V

DESDE EL «MITO» DE LAS LETRAS

1. La escritura de la mismidad

Tal vez sea en el origen de nuestra tradición filosófica, en el Fedro platónico y en el famoso mito de las letras, que he recogido al comienzo de estas páginas, y del que allí esbocé una escueta interpretación —el mito de Theuth y Thamus—, donde se plantea por primera vez y en distintos niveles el problema de la escritura, de su temporalidad y de su posibilidad de comunicación.

El mito se expone en un breve diálogo entre los dos protagonistas, Theuth, el ingenioso inventor de las letras, y Thamus, el rey de Egipto que se resistirá a entregarlas a sus súbditos, porque producirán el efecto contrario al que su inventor pretende. Sócrates, que narra el diálogo entre los dos personajes, forma, con Fedro, el primer eslabón en la larga cadena de su recepción.

El argumento fundamental del mito es la memoria. Theuth confía en que, con las letras, podrá evitarse la efímera temporalidad inmediata de la palabra. Dos formas de cultura frente a frente. Por un lado la cultura de la oralidad, sujeta al tiempo inmediato de la vida, de los latidos; por otro lado, la cultura de la literalidad, que, como un eco de lo dicho, sostiene el aire semántico en un rasgo de escritura, en una señal para los ojos. La cultura del oído, de la voz, camino de la cultura de la vista, de la idea. La temporalidad inmediata que, con la palabra, fluye por la consciencia sin dejar otro rastro que la memoria, se transforma ya en temporalidad mediata, en signo que pervive más allá del tiempo que lo fija en el papel. Liberado el lenguaje de su originaria atadura al cuerpo y a la vida, adquiere con la escritura una nueva forma de corporeidad.

Al lado del hombre animal que habla (ζώον λόγον έχον) aparece el hombre animal que escribe, aparece el autor. La palabra hablada tiene un sustento en aquel que la pronuncia. El lenguaje hablado, como estructura intersubjetiva, alienta en el tiempo inmediato, efímero de aquellos que hablan o que escuchan. La ontología de la intersubjetividad no puede constituirse más allá de la voz. Pero la escritura crea ya un espacio independiente de aquel en donde el sonido resuena, y fija el tiempo en un nuevo recipiente de la memoria.

Por ello, como dice Theuth, los hombres serán «más sabios y más memoriosos». A través de la experiencia que abre la escritura podrán oírse otras voces que aquellas de cada presente. Una ampliación, pues, de la sensibilidad y del conocimiento, que llegará desde otro tiempo y que enlazará con el ahora.

La oferta de Theuth supone la invención de la idealidad. Las líneas que trazan la escritura establecen una nueva frontera detrás de la que surge no sólo el autor —el «hablador ausente»—, sino el horizonte referencial que le constituye. Esta nueva perspectiva que la escritura ofrece es, en palabras de Theuth, un «fármaco» para curar la memoria de su frágil temporalidad. Pero la firmeza de la escritura que logra consolidar el tiempo presenta, para Thamus, una insuperable dificultad. Esa seguridad de la letra es una seguridad engañosa. La memoria no se constituye en la objetividad de la escritura, sino en la subjetividad de la consciencia. La memoria es algo interior (ένδοθεν). A través del diálogo con nosotros mismos que es, para Platón, el pensamiento (Sofista, 263e), surge una forma más estable aún que la de la letra. La escritura interior es el resultado de un ejercicio continuo en el que lo que llegamos a ser se forja desde el esfuerzo de cada presente, que no se proyecta sobre lo exterior, sino sobre lo interior. La teoría de la memoria que aparece en el texto platónico, y que enraíza en la tradición pitagórica, manifiesta una originaria forma de Paideía. Pensar no es leer letras y atarse a la arbitrariedad de lo que, en cada caso, nos dicen, sino provocar un discurso interior en el que se plasma la continuidad de la consciencia como memoria. Construido como un organismo que se hace en el tiempo y que logra su continuidad por el engarce que significa su desarrollo, el hombre, para serlo, ha de alcanzar una coherencia interior que, como memoria, sujeta y desarrolla la discontinuidad de los instantes con que el tiempo se le hace presente. Ser es, pues, ser interior. Frente a los caracteres externos de la escritura, encontramos en el texto platónico una de las primeras formulaciones de lo que en la tradición filosófica se llamará consciencia. Lo interior (éndothen) se constituye como «aquellos que recuerdan ellos mismos por sí mismos». La clara estructura gramatical de la frase, en el original griego, presenta ya esa perspectiva en la que la temporalidad instantánea (hypo autôn), con que nos discurre la vida, se proyecta sobre una mismidad (autous), forjada en la escritura interior, que ha ido imprimiendo el continuo «diálogo del alma consigo misma» («Teeteto» 189e), o como más exactamente dice el texto: «diálogo del alma hacia sí misma». Una mismidad, pues, que es alteridad para que pueda fingirse la relación de un logos compartido. La memoria presenta también esa estructura refleja. Sin necesidad de la alteridad de las letras, el alma escapará al olvido forjando en ella misma la materia de la memoria desde la incesante y variable perspectiva de cada acto en el que esa memoria se articula.

El ser es, pues, memoria, o sea, construcción consciente de una realidad interior, que configura la sustancia histórica sobre la que alza su argumento cada vida humana. Precisamente el descuido de la memoria por la confianza en la escritura produce el olvido (λήθη). No poder recobrar, con la memoria de cada presente, el fondo de nuestro pasado y descubrirnos en él, da origen a ese olvido, en el que se diluye la esencial alteridad del recordar. El diálogo posible de la exterioridad de la escritura sólo se realiza si, a través de ella, alcanzamos nuestra propia memoria. Sin ella toda lectura es olvido. El diálogo con las letras tiene lugar cuando se ha formado, en la intimidad, esa memoria fruto del lenguaje con el que el hombre se ilumina a sí mismo y se reconoce al hablarse en él.

Toda escritura necesita, para ser memoria, otro diálogo previo en el que se constituye el lector. No sólo estamos ante un mundo que nos estimula a un continuo ejercicio de interpretación, sino que esa interpretación está orientada por la capacidad de recepción con que cada sujeto, cada consciencia, cada lector ha ido recibiendo en su memoria el incesante ejercicio de la vida. Esto presta a la memoria constituyente un determinado dramatismo. Porque la memoria interior no es el resultado de decisiones y elecciones teóricas en las que el logos reflejase la estructura formal de la racionalidad. La memoria se forja sobre la variada experiencia de la vida y, por eso, cualquier acto de ésta es la historia de una particular, determinada e incluso comprometida «recepción». El lector, para serlo, ha tenido antes que constituirse como materia y sentido de su propia y particular receptividad.

La consciencia del lector se transforma así en autor que se escribe a sí mismo con la experiencia del otro. Paralelamente habría que suponer que el posible autor es, a su vez, lector de sí mismo, en la tarea de ser receptor de su experiencia y constructor de su propia memoria. En el límite de esa doble perspectiva, el lenguaje del texto ofrece una presencia oscilante donde la memoria de lo escrito, la memoria exterior, fructifica en la memoria interior. El logos de la escritura no es ya ese lenguaje que si se le pregunta dice siempre una y la misma cosa, sino que es semilla que no se siembra, como cuenta Platón, en «jardines de Adonis» donde se precipita el tiempo sin memoria[56].

2. La oralidad pura y el silencio de las letras

Junto al tema de la memoria que articula el fondo de cada historia personal aparece la interpretación que Sócrates hace del mito, el tema del autor: «Los hombres de entonces, como no eran sabios como vosotros jóvenes, tal ingenuidad tenían que se conformaban con oír a una encina o a una roca, sólo con que dijeran la verdad. Sin embargo, para ti tal vez hay diferencia, según quién sea el que hable y de dónde» (275c).

Las encinas de Dodona y las piedras expresan en su lenguaje la oralidad pura, aquella que constituye su propia verdad en el hecho de su simple manifestación. Un primer anuncio también de la textualidad pura, de aquel escrito que, en el aire de su mero sentido, se identifica ya con su verdad. Las encinas de Dodona hablan la verdad, porque el lenguaje es aquí palabra sin historia y, por consiguiente, sin tiempo, escritura sin autor. Surgido de la encina o de la piedra, el lenguaje entra en un campo semántico donde la verdad es el simple decir. Esa verdad sin contraste se adecuaba a la ingenuidad (εύηθεία) de los hombres de entonces, de los contemporáneos de las encinas parlantes. La palabra como expresión del poder se constituye en canon de sí misma, en objeto sagrado que exige la sumisión. Pero con la alusión a los «jóvenes» aparece, en el texto platónico, la historia. En el tiempo del diálogo, del logos compartido y discutido, es esencial saber quién es el que lo dice y dónde tiene su origen. Esa mera posibilidad de preguntar por cada palabra saca al lenguaje de su utópica inmediatez. La pregunta por un autor no es sino la negación de la autonomía de un texto que, como lenguaje, depende de la historia concreta de su constitución. No importa tanto quién sea su autor y de dónde venga, cuanto el hecho de que ningún texto empieza en sí mismo. Su mismidad es precisamente resultado de una memoria en la que el lenguaje colectivo se adapta al mensaje del individuo y a la forma que éste tiene de vivir, en la palabra, los momentos de su temporalidad.

El que piensa que deja un arte por escrito y, de la misma manera, el que lo recibe como algo claro y firme por el hecho de estar en letras rebosa gran ingenuidad y, en realidad, desconoce la profecía de Ammón al creer que las palabras escritas son algo más, para el que las sabe, que un recordatorio de aquellas cosas sobre las que versa la escritura (Fedro, 275c-d).

Este saber previo a cualquier lectura vuelve a plantear el problema de la oposición entre interioridad-exterioridad. El único lenguaje que habla es el lenguaje interior. En él queda asumida toda escritura. Lo importante es conseguir esa memoria en donde se fecunda la palabra que viene de fuera. Con independencia también de la posible resonancia pitagórica, la recepción, cuya teoría parece anticipar el texto platónico, no es el abstracto marco histórico donde, en cada presente, se asume y acoge lo pasado. La memoria personal que a través de lenguaje entabla el diálogo con la memoria colectiva de la historia, tiene que construirse desde los planteamientos concretos de cada individuo inserto en un proyecto ilustrado en el que todo lenguaje es algo y sirve para algo. Y precisamente, como resultado de ese proyecto ilustrado, la escritura está ahí para ser preguntada.

Porque es que es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida: pero si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras. Podrías llegar a creer que lo que dicen lo fueran pensando; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de eso que dicen, apuntan siempre y solamente a una y la misma cosa. Pero eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber distinguir a quiénes concierne hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente, necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni ayudarse a sí mismas (Fedro, 275d-e).

Este silencio de la escritura requiere la compañía del intérprete para convertirse en voz. El hablar como «si fueran pensando lo que dicen» alude a la extraña realidad de la letra, cuya visión es, precisamente, la construcción de la idealidad. Porque su realidad no tiene otra estructura que la de ser proyección hacia el sentido, que parte de ella pero que no es ella. La visión de la escritura tiene que adecuar su idealidad al ritmo de una sintaxis y una semántica que está en la escritura, pero que sólo es cuando es vista. Platón se refiere, probablemente, con ese «padre de las letras», al intérprete «privilegiado» que conoce mejor lo que las letras hablan y que posee también una privilegiada paternidad sobre su sentido. Pero, de todas formas, ese logos que circula por todas partes manifiesta ya la perspectiva histórica de cada acto de lectura y la necesidad de interpretación.

Éste es el misterioso destino de la escritura que, como Platón certeramente descubre, es silencio y voz. Silencio porque no hay un detrás de las palabras mismas. Sus signos no son nada, sino mera posibilidad de una ontología que yace en otra vertiente, y que sólo se reconstruye cuando alguien, desde su propio tiempo, puede leerlos.

Toda la teoría de la interpretación radica, precisamente, en ese silencio y soledad de un texto, cuya real contextualización acaba cuando acaba la última línea que lo compone. Todo lo demás es ya el diálogo que establece el lector con el texto mismo, desde la perspectiva de otra memoria distinta de la que, en la escritura, se le presenta. Por eso el texto no piensa. Su pensar es pura apariencia, y, sin embargo, esa apariencia es lo suficientemente firme como para hacer el papel de una voz que habla. En esa inequívoca presencia que puede mover los labios de un lector, y convertir en sonido lo que es signo escrito, se supera ese silencio originario que circunda a todo escrito.

La posibilidad de provocar sentidos y determinar, desde fuera, la voz que pronuncia esas letras, constituye la novedad de esta peculiar forma de experiencia. Una voz que no obedece al impulso de la memoria del lector —memoria que crea todo acto de lenguaje—, sino que se levanta como acto de lectura, desde otra memoria: la de un perdido autor que sólo desde la escritura llega a adquirir presencia. Esta presencia es, sin embargo, una presencia ambigua. Por un lado el escrito determina o, al menos, acota el sentido y delimita la trayectoria en la concreción de lo que en él se dice: pero, por otro lado, lo dicho tiene que resonar en la consciencia del lector, para quien únicamente los significantes llegan a convertirse en significado.

Sin esa presencia del lector, jamás el escrito saldría de su silencio. Sus signos, nuevos significantes sin posibilidad de transformar en argumento el gesto incompleto de su grafía, se pierden en su siempre amenazante coseidad. La escritura sin lector es cosa, objeto inexpresivo, realidad sin sustancia. Ni siquiera puede reclamar para sí, como alfabeto, ese carácter hierático que tuvieron otras formas de escritura y que poseen esas pinturas que se yerguen como si estuvieran vivas y que, hieráticamente también, se callan solemnemente si alguien les pregunta[57].

La fragilidad del escrito es, pues, más patente al depender, para adquirir su propio sentido, de lo que necesariamente tiene que proyectar sobre él, el lector. Por eso, aunque el logos de la escritura tiene su propia sintaxis que determina la forma imprescindible de su semántica, ésta entra en un territorio más libre y en el que se van a señalar los linderos por los que se mueven sus significados.

El lenguaje de la escritura es tal lenguaje en el momento en que esos significados se conciben en la mente del lector. Sin él, la escritura cae en su propio olvido, porque la memoria que la constituye vive en la temporalidad de un pasado absolutamente irrecuperable, si no entra en el espacio en el que late la temporalidad inmediata del lector, el presente vivo de lector.

Por eso las palabras del escrito no piensan. Desgarradas de su autor, sólo pueden hacerse pensamiento en aquel que posa su mirada sobre ellas. Pero esas palabras de las que nadie se puede hacer ya responsable —ni siquiera su autor, que es únicamente un nombre en la historia, una palabra más, como las palabras de su texto— necesitan encontrar una cierta justificación apoyándose en su propia memoria. El texto, que sólo existe cuando va hacia un lector, viene sin embargo de un autor, o al menos de un pasado, previo siempre al tiempo en el que el lector se lo encuentra.

3. La palabra como semilla

Ese carácter previo de todo escrito marca, ontológicamente, el territorio de su relativa autonomía. No sería posible escritura alguna si no existiese esa memoria colectiva que se aglutina en cada lengua y que el autor origina y administra. Pero una vez acabado, el escrito se independiza de su autor, no por lo vivo de esa criatura escrita, sino porque mientras el autor es un nombre que apenas tendría sentido sin su obra, ésta sí tiene sentido sin su autor. La obra es, precisamente, el sentido del autor. La experiencia literaria nos enseña que el único objeto real, en cualquier forma de escritura, es la escritura misma. El nombre del autor sólo es ya, en el dominio de la historiografía, la excusa para buscar posibles contextos, o para poner en relación otros escritos y construir nosotros, desde ellos, el nuestro. Porque el autor, en el curso de la tradición, nos sirve para engarzar, por medio de él, los eslabones de una memoria que, individual o colectivamente, alimentan la historia, más o menos abstracta, de la que el texto es eco.

Ese hablar como si pensaran significa el peso de la memoria a la que, inevitablemente, hace referencia la escritura. Precisamente porque llega al presente desde una memoria totalmente ajena a la memoria constituyente del lector, la escritura preserva un espacio para su propio sentido y organiza el campo de sus referencias dentro de ese espacio al que, en cada caso, tiene también que ceñirse la concreta memoria del lector. Aunque sea éste quien ponga en marcha, con su presencia ante el texto, la presentación de los significados que el texto encierra, la escritura en su silencio y en su independencia alude siempre a ese contexto histórico del que viene y del que, remotamente, se hace responsable un nombre que filtró, a través de su puesta en escritura, unos determinados fragmentos de la historia.

La pregunta por la forma de entender el autor todos los posibles sentidos de su propia obra es, en consecuencia, una pregunta absolutamente sin interés y sin justificación. El autor no puede entender los sentidos de su obra, porque él mismo es, hasta cierto punto, un producto de ella. La obra literaria, levantada con las palabras de una lengua, preexiste como tal lengua a los sucesivos actos con que el autor la manipula. Pero los actos mentales que, por causas difícilmente descifrables, surgen hasta la consciencia y se concretan en una sucesión de proposiciones no proceden, en la mayoría de los casos, de una consciencia neutra que con indudable seguridad fuera construyendo el discurso. La supuesta inteligencia del autor con respecto a su obra es, por ello, un problema carente de sentido si no se pretende analizar en todas sus posibles implicaciones.

Tal vez la implicación fundamental sea la que aparece al concluir el mito:

Así es, en efecto, querido Fedro. Pero mucho más excelente es ocuparse con seriedad de esas cosas, cuando alguien, haciendo uso de la dialéctica y buscando un alma adecuada, plante y siembre palabras con fundamento, capaces de ayudarse a sí mismas y a quienes las plantan, y que no son estériles, sino portadoras de simientes de las que surgen otras palabras que, en otros caracteres, son canales por donde se transmite, en todo tiempo, esa semilla inmortal, que da felicidad al que la posee en el grado más alto posible para el hombre (Fedro, 276e-277a).

Con la palabra como «semilla» concluye el comentario de Sócrates al mito de la escritura. La teoría de mejor comprender se diluye en un territorio mucho más extenso que la simple relación personal entre un lector y un texto. La palabra como semilla es posibilidad y esperanza. No hay, pues, texto realizado; lenguaje que sólo pueda ser lo que su escritura dice. A cada lado de la tenue frontera donde se levanta el frágil muro del texto, se encuentra la recepción del lector —el lector que recibe— y el autor que ha recibido a su vez, y que entrega.

Pero si, en el moderno textualismo, es el texto el único y esencial objeto de la experiencia, la tarea hermenéutica no acaba en el juego de su interpretación. El texto como semilla inmortal implica una serie de compromisos que nos llevan a preguntar, más allá del texto, por la historia de su constitución y, más acá del texto, por la estructura de una memoria que es consciencia, diálogo y, en consecuencia, una cierta forma de solidaridad. Al preguntar al texto, la memoria que se levanta como fruto de una biografía se pregunta también a sí misma. Pero en este punto, la vieja historia del «mejor comprender» alcanza una inevitable perspectiva ética en cuyo desarrollo no puedo ahora entrar.