Desde hace algunos decenios se ha impuesto, en ciertos ambientes intelectuales, la costumbre de liberar a la filosofía de ampulosos ropajes metafísicos que abrigaban iluminaciones y advenimientos del ser en cuyo arrimo se nos vaticinaban ontológicas salvaciones. Un pensamiento filosófico más modesto debía, pues, reemplazar esas entidades escatológicas que habían sido cultivadas, afanosamente, por una buena parte de la filosofía moderna. Desgraciadamente, y apoyándose en el derrumbamiento histórico de la burocracia que, entre otras cosas, atenazaba, al parecer, a la sociedad de los países del Este, ha surgido el oportunismo de nuevos y camuflados teóricos que, con el mismo fervor de los viejos filósofos de la historia, nos aseguran el fin de cualquier tipo de reflexión que se atreva a saltarse la efímera barrera de cada presente.
Por supuesto que la ya vieja filosofía analítica, y no sólo ella, podría encontrar abundantes ejemplos de incoherencia en esta, digamos, filosofía, que bajo una bandera que propugna el ascetismo teórico, deja traslucir otros estandartes donde se camuflan algunos de los más feroces principios ideológicos del, aparentemente, victorioso capitalismo. De todas formas, y aunque el análisis de este importante problema no cabe en este contexto, es evidente que otros derroteros filosóficos tendrán que iniciarse también, no tanto por el aún próximo derrumbe de unas formas sociales, sino por otros deterioros que, desde hace mucho más tiempo, venían teniendo lugar en la historia de la filosofía.
La actitud crítica que las nuevas perspectivas podrían abrirnos tendrá, indudablemente, que tomar como objetos de reflexión no sólo la historia textual e ideológica de esa filosofía a lo grande que alimentaba, con mayor o menor justificación, los sueños de los hombres, sino también esa filosofía menor que se nos ofrece como entretenimiento, para que no se toquen aquellas cuestiones de peso que, según parece, sólo pueden ser administradas por el poder de las distintas formas de violencia que hoy se padece.
Antes, sin embargo, de que vayan estableciéndose nuevas estrategias en el pensamiento crítico, la insistencia en el territorio del lenguaje y la escritura puede ofrecer interesantes frutos. Sobre todo porque también en este dominio ha proliferado últimamente una serie de investigaciones que, entre deconstrucciones y artilugios terminológicos —algunos de ellos interesantes—, nos impiden observar el objeto —el lenguaje y sus textos— que pretendemos entender. Es cierto que el sentido del lenguaje y el horizonte referencial de todo escrito no aparece claramente perfilado entre las múltiples mediaciones que interfieren la comunicación. Pero precisamente, aunque no sea fácil llegar, sobre todo en el lenguaje natural del que se sirve la filosofía o la literatura, a una plena saturación del sentido en la inteligencia del lector, la búsqueda de ese territorio de la explicación y la comprensión es un quehacer irrenunciable.
Lo que presta interés a esa búsqueda no es sólo el hecho de que vivimos en una sociedad donde los medios de comunicación dominan casi absolutamente a indefensos ciudadanos, sino también porque a través de esa búsqueda podría establecerse el fundamento de una antropología de la comunicación y, en nuestro caso, de algo que podría especificarse como antropología textual. Precisamente el hecho de que el pensamiento no brote nunca inmotivado de la mente, nos lleva siempre a trascender el texto en el que ese pensamiento se expresa, para ejercer la apasionante y comprometida tarea de la interpretación.
Todo pensamiento, toda filosofía, tiene en algo ajeno a ella misma su arranque y su origen. El pensamiento no se produce desde sí mismo y con su misma materia, sino que brota de estímulos ajenos a él. Detrás de cada obra está la intención del autor. Es cierto que este término oculta una compleja semántica, no fácilmente descifrable. En primer lugar, porque la palabra «intención» no pertenece sólo al vocabulario de las abstracciones, sino que tiene un fundamento antropológico. «Intención» es término que define un objetivo del individuo. Pero no existe la intención adecuada al producto final «intendido». Nadie puede tener la «intención» de escribir, tal como resultó escrita, la Crítica de la razón pura, o las Investigaciones lógicas. La intención no totaliza el resultado final, porque, precisamente, la intencionalidad no es sólo el desgranarse de una serie de momentos que componen el tiempo sucesivo del escritor, sino esa estructura que, en la sustancia misma de cada individuo, le sostiene y condiciona. Hay pues una intención, una pretensión subyacente a todos nuestros actos y nuestras decisiones. Intención universaliza lo que, en cada proyecto intencional, es respuesta concreta a inmediatas urgencias e instancias de lo real. Cuando hablamos, pues, de la intención de un filósofo o de un escritor, nos referimos, probablemente, a un fondo que sostiene su personalidad y del que brota el que una determinada obra se sitúe en un espacio intelectual preciso. El lenguaje natural en el que se escribe una obra filosófica deja entrever ese fondo que le otorga lo que podríamos llamar sustancia ideológica, que es, en definitiva, la sustancia histórica, presente en nosotros mismos, y que forma parte de una tradición.
Con las diferencias que marcan los distintos momentos que configuran cada existencia, esa intención global, forjada en el estilo mental de cada filósofo, no puede olvidarse en la lectura y en la interpretación de su obra. Es cierto que una buena parte de la crítica literaria de nuestros días sostiene la independencia del texto frente al autor. Esta independencia no obedece en sus planteamientos originarios a ninguna sacralización de ese texto, sino a un elemental presupuesto metodológico que objetiva la experiencia textual en esa obra escrita, único hecho real con el que, verdaderamente, cuenta el lector o el intérprete. Por consiguiente, hablar de las intenciones de un autor, que en la mayoría de los casos no es más que un nombre en las páginas de la historia, es traspasar los problemas hermenéuticos a una entidad tan irreal y abstracta como la que, en cada presente, indica cualquier nombre del pasado. Sin embargo, aunque no tiene mucho sentido la usual expresión: Platón escribió el Fedro; Descartes escribió el Discurso del método; Leibniz escribió la Monadología, la referencia a esos nombres nos lleva a preguntarnos, ¿escribió?, ¿cuándo?, ¿en qué tiempo?, ¿quién?
Esa escritura tuvo lugar en una sucesión de momentos absolutamente inexperimentables para nosotros. ¿Escribió? ¿Pensó? ¿Por qué lo pensó? ¿Qué lo motivó? Es cierto que esta terminología historiográfica es necesaria para manejar los datos históricos; pero manifiesta un problema debido exclusivamente a los hábitos de la cultura escrita que interfieren, obviamente, el hecho mismo de la comunicación intelectual.
Parece, pues, que el autor es una extraña y difícilmente experimentable entidad. Porque, efectivamente, si el texto es lo único experimentable, cualquier referencia al autor es siempre problemática. Un autor es, obviamente, un hombre que escribe; pero es la escritura lo que de él llega a nuestro presente de lector. Nada sabemos de ese escritor que no se haga lenguaje, escritura. Efectivamente, como decía la tradición escolástica, individuum est ineffabile. Este dicho, que podría tener su origen en la teoría de la sustancia aristotélica (Categorías, Ib 7; Metafísica, 1034a 6 ss.), se refería precisamente a la dificultad de saber algo del individuo como tal individuo. Sin embargo, esa inefable individualidad se quiebra en el lenguaje que es, esencialmente, intersubjetivo y en el que, necesariamente, todo individuo colectiviza y, en cierta manera, objetiva su clausurada subjetividad.
Escribir fue un acto sucesivo y condicionado a múltiples peripecias mentales, influencias, etc., y precisamente lo que mantenía unidos esos actos diversos era la homogeneidad y coherencia de esa intención; pero lo realmente experimentable es este libro, por decirlo de alguna manera, esta obra. Sin embargo, si queremos seguir haciendo crítica filosófica, hay que replantear el problema de la experiencia textual en toda su amplitud.
Con esto hemos llegado a una nueva perspectiva que se abre a la filosofía contemporánea. Si, efectivamente, hay que abandonar como tarea filosófica el cultivo de una filosofía de olvidos o advenimientos del Ser, de una filosofía cuyas resonancias metafísicas pueden servir de trampas ideológicas en determinados momentos de la tradición, el pensamiento filosófico tendrá que descubrir nuevos, o al menos renovados, objetos de análisis.
Con independencia de otros problemas que puedan atraer la atención de la filosofía actual, esta filosofía que ha hecho de la crítica al lenguaje como tal lenguaje una cuestión importante, ha descubierto otro aspecto de ese mismo lenguaje que la unía a una tradición hermenéutica recobrada bajo la forma de escritura, de texto. La más reciente filosofía del lenguaje ha presentado, pues, una variante como filosofía del texto, como filosofía de la escritura.
Esta importancia del texto convertido en objeto de investigación responde, sin embargo, a un interés por volver a tomar otra vez el objeto de la filosofía desde una más radical experiencia. Disolver, sin embargo, la filosofía en un mero problema textual podría levantar una fuerte oposición no sólo entre los defensores de todas esas filosofías que ahora resucitan a la espera del ser, sino incluso entre aquellos que, con razón, piensan que la filosofía, en sus momentos más creadores, se ha levantado como un reflejo de lo que realmente pasa en la vida de los hombres y en las formas que éstos tienen de conocer el mundo. Por consiguiente, para esta filosofía, la mejor manera de filosofar sería no tanto el cultivo de una vagarosa sabiduría, sino el estimular un pensamiento que se proyecta sobre todas las relaciones teóricas y prácticas en las que se expresa cada momento de la historia y la cultura del presente. Porque, efectivamente, la experiencia de la que puede brotar la filosofía se supone que no debe quedar reducida a la experiencia textual. La observación del mundo y de los otros hombres es, sin duda, un principio originador de reflexión filosófica, y esta experiencia no fue, en ese origen, una experiencia textual. El pensamiento filosófico surge, como es sabido, de otras formas de intuición que no tenían por objeto, precisamente, texto alguno. Oralidad mítica, reflexión sobre acontecimientos, hechos de la naturaleza, o esa mirada que se pierde viendo fluir el agua de un río, idéntico siempre a sí mismo y siempre distinto, fueron, al parecer, algunas de las primeras experiencias filosóficas pre-textuales.
Pero después de ese inicial momento, todo el acervo de cultura filosófica se ha consolidado como tradición y esa consolidación la expresa el texto, la obra escrita. La filosofía occidental no son sólo las notas que, a pie de página, se han puesto a Platón[7], sino las incesantes notas, escolios, comentarios, que la filosofía se ha ido poniendo a sí misma.
Llevando, pues, el concepto de experiencia filosófica hasta sus últimas consecuencias, cabe siempre plantearse dónde se realiza esa experiencia. Nuestra experiencia del mundo es una experiencia muy reducida. No vemos ni sentimos objetos filosóficos en nuestra circunscrita experiencia de cada día. Más bien, los percibimos ya a través de un lenguaje que, a su vez, llega a nosotros filtrado o codificado por instituciones y organizaciones que dosifican o administran nuestro saber del saber. Incluso en esa experiencia pre-textual a la que se ha hecho mención, también cabría preguntarse: ¿qué quiere decir que los problemas filosóficos tienen que ver con el hombre real?, ¿dónde está ese hombre real y cómo lo experimentamos?, ¿qué significa experiencia del mundo? Es muy posible que sea éste un planteamiento sin sentido y que, con tal vez ninguna excepción, la experiencia filosófica haya sido desde siempre una experiencia a través del lenguaje. Una experiencia consolidada ya en medio de una comunicación por muy primitiva que fuese.
La experiencia del lenguaje es, pues, nuestra primera experiencia cultural. Y ese lenguaje que percibimos y en el que nacemos nos acompañará en un determinado momento también como lenguaje escrito, como texto. Sin embargo, la relación con la escritura tendrá una doble perspectiva; por un lado la escritura, como ha señalado Havelock[8], se presentará como una escritura social, una socialized literacy, por otro lado será una escritura especializada, objeto de especialización. La primera seguirá cumpliendo una función tan elemental y originaria como el lenguaje hablado, como la oralidad. Su mundo es el inmediato mundo de la información, de la referencia a las cosas y a los hombres. Las letras descubren así un espacio no presente ya a los sentidos, un espacio abstracto que ha ido surgiendo a medida que el mismo lenguaje hablado se ha apartado, con la creación literaria, del mundo que los sentidos perciben para proyectarnos al mundo que la mente, a través de las palabras, construye.
Pero este espacio abstracto, el mundo construido que el lenguaje, sobre todo el lenguaje escrito, proyecta, requiere una justificación. El espacio teórico del lenguaje tiene necesariamente que poseer un sustento, que encontrar una raíz que lo conecte con el mundo de los hombres. Nada existe ni, si existiera, podría tener sentido sin ese enraizamiento. Por ello, así como el lenguaje, que inmediatamente nos dice cómo es el mundo real, encuentra su verdad en la adecuación o posibilidad de contraste entre el decir y lo dicho en el decir, o sea, en aquello que el lenguaje indica, el universo hablado o escrito que se refiere sólo al mundo de la mente, y que constituye la parte esencial del lenguaje, necesita para serlo una forma de contraste, una justificación o una explicación. En esta búsqueda de un posible sustento sobre el que se asiente y adquiera sentido el mundo ideal, creado por el lenguaje, se puede descubrir ese otro dominio de las intenciones del creador literario, o de la sociedad que se manifiesta y plasma en cada obra. Por ello la obra escrita, como manifestación de la experiencia filosófica, se inserta de una manera viva en el cauce de la tradición. Cada momento de esa tradición formal, literaria, se hace presente, coincidiendo o alejándose, en función de todo el organismo social del que es parte y que le condiciona, modifica y, por supuesto, constituye.
Tal vez por este intento de descubrir, en cada momento de la cultura, la razón de sus determinadas formas de expresión, ese mismo mundo de la cultura ha ido produciendo otro universo paralelo, escrito también, que glosa, analiza, critica ese mundo. Así han ido surgiendo la filología, la historiografía, aquello que, utilizando la expresión de Havelock, llamaríamos craft literacy[9].
Toda una compleja construcción paralela, integrada también en la tradición corre al lado de las obras literarias, históricas o filosóficas. Es cierto que no podría establecerse una frontera muy definida entre la primera línea de obras que marcan y delimitan el horizonte de la cultura y el largo e ininterrumpido comentario que con ella se enhebra. Pero, de todas formas, es posible descubrir unas ciertas diferencias entre el logos y la filología que de él se ocupa. En esta filología hay una serie de niveles que van desde aquel nivel en el que la obra crítica o filológica se sumerge en el logos mismo que analiza e interpreta, a aquel, tal vez último nivel, muy lejos ya de la filología, en el que, también a mucha distancia del original, surge un lenguaje que habla de ese logos, que lo describe y narra, sin otra pretensión que contar un aplastado argumento sin interés y sin posibilidad de levantar ecos y respuestas. El logos fue, pues, produciendo el filólogo, aquel investigador en quien el lenguaje pierde la inocencia de su inmediatez para descubrir ese inmenso territorio de las mediaciones.
La tensión originadora de ese mundo paralelo es un hecho de la historia misma en la que la tradición se constituye. Las obras filosóficas dialogan unas con otras y, al mismo tiempo, ese diálogo va creciendo y resonando en ese espacio en el que se producen la filología y la historiografía. Esa necesidad de entender, de interpretar, de descubrir contextos y resonancias es una característica esencial del mismo proceso de la cultura. Es la necesidad que imprime el tiempo, la apertura incesante hacia el futuro de cualquier producto que llega hasta un presente. Esa necesidad lo es también de justificación. La obra literaria o filosófica vive para ser leída en esa inmediata lectura social que permite la lengua en la que está escrita. Cualquier obra puede ser leída; pero, al parecer, no cualquier obra puede ser entendida sino en la medida en que el lector esté preparado para ello. Y esta preparación se asienta sobre esa compleja problemática a la que se ha aludido.
La obra escrita que habla a un futuro lector existe como tal obra porque espera o busca respuesta. Si nadie escribe por escribir, todo escrito lo es para un lector. Por consiguiente, cualquier obra reclama en su misma estructura temporal al futuro lector o al intérprete para quien, en el fondo, se escribe.
El hecho de esta inevitable dialéctica implica que el escritor entrega al tiempo futuro su producto que ha de encontrar, en ese tiempo abierto e imprevisto, su posibilidad de ser. Es cierto que toda obra escrita responde a determinadas preguntas de cada presente, un presente hasta el que la tradición llega. Pero desde la perspectiva de la tradición todo presente es futuro y, por eso mismo, toda obra existe sólo en el posible futuro de su interpretación. La estructura misma del pasado escrito convierte siempre todo presente en proyecto hermenéutico. Entre otras múltiples razones, porque el curso del tiempo, abierto a su propio desarrollo, requiere, para ser tiempo humano, la determinación. La forma neutra del curso temporal exige la limitada materia que los actos, las decisiones y las obras ofrecen. Una cuestión que surge ante ese cúmulo de experiencias que aglutinan los textos del pasado es la de qué podemos hacer con ellos. ¿Cuál es la última o fundamental razón de la existencia de ese inmenso legado de mensajes? ¿Para qué existen? ¿Para qué sirven?
Hay, como hemos dicho, una lectura social inmediata, previa a cualquier planteamiento filológico. Pero ¿podemos leer únicamente como leemos las obras que nos reflejan los sucesos de nuestra realidad y de nuestro tiempo?, ¿no exigen de nosotros ciertos códigos comunes que se expresan ya en el sentido de la lengua misma en la que esos textos viven y en la otra lengua a la que los traducimos o en la que los entendemos?
Hay, además, otro tipo de lectura: aquella del filólogo, del crítico. ¿Qué pretende esta lectura? En primer lugar, entender el texto, o sea, leer aquello que está escrito; leer la letra de lo escrito —en el caso de que hubiera problemas de transmisión textual—, pero, además, entender sus sentidos, lo que el texto quiere decir desde lo que el texto dice. ¿Pero no es ésta la pretensión de cualquier forma de lectura? ¿Qué añade sobre el natural deseo de entender lo escrito la supuesta lectura crítica?
Tal vez la respuesta a esta pregunta nos lleve al inmenso campo de las interpretaciones. Porque, precisamente, la soledad de los textos del pasado hace que nunca, o casi nunca, sea inmediato o directo su mensaje. Por las mediaciones que inciden en el texto, la aparente inmediatez de su presencia en nuestro presente oculta, muchas veces, la complejidad de sus sentidos. Un texto que habla en el presente de cada lector necesita por el hecho mismo de ser texto, o sea, lejanía de su autor y de su tiempo, ser vivido totalmente en la mente de aquel para quien se constituye como lenguaje. Este hecho implica que el lector es, necesariamente, autor también. La presunta objetividad del escrito fracasa por esta elemental estructura de la soledad de un lenguaje que, para serlo, requiere convertir en buena parte al receptor en emisor.
Esto nos lleva a un viejo problema de la teoría de la interpretación, aquel que formula el deseo de entender un texto mejor que su propio autor. Este tópico de la crítica literaria, cuya historia esbozaré más adelante, arrastra consigo un equívoco, o incluso un radical error de planteamiento. Entender un texto mejor que su autor significa hacerle decir aquello que, en la intención del autor, no fue pensado por él. Pero, evidentemente, un autor no puede tener presente el futuro de todos sus posibles lectores, ni, por supuesto, prever las condiciones históricas bajo las que esos lectores van a realizar su lectura. Además, aunque esto suene a paradoja, el autor no tiene por qué entender su propia obra. La inteligencia del autor opera en un plano distinto a la del lector. El autor ha ido gestando su obra y realizándola en un determinado periodo de su vida influido por una serie de experiencias intelectuales y lecturas. Esa obra ha experimentado diversas peripecias, estructuraciones, reelaboraciones. El resultado final de una escritura no agota, sin duda, el largo proceso de elaboración en que tal escritura llegó a consolidarse, ni la historia de las diversas posibilidades que se ofrecieron, más o menos conscientemente, al escritor que, luego, de lo múltiple tuvo que elegir, en el acto de escritura, una sola palabra. Pero, además, tampoco el autor es lector de su obra; la obra del autor no está destinada a sí mismo como lector de ella. Su acto de crear, que llega a la escritura, es una forma de intentar entenderse también a sí mismo desde otra ladera; de evocar como discurso escrito todas sus experiencias mentales y vitales, socializadas, al fin, por la suprema abstracción de las palabras. Pero en ningún momento la obra cerrada consume todas las intenciones del autor, ni hace desaparecer el campo de posibilidades que llevó a una determinada escritura y que, en el acto de escribir tuvieron, en buena parte, que desaparecer.
Nos hemos acostumbrado a pensar en la obra escrita como un proceso acabado, perfectamente, por su autor. Pero el hecho de la gestación temporal de una obra, de que nadie escriba de una vez el Quijote, el Fausto, o la Crítica de la razón pura, indica no sólo el inevitable sometimiento al curso del tiempo, sino, sobre todo, a los condicionamientos que impone esa creación en el hilo de la temporalidad. Entonces, ¿qué quiere decir entender mejor que el mismo autor? Entender, ¿cuándo?, ¿en qué momento de la escritura? ¿Entender su obra?, ¿qué obra? Porque lo que llamamos obra no es sino el resultado final de una serie de actos de pensamiento, de escritura, que han ido ampliando, cada vez más, el inmenso e inagotable territorio de las mediaciones.
Eso que llamamos el pensamiento filosófico se hace presente, sobre todo, como un horizonte textual. No existe sino ese complejo de referencias, alusiones, proposiciones que constituyen esos objetos escritos a los que llamamos libros. No existe la Filosofía, los sistemas, las ideas, sino este lenguaje que, de pronto, se hace presente y problemático ante los ojos del lector. Ese lector crea la filosofía en el momento de la lectura, y hace reflejar el lenguaje ajeno en el propio intentando adecuar el impreciso paisaje semántico del texto a su propia interpretación, al reconocimiento de que lo dicho en el texto es dicho para él. Esto requiere, parece ser, una serie de presupuestos implícitos en la lectura[10]. Se trata de descubrir en el lenguaje ajeno, en la voz del otro que, con la escritura alcanza al lector, la coherencia, sentido, significatividad que es capaz de engarzar con nuestro discurso, o sea, con nuestro tiempo.
El acto de lectura implica, pues, una forma de reflejo. Vemos en nuestra mente, despertada por el lenguaje que en un determinado momento nos habla, una reproducción móvil de la aparente rigidez del escrito. Esa movilidad está en nosotros, está en el lector; pero éste tiene que acomodar el discurso de su tiempo, que fluye con el estático esquema que la escritura le presenta. Por eso tiene que pensar, parar su propio tiempo, repitiendo en su intimidad el lenguaje que lee; volviendo atrás su propio discurso, atado a la permanencia de la letra.
El lenguaje escrito permitió volver sobre el tiempo. Fijado como escritura, la temporalidad inmediata que nos determina deja un residuo en las líneas escritas. Cada ahora que se pierde en el instante mismo de ser vivido permanece en la letra y ellas acompañan de nuevo a la mente que quiere ir allí por donde pasó el tiempo, con rastro, del autor. Esta posibilidad de conservar estilizado el tiempo en la escritura fue, durante siglos, hasta que llegaran los modernos medios de comunicación, la única forma de vivir el residuo de otro tiempo y, con ello, recuperar la memoria.
La recuperación de la historia de la filosofía se hace, obviamente, desde cada presente y desde cada individuo que toma consciencia del pasado filosófico. La vida filosófica se teje, pues, con todos esos momentos aislados que, sostenidos en el tiempo que discurre, se proyecta hacia otro tiempo por venir. Pero todo arranca de cada presente y se configura en él.
La experiencia filosófica que parte, pues, del texto, piensa sobre él. El problema consiste, sin embargo, en plantear el sentido de esta experiencia. El lector que mira el texto desde el tiempo reversible, lento, de quien quiere reflejarlo en sí mismo, pretende entenderlo, y esa inteligencia implica una cierta forma de duplicación. Entender qué y para qué. El qué nos lleva a suponer que buscamos el ámbito referencial donde encontrar el principio de asimilación, aquel horizonte que permite la duplicación del texto en el espejo de su sentido. Por ejemplo, una proposición de la Crítica de la razón pura implica que Kant dice algo que está en su mente y que, buscado en el proceso del pensamiento, llega a expresarse en las proposiciones que escriben eso que quería decir. Naturalmente, nunca —ni el propio autor— se puede agotar toda la posibilidad de un pensamiento y mucho menos del lenguaje que, al fin, lo expresa. Pero es evidente que ese lenguaje de la obra filosófica acaba eligiendo, del enjambre de conexiones de la mente que trabaja ese lenguaje, una serie de palabras organizadas en una sintaxis concreta. Esa selección y esas proposiciones dejan a un lado otras posibilidades que circundaban los márgenes de la proposición elegida. El lector busca, al fin, ese horizonte referencial que condicionó el que esas frases, esas páginas, fueran lo que son. El problema consiste, sin embargo, en que la página —la frase— es resultado de operaciones previas que llegaron a cuajar en la determinada expresión literaria con la que nos la encontramos. Ahora bien, ¿hacia dónde tiene entonces que tenderse el lector en esta búsqueda de lo que la proposición significa?
Para llegar al significado, el lector tendría que situarse en los momentos previos de la tal vez larga gestación que ha llegado a reposar en unas determinadas proposiciones. Pero la recuperación de ese proceso es imposible. De él, de la mente del autor, no queda más que la letra, el lenguaje que, finalmente, alcanzó la expresión. Partir de él para ponernos, detrás de la frase, a reconstruir un proceso personal carece, como es obvio, de sentido. Ni siquiera el autor mismo, aunque viviera, podría reconstruir esos pasos fugaces de su consciencia que elabora su pensamiento apoyándose en el lenguaje natural. No hay nada antes de las frases que componen el texto. No queda nada que pueda dar pie a una posible experiencia. La experiencia filosófica comienza, pues, originariamente en el texto. Comienza, ¿pero adónde llega? ¿Adónde nos conduce el texto que hemos entendido? ¿Dónde está el universo de lo entendido?
Por supuesto, el texto está en el lector. Es él quien capta, posee, maneja y asimila la escritura ajena. El proceso de asimilación consiste, precisamente, en esa tensión por hacer nuestro el texto. La identificación que supone el incorporar en el nuestro otro lenguaje es el fundamento de la inteligencia textual. Porque, efectivamente, el término asimilación no es sólo un término metafórico. Sobre el modelo de la physis, de nuestro cuerpo que incorpora y asimila el alimento, haciéndolo funcionar en el propio organismo, la asimilación intelectual implica que la extrañeza originaria del texto fluye también en nuestra inteligencia. Esta fluencia tiene lugar como lenguaje. Es nuestro lenguaje el que sumerge, en él mismo, el texto ajeno. Pero, por ello, esa llegada al sujeto implica la negación del viejo tópico del texto entendido, como si, efectivamente, hubiese un resultado final, como en un problema matemático, al que, desde el texto, llegase el lector.
Precisamente, el hecho de que no hay nada antes del texto, implica que no hay nada tampoco después de él. O mejor dicho, que no hay nada objetivo y que el después se quiebra en los infinitos prismas que reflejan las mentes de todos los lectores posibles. Esa movilidad de la escritura ante esas múltiples intenciones de su recepción e incluso de su constitución como texto, abre un apasionante panorama en el que podrían darse los primeros pasos en busca de algo así como una antropología textual, a la que me referí anteriormente.
En relación con la comprensión del texto como objetivo histórico cabe enfrentarse con algunos presupuestos que condicionan los fundamentos, los sentidos y las posibles formas de verdad de lo que el texto dice. Es posible presuponer también que lo que los filósofos escriben está sujeto a una múltiple lógica que enriquece, pero, al mismo tiempo, dificulta el sentido de sus propuestas. Esta lógica tiene que ver con los planos que se interfieren en los sintagmas que encauzan los contenidos de la filosofía. En esos contenidos, bajo la forma de paradigmas ausentes, actúan esos presupuestos condicionantes que vuelven, de nuevo, a plantearnos la compleja constitución del logos escrito, de su interpretación y de sus sentidos. Aludiré, aunque sea muy concisamente, al marco en el que algunos de ellos se manifiestan:
1.—En primer lugar la tradición, que se hace presente en cada lector al proyectar sus intereses teóricos sobre un suelo de problemas heredado, con el que siempre ha de contar rechazándolo, asumiéndolo, modificándolo. Esto es posible, una vez más, porque son el lenguaje y la escritura el cauce que permite alcanzar los distintos niveles de la tradición, y hacerla presente. El logocentrismo que implica esta peculiar forma de hacerse real el pasado, no es una limitación de la ontología que pudiera manifestar los problemas del ser en la raíz misma de su natural génesis. El problema del ser es resultado de una interpretación, y todo ser que puede comprenderse y, desde luego, interpretarse, es lenguaje. No hay comprensión fuera del cauce del lenguaje y fuera de la tradición que lo aglutina.
Una supuesta ontología libre de interpretación implicaría la posibilidad de entender lo real humano, desde el concreto espacio de su propia naturaleza, sin estar atenido a una tradición que cierra el camino a la posible espontaneidad del ser. En un determinado nivel metafísico, Heidegger aludía a esto, con su propuesta del «olvido del ser». Sin embargo, un ser no dicho, un ser desgarrado de su propia historia semántica, es un ser limitado exclusivamente al espacio de la existencia —en este caso de la naturaleza—, bajo la forma de corporeidad. Como anteriormente se indicó, esa corporeidad es la manifestación del verdadero enraizamiento de la existencia humana: pero la cultura hace de ese cuerpo natural, más allá del formidable imperio de sus leyes siempre presentes, una ontología semántica, una ontología en la que empiezan a tener más importancia que las cosas, los signos que las dicen. Lo cual no deja de ser coherente con el verdadero significado de «ontología» que es, efectivamente, tal como su etimología indica, un logos del ser, o sea, un ser necesitado de la teoría que el logos supone para construir su realidad. Aunque fue, al parecer, en el siglo XVII, cuando Goclenius en su Lexicon Philosophicum utilizó, por primera vez, el nombre ontología, ya Aristóteles había aproximado los conceptos que componen la etimología de ese término, en su certera expresión sobre las múltiples formas de decirse el ser, légetai tó ón pollachôs (Met. IV, 2, 1003b 33).
El ser de la tradición es, pues, lenguaje. Su forma de aparición en cada presente es a través de la escritura, y nuestra interpretación de esa escritura conforma y determina el sentido de la tradición.
2.—La voluntad, entendiendo por este término un condicionamiento originariamente más complejo que la racionalidad, toma partido en la selección de temas, de perspectivas, de lenguajes que la tradición nos entrega. Estas directrices, que marca la voluntad, tienen que ver con aquella certera fórmula de Fichte que aproxima la filosofía al ser de «cada hombre». Esta elección que, hasta cierto punto, hacemos de una filosofía implica una elección en nuestro propio ser, una elección, por así decirlo, de nuestro destino histórico, de nuestras posibilidades de realización. Por supuesto que, en el mundo contemporáneo, estas posibilidades de elección podrían sonar utópicas, porque son la sociedad y sus sistemas comunicativos o informativos los que orientan nuestras predilecciones. Por ello sólo una pequeña parte de esa sociedad puede, hasta cierto punto, elegir. De todas formas, el «cada hombre» fichteano se levanta sobre una perspectiva ilustrada que, de alguna manera y a pesar de las duras condiciones de existencia de una buena parte de los seres humanos, permite, al menos, una cierta forma de elección, un determinado horizonte práctico e ideológico que siempre acoge los actos que determinan el existir.
Desde un nivel más general, podemos afirmar que no hay, en el fondo, elección puntual, porque el ser que elige es un continuo, en el que una historia individual se despliega en el contexto de una historia colectiva. La voluntad no es una fuerza que aparece en los momentos concretos de la elección, sino que es un proceso en el que se constituye un modo de ser. La estructura ontológica es, pues, el resultado de un dinamismo que modifica a la naturaleza cuyo ser sí discurre, paradójicamente, dentro de un cauce estático.
3.—No hay una filosofía inocente. En primer lugar porque la filosofía se hace con un lenguaje contaminado ya, y que su usuario ha de aceptar. No hay un lugar, fuera del lenguaje en el que un presunto intérprete, libremente, pudiese hacer uso de él. Además cada filosofía, cada elección, cada creación de perspectivas obedece a un complejo sistema de motivaciones y decisiones que personalizan y cualifican cualquier pretendida neutralidad.
4.—La expresión «filosofía de la sospecha» es, efectivamente, el reconocimiento de esa imposible inocencia. El deseo de la plena racionalidad y de su plena aceptación es un objetivo, en cierto sentido, utópico. Lo cual no significa que no haya una pretensión de entender los concretos presupuestos del logos, o sea, de la vida, de la intersubjetividad, de la instalación inteligente en el mundo y de la comunicación de las experiencias. Pero ese logos, esa racionalidad que se articula en un lenguaje natural, no puede liberarse tampoco de la «singularidad» de cada individuo concreto, que va a elegir, con su vida, con sus prejuicios, su forma de hacer filosofía.
5.—El logos, con la posible excepción de los lenguajes formalizados, está cargado de intenciones o, en su caso, de mito, entendiendo por ello el conglomerado de sensaciones, sentimientos, pasiones que constituyen cada existencia humana. No hay, pues, paso del mito al logos; de la mente primitiva, condicionada sólo por estímulos y deseos, a una comunicación construida sobre la intersubjetividad racional. Una nueva forma de mito, o sea, el tiempo histórico de cada individuo, narra su propia historia en el tiempo colectivo, en el lenguaje.
6.—El supuesto mundo primitivo donde el mito ejercía el poder del discurso ideológico, se contrasta con el mundo de la naturaleza en la que el hombre tiene que acomodar su vida. En el mundo, sin embargo, donde irrumpe el llamado pensamiento racional, empieza éste a ocupar un espacio intermedio entre la physis y el mythos. Pero esa mediación está interferida por la naturaleza misma que el individuo es: ese complejo de pasiones, intereses y deseos que, de una manera muy general, podríamos llamar ideología y que, a su vez, constituye otra forma de mito. Mito, pues, porque introduce en la intersubjetividad que tiende a racionalizarse, a comunicarse y entenderse, un núcleo de contenidos en los que predomina la afirmación del yo, del egoísmo y la posesión de todas esas otras fuerzas que perturban la racionalidad buscada. Cada subjetividad hace, en principio, sus particulares elecciones, motivadas por todo aquello que ha ido incorporándose al proceso configurador de los esquemas de comportamiento de una personalidad.
Estas consideraciones marginales a la filosofía son, sin embargo, fundamentales para entender el logos que la forma y constituye. La tesis del en sí del lenguaje filosófico, de su tecnicismo, le otorga un peculiar modo de objetivación. Pero el mundo en el que tal objeto se inscribe es un mundo humano, hecho por los hombres y elaborado sobre su lenguaje. La tensión entre esa racionalidad y el universo histórico en el que tal racionalidad surge, crean el problema esencial del saber y las condiciones de posibilidad del análisis de la filosofía en su historia.
Hay palabras estériles. Aquellas que no hacen pensar, que no inician el camino de la reflexión, que no mueven sino que paralizan. El pensamiento es dinamismo, progresión. Pero hay una forma de relación con la experiencia del lenguaje que lo acopla en un engarce donde la palabra se agota en el eco que ella misma produce. Ese eco resuena en los esquemas de una subjetividad incapaz de levantar un reflejo móvil que circula por el tiempo y que, en sus orígenes, se denominó diálogo, dialéctica.
La diferencia entre esa palabra indefensa, eco de sí misma, y la palabra con fundamento, capaz de darse cuenta y justificarse, radica en esa semilla inmortal, de la que se habla en el Fedro platónico. La expresión es algo más que una brillante metáfora. A través del lenguaje, de la experiencia que en él yace, es posible levantar un esquema especulativo que proyecta lo que la subjetividad asume y elabora. La semilla inmortal necesita para serlo el discurso paralelo de un intérprete capaz de estimular ese proceso de maduración en el que el logos ejerce su función comunicativa, y donde se despiertan resonancias que permiten la asimilación e incorporación de ese tiempo que fluye a través de la intimidad del oyente.
Cualquier construcción teórica que el intérprete lleva a cabo gesta en su entraña la semilla de un texto. No se podría hablar de historia de la filosofía, de la literatura, si, de alguna forma, no hubiese la confirmación de que la voz del intérprete es glosa de un texto lejano.
La voz del intérprete es, por consiguiente, resonancia de un diálogo con el autor de ese escrito, presente en el tiempo de la exposición. Esa dialéctica de la memoria podría convertirse en logos si, al incorporarse a la mente del intérprete, no se llenasen del fundamento que el texto platónico señala en el Fedro (276e). La episteme es, por consiguiente, esa especial forma abierta de racionalidad. Con forma abierta quiero decir, el desarrollo de un proceso conceptual en el que se expresa no sólo aquello que cabe en el círculo del concepto mismo, sino la glosa que la necesaria expresión del lenguaje natural pone siempre en su margen. El habla filosófica lleva dentro el lenguaje del autor glosado, los sintagmas de un problema que el autor interpretado expone, pero, sobre todo, la reestructuración, en el lenguaje de la vida, del lenguaje de la memoria, y el reflejo de las mediaciones de ese tiempo inmediato en que se hace presente el pasado. Los diálogos platónicos enseñaron a reproducir el pensamiento como una tensa red de propuestas que surgían de los interlocutores. Estas propuestas, sin embargo, servían para mostrar como el logos era resultado de un lento despliegue de las palabras que, al incorporarse a la vida de cada uno de estos protagonistas filosóficos, se sesgaban en perspectivas donde el pensamiento iba adquiriendo, en la materialidad de la palabra expresada, la densidad del texto. Pero ese diálogo era, en principio, un diálogo sin texto, aunque en él resonase la casi silenciosa historia precedente. Construido por su creador como eco de una Academia, su fingida polifonía era, en el fondo, diálogo consigo mismo. El estímulo que levantaba el supuesto interlocutor, era un simple recurso retórico para mostrar cómo el pensamiento se hace a través de una tensión tan real que se encarna en determinados personajes, y que tiene que respirar en el tiempo de los latidos, o sea, en el tiempo concreto de cada presente. Este cuestionar es, precisamente, lo que arranca a la palabra de la natural inercia que el uso ha ido introduciendo en ella y que acaba por hacerla inservible.
Esta inercia ha ejercido una influencia desfavorable en la historia del pensamiento y una buena parte de la historiografía ha colaborado en ello. Sobre todo, en la época contemporánea, donde la facilidad que prestan los diversos medios de comunicación hace que los términos, las palabras que amanecen en esos medios, consuman su significado en un pequeño bloque informativo que se borra al instante como se borran los datos en la pantalla del ordenador. Esta puntualización con que el lenguaje se hace presente no da tiempo a que la mente alce su otra pantalla; esa que también es reflejo, speculum, idea, teoría —objetos conceptuales, también para mirar—. Pero estos objetos de la conciencia, si no se paralizan en el instantáneo uso de la simple información, dejan roturado un territorio donde abonar esas inmortales semillas de las palabras. Su abono es la dialéctica de la pregunta y la respuesta, o sea, la dialéctica de la temporalidad, la dialéctica de la duda. Dudar es, sobre todo, dejar que la instantaneidad de la información se sumerja en un tiempo más largo donde la respuesta se estira pausadamente, y se instala en una temporalidad no urgida por respuesta automática alguna, sino desplegada en el paisaje de la posibilidad.
Esta duda es precisamente un valioso remedio ante las presiones de la instantaneidad. Dudar de las palabras, revisar los contenidos que la tradición ha ido posando en el humus de la historia del pensamiento, es hoy una de las tareas importantes que se nos ofrecen.