IV

SOBRE EL TEXTO Y SU AUTOR

1. Textualismo

En un trabajo publicado hace algunos años con el expresivo título de «Nineteenth-Century Idealism and Twentieth-Century Textualism», definía Richard Rorty[19] el giro que había hecho el idealismo para adquirir carta de ciudadanía en el mundo de la sociedad de consumo.

La realidad material, las cosas, objeto primero de esa consunción, han adquirido su más sutil forma de presencia como informaciones que hablan de esos objetos o de sí mismas; como comunicaciones que no comunican otra cosa fuera del acto mismo de la propia comunicación. El lenguaje, cuyos orígenes habían estado determinados por la necesidad de referirse al mundo de la naturaleza descubierto a través de los sentidos, tras un largo proceso de solidificación en sus estructuras semánticas, había acabado por constituirse en objeto de sí mismo, al agotar como meros sentidos los problemáticos objetos de sus referencias. Lo cual no deja de ser coherente con una estructura de la realidad que es fundamentalmente reflejo. En un mundo donde vemos lo real sustentado en la nada eléctrica de las imágenes de un televisor —y por eso podemos participar en un hecho o suceso de ontología-ficción como ver sin estar— o donde oímos la voz conocida en los impulsos, eléctricos también, de un radiocassete, nuestra sensibilidad se ha estado acostumbrando a no admitir otra cosa detrás de la efímera frontera donde lo real es única y exclusivamente su imagen.

Para la vieja teoría de las ideas no podría haber mejor confirmación de su existencia que estas apariciones ideales donde no hay otro ser que lo visto. Como es sabido, εϊδος está etimológicamente relacionado con una raíz indoeuropea, Fid, que ha dado en griego οϊδα (εϊδω): latín video; antiguo esclavo vidget (ruso videt), ver; gótico witan (en alemán wissen), inglés, wit, galés Gwydd (bretón gouez), saber; sáncrito veda, el saber por excelencia[20].

La historia del idealismo es, pues, la historia de un proceso que ha acabado por hipostasiar lo que se ve. Lo cual, en principio, no deja de resultar paradójico. Aquello que, al parecer habría de significar el máximo alejamiento de la realidad —lo ideal como antagónico de lo real—, estuvo originariamente sujeto a la visión y a la mirada sobre lo real. Idea es, por consiguiente, lo que se ve.

Pero, por esa misma referencia etimológica, ver implicó también —en el campo semántico de wissen, saber— saber que se ha visto. Tan importante como la visión misma, la organización de la experiencia supuso la creación de un «mundo intermedio» entre la mente y las cosas. Los objetos de la mirada se sublimaron en objetos mentales. El idealismo implicó, por consiguiente, que no sólo viéramos ya las cosas al sesgo de ese saber de ellas que las ideas sustantivaban, sino que las ideas mismas se convirtieron en objeto y fundamento de la visión. Lo visto, previo, pues, al ver; la mente, anterior a la experiencia, el microcosmos de la intimidad, organizador de la exterioridad.

Pero en el fondo del idealismo subyacía el recuerdo, al menos, de un mundo de cosas que estaba en el origen de sus representaciones. Por ello, tal vez, en el idealismo, para jerarquizar el orden de lo real, se pretendió encontrar un lugar en el que situar ese mundo de las ideas: el yo, la mente, el lenguaje, la historia, el mundo más allá del mundo, eran, entre otros, los espacios posibles en los que las representaciones podían hallar su justificación y referencia.

El moderno textualismo, que comparte con el idealismo su distanciamiento del conocimiento científico y su opinión sobre la imposibilidad de comparar cosas con pensamientos o con lenguaje[21], no se ha preocupado, sin embargo, por establecer un lugar preeminente en el que asentarse porque lo ha encontrado en el lenguaje, y, sobre todo, en el lenguaje escrito. Aquí se consume toda la posibilidad de referencia, y el texto es, desde su mera presencialidad, un universo de significados, objetos y sentidos de su propia referencia.

La forma contemporánea del idealismo parece ser la sacralización del texto, Barthes, Foucault, Derrida, Fish, Bloom, son, entre otros, y desde distintas perspectivas, los que, al eliminar al autor, han establecido el principio de que «nada hay fuera del texto». Esta tesis tan radicalmente expresada obliga a plantear el sentido de semejante afirmación. Decir que nada hay fuera del texto es, en principio, tan arbitrario como decir que todo está fuera de él. La única y fundamental diferencia consiste en algo que, al parecer, no ha sido destacado suficientemente por los autores de la muerte del autor. Efectivamente, el texto es la única posibilidad de experiencia, y si todo nuestro conocimiento comienza por ella, es el texto el origen de toda información, de toda interpretación. Por consiguiente, en un planteamiento radical del hecho de experiencia, son las líneas de la escritura el único material posible para, a partir de ellas, intentar la reconstrucción de un sentido. El autor es un nombre más en ese proceso de intelección de la escritura y la experiencia que de él tenemos, carece de la masiva y densa trama textual en donde se inicia la experiencia de la lectura, y de donde parte la posibilidad de diálogo. Sin embargo, parafraseando la famosa sentencia de que «nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu», podríamos decir también que «nihil est in textu quod prius non fuerit in mente, non fuerit in mundo». La mismidad del texto es precisamente la alteridad de su origen. Es evidente que esos actos originadores del texto y que resumimos con la palabra autor, no están en nuestra experiencia. Son resultado de una suposición. Pero de una suposición necesaria. De lo contrario, todo texto sería simple lenguaje. La conversación de un lenguaje en texto es, precisamente, su historicidad, o sea, su ser obra de un autor.

Sin embargo, como hecho de experiencia, no se puede negar la primacía del texto. Clausurado en los límites infranqueables de su objetividad como escritura, el lenguaje no habla sino desde ese espacio concreto en el que el texto se hace presente en la consciencia de su lector. No hay otra forma de realidad, para avivar nuestra experiencia de la historia, que la mediata temporalidad del texto. Pero la realidad del texto es pura idealidad. Su existencia como escritura sólo tiene sentido cuando un lector proyecta sobre ella la temporalidad inmediata de su presente. En el tiempo fluyente del lector, el texto se convierte en un sistema de representaciones, atado únicamente al instante en que cada acto de lectura lo realiza.

En esos momentos, el texto ya es pura idealidad, sumida en el fluido interior con el que el tiempo va haciendo presente la previa objetividad de la escritura. Las señales gráficas, cuya realidad nada tiene que ver con lo que representan o significan, se transforman en esa cinta fluyente de representaciones que dan contenido, como consciencia, al tiempo del lector.

Por consiguiente, el textualismo deja aparecer el problema que en la llamada teoría de la recepción va a tener un importante aunque parcial desarrollo. No existe literatura, filosofía, historia, si no es en función de un posible lector. El texto es, efectivamente, letra muerta, hasta que no es iluminado por un lector que le presta, con el ritmo de su propio tiempo, la perspectiva concreta de la historia y el lenguaje donde se ha formado. «Comprender no es un mero insertarse en la tradición, sino la activa apropiación de una obra a través de la mediación de apropiaciones precedentes, o sea de la historia de su recepción[22]».

Esta reflexión de la letra en el lector hace que, en cierto sentido, la desaparición del autor, que había decretado el textualismo, adquiera una peculiar significatividad. La muerte del autor, que no deja de ser una frase retórica, puede encontrar una forma de justificación si, desde la perspectiva de la fusión de horizonte (Horizontverschemelzung) a la que se ha referido la hermenéutica, también se funde, no sólo el horizonte del pasado, sino el autor en él. Tal como Northrop Frye[23] lo expresaba: «Se dice de Böhme que sus libros son una especie de picknick al que el autor trae las palabras y el lector el sentido. Este dicho era una burla de Böhme; sin embargo constituye una exacta descripción de toda obra de arte literaria sin excepción alguna». La manera, pues, más piadosa de llevar a cabo esta desaparición del autor se expresa con la fórmula que va a tener una gran importancia en la hermenéutica romántica: «¿Qué significa comprender a un autor mejor de lo que él se ha comprendido a sí mismo?». Gadamer[24] no duda en afirmar que «en esta frase se encierra, de hecho, el verdadero problema de la Hermenéutica».

Pero esto implica la aceptación de ese extraño e inexistente personaje que es el originador del texto. Porque de la misma manera a como suponemos que el texto es para un lector, podríamos también insistir en el principio de que no hay texto sin autor. En el momento en que establecemos este principio estamos admitiendo el horizonte de otra forma de temporalidad en la que se creó el texto. O mejor dicho, de la misma manera a como el acto de lectura consiste en una sucesión de instantes en los que la consciencia se somete al ritmo de la inmediata temporalidad, podemos deducir también que el texto surge como un sucesivo proceso temporal, en el que la consciencia llena, con un determinado contenido, el monocorde ritmo formal con el que el tiempo fluye. La consciencia es, pues, el argumento de la temporalidad, que se va modulando en sucesivos actos de escritura.

2. La fórmula hermenéutica

La fórmula hermenéutica de comprender mejor (besser verstehen) implica necesariamente a un autor. Sin él, como término de la comparación, parece absurda una proposición que dijera: ¿qué significa comprender un texto mejor de lo que él se comprende a sí mismo? Pero si esta formulación no tiene sentido ¿qué sentido tiene si, en lugar de texto, ponemos la palabra autor? Porque es evidente que, desde una perspectiva textual, autor no añade nada que conceda al texto una consistencia existencial con la que trascender el espacio de la escritura.

Porque, efectivamente, el autor del texto no se comprende a sí mismo. Ni siquiera el autor vivo comprende su obra como totalidad. Porque los autores no escriben obras. Sometidos al invariable ritmo del tiempo, el autor no hace sino componer sucesivamente sentidos, llenar contenidos en el vacío ritmo formal que sostiene en la existencia.

La obra, cualquier forma de escrito, es resultado, como vimos, de un proceso temporal cuyo final es también parte de un tiempo, aspecto parcial de una totalidad, donde se suman los múltiples instantes en los que cada tiempo, que fluye por la consciencia, ha sido significado, con actos de escritura, por ella.

En el fluir temporal en el que se compone una obra, la idea de obra acabada es algo contradictorio. Cada punto de la temporalidad en la que la obra se escribe es principio y fin. Cada momento de la consciencia despliega en los actos de escritura las partes de un supuesto contenido total de los que el autor no es, en absoluto, consciente. Por ello es difícil plantear, y mucho menos entender, el sentido de ese comprenderse a sí mismo. En primer lugar, por el carácter del discurso que organiza el autor y que en ningún momento es otra cosa que un discurso, cuya totalidad nunca le podrá ser presente. Sólo volviendo sobre la escritura, sobre los aspectos parciales de ella, puede dar cuenta de su propio producto, asumiéndolo en otra serie de instantes temporales, distintos de aquellos en los que la obra se creó. El asumir y explicar la propia obra es un acto en el que el autor dialoga consigo mismo a través de la objetividad que, de esa mismidad, ha quedado presente en la escritura. Porque si no, ¿dónde está el mismo del autor?

Pero además, independientemente de esa obra, el sí mismo del autor es verdaderamente problemático. ¿Dónde está objetivado, si no es en la escritura, el hecho de esa mismidad? ¿Qué estructura teórica presenta el sí mismo para que pueda ser objeto que dé contenidos a los distintos actos de pensamiento? ¿Qué mismidad objetiva esos actos para que puedan ver en ella menos de lo que ve el intérprete del comprender mejor (besser verstehen)?

El problema de la comprensión de la mismidad deja aparecer una larga serie de contradicciones, cuyo enfrentamiento presenta determinadas perspectivas a través de las que se vislumbran las relaciones entre el texto y el autor.

Quizá merezca la pena recordar algunos momentos en los que encontramos variantes de esa fórmula a la que Dilthey se refiere al final de su breve escrito sobre El nacimiento de la Hermenéutica: «El objetivo final del método hermenéutico es comprender al autor mejor de lo que él se ha comprendido a sí mismo[25]». Dilthey no cita expresamente a Schleiermacher, de quien, al parecer, es la formulación de su frase. Schleiermacher presenta, sin embargo, una variante. En su Comunicación a la Academia de Ciencias de Berlín[26] escribe:

«Sin duda que hay algo verdadero en la fórmula de que la plenitud de la interpretación consiste en comprender a un autor mejor de lo que él puede explicarse a sí mismo».

La «fórmula» de Schleiermacher aparece en el contexto de sus reflexiones sobre la metodología hermenéutica de Ast y Wolf. Junto a la interpretación gramatical hay un proceso de adivinación (divinatorisch), en el que el intérprete se esfuerza por dominar la supuesta genialidad del autor. «¿Qué es lo que tenemos que hacer, cuando llegamos a un pasaje donde un autor genial ilumina en el lenguaje un determinado giro, una determinada manera de decir? Aquí no queda otra solución que partir, como adivinándolo, de ese estado de producción de pensamiento en el que el autor estaba inmerso, indagando cómo la necesidad del momento podía influir de una manera y no de otra en ese viviente tesoro de la lengua que, por así decirlo, flota en el autor, y reinventar ese acto creador[27]».

Este proceso de adivinación se sitúa, paralelamente, al proceso de creación del autor. En ambas perspectivas se destaca un aspecto inconsciente en el que el lenguaje es medio para una forma de comprensión que supera los límites que ese mismo lenguaje establece. En este caso tanto la producción del autor como la reproducción del intérprete ofrecen una asimetría que procede de una serie de componentes psicológicos que impedirían la plena adecuación entre esos dos procesos.

Pero entonces, ¿dónde está el «comprender mejor» (besser verstehen) si todo comprender es expresión de un «comprender otro» (anders verstehen) que expresa la esencial alteridad con que la obra, y su creador con ella, se nos aparecen? Este encuentro de intérprete, congenialmente enlazado con su autor, presenta además una nueva forma de asimetría que, en cierto sentido, expresa un extraño pasaje de Schleiermacher: «Quien en el asunto de la interpretación no ve claramente cómo la corriente del pensamiento y de la creación parece chocar y rebotar contra las paredes de su cauce, y dirigirse en otra dirección de aquella que habría tomado libremente, ese tal no puede comprender ya ese flujo interior de la creación y mucho menos asignar al escritor el lugar exacto que ocupa en vistas a su relación con el lenguaje y sus formas[28]». Pero, en ese momento, si el autor se ha convertido en una corriente de pensamiento que choca contra los muros de ese cauce interior, ¿dónde podemos ya descubrirlo? ¿Qué autor es el que buscamos? ¿Se ha disuelto esa problemática subjetividad que se expresa en la palabra autor?[29].

No es extraño que la hermenéutica hable aquí de un proceso adivinatorio, ya que el autor no sólo queda diluido en ese río del lenguaje, sino que se habla de un «estado de producción de pensamiento en el que el autor está inmerso» y en donde «la necesidad del momento» determina la utilización de ese «tesoro vivo de lenguaje». La supuesta racionalidad del logos, que un autor controla, domina y utiliza, desaparece ante esas exigencias de la temporalidad y de lenguaje vivo (lebendig) que inunda al autor.

Sin el pathos romántico de Schleiermacher, Boeckh[30] analiza también la teoría de la interpretación aludiendo, indirectamente, a la dificultad de fijar de una manera absoluta el concepto autor y el contenido preciso de su problemático carácter de sujeto. Boeckh se plantea, en unas páginas muy interesantes de la Enciclopedia filológica, la cuestión del infinito número de relaciones que se establecen en cualquier manifestación individual y que dificultan e incluso impiden llegar a una claridad discursiva. Recordando los viejos planteamientos de la sofística, escribe: «Gorgias en su escrito Περί φύσεως, en el que niega la posibilidad del conocimiento real, indicó ya que el oyente de unas palabras no piensa nunca lo mismo que el hablante, ya que, dejando a un lado otras razones, son distintos el uno del otro; pues ούδείς έτερος έτέρφ ταύτό εννοεϊ. Incluso uno y el mismo hombre no recibe de la misma manera el mismo objeto y, por consiguiente, no lo entiende plenamente. Así pues, si la personalidad del otro no puede comprenderse nunca en su totalidad, la tarea de la Hermenéutica no puede resolverse más que con una infinita aproximación, a través de un lento progreso puntual, pero jamás en una aproximación total».

En este contexto aparece de nuevo la fórmula de Schleiermacher: «El escritor compone conforme a las leyes de la gramática y la estilística; pero la mayoría de las veces de una manera inconsciente. Sin embargo, el intérprete no puede explicar nada plenamente sin ser consciente de esas reglas… De ello se sigue que el intérprete no sólo debe comprender al autor tal como él se comprende a sí mismo, sino incluso mejor. Pues el intérprete tiene que traer claramente a la consciencia aquello que el autor ha creado de manera inconsciente, y así se abrirán mucho dominios y perspectivas que al mismo autor eran extrañas[31]».

Boeckh distingue, sin embargo, jugando con el significado del verbo alemán auslegen (interpretar), aquel exceso interpretativo que añadiría más de lo que haya (einlegen) en el texto mismo, y que daría lugar a un equívoco cuantitativo al entender menos de lo que está dicho. Los análisis de Boeckh obedecen en buena parte a su formación filológica muy distante todavía de los recientes teóricos de la textualidad, pero sus intuiciones y su alusión al inconsciente señalan un horizonte no muy alejado de los planteamientos contemporáneos.

Sin embargo, ni con las variaciones que el tema del inconsciente ha experimentado en la época contemporánea se puede clarificar la relación hermenéutica. Si el intérprete tiene que traer a la consciencia lo que el autor produce inconscientemente, se le escapan los elementos que activan y mueven esa supuesta inconsciencia, engendrada y alimentada en el tiempo histórico concreto del autor. Desde el momento en que el intérprete pretende hacer consciente lo que él supone que constituye el universo inconsciente del autor, está llevando a un plano inadecuado su intransferible temporalidad. Porque, efectivamente, recuperar otra consciencia por medio del texto ajeno es una empresa imposible.

La consciencia de sí manifiesta únicamente la perspectiva monolítica de la mismidad, en la que no cabe otro contenido que aquel que, surgido del texto, se incorpora y vive en la reflexión del lector. El texto puede transportarnos hacia un horizonte de alusividad distinta de aquello que está escrito; pero lo que jamás puede hacer es reconstruir, en la propia, la mismidad de la consciencia ajena que es ya, paradójicamente, alteridad. Porque, a su vez, el mundo semántico que el autor hace presente con su escritura no está sólo levantado sobre un pequeño círculo de consciencia. El producto literario es resultado de una serie de elementos que, en el curso del tiempo de un autor, ha motivado y alimentado todos sus productos. El autor no escribe como si en su mente se hubiera establecido conscientemente un determinado mundo semántico previo al acto mismo de escribir, y del que éste es críticamente subsidiario. El autor produce su obra como resultado de una historia personal y colectiva, ninguno de cuyos aspectos le es consciente en los concretos momentos temporales en los que lleva a cabo sus actos de escritura.

El problema, pues, de la consciencia o inconsciencia del autor con respecto a su obra es mucho más complejo de lo que puede pretender una ingenua teoría de la consciencia, que considere la creación escrita como traducción en el tiempo de la escritura de un producto previo construido en el tiempo de la mente, y por ello mismo, es tarea imposible, por parte del intérprete, intentar ser consciente de la otra consciencia.

Todo acto de escritura sale de una niebla primordial y de la que sólo queda constancia para el autor y, por supuesto, para el intérprete en las líneas que marca el texto. Lo cual no quiere decir que la escritura de una obra filosófica o literaria sea el producto de un mecanismo inconsciente que la crea. Con la palabra inconsciencia pretendo únicamente expresar el hecho de que, en la temporalidad con la que se plasma, letra a letra, la escritura de la obra, no está presente y consciente el mundo histórico, temporal, en cuyo proceso se ha ido forjando y del que los actos de escritura son el inmediato reflejo.

En este momento se nos hace más problemática esa objetividad que parece expresar el sí mismo que el autor no alcanza con la pretendida claridad que, parece ser, lo hace el intérprete. El sí mismo del autor es, por consiguiente, un simple término pseudoontológico que no manifiesta realidad alguna de la que el autor pueda tener consciencia. Y por supuesto, si ese mismo no existe como objeto en el que el autor pueda determinar los límites de su propia obra, mucho menos lo comprende un intérprete que podrá construir, en tomo al texto, todas las escrituras semánticas que quiera, menos el bloque de esa ajena e imposible mismidad.

El intérprete no comprende mejor al autor, porque este término es para él tan difícilmente objetivable como para el autor su propia e inasible mismidad en la que, por cierto, debido al curso mismo del tiempo, todo es absoluta alteridad. El proceso de interpretación del «comprender mejor» (besser verstehen) no puede consistir, por consiguiente, en «traer claramente a la consciencia» (zum klarem Bewusstsein bringen) el impreciso fluir de todo un mundo que sólo en el momento del acto de escritura emerge parcialmente para la consciencia de su autor.

Es evidente que el intérprete, valiéndose de otros textos, utilizando su propia experiencia, sus informaciones y su historia, es capaz de crear una retícula informativa en la que pueda situar, con más precisión, no tanto a un autor cuanto a una obra escrita, un texto. Pero esa retícula muestra también unos puntos inconscientes, unos esquemas valorativos que, desde la perspectiva del intérprete, ciñen al texto con una peculiar forma de inconsciencia. Esta forma se pone de manifiesto en el concepto de «sentimiento» (Gefühl) que Boeckh utiliza y que señala la compleja forma en la que se constituye la imposible e inobjetivable consciencia del autor.

3. Una nota sobre Fichte, Kant y Schlegel

La «fórmula» del «comprender mejor» (besser verstehen) la encontramos también en Fichte y en Kant[32]. En El destino del sabio escribe Fichte, a propósito de una mejor interpretación de Rousseau: «Vamos a comprender mejor a Rousseau de lo que él mismo se ha comprendido, y a encontrarnos a un Rousseau en plena coincidencia consigo mismo y con nosotros[33]». Fichte intenta explicar en qué consiste la contradicción que lleva a Rousseau a no comprender el verdadero alcance de sus certeras intuiciones. Rousseau no podía elaborarlas porque carecía de una verdadera antropología que le sirviera de sustento. «Lo que pueda tener de verdadero Rousseau lo funda inmediatamente en su sentimiento (Gefühl). Su saber tiene, pues, el fallo de ser un saber apoyado en un simple e infradesarrollado sentimiento que es, en parte, inseguro porque no puede dar cuenta plena de sí y mezcla, además, lo verdadero con lo falso, porque da la misma importancia, sin tenerla, a un juicio fundado sobre un sentimiento así».

Fichte entiende mejor a Rousseau porque descubre, precisamente, que el lenguaje en el que éste se expresa emerge de un sentimiento sin desarrollar, cuya inseguridad proviene de su ausencia de fundamento. El no poder dar cuenta de ese sentimiento es causa de la insuficiencia del desarrollo rousseauniano. Pero la crítica de Fichte es el modelo de una interpretación que completa, desde un nuevo espacio teórico, lo que Rousseau plantea. Fichte no intenta hacer consciente la inconsciencia del Gefühl, sino pensar el lenguaje de Rousseau en su propio lenguaje y convertir así la tarea de la interpretación en un diálogo siempre renovado y siempre inacabado. «Alegrémonos de sentir que nuestra tarea es infinita[34]».

En un pasaje de la Crítica de la razón pura[35], Kant propone una nueva interpretación del término «Idea» que Platón había instalado en el vocabulario filosófico: «Forjar nuevas palabras es una pretensión de legislar en materia de idiomas que raras veces acierta, y antes de acudir a ese medio desesperado es aconsejable buscar en una lengua muerta y culta si en ella se encuentra ese concepto con su expresión adecuada, y aunque el antiguo uso del término haya resultado algo vacilante, a causa del descuido de sus autores, es mejor afianzar el significado que preferentemente hubiera debido tener (aunque sea dudoso si era exactamente el sentido que entonces se le daba), en vez de complicar las cosas empleando un lenguaje incomprensible».

Kant se refiere al término «Idea» tal como, en su opinión, ha sido utilizado por Platón: «Platón se sirvió del término Idea, de suerte que se ve, sin duda, que entendía por él algo que no sólo no se toma nunca de los sentidos, sino que además va mucho más allá de los conceptos del entendimiento, de los cuales se ocupaba Aristóteles, pues en la experiencia no se halla nada congruente con ese algo. Para él, las Ideas son arquetipos de las cosas mismas, y no, como las categorías, meras claves para posibles experiencias[36]».

El planteamiento crítico de la tradición lleva a Kant a interpretar esta terminología en el contexto de su propio discurso y, para justificarlo, se refiere a lo que para Bollnow[37] constituye la primera versión de la «fórmula hermenéutica» de Schleiermacher: «No me propongo ahora emprender una investigación literaria para descubrir el sentido que el sublime filósofo asociara a su término. Me limitaré a hacer observar que no es nada insólito, tanto en el lenguaje corriente como en las obras escritas, que, gracias a la comparación de pensamientos que un autor formula sobre su objeto, se le entienda mejor de lo que él se entendía a sí mismo, porque no determinó suficientemente su concepto y, de esta suerte, a veces decía algo contrario a lo que se proponía o pensaba[38]».

Aquí no aparece como en Fichte el impreciso mundo del Gefühl y que, hasta cierto punto, expresa el mundo inconsciente o mítico que rodea a un autor. En el texto de Kant es el vocabulario filosófico, como lenguaje, el que ofrece el campo concreto donde se realiza esa operación del «comprender mejor». En este caso, el uso terminológico de un concepto por un autor puede estar debilitado al no poder precisar qué concepto es el que tal término expresa. El ejemplo kantiano se refiere a un problema filológico concretado en el análisis de la posible significación de una palabra famosa del vocabulario filosófico.

La crítica de Kant tiene que ver con la falta de comprensión de un autor hacia su propio lenguaje. El autor hace un uso inadecuado o insuficiente de las posibilidades significativas del término que usa, y el intérprete es quien ha de recobrar el sentido perdido, precisando los contornos de ese concepto que el autor no se preocupa de determinar. El problema hermenéutico queda aquí reducido al campo concreto del análisis conceptual.

Sin embargo, aunque sin referirse concretamente a la fórmula del «comprender mejor», Kant plantea la cuestión al final de su escrito «Über eine Entdeckung nach der alie neue Kritik der reinen Vernunft durch eine altere entbehrlich gemacht werden soll[39]», donde, al aludir a la «Kritik der reinen Vernunft» como la verdadera apología del pensamiento de Leibniz, critica a aquellos intérpretes que operan sin tomar en cuenta la crítica de la razón misma y «al investigar las palabras de aquello que han dicho ciertos autores, no ven lo que han querido decir». Más allá de las palabras escritas, parece descubrirse el mundo al que se refiere la expresión «lo que han querido decir». En este caso la «presencia» del lenguaje no agota toda la posibilidad de comunicación, que, al otro lado de lo que «se ha dicho», descubre un mundo de intenciones a donde el intérprete tiene que llegar. Sin embargo, este proyecto teórico de descubrir el «querer decir» vuelve a plantear con toda su agudeza la problemática y difusa presencia del autor.

A primera vista, y en el marco de un cierto escepticismo ante la obsesiva temática relacionada con lo que Rorty llama textualismo[40] como forma peculiar del idealismo en el siglo XX, podría pensarse que no es importante trazar la frontera de ese posible comprender mejor, aunque sea desde la supuesta perspectiva del autor a quien precisamente el textualismo ha condenado a desaparecer[41]. Sin embargo, el problema que plantea la pregunta: «qué significa comprender a un autor mejor de lo que él se comprende a sí mismo», es algo más que un mero juego retórico sobre cuestiones en buena parte agotadas. En trabajos que recogen planteamientos de la moderna crítica literaria, resurge la mencionada cuestión que, oculta muchas veces por las nuevas terminologías y compilaciones analíticas, no deja, sin embargo, de buscar una solución a través de ellas.

Un apartado de una de estas obras[42] lleva por título: «Die Realisierung der Werke durch das tatige Subjekt».

Esta actividad del sujeto, en el proceso de constitución de la obra escrita, manifiesta, una vez más, esa línea de ebullición en cuya frontera se realiza, efectivamente, la «obra», y donde, por supuesto, actúa también el presupuesto de recepción (Rezeptionsvorgabe) que constituye una categoría, «que expresa las funciones que potencialmente subyacen a una obra por su propia y esencial constitución[43]». Entre esta Rezeptionsvorgabe y el tätige Subjec (sujeto activo) se delimita el marco de la famosa fórmula a la que me he referido antes.

La comprensión de la singularidad de otras personas y de sus obras hace que, por ejemplo, para Dilthey «una gran parte de la felicidad humana brota del sentir de los estados de otra alma[44]».

En el comprender no se ofrece sólo la posibilidad de penetrar el sentido de lo que se dice, sino que, a través de ello, tiene lugar una forma de la felicidad. Pero en esta comprensión aparecen algunas aporías que complican la realización de tan importante programa. A propósito de la necesidad del Verstehen, formula Dilthey el famoso círculo: «Del uno al todo, del todo, de nuevo, al uno. Por cierto que el todo de una obra exige pasar a la individualidad del creador, a la literatura con la que está en relación. Este proceso comparativo me permite comprender más profundamente cada obra, incluso cada proposición, de lo que en un primer momento la había comprendido[45]». En este amplio marco teórico, de la fórmula besser verstehen, ais der Autor sich verstanden hat, deja aparecer un fundamento, die innere Form (la forma interior), que habrá de tener amplia resonancia en la teoría literaria[46]. Esta «forma interior» ocupa un lugar preeminente en el problema del comprender. Con ella se relaciona esa coherencia inconsciente que actúa en la organización de la obra literaria. En el momento que admitamos ese contenido que escapa a la consciencia del autor, cabe suponer la presencia de un intérprete cuya misión consiste en hacernos ver los contenidos inconscientes que bajo ella se desarrollan[47].

Dilthey plantea aquí la necesidad del intérprete en una perspectiva a la que, en cierto sentido, se había referido Schlegel en una variante de la teoría del besser verstehen: «Para comprender a alguien hay que ser, en primer lugar, más listo que él… No basta que se entienda el sentido de una obra confusa mejor que su autor. Hay que conocer la confusión misma en sus principios y poderla caracterizar y construir[48]». El territorio de esta confusión implica un intérprete que trae claridad a ese dominio en el que se asienta una determinada obra[49].

Las parejas de conceptos totalidad-individualidad, confusión-claridad expresan perspectivas que, frecuentemente, se admiten sin excesiva crítica, como instrumentos de trabajo en la comprensión de la obra escrita.

La oposición entre totalidad-individualidad no está sólo expresada en la tradición filológica por la presuposición de que es el contexto, como marco total de implicaciones, el que permite organizar la comprensión de las partes —textos— que lo componen, sino que esa totalidad permite presentir también el complejo universo de sentidos que alimentan la obra escrita. Por ello la perspectiva del círculo hermenéutico se abre también a todo aquello que, inconscientemente, está, de alguna forma, presente en los sucesivos actos que integran la producción de la obra.

En el caso de esta constitución de un lenguaje sostenido por supuestos fondos inconscientes, es evidente que las dificultades para la comprensión se manifiestan en esa confusión a que el texto de Schlegel se refiere.

En este caso, la presencia del intérprete que llega hasta los principios de esta confusión implica un mejor comprender que el autor mismo, víctima de esas extrañas inundaciones de elementos que escapan a su propia posibilidad de comprensión. Sin embargo, no es fácil tematizar el sentido de esa inconsciencia, o esa confusión, a cuyos principios hay que llegar según recomienda Schlegel. En primer lugar porque la creación literaria es ya producto de esa fuerza inconsciente que impulsa un lenguaje y unos determinados contenidos en él. Efectivamente, el lenguaje que se plasma en la escritura no es producto de una inteligencia neutra que deja filtrar hasta las letras los resultados de una lógica interior, que sólo llega a expresarse cuando está clasificada y probada como tal lógica.

En el dominio del lenguaje natural, las palabras, incluso en un lenguaje que pretende niveles de objetividad, se arrastran y condicionan mutuamente. El control del escritor se va determinando en diversos actos de selección que sin embargo actúan con aquellos ofrecimientos semánticos que van aflorando a su consciencia.

En ciertas formas de lenguaje escrito, condicionado por la correspondencia con una forma de objetividad histórica, jurídica, etc., la línea de la escritura se demarca entre la voluntad del autor, su creatividad, y las limitaciones que tiene que aceptar, en función de los elementos objetivos que dan sentido y contenido a su escritura. Pero el dominio de la creación literaria o, incluso, filosófica, el mecanismo de la producción funciona sobre engranajes absolutamente libres por lo que al grado de objetividad se refiere.

Es cierto que este grado de objetividad es problemático y constituye también uno de esos «tabúes» terminológicos, que pueden objetivarse con muy distintos componentes. Sobre todo porque el concepto de objetividad no es objetivo. La objetividad se refiere, en un tipo de obra que tiene que cumplirla, a la adecuación con objetos, con realidades que parecen ser independientes del lenguaje que las va a decir. Pero en una forma de escritura que no ponga nombres al mundo de los objetos reales, al mundo de lo que, muy generalmente, podríamos llamar mundo de la naturaleza, el carácter de objeto y, por consiguiente, de su subsidiaria objetividad es harto problemático. Porque ¿dónde están los objetos culturales que una obra histórica, por ejemplo, tiene que describir? ¿Qué carácter de objeto presentan a nuestra experiencia los documentos, libros, escritos que integran la totalidad de objetos ideales que ha de elaborar y aceptar el lenguaje en el que el historiador los exprese? ¿Hasta qué punto, también, una cierta forma de inconsciencia, de arbitrariedad, no va señalando el camino por el que el nuevo lenguaje de la producción de la obra discurre?

De la misma manera a como, en la creación literaria, el lenguaje emerge desde un fondo que selecciona temas, perspectivas, ideas, en otras formas de lenguaje más sujetas a una cierta objetividad, hay un fondo, también común a ambas proyecciones de lenguaje, que tiñe todos los productos de la escritura con el colorido que le presta ese otro concepto, vagaroso también pero real, de la personalidad del autor.

Sólo mencionaré ya una curiosa variante en la historia del besser verstehen. En un texto de Friedrich Schlegel se establece la polaridad Geist-Buchstabe. En la presencia de la letra late siempre algo que trasciende su forma y que alienta entre sus rasgos. La objetividad de la letra no es sino un medio en el que se manifiesta algo que nada tiene que ver con ella. En el vocabulario del romanticismo, ese algo es Geist. Buchstabe istfixierter Geist «la letra es espíritu inmovilizado[50]») y, en consecuencia, aller Buchs tabe muss immer unvollendet seyn. El tema de la letra como «recordatorio», que Platón inicia en el Fedro (275a), surge en Schlegel como un reproche a la escritura: «Libros y letras son signos de memoria, pero no de lo que viene de fuera, sino de lo eterno de nosotros[51]».

Este texto descubre la perspectiva interior-exterior que aparece en el diálogo platónico. Sólo que lo interior se presenta ya como lo eterno, que trasciende los límites de la letra, bajo la forma de una memoria eterna que une, en el lenguaje que la sustenta, todo acto de consciencia.

4. El lector situado

Para que pueda tener algún sentido la fórmula «comprender mejor» ha de haber un punto de comparación; pero, si no es el autor, ¿quién entonces? Cabe la comparación con una interpretación óptima —ideal— con la que se mediría la interpretación de cada lector. Pero ¿dónde está y quién la establece?, ¿quién jerarquiza un sistema de interpretaciones en cuya cima pudiese haber eso que se llamaría la interpretación ideal?

Una larga experiencia historiográfica nos enseña que plantear semejante problema es disolver el objeto, el texto, en el múltiple prisma de cada lector. Y, sin embargo, esa misma experiencia historiográfica nos enseña también que hay una serie de lectores, digamos, «privilegiados» que escriben sobre su particular experiencia del texto. Y, entre esos lectores, hay alguno cuya interpretación «parece» más acertada. ¿Acertada? ¿En función de qué y para qué?

Convertido en una estructura autónoma (textualismo), y sin el contraste de un mundo de ideas que sea la garantía de sus proposiciones, el texto queda supeditado a la subjetividad de su intérprete. Fuera de la intención, de la historia, del tiempo de su posible autor, el texto es pura referencia de sí mismo o, en última instancia, de otros textos. ¿Quién garantiza, entonces, y cómo, la veracidad de una interpretación? ¿Quién establece la preeminencia de una lectura? ¿Qué entendemos por «comprender mejor» un texto? ¿«Mejor» que quién? Si «readings is an experience[52]», esa experiencia es difícilmente transferible y, por supuesto, absolutamente incomparable.

La comunidad científica tiene sus reglas que imponen la mayor o menor validez de una lectura, o de una interpretación. Pero ¿cómo se jerarquiza el sistema de valores de esa comunidad? Por supuesto, hay adscripciones a la llamada comunidad científica que, a veces, no tienen que ver con el «valor» de la obra, pero que por inercias colectivas de ese grupo se admiten como «valiosas». Por «inercias colectivas» entiendo: simpatías, ideologías, intereses. Pero lo normal es que, dentro de la «tradición» de ese grupo, haya una jerarquización cualitativa que acepta y sanciona el escrito de un autor. Naturalmente que esa comunidad tiene sus órganos de expresión, sus «Revistas» que establecen la calidad del escrito, el «canon» de las interpretaciones «mejores». Pero, de todas formas, sin querer entrar en el análisis de este hecho, hasta cierto punto «exterior», el texto abre, en su lectura e interpretación, la posibilidad de un «comprender mejor» (besser verstehen). Esa posibilidad queda, en el fondo, sometida a la subjetividad del lector. Es el lector o intérprete el responsable total de su «versión». Pero el lector, e incluso el lector «intérprete», forma parte de un grupo humano, de una comunidad «institucional» que le impone perspectivas y que, incluso, le selecciona y filtra los problemas.

Pero ¿en qué consiste su responsabilidad? ¿Cómo se puede, todavía, hablar de la validez de una lectura? El intérprete no opera únicamente con el texto. Su aproximación a él está condicionada por otros textos, por años de trabajo. El lector es entonces «especialista» de una época, de un género, incluso de un autor. Y eso quiere decir que, en la propia historia intelectual del intérprete, hay una larga familiaridad con un espacio concreto del saber, con un interlocutor constante al que ha citado durante muchos años en el rincón de su trabajo y de su soledad. La compañía de ese autor —¿autor?—, mejor, la compañía de unos escritos, permite y facilita esa familiaridad. El texto se nos hace familiar, lo cual quiere decir que lo hemos tratado con más asiduidad que el normal trato que tenemos con otras cosas, con otras personas.

Esa asiduidad nos permite entenderle mejor. El amor, decía el viejo refrán, da conocimiento: el amor y, sobre todo, el tiempo. Y tanto el amor como el tiempo son formas que determinan nuestro trato con los textos. El tiempo nos permite insistir en las propuestas teóricas de un diálogo que siempre podemos renovar, que continuamente volvemos a repetir y en cuyo lenguaje, una y otra vez oído y reconocido, encontramos la raíz de nuestra especialización.

Y eso es lo que nos da, suponemos, la posibilidad de una «mejor lectura». Sin embargo, la mera temporalidad, la asiduidad en el diálogo con el texto, no implica necesariamente que lo entendamos mejor. ¿Qué impide, entonces, el que en circunstancias normales nuestro trato asiduo con el texto no sea garantía de nuestra mejor intelección?

En este punto aparece un horizonte nuevo de la hermenéutica y en el que se modula un aspecto que, creo, no ha sido suficientemente destacado por la teoría de la recepción. El lector que tan cuidadosamente ha analizado Iser[53], es un lector teórico, un simple contemplador ideal en cuya descripción fenomenológica se esmera. Pero ese lector no lee. El lector de Iser que pasea su punto de vista móvil (wandernder Blickpunkt) es un lector vacío, cuya perspectiva formal no capta lo leído.

Igual que los actos de habla no son simples frases, sino frases situadas[54], el lector no es un simple elemento móvil que se desplaza por la superficie del texto, desde los instantáneos sesgos de la fluyente e irrepetible temporalidad. El lector es un lector situado también, y su situación está determinada por sus actos de pensamiento. El diálogo consigo mismo que constituye la reflexión está, en todo momento, situado en el complejo contexto interior que se llama, con mayor o menor precisión, personalidad. Cada acto de pensamiento se sustenta en ese fondo del ser del lector que es, en todo momento, un lector histórico, o sea, un lector autobiográfico. Por eso los tipos de lectores que describe Iser[55] a propósito del lector implícito, son efectivamente lectores ideales, aunque Iser los quiera distinguir de otros tipos de lectores, el «archilector» de Rifaterre, el lector «informado» de Fish, etc. Pero esos distintos tipos de lector, por muy informados que puedan ser, son, por lo general, lectores pasivos, lectores teóricos. La lectura, sin embargo, es una praxis, una forma de realización y de vida, una forma de ser a la que se ha llegado. El lector autobiográfico, al que me refiero, es un lector real, un hombre concreto que no sólo se limita a gozar el placer del texto, sino que escribe y nos cuenta en otro texto su experiencia con él, o se habla a sí mismo, desde los condicionamientos de su personal historia, el etéreo diálogo de su propia interpretación.