En un conocido pasaje de la Introducción a la Crítica de la razón pura, afirma Kant que «no existe duda alguna sobre el hecho de que todo nuestro conocimiento proceda de la experiencia». Nada hay, pues, en el orden del tiempo que pueda aportar conocimiento alguno, sin el elemental principio que establece la primacía de la naturaleza y que, en la experiencia, marca la frontera donde la subjetividad, «medida de todas las cosas», tiene que aceptar el saludable sometimiento a las cosas que mide, y sin las cuales ese conocimiento es vacío e insustancial.
Las razones que aduce Kant para justificar esa tesis se fundan en el hecho de que nuestra capacidad de conocer no se despierta sino a través de aquello que pasa por los sentidos, que provoca representaciones y que pone en movimiento nuestra actividad intelectual. Pero, además, la experiencia consiste en elaborar todo ese material de las representaciones sensibles, hasta llegar a un conocimiento de supuestos objetos.
Experiencia no es, por consiguiente, la pasiva aceptación de una realidad exterior, sino una elaboración. El punto de partida del conocimiento presenta, así, una doble faz. Por un lado necesita de ese principio exterior, que nunca se hace presente como tal principio, ya que ha de ser elaborado por otros principios que no radican, fundamentalmente, en la exterioridad. Sin embargo, estos principios que sólo de una manera subsidiaria están en el origen, constituyen el elemento esencial que modifica la exterioridad, estructurándola como conocimiento humano.
Hay también otro aspecto importante que integra los esquemas decisivos en el proceso del conocimiento. Aceptando, provisionalmente, una terminología metafórica, conocer es reflejar en la consciencia un sistema de relaciones formales que consolidan determinadas perspectivas. Ese sistema duplica, en cierto sentido, lo real, produciendo, en los datos iniciales de la experiencia, una serie de implicaciones mutuas, presentes en algún lugar de la consciencia, a un supuesto acto de reconocimiento. Pero sólo en los casos concretos donde ese reflejo está constituido por relaciones exclusivamente formales, la afirmación o negación de las posibles proposiciones que lo expresan procede de una evidencia neutra, sujeta a la transparencia del reflejo y a la claridad con que, en él, se percibe el engarce que convierte la dispersidad en unidad, los datos en sistema. En el momento en que esas estructuras teóricas se desgajan, por así decirlo, de sus lejanas implicaciones con la naturaleza o con la historia, alcanzan un nuevo nivel de experiencia. Una experiencia absolutamente distinta de aquella que llena, a pesar de todos los apriorismos, los sentidos. Esto conduce, sin embargo, a otros planteamientos distintos de aquellos que ahora pretendo exponer en estas páginas.
Posiblemente uno de los problemas fundamentales del lenguaje filosófico consiste en un doble desarraigo. Por un lado, de la experiencia vital que haya puesto en marcha la reflexión filosófica, y que apenas si es perceptible ya en la escritura. Por otro lado, de la marcha propia de un discurso que se sostiene a sí mismo, estableciendo una cierta forma de coherencia en el engarce y justificación de sus proposiciones. Sin embargo, la aparente neutralidad de ese discurso y la lógica de sus articulaciones mantienen todavía formas de vinculación con el lenguaje natural. El olvido de su propia historia, al caer el lenguaje de la filosofía en el presente eterno de un tiempo abierto a cualquier posible lector, y el relativo oscurecimiento de esa lógica que el formalismo ha establecido como meta ideal, constituyen dos presupuestos fundamentales en la interpretación de la escritura filosófica. La experiencia toma aquí una forma de múltiple elaboración, en la que los elementos que apriorizan a los datos originadores de la experiencia sensible adquieren, con la memoria histórica, un aspecto más complicado que aquella primera idea de la memoria, que dio sentido a la primera concepción de la experiencia como recuerdo y síntesis de lo recordado (Aristóteles, Analíticos II, 100 a 5 ss).
Partiendo de la simple pero exacta descripción de la experiencia que hace Kant, podría aceptarse que el texto es una determinada forma de exterioridad. Como un objeto de lo real, el texto ofrece ya un primer nivel de experiencia. Pero el texto hace presente, además, una peculiar forma de elaboración. Una consciencia semejante a la nuestra produjo ese objeto, a través del cual experimentamos una nueva configuración y sentido de la alteridad. La alteridad de la naturaleza presenta, sin embargo, a nuestra sensibilidad una estructura relativamente simple, cuyos elementos encuentran, en la actividad de los sentidos que captan, el único y exclusivo sustento de su humanidad. La naturaleza opera así en función del hombre, porque es éste quien, en esa operación, construye significaciones, organiza experiencias y determina su propia praxis.
La existencia humana se concreta, así, a las condiciones de posibilidad de su ontología corporal. Un cuerpo, pues, en el espacio: entre otros cuerpos, que colaboran o impiden su percepción o interpretación de la realidad.
La instalación en lo real presenta perspectivas originales. Una de ellas sintetiza, en el cuerpo, sus inmediatos vínculos con el entorno. Sensaciones, percepciones, sentimientos abren y crean el mundo, establecen relaciones en las que un sujeto vive, desde su propia subjetividad, lo otro con lo que se encuentra. Este encuentro tiene lugar y tiene tiempo. Sin esta coincidencia en el espacio y en la temporalidad no es posible la relación ni, por consiguiente, esta primera forma de existencia. Por supuesto que el cuerpo es el elemento esencial para esa ampliación de los propios límites. En ello, precisamente, consiste la vida. Nuestro cuerpo es también espacial. El cuerpo está ordenado en función de un sistema jerárquico de elementos que, como la mónada leibniziana, se cierra desde sí mismo y en sí mismo. El ser humano no es sólo un ser en el espacio, sino que es espacio. El cuerpo es nuestra forma de espacialidad. Y ese cuerpo se mueve, cambia, asimila espacios exteriores a él mismo y, sobre todo, descubre, en ese mundo exterior que utiliza, la presencia de lo semejante.
En este sistema de jerarquización es el nivel inferior, el que se refiere al cuerpo como tal cuerpo, o sea, a su sustento y continuidad en el ser, aquel que sistematiza y ordena todos los otros niveles. Este carácter fundamental de la sustentación del ser y de la lucha por mantenerlo ha de crear unos hábitos que llegan a construir estructuras esenciales en la propia substancialización de ese ser.
Por ello, este dato aparentemente trivial del animal humano es, sin embargo, un dato empírico que, con diferente intensidad, recorre todo el circuito de la cultura. Efectivamente, en todas las manifestaciones de ese desarrollo subyace el aferramiento al propio ser, tal como indican la versiones más o menos sublimadas o culturalizadas de egoísmo.
Al lado de este principio antropológico emerge, desde el centro mismo de la subjetividad, otra tendencia constitutiva del ser humano: la necesidad de comunicación. Esta necesidad tiene que ver, en parte, con el mundo de los afectos, de los impulsos y deseos. Su expresión más constante podría definirse con ese término con el que los griegos nombraron la vinculación afectiva hacia el prójimo: philía.
Hay, además, otra palabra que manifiesta una especie más complicada de vinculación: logos. Con ella se alude a un complejo de fenómenos y situaciones que unen también a los hombres. Pero esta unión supone, a su vez, más allá de la inmediata y directa vinculación afectiva, la paulatina constitución de un universo significativo, de un inmenso sistema de mediaciones que levantan a cada individualidad hacia una retícula intersubjetiva en la que, hasta cierto punto, se diluye.
La palabra necesita ser pronunciada. Este gesto social traduce, inequívocamente, el carácter peculiar del lenguaje, del universo lingüístico. Decir es, en cierto sentido, objetivar: necesitar de algo que permita la intersubjetividad de esos individuos eternamente separados. Esa ineludible referencia a algo que convierte la relación intersubjetiva en consciencia dialogante ejemplifica una peculiar forma de sumisión. Así como la philía se reconoce en gestos y actitudes hacia el otro, nacidos de un impulso interior, que puede, por supuesto, manifestarse en palabras, pero que, en principio, no necesita ser pronunciado y que se levanta, mudo e inarticulado, del fondo del ser, el logos procede de otra estructura ontológica.
La comunicación lingüística, que manifiesta también determinados aspectos de la philía, indica, principalmente, objetivaciones de lo real o de la propia consciencia, a través de esos términos abstractos, que han consolidado experiencias colectivas, y que constituyen el sistema total de la lengua. La comunicación por medio del lenguaje es, sin embargo, una comunicación surgida, en sus orígenes, por una necesidad de participar, a otro, algo, exterior a ambos. A pesar de todas las naturales oscuridades sobre el origen del lenguaje, no carece de sentido suponer que los hombres se unieron en la comunicación verbal para prevenirse del mundo en torno o para, conjuntamente, descubrirlo.
El logos sintetizó, además, una cierta forma de experiencia de lo real, cuando eso real ya no estaba presente. Hablar del mundo de las cosas y de los otros hombres requería una nueva relación con el tiempo. Si vivir era dejar que los latidos del propio cuerpo se adecuasen a los latidos del mundo —el cambio de los días, de las horas, de los instantes en que los pulmones se armonizan con el aire—, hablar era, esencialmente, una forma, viva también, de recordar. El tiempo del lenguaje es, desde luego, un tiempo vivo. El acto de habla es tal acto porque su actuación está unida al tiempo de los latidos. Pero este tiempo hablado se prolonga más allá de su mera expresión y se sujeta a una doble fractura. Por un lado, al pasado común de la lengua que preexiste como gran memoria colectiva; por otro lado, al concreto pasado individual del que cada uno habla y que, en su hablar, comunicándolo, universaliza.
El presente, pues, del acto de habla que puede sugerir, ordenar, insinuar, en vistas a un cumplimiento futuro, es, sin embargo, un acto del pasado. No sólo porque vive de una lengua cargada con la experiencia que han ido acumulando las pasadas generaciones; sino, sobre todo, porque cualquier proposición que el sujeto emite articula ideas y sentimientos que se han ido incorporando a la propia y particular existencia. Incluso los mismos lenguajes formales, que parecen desplazarse en un espacio supuestamente atemporal, son resultado de un aprendizaje en el que se solidifica también el tiempo y la memoria.
La aparente obviedad de que sin pasado no hay presente quiere decir, entre otras cosas, que cada presente es un modo de determinación de la ya inmensa indeterminación del pasado. Porque aunque el pasado sea algo donde ya no impere la posibilidad, son posibles, sin embargo, nuestras formas de interpretación de ese pasado; y del pasado viene aquello que nos ha hecho, que afirmamos o negamos con nuestros actos, y que elegimos en nuestras más o menos intensas decisiones. Es, por consiguiente, nuestra vida la que convierte en experiencia, al incorporárselo, lo vivido por otras vidas y por otra historia. Esta incorporación se realiza por medio del lenguaje que transmite, abstractamente, el antes de la temporalidad que cada ahora realiza, asume e interpreta. Porque sin esa posibilidad de comunicación, que rompe la atadura corporal a la impresión de cada instante y que limita la experiencia al concreto e inmediato círculo del cuerpo, la existencia no habría podido alcanzar el nivel de lo humano.
El tener logos no sólo permitió la interacción que implica compartir cada presente en el simultáneo espacio colectivo del vivir, sino que, además, a través del lenguaje como mundo, como universo de significaciones, el tiempo del cuerpo, consumido y disipado en la incesante sucesión de latidos efímeros, se transformó en tiempo del proyecto y la memoria, en tiempo de la esperanza y el destino. Vuelto así hacia el futuro y el pasado, el tiempo de la naturaleza se hace tiempo de la cultura. Esta forma de temporalidad, exclusiva del hombre, crea a su vez un espacio más amplio, constituido en el lenguaje, y que el lenguaje mismo posibilita y configura. En este espacio que, por la apertura de cada presente, nos descubre el ámbito de la historia, el territorio donde la vida se hace horizonte y se socializan los hechos individuales, el lenguaje necesita también una cierta forma de espacialidad.
El lenguaje originado como una voz semántica, o sea articulado en un proceso cuyo movimiento permite su sentido, está esencialmente determinado por este carácter dinámico, en el que cada elemento se conforma a la sucesiva cadena en la que se semantiza esa voz.
La vida del lenguaje, en la materialidad del aire en el que alienta, índica no sólo su carácter temporal, sino la concreta condición de sus motivaciones. Cada hombre que usa esa voz semántica es su único y exclusivo sustento. La palabra no existe, pues, sino en el hombre que la pronuncia, y al pronunciarla, la semantiza. Porque, con independencia de los significados abstractos y posibles de la lengua, su existencia es el uso concreto y real de cada uno de sus usuarios, no tanto en el sentido wittgensteiniano, sino en cuanto cada situación en la que se habla es la que arranca del inerte sistema de la lengua la existencia, el ser, la significación y el sentido. Y tal uso, que podría entenderse como el momento temporal que delimita esa ambigüedad de la lengua es, en el complejo de cada situación, quien realiza el etéreo orden de los significados.
El uso está, sin embargo, condicionado por un esquema previo, por la precomprensión o prejuicio (Vorverständnis). Pero esos esquemas no brotan de un proyecto que hubieran acotado unas estructuras anteriores a la comunicación misma. El proyecto está marcado ya por la naturaleza y en ella se expresan, una vez más, ciertas formas de afirmación del ser, cuya máxima síntesis la constituye la positiva ontología del ego.
Esa estructura lingüística de la consciencia, que reposa, en el fondo, sobre la base ontológica de la pervivencia en el ser, hace que las proposiciones del lenguaje tengan, a mayor o menor profundidad, un especial enclave. No sólo los actos de nuestra vida, nuestros gestos y decisiones, señalan esa defensa ontológica. El lenguaje, tal vez la única forma de cultura que verdaderamente se hace naturaleza, se enraíza en la misma sustancia antropológica, y, por ello, a pesar del amplio e imprescindible proceso de intersubjetividad, son los sujetos determinados, las existencias históricas concretas, que configuran individuos y grupos humanos presentes en el tiempo y aglutinados en instituciones, quienes instituyen el humus sobre el que se desarrolla eso que se llama la vida de los hombres.
En este amplio marco surge la escritura filosófica. Al otro lado de la inmediata experiencia del mundo, pero partiendo siempre de ella, el lenguaje, estimulado por esa especial constitución de la existencia humana y esa doble ciudadanía a que Kant se había referido, expresa el otro horizonte donde la existencia se problematiza. Ciudadano de dos mundos, el de la naturaleza y el de la cultura, el hombre se mueve entre la realidad y la posibilidad. La realidad supone la aceptación de su predeterminada naturaleza; la posibilidad implica el inmenso espacio del homo faber, donde se rompen los límites impuestos por las physis y comienza el proceso de hominización. Este proceso discurre en distintos niveles, desde la fabricación de instrumentos que acortan el tiempo y el espacio, hasta la creación de poemas, primeros productos de un lenguaje que rompe la necesidad de comunicarse con lo inmediato, para inventar la asombrosa estructura de la mediación. En ella el lenguaje transciende los límites del espacio —hablar con los presentes, referirse al mundo presente, establecer un sistema de alusividad cuyo único sentido lo prestan las cosas del mundo— para sumergirse en el ámbito del tiempo, para crear el tiempo. Desde el momento en que el hombre habla de lo no inmediato, de dioses o héroes que no ha visto, de conceptos que, encarnados en los dioses, irán paulatinamente sustantivando su propia conceptualidad, está creando el tiempo. Las palabras nombran lo ausente, lo distante, lo que ha de venir.
El tiempo de los hombres estuvo, pues, unido al tiempo de las palabras, a ese universo abstracto en el que el animal que habla descubrió aquel otro mundo que no tenía ya que estar necesariamente presente a sus sentidos. En el descubrimiento de esta liberación del cuerpo percibió, sin embargo, la atadura a otra forma de corporeidad. El animal que habla es también y naturalmente un animal que convive y es, precisamente, la palabra, el logos, el instrumento esencial de la convivencia. Pero el logos transmite, además, una forma nueva de mundanidad. El logos es la posibilidad de arrancar al hombre del horizonte de la inmediatez. Para ello se precisa la creación de un universo ausente que tenga su enraizamiento en lo presente, en el cuerpo, en sus pasiones y en sus deseos. En la cultura occidental, esa utilización del lenguaje con referencia a lo ausente, a lo querido o a lo soñado, tuvo lugar a través de la transmisión oral de los primeros poemas, de las primeras ideologías. El lenguaje inventaba, por supuesto, otro espacio, otro mundo que sólo podían ver los ojos de las palabras; pero exigía el presente, necesitaba la presencia. Los oídos que escuchaban, la voz que cantaba, confluían en un mismo tiempo y se aposentaban en un mismo espacio. Pero como las huellas en la arena de la playa, el flujo y reflujo de las horas borraba en el aire el eco de toda voz. Sólo quedaba la leve marca de la memoria, de esa memoria que había que traer siempre a cada presente (anamnesis), y que no podía evitar el desgaste y la palidez de las imágenes evocadas. El tiempo de la vida, el tiempo que vivía en la memoria, iba aplastando esas vivencias en los márgenes del olvido.
La escritura fue el gran descubrimiento para vencer esta claudicación ante el tiempo, esta limitación ante el presente. Convertida la voz en signo para los ojos, fijada en algo más estable que el aire semántico en donde por primera vez se articuló, el tiempo de la vida humana adquiría una nueva forma de consistencia en el tiempo de las cosas. Los rasgos que perduraban en la piedra o en el papiro iniciaban otra forma de existencia e inventaban otra forma de temporalidad. Las recientes teorías sobre la deconstrucción de lo escrito y la búsqueda que su particular temporalidad fueron ya planteadas en el mismo momento en que se inició esta nueva andadura por la memoria.
El sorprendente mito de Theuth y Thamus, cuando apenas había surgido la memoria escrita, se hizo ya cargo del problema que iba a lastrar, ininterrumpidamente, toda la historia de la escritura hasta nuestros días:
Pues bien, oí decir que había por Naucratis, en Egipto, uno de los antiguos dioses del lugar al que, por cierto, está consagrado el pájaro que llaman Ibis. El nombre de aquella deidad era el de Theuth. Fue éste, quien, primero, descubrió el número y el cálculo y también la geometría y la astronomía, y, además, el juego de damas y el de dados y, sobre todo, las letras. Por aquel entonces, era rey de todo Egipto Thamus… A él vino Theuth y le mostraba sus artes, diciéndole que debían ser entregadas al resto de los egipcios. Pero él le preguntó cuál era la utilidad que cada uno tenía, y conforme se las iba minuciosamente exponiendo, lo aprobaba o desaprobaba, según le pareciese bien o mal lo que decía. Muchas, según se cuenta, son las observaciones que, a favor o en contra de cada arte, hizo Thamus a Theuth y tendríamos que disponer de muchas palabras para tratarlas todas; pero cuando llegaron a lo de las letras dijo Theuth: Este conocimiento, ¡oh rey!, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría. Pero él le dijo: ¡Oh artificiosísimo Theuth!…, precisamente como padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos a ellas, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos (Platón, Fedro, 274c-275a[1]).
El escrito es, pues, un remedio para conservar la sabiduría. El tiempo de los hombres se hace más largo y estable en el tiempo de la escritura. Pero la escritura padece una triple orfandad. Las palabras están «ante nosotros como si tuvieran vida, pero si se les pregunta algo responden con el más altivo de los silencios». Y, sin embargo, la escritura parece como si pensara lo que dice (275d). Efectivamente, en los signos de las letras, en el hilo semántico que enhebra sus proposiciones, podría descubrirse un cierto engarce de racionalidad. No en vano logos es algo más que phoné. Logos supone sentido, fundamento, discurrir de palabras en un largo cauce de significaciones que, en el caso de la escritura que libera al logos de la voz, parece como si se sustentase en su propia y peculiar sustancialidad. Pero esto es una pura apariencia. La vida de la lengua nos ha enseñado que todo logos es fundamentalmente diálogo, que cada palabra es, hasta cierto punto, la búsqueda de una respuesta y que la phoné, emitida por un sujeto, está sostenida no sólo por la presencia de ese sujeto, sino que, además, está oída, entendida, interpretada por alguien que puede preguntar sentidos, determinar circunstancias, exigir explicaciones. El logos se constituye así en parte de un proceso, en el que la existencia de cada uno de los que en él participan es, a su vez, imprescindible componente de su mensaje. Pero la escritura, perdida en la débil materia que la sustenta, condenada al silencio del monótono tiempo en que se aloja, «necesita siempre la ayuda del padre» (275e). En este punto surge el principio de la hermenéutica, el riguroso compromiso de acompañar la muda soledad de la letra con un discurso que, paralelamente, vaya despertando el sentido oculto o, simplemente, vaya adquiriendo la responsabilidad de saber preguntar a la escritura y saber entender lo que quiere decir, en el largo horizonte del tiempo.
Pero el escrito lleva consigo otra especie de soledad. El escrito es el olvido. Olvido de su origen, de los latidos concretos de aquel tiempo en que fue engendrado, y, sobre todo, el escrito es causa del olvido. La letra se aplasta sobre la lisa superficie de la materia que la sustenta y habla a sus lectores desde esa superficialidad. Entender es, sin embargo, una forma de interiorización, una forma de intimidad en la que la superficie de las letras alcanza relieve, y eso presenta una paradójica riqueza. La palabra escrita comienza a adquirir la densidad y el fondo del intérprete. La escritura recibida en cada lector pierde así la monotonía de esa plana superficie en la que se hace presente. Despegadas las letras de su realidad objetual, empiezan a sumirse en la materia de aquel a quien hablan. Esa materia es la sustancia histórica en la que se produce y alienta la personalidad de cada lector.
El escrito no sólo no habla, sino que, además, confunde (275a). La confianza en el hecho de que algo esté escrito servirá, únicamente, para silenciar el posible diálogo. La seguridad de lo ya escrito otorga una inerte consistencia que transforma el diálogo en monólogo. Todo lenguaje, para que efectivamente lo sea, precisa, pues, una reflexión en la subjetividad. El pensamiento es un «diálogo del alma consigo misma» (Platón. Sofista, 264a) y esta mismidad que pregunta y responde llega al conocimiento imitando, en su propio ser, la estructura dialéctica de la vida, o sea, haciendo que conocer y entender sean fenómenos parecidos al lenguaje del encuentro, al diálogo de los hombres que hablan en el espacio común de su propio existir. Por eso la simple aceptación de la escritura es un recuerdo desde fuera. Lo escrito es sólo pretexto para una posible elaboración. Todo pensamiento es pensamiento en la subjetividad; todo escrito no es sino pretexto a un mensaje que únicamente tiene sentido en el diálogo del lector-intérprete. La subjetividad es principio y telos (275a). Y el escrito convierte entonces su pretextualidad en significatividad. Desde el momento en que lo escrito se incorpora a ese desde sí mismo y por sí mismo, la pretextualidad se convierte en logos; la precomprensión (Vorverständnis) de la lengua se transforma en habla, o sea, en pensamiento.
Por último, el silencio de la escritura arrastra una apariencia de sabiduría. Todo aquello que no ha sido interpretado, dialogado, se instala en el espacio de la no-verdad. La falsa seguridad de la escritura, su capacidad de superar el fluir de la phoné y de la inmediatez del instante crea, efectivamente, una apariencia de sabiduría. De esta manera, el arranque de la reflexión filosófica sobre los productos literarios plantea ya la insuficiencia de esa mera literalidad, y establece el principio de que todo logos no tiene sentido si no se convierte en diálogo. Esta conversación supone que el tiempo de la escritura, la supuesta inmovilidad de esa semántica aplastada en el espacio de la letra, sólo se reanima y vive en el tiempo de cada intérprete, en la temporalidad viva de una existencia condicionada por la educación, por la biografía, por la particular historia. El verdadero contexto de la escritura es, efectivamente, el lector.
Cada texto y, sobre todo, el gran texto de la filosofía empieza a vivir un especial modo de existencia. Su escritura significa una superación de la clausurada senda de la naturaleza; pero partiendo siempre de ella. Cuando el lenguaje comienza a liberarse de las ataduras a la inmediatez y al uso de la cotidianidad va alcanzando perspectivas nuevas, proyectadas desde los problemas que surgen ante la necesidad de entender y asimilar el mundo. La misma necesidad que sintió el hombre para hablar de lo inmediato, del mundo entorno, con su semejante, debió sentir también para hablar, para hablarse a sí mismo de la difícil instalación del vivir. La distancia a las cosas que implica el lenguaje —hablar de lo visto sin tener que verlo— significó, además, hablar de lo deseado, de lo rechazado, de lo sugerido, de lo opinado, del poder, de la soledad, de la violencia, de la identidad, de la diferencia, de la inclinación y la aversión, de la necesidad y la posibilidad, de la libertad y del destino.
Muchos de estos conceptos se expresaban en un logos que era, esencialmente, mythos, o sea narración, relato, mensaje, leyenda. Discurso, pues, que apenas tenía necesidad de ser dialogado, de ser preguntado y respondido y que reposaba en la plenitud de su rotunda e incompartida palabra. Esa rotundidad y soledad con que el lenguaje del mito se manifiesta indicó, sin embargo, un momento original de la historiografía filosófica. El discurso mítico nació, en esa frontera donde el lenguaje iba a crear la cultura, para ser superado, para convertirse en futuro, para empezar a discurrir por un cauce temporal en el que otra forma de lenguaje, otros intérpretes, al negarlo, establecerían el diálogo inacabado con la opacidad de ese lenguaje que habla pero que no responde. Precisamente porque no respondía, la primera tarea hermenéutica consistió en buscar respuesta a estos silencios. Esa búsqueda implicó una relación distinta con el mundo del lenguaje. Actitud que, probablemente, se originaba en una sociedad en la que las relaciones entre los hombres habrían de estar condicionadas por presupuestos diferentes de aquellos en que surgió el lenguaje mítico.
Como pregunta al discurso mítico, y al lenguaje que lo expresaba, la filosofía iba a originar, así, su propia historia. Porque la historia que se inició como mirada a lo real y como testimonio de esa mirada (hístor) llevaba implícita, en la esperanza de una respuesta aún no escuchada, la creación de su propia temporalidad. La instantaneidad de una experiencia, la intuición de un hecho, la escucha de un lenguaje que insinuaba, proponía, o imponía, hizo pensar en la posibilidad de lo otro, en la alteridad de otra propuesta que circulase, por el tiempo, a través de una forma de lenguaje diferente, donde el decir fuera pre-de-cir, y el pensar fuera la búsqueda de una respuesta aún no dicha.
Por eso en los orígenes de su historia, en los orígenes mismos de la filosofía, el saber era una epistéme buscada, un saber todavía no sabido. El pensamiento no es temporal porque esté atado a las condiciones de posibilidad de un sujeto que es, esencialmente, tiempo, sino porque depende de un sistema de condicionamientos que, necesariamente, tiene que dialogar con su propia historia: un lenguaje, de alguna manera presente, que ha de verse continuamente contrastado con los lenguajes por venir.
Para que ese futuro fuera posible y lo fuera también un discurso que mira al mundo o dialoga con otras palabras, era necesario esa extraña consistencia que habría de otorgar la escritura. Es cierto que el pensamiento no se agota con el texto, que filosofar no consiste sólo en expresar en el lenguaje determinadas experiencias intelectuales. Esas experiencias no son, originariamente, literarias. Pensar es una forma de vivir, y vivir supone la tensión hacia una permanencia en el ser que, desde un principio, se inició como aventura y riesgo, o sea, como posibilidad. Pero es cierto, también, que en un plano más modesto, escribir historia y, desde luego, filosofar desde ella, es acoplar el pensamiento a una entrega textual, a la orfandad de unos escritos cuya intensidad y riqueza insta, con mayor fuerza, al intérprete que, desde su casi mítica y clausurada plenitud, reclaman. Porque esos textos son formas de experiencia. Filtrada por la mente del hombre que los escribe, los textos filosóficos, incluso los textos literarios, tienen una génesis, una akmé, y, por supuesto, una decadencia. Pero aquí empieza también la aventura de la historia, la tarea historiográfica que pretende ser filosofía, o sea que pretende superar el simple discurso paralelo, que desde la otra orilla del texto lo señala y describe, sin dejarse arrastrar por el agua que fluye entre ambas orillas.
El texto filosófico tiene su génesis en otro planteamiento que el del discurso mítico, que el del lenguaje dogmático de lo siempre así. La experiencia historiográfica no sólo consiste en el análisis de lo que el texto dice, sino en el descubrimiento de lo que el texto oculta. El agua que discurre entre ambas orillas sigue estando constituida por los mismos componentes. En esto radica la supuesta continuidad, coherencia, dialéctica de la historia. Y en esto consiste, precisamente, el que alguien pudiera afirmar que toda historia es historia contemporánea. Porque toda historia es historia de un presente, quiero decir desde un presente. Y esa presencia es lo que convierte al pasado en experiencia, y al tiempo de las palabras en tiempos de los latidos, o sea, en tiempo de la vida. Nada puede escaparse a este imprescindible diálogo con el pasado, porque la estructura de ese diálogo es precisamente la estructura de la existencia.
En la génesis de la filosofía, el presente del lector adivina los impulsos que mediatizaron el lenguaje propuesto por el escritor. Enraizada en la historia, toda propuesta filosófica tiene que encontrar en ella su origen, sus motivaciones, sus contenidos. Las palabras crean el espacio que traduce esas originales experiencias; pero por muy compacto que sea ese lenguaje, por mucha dificultad que ofrezca descubrir la vida bajo el espesor del texto, su presencia, que se traslada a la orilla de nuestro existir, encuentra en él las claves para su desciframiento.
El pensamiento filosófico de un autor concreto, en una época concreta, tiene también su akmé, su momento de plenitud, su pequeña rotundidad, su peculiar mensaje. En cada filosofía se oculta una determinada forma de propuesta, un argumento, un estilo. La tradición historiográfica llamó a esta pretensión de unidad, sistema. Un sistema es, en muchos momentos, la concesión que el historiador hace a la ya distante plenitud del mito. Porque un sistema, sin embargo, no quiere decir sólo la capacidad que tiene el lenguaje de convertir los elementos que lo integran en cauce y en discurso, sino en encontrar, en ese discurso, un hilo en el que todo se ata y ante el que apenas puede ya discutirse. Tal vez sea esto la consecuencia de ese diseño ilustrado que alentó siempre en toda gran filosofía; en todo pensamiento que surgió poniendo el oído del lenguaje en el mismo rumor de la historia.
Las preguntas de la filosofía, por el carácter temporal de toda forma de lenguaje, de toda cultura, encuentran también su envejecimiento. No hay una filosofía de respuestas perennes. Lo único perenne es el preguntar; las preguntas que se formulan en un espacio ceñido siempre por las condiciones concretas de la existencia, por la índole del pensamiento, del lenguaje en su condición carnal. Y ese mínimo espacio en el que se desplaza la inmensidad de la historia es lo que permite convertir en presente el pasado, leer el texto de la filosofía y asimilar la alteridad de su sentido.
El carácter efímero de las preguntas filosóficas, el posible envejecimiento de todo mensaje, es reasumido por el lenguaje de cada presente, por el tiempo de cada intérprete que puede recobrar, en el logos del texto, el diálogo de la existencia. Las preguntas filosóficas se hacen así propuestas perennes, que podrían evitar tal vez los perennes errores si el discurso filosófico fuese, efectivamente, un discurso en el que el logos sólo expresase una comunidad ideal de diálogo, y no un conglomerado real de disenso. Pero, de todas formas, la experiencia filosófica, la enorme riqueza de sus múltiples solicitudes teóricas ofrecen a la historiografía el inagotable tributo del tiempo hecho palabra y de la naturaleza convertida en cultura.
El logos es un límite entre el universo de la naturaleza y de la cultura. El principio de su racionalidad surge de la concreta utilización de ese espacio intersubjetivo que convierte al individuo en colectividad. El logos transmite no sólo la supuesta razón de sí mismo, sino que, como producto histórico, lleva consigo todo ese acompañamiento irracional al que Platón y Aristóteles (Protágoras, 352a; Retórica, 1369a) se habían referido. Pero esta idea, que arranca del pensamiento griego, constituye una perspectiva ineludible para entender la génesis del producto filosófico. Porque de la misma manera que uno escoge la filosofía que, en cierto sentido, se es, uno hace la filosofía que lleva dentro. En ese llevar dentro influye el horizonte de sensibilidad, inteligencia, pasiones, deseos, frustraciones de cada hombre. Naturalmente que no todos los diversos elementos que integran una personalidad influyen de la misma manera o con la misma intensidad. Pero es evidente que las proyecciones totales tienen, de alguna forma, que hacerse presentes en la palabra, en la obra escrita. La dificultad radica, sin embargo, para el lector lejano, en adivinar todos esos estratos y saber utilizarlos para la correcta interpretación de lo dicho.
Esto conduce a un problema no menos importante que el del reconocimiento de esos distintos niveles que componen los productos culturales. La supuesta necesidad de entender el pasado, el constante planteamiento de lo que fue dicho en otro tiempo, implica la inevitable protección de todo presente, no solo hacia el horizonte de futuro, sirio hacia todo aquello que le aconteció. Ahora bien, ¿qué es entender?, ¿qué conseguimos al establecer las condiciones posibles para la realidad de la interpretación? Dicho de una manera más simple, ¿para qué sirve el entender?, ¿qué queremos entender con el entender?, ¿qué lección queremos sacar de esa historia del pasado? El hecho de volver siempre sobre los pasos de lo pensado manifiesta una implícita necesidad. Nadie recorrería las sendas del pasado si no subyaciese a ese recorrido el irrefrenable deseo de reconocer, en él, todas aquellas semejanzas que nos llevan a entender nuestra situación y a aprender de otras experiencias. Lo que ocurre es que ese aprendizaje, para el que se han inventado múltiples metodologías —caminos al fin y al cabo—, es producto de elecciones previas, del gusto o disgusto que encontramos en lo otro, de la confirmación o rechazo de nuestro propio ser. Cada acto de lectura de interpretación de lo que pensaron otros hombres, es espejo también de lo que pensamos nosotros. Y eso supone el carácter social de la existencia, la lucha por arrancar de cada subjetividad la esencial soledad que la constituye. Es el lenguaje el que permite esa salida hacia lo otro, hacia la solidaridad de la inteligencia, hacia la comunidad del entender y el proponer.
En este deseo colectivo, en este impulso que domina a la individualidad, se hace patente la esencia del animal humano. El logos que le constituye no es la comunicación que se agota en su mero presente, la comunicación que busca la respuesta inmediata a la inmediata instancia. Tener logos es poder escuchar toda otra palabra, es no querer, que caigan al olvido todos los diálogos posibles, salvados en el tiempo por la imborrable y continua presencia de la letra.
Pero el abierto diálogo del pasado que hace posible el largo puente de la escritura está exigiendo, en todo momento, unas especiales condiciones de inteligibilidad. Quien habla en el texto tiene que levantar su sentido no sólo desde la materialidad de la letra, sino desde un espíritu: aire que únicamente alienta de parte del lector.
El resto de la interpretación del pasado no es, por consiguiente, el recurso arqueológico que nos abre la puerta de un rico tesoro de objetos que valen, precisamente, por su antigüedad. La necesidad hermenéutica es algo más vivo que lo que pudiera ofrecer un brillante espacio arqueológico. La cultura es convertir en vida, en presente, en latido, la pérdida de temporalidad que puede despertarse en la compacta masa de lo escrito.
Necesitamos saber, necesitamos entender. La metodología de la interpretación del pasado obliga a esa empresa hermenéutica, en la que toda consciencia está sumida. Pero de la misma manera que seleccionamos nuestros gustos, que seleccionamos nuestros autores, y en esa selección interviene nuestra propia hermenéutica biográfica, lo que somos y lo que hemos hecho con nuestro ser, en la interpretación de la filosofía no podemos por menos que asimilar o repudiar, rechazar o desfigurar lo que rompe la armonía con ese solapado hermeneuta que llevamos dentro. El famoso círculo hermenéutico encuentra, aquí, una de sus más curiosas modalidades.
El encuentro con ese pasado elegido y conformado a nuestra propia interpretación, conduce a una posible desfiguración de lo dicho; pero, al mismo tiempo, pone de manifiesto ese fenómeno de simpátheia de que había hablado la hermenéutica del romanticismo. Porque, no se trata solo, como en el Zirkel des Verstehens (el círculo del comprender), de entender la totalidad de ese individuo y al individuo desde la totalidad, sino entender lo otro en y desde la perspectiva de los mismo. Ello requería esa cultura de la amistad de la que Schleiermacher hablaba.
«Sólo los amigos se entienden». Este fenómeno de simpatía implica el momento más complicado del círculo del comprender. No fue sólo la tradición romántica la que descubrió ese rasgo en la lectura del pasado. Spinoza en el Tractatus Theologico-Politicus (Gebhard HI, 88) afirma que «se entienden mejor las palabras de un hombre cuanto mejor se conoce su genio y su ingenio». Y ese conocimiento es previo a las palabras que queremos conocer. El conocimiento de la otra personalidad implica el lazo previo de la simpátheia.
En sus lnstitutiones Hermeneuticae Sacrae, Rambach escribía: «El habla es expresión de nuestro pensamiento. Nuestros pensamientos están, sin embargo, casi siempre atados a secretos afectos… y por lo tanto, a través de nuestro discurso, damos a entender a los otros no sólo esos pensamientos sino también los afectos que están unidos a ellos. De lo que se sigue que es imposible entender y explicar las palabras de un escritor, si se desconoce cuáles son los afectos que andan por su ánimo… cuando las escribía[2]».
Naturalmente, que el establecimiento de este ideal hermenéutico comporta una serie de problemas, si se quiere llegar más allá de una simple declaración de buenas intenciones. —¿Cómo se conocen esos afectos que rondan por el ánimo del escritor? ¿Los conoce él mismo? ¿Cómo se conoce un afecto?—. Estamos acostumbrados a utilizar tanto este tipo de terminología, que apenas nos planteamos las dificultades de llevar a cabo semejantes propuestas. Y, sin embargo, el reconocimiento de este hecho, a pesar de esas dificultades, deja al descubierto, una vez más, la utopía de entender la escritura desde los exclusivos presupuestos de una exclusiva racionalidad.
La racionalidad no es, pues, un hecho, sino una búsqueda, no es una tesis a la que hay que adecuarse, sino una tensión, una pretensión que se plantea, y nace en la historia y que, como todo proceso histórico, tiene que armonizar con las concretas y humanas condiciones de posibilidad que lo alimentan.
La escritura de los conceptos es un proceso paralelo a su lectura. Sin embargo, este paralelismo no coincide, como es obvio, en el tiempo. El acto de escritura es parte de una actividad compleja, en la que nunca se filtra, asépticamente, una consciencia racional que asegura, sin equívocos, la transparencia del discurso. En primer lugar, porque el flujo del lenguaje natural como materia que la subjetividad —¿la mente?— maneja, no sólo permite fluir a la sustancia de la consciencia, sino que, al mismo tiempo, va fijando el cauce por donde esa sustancia se propaga. No es simple retórica la brillante expresión de que el lenguaje nos habla. El bloque entero del sujeto se hace habla en el habla. Nosotros mismos somos cauces por donde habla la lengua, que seleccionamos y utilizamos; pero, en buena parte, estamos sometidos al ritmo interior en el que el lenguaje se despliega.
El lenguaje filosófico brota de este elemento móvil en el que nuestra experiencia con los textos, con la vida, con la historia, va marcando también otro cauce más breve, corregido continuamente por nuestra reflexión, que no es otra cosa que nuestro control, nuestro logos, alojado consciente y críticamente en el universo semántico que le circunda. La llamada terminología filosófica marca los hitos que, en ese lenguaje natural, indican una doble reflexión, orientada, por un lado, hacia el panorama general de la lengua, y, por otro, a una tradición que, hasta cierto punto fuera de ella, intenta formalizar unas expresiones dependientes de la voluntad del escritor.
Sin embargo, esa voluntad de estilo, esa lucha por la racionalización, esa libertad que, a pesar de todas las ataduras a los condicionamientos del cuerpo y de la lengua, tensa la subjetividad en el distendido y pasivo mundo de lo ajeno, crea el adecuado espacio para la apropiación, que constituye el primer paso para la voz interior, que se hace escrito, que se hace filosofía.
El pensar es, pues, una apropiación del lenguaje extraño, que la intuición y la reflexión asimilan. Los recientes estudios neurológicos, lingüísticos y epistemológicos que están abriendo el espacio de la subjetividad no acaban de explicar todavía los caracteres concretos de esa aproximación consciente, ni mostrar, analíticamente, lo que se percibe, muy confusamente, por cierto, en esa brillante metáfora de la reflexión.
Ese pensamiento que se especifica como pensamiento filosófico pone en movimiento la totalidad de nuestro ser. Es la existencia humana concreta la que, desde el concreto espacio histórico en que se mueve, elige y determina la tarea de pensar. Entre la naturaleza y la cultura, el logos que somos, que nos habla y que hablamos, discurre trazando la frontera de esa doble ciudadanía. La naturaleza individualiza nuestros actos teóricos. La cultura impone a esos actos la generosa libertad otorgada por esa condición que, en la comunicación, universaliza y eterniza el breve tiempo de la consciencia.
Pero ese tiempo se hace tiempo filosófico, porque la historia ha ido formulando, al hombre que la habita, determinados planteamientos que, arrancados de su propia naturaleza individual, iban a encontrar ecos y motivos en la naturaleza colectiva. El miedo, la curiosidad, la soledad, la esperanza, la compañía, la violencia, la sumisión, el poder, el deseo, la escasez, el amor fueron algunos de los vectores que trazaron la primera geometría del saber. Estos vectores fueron expresándose en respuestas, adquiriendo palabras que los comunicasen, incluso formulando terminologías que los fijasen. El ser, la verdad, la justicia, las ideas, la ciudad, la paideía, la univocidad, la ciencia, el principio, la sabiduría, la prudencia, etc., fueron algunos de los primeros estadios en los que se hizo voz y escritura ese impulso que habría de arrancar al hombre del férreo círculo en el que la animalidad se conformaba y lanzarlo a ese espacio que, histórica y colectivamente, habría de denominarse pensamiento filosófico.
Manteniendo siempre ese engarce con la vida, el tiempo de los hombres ha ido perfilando una historia en la que estas ideas adquieren consistencia en la escritura que las organiza. Esa organización ha creado, después de veintisiete siglos, una de las más importantes formas culturales, o sea, una forma cuyo sustento real es el hombre y cuyo sustento colectivo es el lenguaje.
El lenguaje ha ido haciéndose presente a través de la escritura. Sin Platón, por poner, tal vez, el ejemplo más característico de toda la historia del pensamiento, no habría existido Sócrates. La temporalidad inmediata que respiró tan singular personaje no habría logrado resonar más allá de la orilla del río Iliso. Es posible que el estímulo producido por la ironía socrática hubiera puesto en movimiento la mente de sus interlocutores: pero el efímero tiempo de los latidos se habría agotado en la insalvable soledad de cada presente. La voz sin eco no habría inventado nunca el tiempo de la historia, o sea, el tiempo humano. Cada época sucesiva habría quedado clausurada en su propio opaco tiempo. Por ello no tiene sentido plantearse el ya aburrido tópico del no progreso de la filosofía, del no progreso de la historia.
La historia, la humanidad, no habría progresado si cada momento de ella no hubiera podido engarzarse con el futuro. Si el ser, el existir, no hubiera podido, también como escritura, permanecer. La memoria era la única posibilidad de permanencia, y la escritura, a pesar de todas las limitaciones, el más poderoso medio para evocarla. Progresar no quiere decir necesariamente mejorar. Esta caracterización axiológica no tiene nada que ver, en principio, con lo que aquí pretende plantearse. La posibilidad de un logos que pudiera irrumpir más allá de la frontera del instante, de la solitaria consciencia que lo alumbraba, era ya abrir la puerta que, salvando el tiempo presente, iba, progresiva e incesantemente, creando el futuro, o sea, creando la historia.
El pensamiento filosófico no sólo brota de esos primeros planteamientos en que la naturaleza humana sintió la soledad y el asombro, sino que la temporalidad inventada en el logos se convertirá en historia filosófica. Historia de experiencias intelectuales, que se consolidarían en el tiempo bajo la forma de tradición, de continuidad, de dialéctica. Cada momento de la filosofía no solamente surge entre la naturaleza y el lenguaje presentes, sino que se enfrenta a un horizonte, que ha empezado a dibujarse desde el momento en el que el hablar y el pensar se han solidificado en la escritura. Pero este enfrentamiento, cualquiera que sea su estilo, impulsa ya el porvenir filosófico y establece una coherencia que sujeta y da sentido a todo el movimiento de la mente.
La historia de la filosofía presenta, así, una cierta homogeneidad. Con excepción de los primeros desarrollos en los comienzos del pensar, la filosofía se hizo presente a través de la experiencia de los escritos. Incluso en la época en que aún no existía la imprenta y donde la transmisión intelectual era oída más que leída, fue, sin embargo, el escrito el que marcó el origen y la continuidad. Precisamente porque aún no existía, de hecho, el libro, fue aún más respetada, por ello, la escritura. Tanto, que cuando se pretendió sacralizar toda una experiencia religiosa se llamó Biblia (libros), por excelencia, a esa forma de lenguaje que le permitía permanecer, como letra, en la consciencia asombrada y respetuosa de sus lectores.
Desde el diálogo platónico, tan cerca del latido de la vida, tan sumergido en la temporalidad inmediata de sus protagonistas, pasando por los ensayos o discursos o meditaciones de los comienzos de la filosofía moderna, hasta las formas en que en la filosofía contemporánea se ha hecho presente la filosofía, toda su ya larga historia modula unos cuantos temas fundamentales. Es cierto que la especialización permite conocer más detalladamente algunos pocos autores, pero en todos ellos late la amplia memoria de la tradición, del tiempo en que el lenguaje fue persistiendo por la dura pero jugosa mediación de las letras. Por ello la historia de la filosofía es, hasta cierto punto, la creación de una nueva forma de temporalidad, una temporalidad que, surgiendo precisamente de la continuidad, creando la continuidad, es capaz, paradójicamente, de volver a reasumir todo ese tiempo extendido a lo largo de su escritura en un tiempo presente, en el tiempo del lector, que a través de la particular experiencia del texto, sintetiza, vive y anuda el hilo de la tradición. En este sentido es verdad la frase nietzscheana de que «el centro está en todas partes». Esta irradiación no sólo se justifica por el extraordinario ensamblaje que articula a la historia filosófica, sino porque en los escritos de los filósofos resuenan siempre esos mismos problemas que la razón humana no puede evitar plantearse, porque pertenecen a su propia esencia, y no puede resolver porque sobrepasan la capacidad de esa misma razón (Kant, K.r. V, A VII). La dialéctica establecida por esta, al parecer, insalvable aponía, marca el destino del pensamiento filosófico y, paradójicamente, presta a ese pensamiento su extraordinaria vitalidad.
La tensión que provoca la insalvable muralla de la razón contradictoria estimula, sin embargo, las distintas formas en que aparecen los intentos de superar esa imposibilidad. La razón humana, o sea, la búsqueda de inteligibilidad y racionalidad que esencialmente la constituye plantea, al parecer, los mismos problemas. La razón que se adjetiva, en el conocido texto kantiano, como humana, quiere decir que sus planteamientos emergen efectivamente de esa peculiar condición. Una razón humana significa que está supeditada a las condiciones de posibilidad en las que lo humano se desarrolla. Y esas condiciones de humanidad, a pesar de los distintos aspectos que puedan presentar en cada época, siempre están determinadas por las mismas necesidades, por los mismos impulsos, por las mismas posibilidades. Entender, sentir, crear, son, entre otros, esquemas generales que enraízan humanamente esa razón.
Esos problemas con los que incesantemente se enfrenta la razón humana no pueden resolverse, porque a la esencia de la razón no le corresponde la identidad de las respuestas. La razón no es una facultad estática sino dinámica. Su dinamismo no proviene, sin embargo, de sí misma. La monotonía de estos eternos pensamientos esenciales son, más bien, los planteamientos de una naturaleza humana finita que tiene, continuamente, que hacerse cargo de su finitud. Esa finitud supone, además, un desplazarse en el tiempo, y conforme a él, dejar emerger los eternos problemas que esa razón, ineludiblemente, soporta. Por ello su resolución sobrepasa su propia capacidad. Porque la razón, fuera de la naturaleza que con sus concretas condiciones levanta hasta el logos esos problemas, está situada en un mundo mucho menos coherente y, por ello mismo, más libre que el que permite esa razón esencial. Y aunque no puedan resolverse definitivamente, la temporalidad que marca lo humano hace que las sucesivas circunstancias en las que la razón se despliega ofrezcan siempre diferentes posibilidades de solución. Esta imposibilidad histórica y esa eterna monotonía de planteamientos señalan los límites por los que se desplaza la historia de la filosofía.
El que no pueda haber respuesta final a los problemas de la razón esencial, quiere decir que la razón es histórica; que es un elemento de comprender y asimilar la realidad. Pero el que los mismos problemas se presenten continuamente significa, a su vez, la solidaridad teórica del género humano que puede, en todo tiempo, percibir desde la cultura, desde la historia, en la variedad de sus formas, la identidad de la existencia. Y la rotundidad del ser, en las múltiples y contradictorias formas de sus apariencias.
La historia del pensamiento es la historia de su escritura. Esta escritura presenta de una manera eminente su carácter textual. El objeto de la experiencia filosófica es el texto. En la tradición clásica greco-latina no parece encontrarse este término en el sentido en que lo hallaremos posteriormente. Sólo Cicerón utiliza contextus con el significado de disposición del discurso, y Quintiliano habla del textum dicendi para referirse al estilo. En los primeros manuales de la Antigüedad, como el Arte gramática de Dionisio de Tracia, el De ratione dicendi ad Herennium o las obras de Vitrubio o Varrón, no aparece aún el objeto y el concepto textual. Estos primeros manuales construidos, la mayoría de ellos, según los modelos de la retórica, conservaban el esquema y la disposición de la vida judicial (genus judiciale). El exordium, la narratio, la confirmatio, la constitutio conjecturalis, la constitutio translativa, etc., implican una concepción jurídica, una ordenación del discurso que sirviera para producir determinados efectos en un auditorio presente, al que había de convencer[3].
El lenguaje escrito utilizaba, pues, un artificio más elaborado, una techne que permitía organizar la mente en busca de un determinado comportamiento, de una decisión y, por supuesto, de un convencimiento. Había que disponer el logos de manera que alcanzase su máxima capacidad de comunicación. Pero el texto, en cuanto tal, no había aparecido todavía en su verdadera significación. Tal vez sea Roberto de Melun en el siglo XII quien, a propósito de la interpretación del texto sagrado, sostiene la primacía del texto frente a las glosas que le acompañan y que, frecuentemente, no tienen importancia alguna para la interpretación justa[4]. Era, pues, el texto mismo, la textura que lo conforma, los hilos de su trama lo que realmente había que estudiar. Relacionado con texo («tejer», «trenzar», «entrelazar», «hacer»), textum significa tejido, urdimbre de distintos hilos que constituyen una unidad. La tradición de la crítica textual sobre el texto bíblico, sobre un modelo sagrado cuyos hilos había que analizar con esmero, sirvió, tal vez, para sacralizar una forma de aprendizaje, de dogmática pedagógica, que se ha popularizado, por cierto, bajo la forma de libro de texto y en el que, paradójicamente, no se trata de seguir el entramado que lo forja ni analizar su textura, cuanto de aceptar su tejido como un compacto bloque de información.
El concepto de texto expresa ya el objeto textual —la materialidad de los significados y sentidos que lo constituyen— como una analogía a esa labor del copista, del enmendador, del lector, que iba proponiendo sus variantes, su propia letra, en la escritura que tejía el sentido buscado. El texto se transforma así en una especie de organismo, en un conjunto de propuestas que van enriqueciendo y afinando su oculto sentido.
La moderna hermenéutica se plantea la interpretación del sentido de los textos. Hermenéutica es el arte de entender, y el objeto de ese entender es el discurso escrito. Frente al discurso oral que agota la temporalidad en su fluencia, en su sucesiva y efímera simultaneidad, el escrito pierde, en cierto sentido, el carácter de inmediatez, eso que la filosofía analítica ha denominado lo ilocucionario, para insertarse en un ambiguo sistema de perlocución. Sin embargo, la pérdida de esa inmediatez que el lenguaje oral posee y de la que, en principio, carece el lenguaje escrito, hace que éste gane en mediaciones, en ese impreciso ámbito de posibilidades en donde, precisamente, radica el problema de la interpretación. Esas mediaciones no constituyen sólo los múltiples aspectos que se entretejen en el texto, sino que, al no dirigirse, en principio, como el lenguaje hablado, a un único individuo, determinado en un espacio y un tiempo concreto, el carácter comunicativo de ese discurso genérico adquiere una nueva forma de comunidad. El discurso escrito está a disposición de todo lector y en todo tiempo; pero, por ello mismo, su alejamiento del mundo entorno (Umwelt) que lo produce permite que la carga de lo producido en él requiera incorporarse al Umwelt del lector[5].
El discurso escrito es, pues, Welt, mundo de significaciones teóricas que los ojos del lector convierte en Umwelt, o sea, en tiempo, en acción, en praxis. Es cierto que, como pretende Ricoeur (op. cit., pág. 254), el discurso se da siempre en el tiempo, mientras que el «sistema de la lengua» es virtual y está fuera del tiempo. Pero el discurso escrito, aunque esté ya modificado por el autor que lo temporaliza, posee un carácter emblemático que, al ponerlo en todo tiempo, hace más necesaria la interpretación, o sea, la temporalización y concretización del intérprete. Esa temporalización supone, igual que en la vieja textura de la urdimbre que forma un tejido, el conocimiento de una trama mucho más abstracta y que podría servir para la inteligencia de lo escrito.
Este organismo informativo se constituye como densidad textual, que se hace presente a nuestra comprensión. La comprensión procede, directamente, de ese esfuerzo metodológico por «comprender investigando» (Droysen). El acto de comprensión es una estructura dinámica y el motor de ese dinamismo está en el texto. Pero antes del enfrentamiento con él, no sólo actúa la Vorvertandnis, el praejudicium, sino todo el complejo de tensiones e intelecciones a que se ha aludido anteriormente y que preparan, en cierto sentido, el camino de la subjetividad investigadora. No es trasnochado psicologismo insistir, sin embargo, en que las condiciones que posibilitan el entender se acoplan a un juego de la psique en el que fluye o se obtura el discurrir. Los términos discurrir, discurso, investigar, inventar, etc., no son sino metáforas que tienen que ver con caminar, ir tras las huellas, encontrar algo en el camino; descoloridas imágenes, pues, de fenómenos psicológicos o, como la filosofía más reciente sostiene, mentales, cuyo funcionamiento apenas si entrevemos. Este mundo metafórico es el único del que por ahora disponemos —lo mismo que términos como pensar, cavilar, razonar, meditar, suponer, juzgar, concebir, etc.— para adentrarnos en ese indudable misterio de la comprensión.
A pesar de estas dificultades que ofrece la explicación de la compresión o, dicho de otra manera, la inteligencia del sentido de un texto, hay algo que, sin embargo, nos sirve para apresar, de alguna forma, el dinamismo hermenéutico: La comprensión está estructurada en niveles que marcan estratos de un camino que hay que seguir, estratos de temporalidad.
El texto filosófico, incluso el texto literario, presenta, como es sabido, problemas relacionados con la exacta inteligencia de lo que en él se dice. Por supuesto, esa exactitud y esa inteligencia necesitan, a su vez, ser entendidas.
El texto dice, efectivamente, lo que dice. Pero, en ese decir, hay ya un primer nivel de dificultad. Las formas más simples del decir inmediato, del decir oral aluden también a una forma de Umwelt. «Abre la puerta», «trae la silla», «hace frío» recorren una larga cadena de alusiones que están presentes en lo dicho. Por ejemplo, «abre la puerta» tiene que ver con pasar, con querer comprobar si la cerradura funciona, con permitir la entrada de aire, de luz, etc. Esa intención que se oculta en las expresiones más nimias puede descubrirse, si queremos, preguntando a aquel que las formula. Es evidente que el emisor puede ocultar su verdadera intención y ello pone de manifiesto, a su vez, un nuevo plano de dificultad. Pero, oculta o manifiesta, la comunidad de espacio y tiempo, hace, al menos, posible el preguntar, y el preguntar a aquel que únicamente o principalmente puede explicar.
Esa condición que expresa la plena necesidad de un ininterrumpido diálogo y el complejo de significaciones que circunda a toda significación alcanza en la escritura y en la obra filosófica un interés y una dificultad especial. Es cierto que, en comparación con el diálogo natural, con la inmediatez de las proposiciones que sustentan el lenguaje hablado, la escritura filosófica no presenta esa inmediata necesidad. Las obras de los filósofos pueden quedar dormidas en los estantes de las bibliotecas y su lenguaje reposar eternamente en el silencio. Por el contrario, el diálogo con lo inmediato precisa siempre de la inmediata respuesta, de la inmediata captación de sentido. Este sentido es imprescindible para la instalación en el presente, para las relaciones con el otro, para la vida en el tiempo. Pero, sin esa urgencia, también en el tiempo presente resuena, de formas diversas, el tiempo del pasado. Todo mensaje tiene una determinada presencia y está cargado de resonancias más amplias de aquellas que consume la información presente. Y aunque la información filosófica habla, en principio, a aquellos profesionales que oficialmente se ocupan de ella, esa ocupación se rodea de una serie de estímulos marginales que todavía no tienen que ver, directamente, con el texto, con la obra filosófica en sí, pero que hay que interpretar o entender, y que condicionan, modifican y alteran, en muchos momentos, su sentido.
El diálogo con la obra escrita está, por consiguiente, mediado por otra serie de diálogos implícitos, de paradigmas ausentes, en los que encontramos ecos de propias y concretas intenciones, confirmación de ciertas seguridades, atisbos de ciertos prejuicios: amor o enemistad que aseguran o mitigan nuestras pasiones y tendencias. Por supuesto que el diálogo con la obra misma es suficientemente autónomo como para que su escritura ofrezca problemas, estructuras teóricas, dificultades, que sólo están en ella. El trabajo con esa obra, cerrada en su propia consistencia, objeto del análisis de un especialista que sumerge su inteligencia en la interpretación de lo escrito, y que llega a saber más de ella que un eventual lector, pone de manifiesto esos niveles técnicos por los que luchan aquellos que trabajan lo escrito sólo en los márgenes de esa especialización, de esa profesionalidad.
El reconocimiento de esta indudable autonomía del texto y de un tratamiento técnico de sus contenidos, indica una actitud ante lo escrito, ante la historia del pensamiento. Esta aparente neutralidad del intérprete implica una cierta forma de compromiso, una concepción metodológica en cuyos planteamientos hay algo más que una simple cientificidad. El lenguaje de la obra filosófica es expresión de una subjetividad total, que por supuesto puede esforzarse por alcanzar el nivel de intersubjetividad y claridad al que el logos tiende; pero ese esfuerzo brota de una personalidad, de un ser histórico, de un animal que habla y que, en esa tensión por el logos, manifiesta otros niveles de su existencia que no se saturan, absolutamente, en la expresión de lo dicho. No me refiero, con esta hipótesis, a los componentes psicológicos que la historiografía del siglo XIX puso de manifiesto en muchas de sus investigaciones, sino a espacios más amplios que los que cercan la personalidad de un determinado autor. Todo creador literario reabsorbe en su subjetividad eso que, de una manera muy vaga, podría denominarse el espíritu del tiempo. Esa vaguedad no se refiere a la indudable existencia de ese Zeitgeist, sino a la dificultad de precisar en qué consiste.
Un planteamiento hermenéutico elemental podría preguntar al texto filosófico si es verdad aquello que dice. Pero el concepto de verdad es, en este caso, un concepto extraordinariamente ambiguo. Lo más curioso de esta peculiar ambigüedad es que es insalvable. El espacio en el que semejante pregunta se formula no puede concretarse. Tanto la explicación (erklaren) como la comprensión (verstehen), conceptos hermenéuticos sobre los que se ha discutido insistentemente en la actualidad, y que intentan abordar las formas de inteligibilidad de las llamadas ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu, necesitan una detenida revisión, si pretenden superar un cierto status meramente terminológico. La superación de este status quiere decir la superación de ese concepto de verdad que define los límites y la coherencia de una serie de proposiciones para llegar, con ellas, a un supuestamente definitivo resultado.
Sin embargo, el concepto de verdad ha desempeñado un papel decisivo en las llamadas ciencias de la naturaleza, aunque la definición de este concepto tenga un marco más amplio del que supone una estricta teoría de la verificabilidad. La verdad buscada, que podría ser un lema saludable en las ciencias del espíritu, en la filosofía, por ejemplo, exige avanzar por esa compleja trama que constituye la escritura. La hermenéutica gadameriana ha sido consciente de estas dificultades y, no en vano, su libro más representativo se llama Verdad y Método. Verdad que sólo puede alcanzarse en el mismo proceso metodológico donde el sujeto queda implicado en el tenaz diálogo por comprender. Pero la noción de comprensión apenas tiene algo en común con el concepto de verdad en un sentido más o menos tradicional.
Cabría plantearse ahora la cuestión de si ese diálogo con los textos que, reconociendo la brillante metáfora de «fusión de horizonte» Horizontverschmelzung) ha de mantenerse desde una ontología histórica, permite, efectivamente, dialogar con un interlocutor que no haya desaparecido totalmente en esa fusión.
Este planteamiento significa la radicalización del concepto prejuicio, que tan importante papel representa en la obra de Gadamer. Prejuicio no significa, en principio, un falso juicio, sino una condición, hasta cierto punto inevitable, de la «circularidad del comprender». Efectivamente, el «apriorismo» kantiano se llena aquí de contenidos más concretos y materiales que las formas de la sensibilidad o de las categorías del entendimiento. La ontología histórica que compromete al ser con el concreto existir, y a la forma de una posible mente teórica con los contenidos de una razón práctica, asume el carácter fronterizo del logos al que anteriormente se hizo alusión. Es en el logos en donde tiene lugar esa fusión de horizontes, que no apunta tanto a una comunión de almas que participasen en comunes prejuicios, cuanto a una participación en la búsqueda de sentidos en los que, efectivamente, pudieran ampliarse, indefinidamente, los fundamentos de toda significatividad.
En este punto, el concepto de verdad buscada armoniza perfectamente con la idea heideggeriana de verdad como desvelamiento; pero no como renuncia a una progresión en la común búsqueda de sentidos, para aceptar con ello una especie de iluminación en el ser que privase a la mente del diálogo con aquello que pueda ampliar el horizonte de significatividad.
El prejuicio corresponde, pues, a la esencia de toda comprensión, pero los niveles en los que tiene lugar ese acto precomprensivo no quieren decir que prejuzgar sea aceptar todo un conglomerado de opiniones que procedan de una clausura de la consciencia, desde la angustiosa frontera de un egoísmo singular o colectivo que, en el imperio de su prejuicio, pretendiera dominar y engañar. El lugar de la hermenéutica es un lugar intermedio (Zwischen)[6]; entre lo extraño y lo familiar. Este concepto que Gadamer usa, en relación con la temporalidad del pasado, como una positiva y productiva posibilidad del comprender, puede encontrar en la propia consciencia del intérprete, del lector, una nueva perspectiva.
El concepto de familiaridad ha de contrastarse continuamente con la aún no asimilada extrañeza de una precomprensión objetiva, de un saber real, que recorre el ámbito del lenguaje, en espera de un diálogo, de una comunicación de sentidos que la utopía de una comunidad ideal de diálogo y solidaridad puede estimular. El establecimiento de semejantes tesis no es una propuesta que en esa posible comunidad de diálogo llegue a funcionar abstractamente. Desde la filosofía griega sabemos que la paideía no es un ejercicio teórico, una tendencia a completar determinados niveles en la constitución del ser humano. La paideía es un proceso real que acaba integrándose en la esencia del hombre, y estableciendo en él sus más fecundos o deleznables prejuicios.
Esta precomprensión pedagógica que puede aún sostenerse como utopía, pero a cuya pretensión no puede, en ningún momento, renunciarse, muestra un carácter pragmático que descubre la verdadera estructura antropológica del comprender. Ello permite que, efectivamente, la fusión de horizontes tenga un sentido extraordinariamente renovador. No sólo porque tiende a comprender al prójimo con el viejo y fecundo prejuicio de la sympátheia romántica, sino porque nos lleva a entender el texto del pasado con una comprometida y crítica aceptación de su verdad.
Esta verdad establece los límites en los que se recogen las balbucientes o firmes perspectivas que fraternizan con esa tensión hacia la constitución de una ontología del bien, o sea, con una ontología que reconoce la estructura del ser humano como un proceso. Los contenidos de ese proceso se estructuran, todavía, desde un proyecto ilustrado que ha ido trazándose en los momentos más lúcidos de la historia del pensamiento.
Naturalmente que las perspectivas desde las que tal proyecto ilustrado se perfilan requieren una larga discusión; pero, en ellas, la lectura de la historia de la filosofía y la reconstrucción de sus múltiples ejemplares sentidos es un elemento de gran fuerza en este transformador empeño. La fusión de horizonte adquiere aquí una insospechada fecundidad, en la que el replanteamiento de la teoría y la práctica hermenéutica ofrecen sus más logrados frutos. Así se confirma, tal vez, la hipótesis de que el principio del amor, que se inicia en la sympátheia, es también el principio del conocimiento.
Como la gran metáfora del cuerpo que simbolizase el dinamismo de la vida buscando su continuidad y pervivencia, es posible suponer que la vida de la mente —de ese otro aspecto del cuerpo y la existencia—, la otra metáfora de comprender, sigue un cierto paralelismo con ese inevitable esquema con el que todo se compara. Lo mismo que el camino de la vida —pasos reales de la existencia—, orientado hacia objetivos que se logran tras esos pasos, el camino del pensar se alimenta de determinados objetos que, como textos, inician el proceso de comprender.
Pero con independencia de esos márgenes en los que se completa el movimiento de la mente, el texto provoca la reflexión, o sea, la duplicación, en la intimidad, de lo que el objeto texto, desde su exterioridad, anuncia. Para que esa reflexión sea posible, es obvio que un aspecto del texto tiene que ser inicialmente comprendido. Inicialmente quiere decir que el texto hable el mismo lenguaje que el lector que lo atiende. Por ello, en la teoría de la interpretación, el problema de la traducción ha sido de capital importancia. Porque, efectivamente, la traducción pone de manifiesto el inequívoco carácter de medio que el lenguaje tiene. El lenguaje que necesita ser traducido es que no nos habla. Aunque exista como lengua en un ámbito distinto de significatividad, el lenguaje no entendido aparece como una barrera, como una dificultad, como una realidad no mediadora, no viable, en el proceso de interpretación.
El momento inicial de la comprensión supone, por consiguiente, una cierta comunidad, la comunidad lingüística entre la inteligencia que mira y el texto que se ofrece. Esa mirada y ese ofrecimiento no bastan. El texto se presenta, en principio, como una dificultad. El primer nivel del lenguaje que manifiesta el texto es fenómeno de un supuesto texto en sí, que se ocultaría bajo la inicial elocuencia de las palabras que lo componen. Por supuesto que ese ensimismamiento del texto no indica ninguna entidad misteriosa que, al otro lado del lenguaje, tuviese que ser descubierta para explicar su sentido. La dificultad surge de la peculiar semántica a la que el texto puede referirse. Esto conduce al análisis de otra importante metáfora en el proceso del comprender, y que expresa el término especulativo.
Esta palabra, derivada, como es sabido, de speculum, espejo, vuelve a moverse en el mismo territorio semántico que reflejar. Lo especulativo rompe el orden dogmático de la experiencia diaria y la imposición que, ante los sentidos, ejerce el orden de la vida, al mostrar un aspecto de ella que sólo es reflejo, producto de la mente, objeto de meditación. Y meditación está unido etimológicamente a mederi (gr. meletao), «cuidar», «curar», «remediar». Como si, efectivamente, los datos de los sentidos tuviesen que ser tratados, cuidados, reabsorbidos en una teoría o contemplación que permitiese mirarlos, e incluso transmutarlos, sin que hubiese que trastocar la estructura, en el fondo, inamovible de lo real.
Pero, al mismo tiempo, lo especulativo descubre un espacio nuevo: El espacio de la mente, de la interioridad que constituye esa otra ciudadanía, la de las palabras, la de las ideas, que forman el ser propio del hombre. Idea, teoría, especulativo, todo ese mundo que, metafóricamente, expresa la duplicación (reflexión) de lo real, presenta en el texto una singular estructura. El texto implica, indudablemente, una relación con lo real. El texto es cosa, objeto, libro; pero su objetividad no tiene, en principio, nada que ver con lo que, verdaderamente, el texto es. Tal vez, de todos los objetos del mundo que al hombre aparecen o que el hombre crea, sea el texto, la escritura, aquel que expresa con más intensidad el sentido fenoménico de la realidad. Porque el texto no es lo que es. Su ser, incluso el factum de la escritura, es eminentemente especulativo. No es preciso recurrir a problemas psicológicos o neurológicos para aproximarse al hecho de la reflexión, de la especulación. Producto de esa especulación, reflejo de la intimidad, la escritura, como la voz, son los únicos objetos realmente especulativos. Su ser no es su existir. Su ser no se resiste a la creación de un sujeto que elabora, transmuta, cambia el supremo y distante orden especulativo de la lengua.
Este carácter ambiguo de la escritura se refiere a lo que, anteriormente, se ha denominado texto en sí. La mera textualidad no es ambigua. Los sintagmas que componen un sentido, siguiendo el orden de la lengua, son, como tales sintagmas, unívocos. Incluso en el lenguaje natural, las palabras que componen un escrito se organizan, en principio, en el esquema de unas reglas que decretan su coherencia gramatical. La amibigüedad del lenguaje viene precisamente, de ese aspecto por el que, fruto de la historia de los hombres, mira a todo un sistema referencial especulativo, o sea, constituido como un reflejo; un segundo mundo en el que se dice y se articula, en la historia de la lengua, la historia del existir concreto de cada acto de habla.
La escritura que sostiene el texto sería, sin embargo, puro objeto —rasgos sobre el papel, espacio oscuro de las palabras— sin la luz de un lector. Los ojos que contemplan el escrito no sólo aportan la primera iluminación, la que convierte en temporalidad inmediata las mediaciones que se acumulan en lo escrito, sino que comienzan, a través de la iluminación del presente donde el tiempo del lector se hace vida, a reflejar, en el tiempo interior en el que resuena la voz que ha latido en la escritura, los ecos, las ideas, las referencias, las alusiones que componen el logos y que despiertan la inteligencia del lector.
A pesar de esa originaria ambigüedad de todo lenguaje en el ya impreciso ámbito de la lengua, el texto determinado por el autor debería correr paralelo al sentido que va descubriendo el intérprete. En algunos textos literarios, tal vez, el rigor de ese sentido con que el autor pretende organizar su escrito no puede medirse en un sistema unilateral que siguiese un supuesto orden lógico. El texto literario está sustentado, con independencia del significado fenoménico de los sintagmas que lo componen, en un horizonte de alusividad, en un estilo, ideología, experiencias, vivencias, etc., que vuelan más libremente que el supuesto mundo al que el texto filosófico se aferra. Pero también en el texto filosófico, alejado del tiempo de la creación, desactivado ya del concreto presente en el que fue concebido a pesar de ese otro orden lógico que lo engarza, acumula una serie de sentidos sueltos que constituyen su originaria dificultad.
Porque los personajes de la obra filosófica, la terminología que en ella aparece, las perspectivas que en ella se abren, son resultado de un esquema teórico de un reflejo que, desde distintos objetos, se ha ido forjando en el speculum de la escritura a través del speculum de la mente del escritor.
En este speculum solidificado en escritura, cuya originaria entidad reside en la mente de un supuesto escritor, el acto de creación está sostenido por un universo móvil, difuso, que sólo toma consistencia en el tiempo concreto de la materialización del escribir. Cuando tantas veces se ejemplifica la serie de sintagmas que constituyen una comunicación escrita o hablada con el término discurso, además de expresarse metafóricamente un peculiar fenómeno mental, se da nombre también a un aspecto importante de la creación intelectual. Porque el pensamiento, los actos mentales que originan la palabra y la escritura, discurren efectivamente. Son producto de un fluido interior que no puede, en ningún momento, hacerse presente en su totalidad. Ese torrente de la consciencia con que la filosofía moderna ha metaforizado el discurso interior manifiesta la peculiar estructura del tiempo humano como incesante discurrir que, por cierto, también es metáfora de un pensamiento, de una conexión entre los componentes del acto mental, en el hilo del tiempo que lo enhebra.
Ese universo simbólico que, en el lenguaje, lucha por explicitar el fenómeno del pensamiento y de su expresión, tiene que hacerse cargo de esos otros actos mentales y de esa temporalidad que quedó apresada en el texto. De él arranca la intelección y la interpretación. Además del primer encuentro con el lenguaje escrito que, en principio, tiene que ser claro al lector, hay toda una serie de actos que se enfrentan, no sólo con ese primer aspecto del texto, con la comunidad lingüística que supone el primer puente por el que se establece el diálogo, sino con el complejo total de sus significados. Pero esa totalidad, en cuanto tal, no puede ser presente. La terminología griega, con el prefijo dia-, con la metáfora del camino (méthodos), que llegará, en su primer estadio, hasta el «entender investigando», forschend verstehen, de Droysen, ha puesto de manifiesto el carácter temporal del investigar y el comprender. La lectura de un texto aparece, pues, como un proceso que, en el camino hacia el que nos dirige, va a ir enriqueciendo el tiempo paralelo que sostiene nuestro discurso.
El texto presenta, más allá de la simple comunidad lingüística, una determinada densidad. No basta con percibir la comunidad del lenguaje y establecer, con él, el primer nivel de intelección. Se trata de penetrar en esa densidad textual y frente a ella levantar, en el tiempo del discurso, la estructura especulativa en la que, duplicándose, el texto será recobrado y comprendido por el intérprete. Éste es, efectivamente, el dador de sentido, el sujeto-objeto del reflejo textual; pero frente a lo que una subjetivización de la hermenéutica supone, hay que acentuar ese aspecto, pasivamente activo, donde el intérprete intenta describir los elementos que componen el objeto textual y que es, hasta cierto punto, él mismo.
La comunidad idiomática nos pone en camino de iniciar el recorrido semántico que, paradójicamente, acabará en el texto que lo inicia. La salida del texto y la vuelta a él son los extremos de ese recorrido, a través del cual la simple posibilidad de diálogo, entre el sujeto y la escritura con la que dialoga, va paulatinamente convirtiéndose en comprensión.
Pero en este punto, y como clave fundamental para entender esta ocupación con los textos, habría que responder a determinadas preguntas. ¿Qué buscamos en el texto de la filosofía? ¿Qué tipo de necesidad nos impulsa a repensar lo pensado? ¿Puede superar esta experiencia el mero nivel arqueológico que, en filosofía, dejase convertida la densidad textual, la riqueza de contenidos en la superficie de un mensaje trivial? La densidad textual es un atributo esencial del texto filosófico, y uno de los contenidos que en él gravitan nos lleva a recorrer un camino, en cuyo derrotero, críticamente, se consolida el tiempo presente y se integra en él, no sólo el discurrir individual, sino el discurrir colectivo, el discurrir histórico que se constituye como discurso general del pensamiento. Precisamente en filosofía, la densidad tiene unas características especiales. Su sistema de alusividades es más compacto, más complicada su semántica, más complejas sus referencias. Es cierto, también, que hay textos filosóficos a los que, tal vez, no se podría aplicar con exactitud esa categoría de la densidad. Textos aparentemente de factura más sencilla presentan otro tipo de problemas que el bloque de niveles que se agolpan en la Crítica de la razón pura, en la Fenomenología del espíritu, en las Investigaciones lógicas o en Ser y tiempo.
Pero frente al conocido epíteto de profundo, con que se ha pretendido caracterizar a determinadas obras o páginas filosóficas, sería tal vez la intensidad o la densidad lo que mejor podría definirlas. Con esto no pretendo sustituir un tipo de metáforas por otro, sino simplemente insistir en el hecho de la objetividad del texto mismo; de que aunque nos provoque determinadas intuiciones que transportan, al parecer, a un territorio distinto del que el texto clausura, el recorrido hermenéutico se abre y cierra en un diálogo limitado a la mente que interpreta el texto, y a las palabras que lo constituyen. Esas palabras, más que profundizar, van abriendo, en los hilos semánticos que tejen el texto, un horizonte que se incorpora, al recorrerlos en el discurso, al tiempo del lector.
Esa densidad que forja el entramado semántico responde no sólo a la constitución de un texto que, independientemente del lector y de la historia, construyese su contenido por la exclusiva complicación de su tejido. La historia del pensamiento expresa, entre otras cosas, una inacabada serie de propuestas, una inusitada riqueza de perspectivas que, más allá de las objetivaciones del texto mismo, aluden continuamente a los problemas que recorren invariablemente la historia. Pero la diversidad y riqueza de estas propuestas, el circuito que los textos en los que yacen nos obligan a seguir, permite un diálogo inacabado con el texto del pasado, que llega a convertirse en un diálogo con nosotros mismos y con nuestros contemporáneos.
Por ello la lectura de la filosofía y la interpretación de sus mensajes tiene que ser continuamente renovada. Una de las mayores dificultades con que se encuentra la historia de la filosofía es el aprendizaje a que su siempre nueva experiencia nos somete. Precisamente a esa fecunda experiencia se opone la lectura del texto pendiente en el hilo de una disecada historiografía filosófica, donde las propuestas de los filósofos aparecen como piezas puestas a secar bajo el sol de noticias sin sustancia, de informaciones incomprensibles.
Cada texto es, en sí mismo, una propuesta de reflexión que es también una propuesta de reconstrucción. La historiografía de las ideas, o sea, del lenguaje que expresan esas propuestas, tiene que arrancar a los textos de esos hilos, supuestamente sistematizadores, de los que penden, de esa fatal historiografía que incluso bajo el lema de un academicismo riguroso, o sea, de una cuidadosa investigación de la superficie del texto, convierte en gramática lo que es filología; entreteniéndose, por así decirlo, en el aspecto gramatical de las palabras; conectando apariencias, cuadriculando el lenguaje. El texto es entonces un objeto sólo capaz de reflejar la imagen sin movimiento, la apariencia sin realidad.
En esto consistiría un equívoco academicismo que partiese del principio de que lo que el texto especula es tan liso y escurridizo como la metáfora que le sirve de sustento. El texto habla de problemas que tienen sentido y son dialogables, porque interesan a la mente que lucha por entenderlos. Aunque dormido en la aparente tranquilidad de lo escrito, quien habla en el texto es una voz humana que ha hecho el recorrido del saber y del conocimiento por vericuetos semejantes a los que el texto expresa. La voz del texto resuena desde la experiencia total de su escritor. El academicismo olvida, precisamente, el componente fundamental de la interpretación filosófica y la justificación de lo que se ha llamado densidad textual. El texto de la filosofía no es un texto de autores que hablan de sus propios problemas, sino que son problemas de los hombres, que han encontrado en esos autores soluciones, debates, perspectivas, análisis. Por ello el historiador tiene que aprender un nuevo método filológico: aquel que partiendo de esa pasión y amistad philía) con el texto entiende el logos (el lenguaje, la palabra, el sentido) como resultado de las experiencias intelectuales que son, al mismo tiempo, experiencias que describen los problemas teóricos de los hombres, surgidos de una praxis y de unas necesidades que enraícen esos conocimientos en el verdadero texto de la existencia, y de sus concretas y determinadas condiciones de realidad y de posibilidad.
Cada propuesta filosófica, por muy especulativa que parezca, brota de una necesidad que otorga, al simple reflejo que la recoge, la urgencia de la vida. Como la antigua urgencia de comunicar la experiencia de lo real, y convertir en segundo sistema de señales el inmediato sistema de la vida, el texto filosófico procede de un análogo impulso, mediado, sin embargo, por el espesor de la cultura.
El academicismo olvida este carácter vivo del texto. Encerrado en un esquema que sustenta esa estructura del prejuicio a que, anteriormente, se hizo mención, desconoce, sin embargo, su posible fecundidad, que nos une con el pasado, y que, en cierto sentido, nos prepara a la tarea de comprender. Pero la consideración del texto que habla sólo en sí mismo y de sí mismo tiene lugar porque el sujeto también se hace denso. La fluidez del tiempo en el que sus ojos iluminan el texto está lastrada por el peso del lector, por la manera como en él se ha coagulado también su propia historia, su propia biografía. La estructura gnoseológica del prejuicio, que, sin embargo, se abre a la originaria disponibilidad del texto e inserta cada momento intelectual en un previo fluido en el tiempo, se convierte, con la peculiar densidad del sujeto, en un espacio interior, en una subjetividad objetivada que cuadricula y acopla el texto en un sistema de referencias vacías, paralizadoras y aniquiladoras de su dinamismo.
El discurrir que caracteriza el fenómeno del pensamiento y la esencial estructura del discurso tropieza así con esa inmovilidad que el sujeto es. Ante ese coágulo ontológico que exhibe todo verdadero empeño especulativo y toda reflexión, el diálogo se hace imposible y, por supuesto, la apertura al mundo que el texto anuncia. Por ello todo proceso hermenéutico tiene que venir precedido de una paideía. La hexis, el hábito que la determina ha ido surgiendo con ese ejercicio continuado, temporal, donde la mente se forja sobre el dinamismo de propuestas abiertas, de instituciones que sirven para convertir el vivir en areté.