —espetó Soledad, sus ojos fijos en Honorato.
Éste se recostó en la silla.
«Idiota, mira lo que has conseguido».
Ignacio miró a ambos extremos de la mesa con aire perdido.
—¿Quién tiene razón? —preguntó inocentemente.
Pilar puso inmediatamente su brazo sobre el hombro de su hijo y le susurró:
—Ya está bien, Ignacio, no preguntes más. Luego te lo cuento. Tú, aquí, quietecito con mamá.
Ignacio bajó la mirada y continuó con la sopa.
La abuela Basilisa le miró y dijo:
—No pasa nada, Ignacio, no te preocupes, puedes preguntar lo que quieras, preguntar siempre es bueno. La verdad es que se mataron los unos a los otros, pero fue Franco quien empezó, quien mató más y quien ganó. Lo peor es que siguió matando a gente después de la guerra, a todo el que no estuviera de acuerdo con él.
Honorato esbozó una sonrisa cínica.
—A veces, Franco no tenía que preocuparse porque los rojos ya se mataban entre ellos —dijo—. Y no hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos.
Conchita miró a su madre, quien palideció en cuestión de segundos.
«Eres el demonio, Honorato, el mismo demonio. Todo el mundo sabe que te refieres a Juan Roso, y a cómo se dice que mató, o hizo que mataran, a los padres de la abuela para luego despojar a la familia de su dinero. No puedes decir eso delante de mi madre, delante de todo el mundo. No puedes».
Soledad se puso en pie, apuntando con un dedo tembloroso a Honorato.
—¿Y qué sabes tú? —Le clavó la mirada durante unos segundos—. Cotilleos malvados de pueblo, es lo único que sabes y a lo único que te dedicas.
«Lo sabía, lo sabía. Maldita sea».
—¡Ya basta, todo el mundo! —estalló Conchita, golpeando violentamente la mesa con los puños cerrados—. Es la matanza, vamos a tener la fiesta en paz.
Miró a su madre, ahora arropada por María y Soledad. Tenía aspecto cansado, débil, parecía incapaz de hablar. Sintió ganas de ir hacia ella y darle un abrazo, pero no era momento para sentimentalismos. Tenía que hacerse cargo de la situación. Quizá hablaría con ella más tarde y, desde luego, seguro que lo haría con Honorato. Pero ahora lo mejor era continuar con la comida.
«Éste es mi día, mi familia y mis tierras. Me ha costado una vida crear y mantener esto. Nadie va a arruinarlo. Nada ni nadie».
Conchita alzó la cabeza y miró a los comensales con aire desafiante.
—La guerra terminó hace mucho, mucho tiempo. Hoy, gracias a Dios, todos estamos bien y celebramos que tenemos suficiente para comer —dijo, llevándose a la boca un poco de tortilla.
Todos la imitaron en silencio.
A media tarde, la abuela Basilisa, Soledad, Pilar, Conchita y María preparaban en la cocina los ingredientes para las morcillas, mientras que las otras mujeres estaban fuera, lavando los intestinos de Pablito en la fuente. Los hombres, sentados en el jardín, fumaban puros y jugaban a las cartas y al ajedrez. Después del visto bueno del veterinario, unos cuantos hombres descolgaron a Pablito del gancho y lo colocaron sobre la gran mesa exterior para empezar a trocearlo, sacando tocino, costillas y jamones.
—Siento mucho que Honorato sea un bocazas, madre —dijo Conchita mientras mezclaba la sangre de Pablito con el arroz y las cebollas.
—Papá es un egoísta —dijo María, sentada al lado de Basilisa en el pequeño banco junto a la chimenea.
—Cuida lo que dices, María, es tu padre —replicó Conchita—. La abuela tiene razones para estar enfadada, pero tú no. Y también podrías venir a ayudar, hoy no has hecho gran cosa, como de costumbre.
María refunfuñó.
—He ayudado; he removido la sangre, y eso que me da náuseas.
—Pues no entiendo por qué, esto es lo que comes casi todos los días. ¿Cómo te crees que se mata a los cerdos?
—Seguro que no los degüellan como nosotros, hay formas y formas, no es necesario tanto sufrimiento.
Conchita se quedó mirando a su hija.
—¿Y qué sabes tú del sufrimiento? —Siguió trabajando en la mezcla, añadiendo ahora un poco de grasa de Pablito—. No tienes ni idea de lo que es sufrir.
María lanzó a su madre una mirada desafiante.
—No necesito haber pasado una guerra para saber lo que es sufrir; a veces, sólo basta un poco de empatía para comprender la desgracia ajena. Pobre animal, ¿cuántos años tenía?
Conchita meditó un instante y respondió:
—Claro que lo siento por el pobre animalillo, pero nada podemos hacer; al fin y al cabo es un cerdo, lo usamos para comer, para sobrevivir. ¿Por qué ponerse sentimentales?
—No se trata de sentimentalismos, mamá, ¡sólo de un poco de empatía! —María parecía irritada—. Y en cualquier caso, ¿qué hay de malo en ponerse sentimental?
«No, María, te equivocas. Los sentimientos, mejor aparcarlos. De lo contrario, te expones, te vuelves vulnerable, y la gente se aprovecha».
Conchita miró a su madre, que tenía los ojos puestos sobre María. Estaba decaída, todavía no había recobrado el color en su cara.
—Siento mucho lo de Honorato, madre, de verdad. Hablaré con él y te prometo que no se repetirá. Además, no sé para qué habla tanto, si él nunca hace nada en la matanza.
—Cierto —dijo la abuela Basilisa.
Jordi entró en la cocina en ese preciso instante.
—Hola, siento interrumpir, pero me he manchado un poco la camisa con tanta sangre. Me preguntaba si la podríamos lavar, y mientras, me pongo algo de prestado; creo que es mejor quitar la mancha pronto, que si no luego será muy difícil.
Las cinco mujeres le contemplaron en silencio.
—¡Jordi! —gritó Honorato desde fuera—. Vuelve aquí, he movido el alfil; te toca, vuelve.
Jordi miró a las cinco mujeres y, sintiéndose observado, dijo:
—Puedo volver más tarde, cuando termine la partida. —Y salió.
Las cinco mujeres se miraron entre ellas, hasta que Soledad interrumpió el tenso silencio.
—¿Quién necesita un hombre?
—Es verdad —dijo la abuela, mirando a María y arqueando una ceja.
—Pues sí, realmente —dijo Conchita, viendo cómo su hija menor abría los ojos con asombro ante su comentario, más que Pilar—. ¿Por qué tanta sorpresa, María? —preguntó.
—Bueno, no es precisamente lo que una novia quiere escuchar cuatro meses antes de la boda, y estoy segura de que algunos hombres merecen la pena. Mira a Pilar, parece feliz, ¿no?
Pilar, a punto de meter las morcillas en el agua hirviendo, no parecía disentir.
—Mi matrimonio será como todos, supongo, lo que ya es mucho.
—Pues claro que tu matrimonio es bueno, Pilar —dijo Conchita rápidamente—. Al menos tu marido se gana el pan y lleva las riendas de la casa. En cambio, aquí, yo tengo que hacerlo todo… ¡Todo! —insistió, con la mirada perdida en el agua hirviendo.
María guardó silencio durante unos segundos hasta que se levantó y, lentamente, como si temiese la cercanía, se acercó a su madre. Sin que ella lo esperara, le acarició la espalda por encima del jersey, apenas un instante. Conchita se estremeció, no estaba acostumbrada a las muestras de afecto. María retrocedió.
—De todos modos, gracias por vuestra honestidad —dijo María, cogiendo un tenedor de metal para remover las morcillas dentro de la cacerola, aunque su mente estaba muy lejos.
«Por fin esta niña se ha dado cuenta de lo duro que es ser madre».
Conchita quería sonreír a su hija, agradecer su gesto y su disposición a ayudar. Pero ni se volvió ni miró a María. «No puedo. No tengo valor. Odio los sentimentalismos».
Conchita cerró los ojos un instante; esconderse siempre había sido lo mejor.
—¡Mierda! —gritó cuando los volvió a abrir y miró el interior de la cacerola—. ¡Las morcillas! ¡Las morcillas! ¡Las has vuelto a romper, por segundo año consecutivo!
La ira de Conchita enrojeció sus mejillas. Volvió a mirar en el recipiente y vio los alargados y delicados cilindros, rellenos del picado que habían preparado durante dos días, rompiéndose en el agua, esparciendo docenas de diminutos trozos de cebolla, pimiento, arroz y grasa de cerdo por toda la cazuela. No tenía arreglo; la delicada piel que les daba forma había desaparecido, disuelta en el agua. Conchita miró a María, furiosa, con lágrimas de rabia en los ojos.
—¡No puedo creer que lo hayas vuelto a hacer! —dijo, desconcertada—. Eres la ruina de esta familia, eres inútil. —Volvió a cerrar los ojos—. Sal de esta cocina ahora mismo —estalló.
María se quedó inmóvil.
—¡Fuera! —Conchita gritó con todas sus fuerzas señalando la puerta con su dedo índice.
María salió en busca de Jordi, cogió su pequeña bolsa y abandonó la casa sin despedirse. Pilar salió corriendo tras ella, pero no consiguió pararla.
Conchita, Soledad y la abuela permanecieron en la cocina, en silencio.
—No es culpa suya —dijo la abuela.
—Sé que no es a propósito, pero ¿no puede poner más atención? —replicó Conchita, cubriéndose la cara con ambas manos, apoyada en la encimera. Miró a su alrededor y vio el tenedor de metal. Suspiró. Le había repetido mil veces que cualquier pinchazo puede destrozar una morcilla en plena cocción, y que por eso siempre había que usar cucharas de palo. Pero ella, ni caso, como siempre, a lo suyo.
«Menudo desastre de día. Todo ha salido torcido, como siempre. ¿Por qué no tenemos paz? ¿Qué le pasa a esta familia? Todo el año esperando, para esto. Cargo con todo el trabajo y luego nadie responde».
Conchita pidió a su madre y a Soledad que se marcharan, necesitaba estar sola. Las dos ancianas obedecieron, diciendo que se irían al pueblo viejo a ver la apertura.
«Lo que me faltaba».
Cuando se quedó sola, Conchita se sirvió un vaso de vino tinto y se sentó junto a la chimenea de la cocina, su rincón preferido de la casa.
Honorato entró brevemente para decir que se iba al casino. No le preguntó nada, ni siquiera dónde se había metido la gente o cómo estaban las morcillas. Se marchó.
«Nadie está conmigo y yo no estoy con nadie. Nadie lo comprende; son todos unos egoístas, sólo miran por sí mismos mientras yo me deslomo por todo el mundo».
Tomó otro sorbo, largo y silencioso.
* * *
—¿Puedo poner un poco de música? ¿Cuándo termina el partido? —preguntó María, aburrida en el coche. Hacía tan sólo media hora que habían salido, con lo que todavía quedaban más de doscientos kilómetros hasta Barcelona.
«Odio el fútbol. Siempre lo mismo. En la televisión, en la radio, en su BlackBerry. Fútbol, fútbol y más fútbol».
Jordi bajó el volumen de Carrusel deportivo.
—¿Ahora? ¿Con lo emocionante que está? Si el Madrid pierde o empata, nos ponemos líderes —dijo con ojos brillantes—.
María bostezó.
—Da igual —dijo.
Minutos después, durante una pausa comercial, Jordi le cogió brevemente la mano.
—¡Toma, empate al descanso, que se jodan! —Sonrió—. Además, éste es un buen premio por asistir a la fiesta medieval de tu familia. Sin ofender, pero ¿cómo le voy a explicar a mi madre que llego a casa con la camisa manchada de sangre? Por Dios, pobre animal, todavía se me revuelven las tripas.
María lo miró reprobatoriamente.
—Sabes que estoy de acuerdo, pero es mi familia y tienes que respetarla. Mi abuela y Soledad están ahí y es importante para ellas, así que también lo es para mí y, por lo tanto, deberías, como mínimo, respetarlo.
Jordi sonrió.
—Espero que una vez casados no mates cochinillos para cenar y cuelgues sus partes por la casa.
—No sigas, Jordi, ya he tenido bastante por hoy, por favor —dijo María, mirando por la ventanilla. La noche era oscura y no se veía más que la aburrida carretera, apenas iluminada—. No puedo creer que haya vuelto a reventar las morcillas. ¿Sabes cuántas horas se han pasado mi abuela y mi madre preparándolas?
—Shhhh —interrumpió Jordi rápidamente sin mirarla—. Empieza la segunda parte. —Siguió conduciendo, sin decir mucho más durante el resto del viaje.
«¿Quién necesita a un hombre?». Los comentarios de su madre y de su abuela resonaban en la cabeza de María. «Hasta Pilar, a quien creía feliz, parece haber aceptado la mediocridad. ¿Será lo que le ocurre a todo el mundo?».
Miró a Jordi, concentrado en el partido y en la autopista. «¿Estaré cayendo yo en lo mismo? Según la abuela, tendría que querer pasar el resto de mis días con él».
Volvió a mirar a Jordi. «Pues voy apañada, si se pasa todo el día entre el fútbol y el trabajo. ¿Será que la abuela sólo conoció la pasión juvenil, y que luego el amor evoluciona hacia ese —o este— estado zombi que todo el mundo parece aceptar?».
Miró de nuevo por la ventanilla. Había empezado a llover. Cerró los ojos, anhelando estar junto a su abuela, tranquila en su acogedora casa; le contaría historias de Barcelona, que tanto le gustaba escuchar sentada en su mecedora, con una copa de vino en una mano y un cigarrillo en la otra. María disfrutaba mucho de esos momentos, de esa casa pequeña y cálida, igual que el piso de Nell —el mismo olor a comida casera, las mismas zapatillas, un idéntico ambiente de paz—. Todo lo contrario que la casa de sus padres.
El recuerdo de los gritos de su madre y la distancia de su padre le encogieron el corazón. María de nuevo miró a Jordi, quien, todavía concentrado en el fútbol, no se percató.
Bajó un poco la ventanilla para tomar aire fresco. No pudo contener las lágrimas, que se deslizaron por su cara, en silencio.