Capítulo 10

El humo del habano de su padre, sentado junto a él, le nublaba a Jordi su vista del Camp Nou, que presentaba esa noche el lleno de las grandes ocasiones. A pesar de su afición, Jordi era probablemente la única persona en el estadio que no prestaba atención al partido, estaba más ocupado mirando de reojo al duque de Peñaranda, también sentado en la tribuna VIP, una fila por detrás, hacia la izquierda.

En estas ocasiones, con tantas personalidades en el palco, el fútbol era casi lo de menos; entre tanto saludo, tanto sponsor y tanto canapé, allí se hablaba de todo menos del partido. Pere y Jordi Gratallops, de hecho, habían acordado abordar durante el descanso al joven secretario de Estado del Gobierno central a quien Pere Gratallops había visitado en Madrid la noche anterior. Intrigado por los comentarios del padre de Jordi sobre la atmósfera del encuentro, el político viajó a Barcelona al día siguiente, consciente de la cantidad de cámaras de televisión que cubrían el evento.

Jordi levantó la mirada hacia el secretario de Estado cuando éste llegó a su asiento, repartiendo sonrisas a diestro y siniestro, sin prestar atención a las alineaciones, que se anunciaban por megafonía en ese preciso instante.

«Sólo necesita un lazo azul en la chaqueta para ser igual que un político americano».

El partido también les permitiría acercarse a Andreu, el jefe de María y alto directivo de Banca Catalana, que nunca se perdía un Barça-Madrid. Necesitaban verle porque, aunque les costara reconocerlo, era ya evidente que las Cavas necesitaban un préstamo para dar la paga de Navidad a sus trabajadores. Las ventas en Madrid y Andalucía habían caído por debajo de las peores expectativas, aunque Jordi no se lo había dicho a su padre por no perjudicar su delicada salud, ni amargarle el último año antes de la jubilación. Pere Gratallops, a sus setenta y cinco años, era consciente de que la empresa atravesaba una de sus peores épocas, pero tampoco se había mostrado demasiado preocupado por necesitar un préstamo. Las ventas se recuperarían al año siguiente, decía; el préstamo no era más que una medida extraordinaria y se pagaría en cuanto el mercado mejorara, sin duda, muy pronto. Había conocido tiempos peores en sus más de cincuenta años al frente de las Cavas, solía decir.

Además, el Gobierno central necesitaría el apoyo de los nacionalistas catalanes para aprobar los presupuestos más austeros de la historia de España y, a cambio, debería defender la economía catalana. El péndulo se movería hacia su lado en unas semanas, había dicho Pere Gratallops a Jordi durante el almuerzo, ese mismo día.

Mientras tanto, pequeños acuerdos con miembros del establishment catalán, sellados entre el humo de los puros y el olor a coñac en el campo del Barça, mantendrían la empresa a flote. La semana anterior, por ejemplo, Caves Gratallops se había convertido en el proveedor oficial de los hoteles Riu.

—No te preocupes. Ya verás cómo pronto mejoran las cosas —le había dicho Pere Gratallops a Jordi en el aparcamiento del Camp Nou, donde se encontraron antes del partido—. Yo te enseñaré cómo se lidia con estos políticos de Madrid; se creen dioses, así que trátalos como a tales y los tendrás a tus pies.

La primera parte había sido más bien aburrida, por lo que los Gratallops esperaban el descanso, chaquetas en mano y a punto de levantarse, para ejecutar su plan de acción en el palco. Pero justo pasada la hora, en tiempo de descuento, el Real Madrid marcó. Los blancos ganaban en el Camp Nou por primera vez en veinte años.

Jordi golpeó el suelo con el pie. «Collons!».

Unos cien hombres y dos o tres mujeres, todos vestidos más o menos igual, accedieron al vestíbulo presidencial del Barça, donde unos camareros, vestidos de negro-moderno impecable, muy a lo BCN, ofrecían cócteles y canapés de primera clase. Las pocas mujeres presentes, todas ellas rubias, parecía que se hubieran vestido más para la ir a la ópera que al fútbol, mientras que los numerosos hombres, impecablemente trajeados, emitían vibraciones y sonrisas altamente corporativas —había mucho intercambio de tarjetas.

El secretario de Estado, a la sombra del presidente de la Generalitat, dio unas palmadas al hombro de Pere Gratallops, seguido de un efusivo abrazo justo cuando las cámaras de televisión le estaban enfocando.

«Sólo quieren aparecer en la foto», pensó Jordi, asombrado de ver cómo el político saludaba a su padre con tanto entusiasmo. Los dos hombres sólo se habían visto una vez —el día anterior—, pero daba la sensación de que eran amigos de toda la vida.

—El gran Gratallops, ¿cómo estás hoy? ¡Qué alegría verte, machote! —dijo el secretario—. ¿Cómo andan las Cavas? Me ha llamado un amigo de Sevilla hoy y dice que los supermercados están a rebosar de cava. Son buenas noticias, ¿no crees?

«Ése es precisamente el problema: están llenos porque nadie compra. Que Dios nos pille confesados si todo el Gobierno es así».

El padre de Jordi tosió, nerviosamente.

—Bueno, ojalá fuese así de fácil. Lo que necesitamos es la ayuda del Gobierno para acabar con esta locura anticatalana, como le dije ayer.

—Sí, sí, excelente, excelente —siguió el alto funcionario, mirando a su alrededor y sonriendo a todo el que pasara cerca, lo conociese o no—. Estaré contigo en un momento, no te vayas —le dijo a alguien.

Se acercó un camarero ofreciendo cava. El padre de Jordi cogió una copa para el secretario y otra para él, obligando al político a que le prestara atención.

—Claro, claro, tenemos que hacer algo —dijo, probando el cava. Sonrió—. Mmm, ¡seguro que es un Gratallops! —exclamó mientras sus ojos escrutaban cada rincón de la sala.

Pere Gratallops sonrió e hizo una reverencia.

—Ya veo que es usted un buen experto; por supuesto que es un Gratallops.

Jordi cerró los ojos, aburrido. «Padre, tú sí que sabes jugar a este juego».

—En fin —dijo el político, mirando y saludando con la mano a otra persona—, cuando te marchaste anoche, finalmente pude hablar con el ministro sobre el fomento de los productos españoles, y éste sugirió que podríamos usar el cava como producto español de bandera. Es una gran idea, ¿no?

Jordi y su padre se quedaron mudos. Jordi tosió.

—Pero, señor, el cava es un producto esencialmente catalán —replicó su padre tras un tenso silencio.

El secretario miró al anciano, entrecerrando los ojos y pestañeando con arrogancia, y dijo:

—Sí, es catalán, pero eso significa que ante todo es español. —Hizo una pausa para observar a Gratallops con seriedad—. Las cosas mejorarían su pusiéramos una bandera española en las etiquetas: «Cava de España». —Dio unas palmadas en la espalda de Pere Gratallops y se dio la vuelta, dejando a padre e hijo mirándose en mutuo desconcierto.

—¿Una bandera española en una botella de cava? Sobre mi cadáver —dijo Jordi, mientras arqueaba una ceja hacia su padre, quien aún no daba crédito a lo que había oído—. Será mejor aferrarse al préstamo, puede que lo necesitemos más de lo que creíamos.

Padre e hijo miraron a su alrededor, contemplando a la beautiful people de Barcelona mezclarse en la sala VIP del Camp Nou. El Barça perdía, pero aquello parecía una fiesta. Al cabo de pocos instantes, Peñaranda cruzó la estancia, pasando entre Pere Gratallops y Jordi, a quien dijo brevemente:

—Buen partido, ¿eh? —Sonrió con superioridad y siguió sin decir más. Jordi no respondió, pero le siguió con una mirada llena de intención.

—¿Quién es ése, hijo? —le preguntó su padre, sorprendido por la escena.

—Está claro que un idiota —repuso Jordi, encendiendo el móvil, a punto de llamar a María.

El segundo tiempo fue una tortura para los locales. El Madrid se puso uno a cuatro y Jordi, como su padre y todo el Camp Nou, excepto Peñaranda y su grupo, contemplaba el panorama cabizbajo con los hombros caídos, desesperado. La gente empezaba a abandonar el estadio a quince minutos del final. No se recordaba una humillación igual.

Jordi vio que Andreu también abandonaba su asiento y dio un discreto codazo a su padre. El anciano lo comprendió enseguida y ambos fueron en pos del banquero. Ya no les apetecía ver más partido.

Dentro, Andreu hacía cola en el guardarropa, a la que los Gratallops se unieron discretamente.

—Hola, Andreu. Menuda desgracia —murmuró el padre de Jordi.

Andreu, un hombre elegante que rondaba la cincuentena, alzó sus amplios ojos marrones, llenos de decepción.

—Una tragedia —gruñó, volviendo a clavar la vista en el suelo.

—Tienen los puntos, pero no ganarán la liga jugando así —dijo Jordi, intentando ayudar a su padre, a quien no pareció gustarle la interrupción.

—Jordi, ¿te importaría pedirme un café mientras recojo los abrigos? —dijo—. Me gustaría evitar los atascos, si es posible.

Jordi obedeció, consciente de que a su padre le gustaba negociar en privado. Mientras esperaba el café, Jordi se giró al escuchar una voz conocida.

—Vaya, los problemas se acumulan, pobre Jordi —dijo Peñaranda con cinismo, ajustándose el nudo de la corbata y los gemelos de plata, que tenían grabado el escudo del Real Madrid.

Jordi lo miró con el ceño fruncido. No dijo nada, aunque las palabras de Peñaranda le sentaron como un puñetazo en el estómago. Primero se presenta en casa con lo de las tierras, y ahora aparece en el campo del Barça, dos de los lugares más sagrados para él.

Peñaranda le cogió suavemente por el brazo, pero Jordi lo apartó con rapidez.

—No tengas miedo, joven —dijo el duque, con tono de falsa amistad—. Todo tiene solución, por muy grandes que sean los problemas. Ya sé lo del préstamo de las Cavas, que la deuda os está ahogando, lo de la salud de tu padre y, encima, el compromiso del piso…

«Maldito hijo de puta, ¿cómo sabes todo esto?». Jordi intentó mantener la calma.

—No sé de qué me estás hablando —dijo, sin poder ocultar su cara de odio. Se volvió, cogió el café y se dispuso a marcharse sin decir palabra.

Peñaranda se interpuso.

—Recuerda que siempre puedes llamarme si tienes problemas. Podemos negociar. —Hizo una pausa—. ¿Aún tienes mi tarjeta?

Jordi le empujó suavemente y siguió caminando hacia Andreu y su padre.

«¿Cómo permite Dios que haya gente así en el mundo? No lo comprendo».

Pere Gratallops, que se había perdido la escena por estar de espaldas al bar, terminaba la conversación en ese momento.

—Sí, me pasaré la semana que viene y concretaremos los detalles. —El padre de Jordi parecía satisfecho—. Sé que esto es temporal. Espera a ver cuando nos necesiten, ya verás lo encantados que estarán de ayudarnos. —Tomó su café y sonrió a Jordi.

Andreu asintió.

—Cierto —dijo Andreu, mirando a Jordi—. Hola, chico, ¿cómo te va?

—Tan bien como es posible en estas circunstancias —respondió Jordi, tratando de sonreír y mantener la compostura.

—Mejor hablar de cava —repuso Andreu sin rodeos.

«Pues no sé qué va peor, si el cava o el Barça».

—Siempre nos quedará el cava —zanjó su padre, poniéndose su pesado abrigo.

—¿Cómo ha ido? —preguntó Jordi mientras se dirigían hacia el coche de su padre.

—Bien, nos darán cerca de un millón de euros. Eso nos ayudará con las pagas de Navidad y para arrancar el proyecto de Londres —respondió el anciano, orgulloso de su negociación.

—Son buenas noticias, padre —dijo Jordi, aliviado.

—Bueno, ya le insinué aquí mismo, hace un par de semanas, que quizá necesitaríamos un poco de liquidez —comentó su padre con resignación—. No creo que le haya pillado por sorpresa.

Jordi había perdido la mirada en el aire.

—Sin duda es un respiro, pero esa cantidad nos pesará en el balance.

Con las llaves del coche en la mano, su padre se volvió, sorprendido.

—Hijo, he llevado este negocio durante toda mi vida, sin necesidad de poner un pie en la universidad. No sé nada sobre ratios de endeudamiento, pero sé que todo irá bien. Esta fobia hacia lo catalán se acabará pronto, estoy seguro. El odio y el amor no duran mucho, ambos son efímeros, por naturaleza.

—Justo lo que necesitaba oír a cinco meses de mi boda —replicó Jordi, decepcionado.

—Sabes que nunca te mentiría —dijo Pere Gratallops, mirando a su hijo.

—Lo sé, padre —admitió Jordi escuetamente. No era ni el momento ni el lugar para mantener una conversación profunda, aunque tampoco es que hubiesen tenido tantas, y en cualquier caso, éstas siempre estaban relacionadas con el trabajo. Encontrar la ocasión para una buena charla era difícil, pues Pere Gratallops pasaba la mayor parte de su tiempo libre fuera de casa.

—¿Necesitas que te lleve? —ofreció su padre al llegar al coche.

—No, gracias, voy a ver a María. No la he visto mucho esta semana —mintió Jordi.

—Dale recuerdos. —El anciano, visiblemente cansado, se metió en su Audi y se marchó.

Jordi seguía ocultando a sus padres y hermanos su pertenencia al Opus Dei, convencido de que no le comprenderían. Para empezar, no creían ni en Dios, su mayor referencia. En silencio, Jordi observó cómo el opulento coche de su padre salía del aparcamiento. Respiró hondo y se sintió aliviado de pensar que en breve estaría en Belagua, su club. Pertenecer al Opus Dei era, precisamente, la mejor manera de no acabar como su padre: una vida en la que sólo el trabajo, el dinero, el fútbol y el golf parecían importar. No creía en el amor ni en ninguna forma de espiritualidad, y sólo disfrutaba fuera de casa, centrando toda su atención en el aquí y el ahora. Jordi anhelaba lo contrario, quería una familia unida, con tantos hijos como Dios le diera, sentados junto a una cálida chimenea los domingos por la tarde.

Con el caminar lento y pesado, Jordi se dirigió a su coche con la cabeza llena de preocupaciones. Una vez dentro, irguió la cabeza y cerró los ojos para disculparse ante Dios por mentir a su padre sobre su destino. Ciertamente, había planeado quedar con María después del partido, aunque sólo fuera para tomar una cerveza, pero justo antes de llegar al estadio ésta le dijo que aún se sentía mal, y durante el descanso ya ni le contestó al teléfono.

«Mujeres».

Jordi se arrodilló para rezar, por fin un momento de paz. Aunque había estado en Belagua la noche anterior, parecía que había pasado una eternidad desde entonces.

—Hola, Jordi, ¿tú por aquí un sábado por la noche? —le dijo el padre Juan Antonio unos minutos más tarde. No había nadie más en la iglesia—. Pensé que estarías viendo al Barça. Lamento la derrota.

Jordi agachó la mirada.

—Sí, bueno…

El padre Juan Antonio parecía sorprendido.

—Bueno, bueno, estoy seguro de que hay cosas peores en la vida. —Sonrió y miró el pálido rostro de Jordi con interés—. ¿Qué pasa, muchacho? Pareces cansado —dijo, posando su mano sobre el hombro de su pupilo.

Éste se giró y vio unas mesas al fondo de la iglesia con algunas botellas y varias bandejas de canapés medio vacías, claramente los restos de una fiesta. Se acercó.

—¿Qué se ha celebrado hoy, padre? —Jordi estaba sorprendido. Siempre participaba en las actividades de la iglesia, o al menos eso creía—. ¿Qué me he perdido?

—Ah, nada, no te preocupes, sólo fue una pequeña reunión —dijo el padre Juan Antonio vagamente—. Pero dime, hijo, ¿hay algo que pueda hacer por ti? ¿Has pecado? ¿Necesitas confesarte?

—¿Qué reunión? ¿Quién ha venido? —insistió Jordi.

El padre Juan Antonio pareció dudar un instante. Finalmente dijo:

—Una reunión de hombres de empresa.

—Yo siempre asisto a estos encuentros —dijo Jordi, sorprendido—. ¿Cómo es que no se me dijo nada? No me lo recordó anoche, tampoco. ¿Ha sido durante el partido?

—Fue a media tarde, y sí, todos se fueron después a ver el fútbol —respondió el padre Juan Antonio, bajando la mirada.

—¿Cómo es que nadie me avisó? Me hubiese encantado asistir. Siempre vengo a los rezos y no quiero perderme la diversión. —Jordi miró al sacerdote con aire inquisitivo.

«¿Qué le pasa a todo el mundo hoy?».

—Jordi, hijo, ya sabes lo que te aprecio y que eres un ejemplo para todos nosotros, pero también tengo que dirigir Belagua —replicó.

—Padre, ¿qué ocurre? —preguntó Jordi con impaciencia.

—Bueno, ya sabes que esta propiedad es muy cara, al igual que algunas de nuestras actividades. —Se frotó las manos—. Es mi deber mantener cierto grado de exclusividad entre los miembros para incentivar los donativos, ya sabes lo que quiero decir.

El padre Juan Antonio se tocó el anillo de oro.

—Lo hago por el bien de nuestra comunidad, para llegar a miles de personas con nuestro apostolado y dejar el mundo un poco mejor.

Jordi no comprendía nada.

—Pero yo siempre he formado parte de esa comunidad. Soy uno de los mayores donantes, ¿no?

El padre Juan Antonio apartó la mirada.

—Me temo que ya no, desde que rebajaste la asignación mensual, ya hablamos un poco de eso anoche.

Los ojos de Jordi se abrieron con sorpresa.

—¿Dejo de donar sólo dos meses al máximo nivel y ya estoy fuera?

—No es eso, hijo. Ya sabes que Dios siempre te amará.

—¿Y qué es entonces? Porque no me parece muy cristiano —se atrevió a decir Jordi, lamentando sus palabras en cuanto las pronunció.

El padre Juan Antonio irguió su cara y le lanzó una imponente mirada.

—Estoy seguro, Jordi, de que no has olvidado el respeto y obediencia que prometiste a la organización. —El sacerdote hizo una breve pausa—. También estoy seguro de que tampoco querrás dañar tu reputación en Belagua.

«No me lo puedo creer».

El sacerdote le puso la mano en el hombro.

—Estoy aquí para ayudarte. ¿Te quieres confesar? ¿Hay algo que te preocupe? ¿Seguro que no has pecado?

Jordi se lo pensó un par de segundos.

—No, gracias. Quizá mañana —dijo—. Estoy muy cansado, ha sido un día muy largo, pero todo está bien. Gracias.

Cogió su chaqueta y se fue.

«Pero ¿qué está pasando? ¿Me estará enviando Dios un mensaje, una advertencia? ¿Por qué me castiga de esta manera?».

Una vez sentado en Óscar, todavía aparcado frente a Belagua, Jordi intentó rezar, pero fue incapaz de concentrarse. «Lo único que puedo hacer es no apartarme de Dios, Él me llevará por el buen camino. Debo obedecer».

Llamó a María pero, una vez más, sólo oyó el maldito contestador. «Dos noches seguidas sin dar con ella. A lo mejor no le funciona el móvil. O será que no quiere hablar conmigo. No, tiene que ser el móvil».

Jordi miró a su alrededor, no había nadie. Se sentía triste y solo. Sus tierras eran reclamadas por un extraño que le había amenazado en su propia casa; su novia estaba distante; su padre parecía resolverlo todo con deudas y su equipo había perdido ante el peor rival. Estaba agotado, podía sentir las lágrimas aflorando en sus ojos, pero las contuvo apretando las manos contra su cara, hundiendo la cabeza en ellas.

«No llores, no llores. Tengo que ser un hombre fuerte».

Al cabo de unos segundos, apretó los dientes y levantó la barbilla. La imagen de Peñaranda le vino a la cabeza. Alzó los puños y los estrelló sobre el volante.

Suspiró. «Dios pone a prueba mi fe. He de responder bien, y eso haré. Sobre todo, hay que mantener la calma».

Arrancó el motor y se dirigió lentamente hacia la Diagonal, ahora oscura y vacía. Nadie celebraba ninguna victoria. Las luces de los edificios de oficinas estaban apagadas. Jordi aceleró y condujo hacia el Penedès en completo silencio.

Menos de tres cuartos de hora más tarde, Jordi estaba sentado en el escritorio de su cuarto, en la masía. Era un amplio espacio ovalado desde el que se dominaba el jardín trasero y los viñedos. En las noches claras, podían verse las estrellas, aunque no las solía mirar a menudo.

Jordi sacó su ejemplar de Camino, dispuesto a santificar su lucha.

«No digas: “Esa persona me pone nervioso”. Piensa: “Esa persona me santifica».

Jordi intentó encontrar un sentido cristiano al encuentro con Peñaranda, pero le resultó demasiado difícil. Siguió.

«El mundo sólo admira el sacrificio espectacular porque no es consciente del valor del sacrificio oculto y silencioso».

Pensó en María, lo guapa que estaba esa mañana a pesar de no sentirse bien. Ensimismado, se la imaginó durmiendo tranquilamente en casa, en paz; cuánto deseaba estar cerca de ella. Al cabo de unos segundos, respiró hondo y continuó con la lectura.

«Donde no hay autonegación, no hay virtud. Bendigamos el dolor. Amemos el dolor. Santifiquemos el dolor… ¡Glorifiquemos el dolor!».

A pesar de las plegarias, Jordi no podía dejar de pensar en María, la deseaba con todas sus fuerzas, sobre todo después de un día como aquél. Con tantos contratiempos, sólo quería sentir su presencia, su apoyo; al fin y al cabo eso era querer, compartir lo bueno y lo malo —y desearse, como Jordi no podía evitar ahora—. Volvió a intentar frenar sus fantasías, pero no pudo. Tenía que sufrir más para poder controlarse, así que, de manera casi mecánica, se levantó y se bajó los pantalones con rapidez para apretarse todavía más el cilicio que se había puesto al llegar a casa. Con todo lo que había ocurrido ese día, Jordi pensó que las leves marcas de sangre que ya tenía en su pierna le purificarían, le ayudarían a empezar de nuevo.

Notó los pinchazos mucho más fuertes nada más volverse a sentar, y pensó que eso le distraería pronto de sus deseos. Con los puños y los dientes apretados para contener el dolor, Jordi respiró hondo y, armado de paciencia, continuó leyendo.

«Cuando veas una pobre cruz de madera, sola, descuidada, sin valor… y sin su crucificado, no olvides que es tu cruz: la cruz de cada día, la cruz oculta, sin esplendor ni consuelo…, la cruz que aguarda al crucificado que no está: y el crucificado has de ser tú».

Jordi no usaba el cilicio a menudo, sólo cuando emociones como el odio, la rabia o la pasión le resultaban insoportables. La disciplina y la mortificación le traían un sentido de control, de victoria, de paz. Era una manera mucho más elegante de enfrentarse a los vicios mundanos, evitando caer en ellos, como simplemente hacían su padre y hermanos. Los miembros del Opus Dei no caían en trampas terrenales o emocionales, eran de una casta más pura, más fuerte, superior, pensaba.

Una llamada a la puerta hizo que cerrara el libro rápidamente y lo escondiera bajo unos manuales de finanzas que tenía en el escritorio. La cabeza de su padre apareció por detrás de la puerta que Jordi había olvidado cerrar con llave.

—Hola —dijo Pere Gratallops—. Creía que te ibas a quedar en casa de María.

«Padre, por Dios, ya sabes que nunca paso la noche allí. ¿Por qué siempre me lo preguntas?».

—No, tengo cosas que hacer aquí mañana —replicó Jordi escuetamente. Trató de reducir la conversación al mínimo, ya que si tenía que levantarse o caminar, su padre sospecharía que le pasaba algo en la pierna—. Estaba a punto de irme a la cama.

El padre de Jordi se quedó pensativo.

—Hijo, a veces pienso que deberías salir y divertirte más. Ir a las discotecas, bailar un poco, tomar una copa y reírte, que es sano —dijo—. Las buenas juergas decaen con el tiempo, ¡te lo dice un viejo!

—Sí, padre —respondió Jordi, breve.

Su padre pareció captar la indirecta.

—Está bien, te dejo tranquilo. Buenas noches, pues.

—Buenas noches, padre.

Aún en su escritorio, Jordi miró al vacío, apoyando la cabeza sobre sus manos.

«Padre, nunca podrías comprenderme, ni entender el sentido de lo que hago. Pero no importa, sólo eres mi familia biológica; mi familia de verdad está en Belagua. Algún día, muy pronto, tendré mi propia familia, a mi manera. No tendré que lamentar el paso del tiempo porque mi felicidad no se basará en lo vulgar, en lo material, como las discotecas, las mujeres y la bebida. Te preocupa la edad porque tu felicidad depende del dinero, los coches, el fútbol, y porque no crees que lo mejor viene después de esta vida. Los placeres de este mundo son superficiales, pueden desaparecer en un abrir y cerrar de ojos, pero los valores espirituales no, éstos nos hacen felices siempre. Pero eso tú nunca lo comprenderás».

Jordi volvió a sacar el libro.

«Cualquier cosa que no te conduzca a Dios es un obstáculo. Arráncalo de raíz y arrójalo lejos de ti».

Siguió leyendo durante una hora hasta que, cansado y dolido, se sacó el cilicio, descubriendo un círculo rojo dibujado en la piel y algunas heridas sangrantes. Se limpió y, cojeando, llegó a la cama para quedarse inmediatamente dormido. Se sentía aliviado, limpio.