Dos cuestiones relacionadas con la escritura del pensamiento, con el texto como medio de comunicación intelectual, han adquirido, desde hace un par de decenios, una inusitada importancia. La primera de ellas se refiere a la forma en la que esos textos inciden en cada época, en los lectores de cada época, y ha producido una abundante bibliografía, cuyo argumento fundamental sería lo que ha dado en llamarse teoría de la recepción. La segunda de estas cuestiones se refiere, principalmente, a la estructura, forma, sentido y constitución del texto escrito, del lenguaje convertido en escritura, del discurso oral reproducido en proposiciones fijadas, por la escritura, a una materia que le otorga una concreta y limitada objetividad.
De estas dos cuestiones voy a referirme, sobre todo, a la segunda, a aquella que tiene que ver con el peculiar carácter de objetividad que la escritura otorga al lenguaje. Esa objetividad se manifiesta, sobre todo, en el hecho de que el lenguaje escrito adquiere una extraña independencia frente a su autor. En el lenguaje hablado que constituye, como oralidad, la esencia originaria de la comunicación entre los seres humanos, lo dicho está, en todo momento, sustentado en la presencia del que habla, en su propia y exclusiva temporalidad. El lenguaje hablado, ceñido a su carácter oral, presenta, pues, un aspecto efímero, instantáneo: su ser se desgrana en una sucesión de momentos en los que el cuerpo —lengua, labios, paladar, dientes, garganta, pulmones— alienta y articula unos sonidos que, paradójicamente, trascienden los niveles de su mera sonoridad, hacia un dominio que nada tiene ya que ver con ella.
Esa atadura al cuerpo, a la vida y, en consecuencia, al tiempo —al sucesivo y diacrónico carácter de la existencia humana— presta a la palabra su sentido y su fundamento. Pero tan esencial para la constitución del habla a esa atadura con la propia temporalidad es la presencia de alguien que participa de ese mismo tiempo en el que el lenguaje es transmitido oralmente y para quien la voz se registra como oído, y donde la actividad del hablante se hace homogénea con la supuesta pasividad del oyente.
Con independencia de los matices que podrían señalarse en el análisis de esta forma de comunicación, tal vez lo más característico de ella sea esa inevitable necesidad de coincidencia en un tiempo e, inclusive, en un espacio. Precisamente, esa simultaneidad ofrece el engarce ontológico imprescindible para la alternativa constitución de un modo de ser que existe, en principio, por esa inicial dualidad. De la misma manera que, sin la voz, que articula sonidos con sentido phoné semantiké) no hay lenguaje, tampoco, sin oyente, se justifica la comunicación lingüística. Tan esencial es, pues, el interlocutor, en cuya dirección y búsqueda va el lenguaje, cuanto la voz emitida. No hay en principio otra objetividad que ese doble, simultáneo acto de emisión-recepción que se constituye como algo significativo, como ser entre dos consciencias que organizan, en su actividad, esa complicada ontología del sentido.
La justificación del acto comunicativo se debe, en principio, a un sistema de relaciones determinadas siempre por la sociedad y por el espacio colectivo del que los sujetos que se comunican, participan. Hay una necesidad de comunicación que proyecta los actos lingüísticos de los distintos sujetos en contextos significativos; pero, a su vez, esos contextos alimentan y, por supuesto, orientan la comunicación.
Sin ellos una buena parte del sentido de los actos lingüísticos se perdería. Hablar no es, pues, sólo la relación fonética establecida entre un receptor y un emisor, sino el percibir además que hay una estructura común, previa, trascendente a cada uno de los individuos participantes en la comunicación y que ofrece la base imprescindible para la justificación e inteligencia de aquello que se oye y comunica.
Este mundo común, intercomunicado por las formas sociales, que constituye el plasma aglutinador de los individuos, hace posible la inteligencia de lo dicho, la asimilación, en la propia vida y en la propia praxis, de lo otro que se comunica. Por supuesto, esta estructura común no es sólo la que el lenguaje establece como medio intersubjetivo y, en cierto sentido, independiente de cada individuo en cuanto individuo. El lenguaje surge sobre otra base común también: la naturaleza y la sociedad; o sea, el principio natural que constituye la vida y el principio social que, históricamente, temporalmente, se configura como cultura. Estas son las raíces que forman el horizonte ante el que cada individuo se desplaza y que modifica, determina y orienta su existencia y, desde luego, su lenguaje.
El proceso de comunicación surge de esos momentos concretos en los que, dentro de un espacio cultural común, cada hombre precisa establecer sus formas de vinculación con el otro, su in face to face contact[11].
Pero junto al lenguaje oral, inicio y modelo de la comunicación humana, fue apareciendo otra forma de comunicación, reflejo de aquella originaria, y que ha permitido superar la temporalidad inmediata de la voz y el instante en el que se articula. En esta superación, más allá de la limitada y monótona experiencia, se crea la memoria colectiva, se crea la historia. El lenguaje escrito ha sido, pues, el inmenso espacio cultural en el que la existencia de los hombres ha podido, efectivamente, ampliar la frontera de su efímera temporalidad con el descubrimiento de otra forma del tiempo: la mediata temporalidad de la memoria[12].
Aunque el problema de la escritura tuvo en la filosofía griega un inesperado y radical planteamiento, y aunque posteriormente, en nuestro siglo, con el amplio desarrollo de la lingüística y de la teoría del lenguaje, se han planteado algunas cuestiones relativas a su carácter escrito, ha sido, sobre todo, en los últimos decenios cuando el estudio y análisis de la escritura del logos ha adquirido mayor desarrollo. Es muy posible que la incidencia, en la cultura de nuestros días, de los nuevos medios tecnológicos de comunicación, de la nueva forma de reproducir y conservar mensajes, hayan colaborado a fijar más la atención en esos problemas que, indudablemente, yacían, más o menos ocultos, en los viejos sistemas reproductivos, a través de los que iba a surgir la literacy, el tiempo de la letra, la historificación del pensamiento escrito[13].
Durante siglos, y a pesar de que, sobre todo a partir de la invención de la imprenta, variasen las posibilidades de entregar a un tiempo futuro la memoria de cada presente, el esquema fundamental mantuvo siempre idéntica estructura: lo pensado, el fruto de ese «diálogo del alma consigo misma» (Platón, Sofista, 263e), no se desvanecía en la simple formulación oral, ni quedaba sometido al carácter efímero que consume, en cada instante, la onda de sonidos[14]. La soledad de una mente que hablaba consigo misma encontraba una extraña compañía en esos rasgos que, encauzados por la mano, iban fluyendo, al ritmo también del tiempo, hacia el papel, el pergamino o los pugillares[15]. Pero una vez solidificado en la materia, el tiempo de la creación, el tiempo inmediato en el que, por así decirlo, cada letra va surgiendo al ritmo de los latidos y la vida iba adquiriendo otra forma de temporalidad. La letra, el texto, salvado de la palpitante y mutable inestabilidad del sonido, entraba en otro tiempo futuro e imprevisto, en el que un posible lector recogería desde su propia temporalidad, desde la fluyente cadena de latidos que constituye su existencia, el tiempo originario del creador, estabilizado en esa otra larga e inacabada presencia ausente de la escritura. Porque, aunque el texto escrito fuese, de hecho, tan materialmente presente como ese interlocutor vivo que nos habla, su presencia era sólo la presencia de una ausencia, el reflejo de una realidad, el eco de una voz perdida que, a través de la letra, conservaba una parte de su sentido y su aliento.
El hecho de esta paralización en un objeto escrito, en letras sobre la superficie de un papel, se puede analizar, en principio, desde distintas perspectivas. Una de ellas plantea las cuestiones relativas al problemático funcionamiento de la mente que, tras complicados y misteriosos procesos, plasma ese impreciso término pensamiento en escritura que, al parecer, lo manifiesta. Pero, en principio, no tenemos consciencia transcendental de ese proceso que llega hasta el papel. Sabemos que ese producto final de la escritura obedece a una cierta elaboración interior; pero los estadios de esa elaboración, al menos en el lenguaje natural, no pueden seguirse previamente en la intimidad y silencio con que ese proceso se origina. Pensamos, pero ese diálogo con nosotros mismos, que va levándonos hasta el momento final de la escritura, no está constatado en parte alguna. No tenemos experiencia previa de él. Ni siquiera podríamos reproducir los posibles pasos mentales, porque el tiempo que los sustenta sólo permite, en su continuidad, constatar cada presente. El tiempo interior del pensamiento únicamente deja constancia de cada uno de sus momentos, de sus «ahoras», como diría Aristóteles, cuando el lenguaje se articula en fonema o se perfila en letra. Pero detrás de esa articulación o de esos rasgos hay un universo prelingüístico, en las márgenes mismas del discurso, que lo condiciona, determina y le da sentido; pero del que apenas queda rastro de experiencia.
La escritura, que transmite el pulso personal de un hombre, utiliza los espacios sociales, colectivos de cada lenguaje; pero, al mismo tiempo, en ese lenguaje se asientan otras estructuras que aquellas que expresa la inmediata semántica. El lenguaje está motivado efectivamente por actos de lenguaje o actos de escritura. Es cierto que en la creación científica o matemática, la personalidad del autor parece que no juega un papel tan importante. El impulso creador no se alimenta, fundamentalmente, del amplio horizonte prelingüístico que media en la personalidad de quien escribe o habla. Pero en el lenguaje filosófico o literario es indudable que la escritura se conforma a otras pautas que las que, en principio, podrían determinar el lenguaje científico. Esos impulsos especificadores del carácter peculiar de una obra escrita no son eminentemente lingüísticos, verbales, aunque en todo momento puedan reflejarse o recogerse en la palabra. Podríamos suponer una especie de núcleos de significatividad constituidos por todos esos momentos de la creación escrita o de la creación artística en general, que condicionan su expresión pero que no están presentes en ella. Esos núcleos semánticos expresan la forma de ser, en la que cada hombre plasma y constituye su propia existencia.
El problema consiste en descubrir algo tan impreciso como el impulso que pone en marcha la peculiaridad de la obra y que es fruto de una larga historia personal, de la forma de ser que cada individuo ha construido, o le han ido construyendo, desde la vivencia de su propio tiempo y de su historia. En el lenguaje de la épica griega, y quizá, con más claridad, en el de la tragedia, se perciben esos elementos que no agotan su sentido en la inmediata semántica de la escritura, tal vez porque se originaron en la pura oralidad. Toda la carga afectiva, ideológica, que mueve ese lenguaje se trasluce también en la obra escrita. Lo escrito recoge y modifica los sonidos que, ya como letra, plasman el fondo de cada existencia que se manifiesta y habla en medio de esos signos.
El proceso de la creación literaria que conduce a la escritura de una obra poética, filosófica, histórica, o el que lleva a la creación de una obra de arte, constituye, como se ha dicho, un enigma, de la misma manera que también es enigmático aquel momento de la mente que produce un lenguaje articulado y significativo. Tal vez un mayor conocimiento de la estructura y funcionamiento de nuestro cerebro pudiera colaborar a esclarecer ese fenómeno, cuya explicación parece aún lejana, aunque difícilmente semejante saber explicaría las diferencias que determinan a esas mentes, que las mueven y que condicionan el hecho de que alguunos —unos y no otros— produzcan esas obras. Probablemente, para explicar este fenómeno se encontrarían razones fundadas en la educación, en el espacio institucional y social en el que el individuo se desarrolla, en determinadas claves genéticas, etc. Pero éste es un problema que queda abierto y cuya posible descripción de los términos que lo constituyen no permite, por ahora, una adecuada explicación.
La otra perspectiva a la que se había aludido no se plantea lo que podríamos resumir con la expresión psicología de la creación, sino que pretende únicamente analizar la escritura misma, no tanto desde la perspectiva de su producción sino, sobre todo, desde su carácter de producto. La escritura solidifica, pues, el carácter vivo de la tradición. Al saltar de la transmisión directa e inmediata, a través de la que cada consciencia opera, hay el espacio más amplio de los textos, la memoria individual, el tiempo de cada existencia concreta, se consolida en un ámbito colectivo en el que, al perder la unilateralidad de la comunicación face to face, adquiere, sin embargo, un rostro nuevo, múltiplemente relajado, reconocido, en cada posible futuro lector[16].
La escritura es forma peculiar de temporalidad. He de acomodar su originario desarrollo a mi lectura, a la duración, en mi consciencia, de esa fluencia de letras que se hacen presentes en cada presente del lector. La escritura está también en el espacio; pero su forma de estar es distinta del estar de la obra pictórica. El estar de la escritura es una forma de estar, el estar de la pintura es una forma de ser. El ser de la pintura es un ser en el espacio, mientras que el estar de la escritura adquiere su pleno estatuto ontológico, su ser, en el tiempo, en el concreto, biográfico, histórico tiempo del lector[17]. La escritura aparece, pues, como mero fenómeno que construye significativamente los ojos y la personalidad del posible lector. La realidad, el momento, la presencia de la escritura es un territorio intermedio (Zwischenraum) o, mejor dicho, un tiempo intermedio (Zwischenzeit), no agotado sólo como presencia escrita. Las letras tienen que reconstruirse en la mente del lector y esta reconstrucción no es objetivable. Su posible objetividad está sustentada en cada instante de consciencia que permite recobrar lo ausente en esa presencia de la letra. Resumiré algunos aspectos de lo anteriormente aludido:
a) reducción de la escritura a la momentaneidad de la letra leída, o sea, reconstruida en la consciencia e integradora y formadora de la subjetividad.
b) Supeditación de la escritura al tiempo y personalidad del lector. Tal vez el tiempo del lector sea el único ámbito en el que, como significatividad, sustancializa esa escritura, cuya efectiva espacialidad nada tiene que ver con el espacio de su significado. Espacio construido, por así decirlo, en la mente del lector.
c) Es cierto que tampoco existe la pintura si no hay un contemplador; el tiempo concreto de un contemplador. Pero suponemos que la pintura está ahí, en el espacio silencioso de su exposición, y está, en cierto sentido, construida, acabada. Está, tal como está. No le falta sino los ojos del contemplador.
d) Tras de los ojos del lector, alguien, un sujeto, construye el mundo de lo leído que alienta en cada momento del tiempo de ese lector, no como presencia total, sino como presencia momentánea, cuya totalidad ha de reconstruirse, siempre parcialmente, en el sucesivo diálogo consigo mismo o con otros.
e) Cada momento o parte de lectura, cada sintagma de la escritura, busca una integración en un posible universo, o en una posible totalidad. Esa totalidad está, esencialmente, determinada por lo que el tiempo y la memoria hayan hecho de una existencia humana bajo la forma de experiencia.
f) Los pasos que constituyen el lenguaje escrito se caminan a sí mismos. El lenguaje natural que lo constituye no necesita construir otra forma de coherencia que la natural significatividad de su propia semántica. No son, pues, partes que se producen desde el análisis de otras partes precedentes, como ocurre en el lenguaje formal. Son partes constituidas en una totalidad ausente; pero que, desde la estructura de cada personalidad y de la historia que la forja, se levanta como principio de interpretación y sentido.
La disolución del texto en esos momentos de subjetividad —su aproximación a la temporalidad— es, sobre todo, una aproximación a la constitución misma del mundo de la vida; es humanizar y realizar el texto. Pero ¿para qué? Tal vez al desplazarse ante la original, nueva, abierta perspectiva de cada texto, la existencia concreta —la personalidad— adquiere un determinado protagonismo y toda la cultura, por así decirlo, vuelve a vivir en un sujeto educable y maleable desde esa cultura y para tal cultura. Porque, como es sabido, una de las características esenciales de la vida humana es la de desplegarse en medio de una tradición. Ello quiere decir que nuestra mente, el mundo interior en el que estamos instalados, se constituye por las informaciones que, de distintas maneras, nos llegan en esa tradición. Las informaciones son, primor-dialmente, lenguaje, y lenguaje quiere decir intercomunicación, en la que se expresa la necesidad de un diálogo con lo otro, desde la estructura de la mismidad constituida, construida, desde un lenguaje y en una memoria.
La experiencia del lenguaje pone, pues, en movimiento todo un proceso de significación, que no es sólo un proceso interpretativo de un signo relacionado con el propio comportamiento, o sea, de algo que tengo que hacer en mi, más o menos inmediato, futuro. La experiencia lingüística es ya una experiencia interpretada; pero la interpretación no proviene, originariamente, del lector, sino que está ya marcada en el texto. Mejor dicho, la experiencia del lenguaje es pura interpretación. Su sustento objetivo es el complejo de sentidos que lo constituyen. En el lenguaje intuimos inmediatamente esa proyección al universo abstracto, intersubjetivo, que flota entre la percepción del lector y la escritura que la orienta.
Los sentidos son, como es sabido, nuestra posibilidad de contacto con el mundo exterior y, por consiguiente, el elemento integrador de nuestra experiencia. De estos sentidos, la vista y el oído tienen una peculiar estructura perceptiva, determinadora de la experiencia. Mientras con el tacto sentimos la forma, experimentamos la forma, y hasta cierto punto también la materia, la vista descubre la forma, pero no la toca. Su contacto con lo real se funda en una especie de abstracción. La vista, por supuesto, recoge una cierta totalidad; abarca distintos elementos, sintetiza y simplifica; pero la visión de la palabra es una forma peculiar de visión. Con la palabra se ve lo no-visto, o incluso, lo no visible. «Experiencias de primer grado no se hacen por la vista[18]».
La forma «gráfica» no tiene relación directa con aquello que indica. Es una agrupación de letras que van, según se agrupen, construyendo referencias y determinando sentidos. Pero los sentidos y las referencias no están en ellas. Tampoco están en la mente. Se comprende, pues, el sueño platónico de las Ideas. Si no están en la palabra y no pueden estar como tal en la mente, en la interioridad, tienen que estar en algún sitio, si es que estar supone un lugar. Pero esto implica que los significados, el mundo que señalan las palabras, el universo teórico que constituyen, está en alguna parte: es un estar. Si, por consiguiente, poseen un problemático estar; si, en definitiva, no están, tal vez pudiera plantearse el problema de en qué consiste su existencia, su presencia, su ser. Efectivamente, el estar de la escritura no es el estar de lo que la escritura significa. La topología de este problemático estar ha sido, como es sabido, una larga y compleja cuestión de la tradición filosófica.
Tal vez sólo sea posible construir ese estar desde una topología de la intersubjetividad. Sólo en el diálogo con el texto y con los otros hombres tiene lugar el sentido y la significación, y ello pone de manifiesto el carácter móvil de los objetos culturales. Evidentemente, el llamado mundo ideal al que, de alguna manera, se refieren los objetos culturales, incluido el lenguaje, tiene que poseer una existencia actuante, además de la existencia que tengan como objetos reales: cuadro, escultura, escritura, etc. Esa existencia actuante, o sea, la capacidad de ser algo más que un estar, únicamente se da en la presencia temporal del lector, en el movimiento del tiempo que pone el lector. Esa posición es posible por el esencial carácter temporal de la existencia humana que, al poner su tiempo, pone también la posibilidad de sentido. Lo importante es, sin embargo, medir los límites de esa «posición». Porque es cierto que esa posición, esa «vida» que cada lector pone en el complejo universo de la obra escrita, está radicalmente fundada y determinada por ese universo. El lector pone algo así como el haz luminoso que ha de sacar el sonido del disco grabado; pero el disco-obra literaria emite o deja de oír aquello que está en ella. El problema consiste, sin embargo, por lo que a la obra escrita se refiere, en su forma de estar. La diferencia frente al disco consiste en que la obra escrita lleva ya un sistema de signos visibles como tales signos y que el haz luminoso-lector aporta algo más que la simple incidencia de unos ojos-luz. El ojo es instrumento de otra cosa, de una mente, consciencia, subjetividad, memoria, etc. En el haz luminoso, en la aguja que incide sobre la grabación, sólo suena el disco. En la iluminación o incidencia del lector es éste el que resuena junto con la escritura.