Para preparar esta edición de El silencio de la escritura, volví a leer el libro con el apasionamiento exigido por un escrito que incitaba a su autor a ampliarlo y enriquecerlo. Me parecía que algunos de los problemas que se plantean en él tocan un punto vital de la cultura contemporánea. El sentirme estimulado por mis propias páginas no se debía, por supuesto, a la pericia del escritor, sino a las perspectivas que me abría y a los retos teóricos frente a los que me situaba.
Pero después de esa lectura percibí, con bastante claridad, el sentido del viejo dicho referido al destino de los libros, a su particular y singular historia. Me pareció, pues, que alargar alguno de sus capítulos, extenderme en análisis y referencias bibliográficas sobre trabajos que leí cuando lo preparaba o que he estudiado posteriormente no añadía nada demasiado nuevo a sus páginas. Sólo me he permitido completar con una referencia a Schlegel los capítulos sobre la «fórmula hermenéutica». Además, el sentimiento de que el libro necesitaba ser completado —ese libro escrito en un momento concreto de la vida de su autor— no tiene ya casi justificación. Es cierto que la comunicación y el lenguaje son cuestiones fundamentales en nuestro tiempo y que la reflexión sobre ello puede ayudarnos a seguir pensando y a seguir viviendo. Pero el marco en el que se recoge aquí el silencio de la escritura es suficientemente amplio como para oír, dentro de él, otros silencios y para escuchar algunas de las voces que lo llenan.
Me ha parecido también que el libro dibujaba, con cierta nitidez, el perfil de una serie de cuestiones que delimitan el territorio donde construir un ejercicio de crítica textual que ayude a percibir mejor la voz del pasado. Y al lado de esta tarea interpretativa, que se vierte hacia la ladera de la literatura y de toda la tradición escrita, hay un dominio en el que se instalan todos los mensajes de nuestro presente. Mensajes que, muchas veces, no iluminan la inteligencia, sino que la manipulan, la desorientan y la aniquilan. Precisamente porque son tantos los canales, tantas las vías de información y sus autopistas, puede olvidarse que la racionalidad y la cultura no dependen de esas señalizaciones y vías de superficie, sino de la tierra profunda que las sostiene. Un ejercicio, pues, de creatividad sobre las posibilidades del pensamiento humano desde el horizonte de su propia historia, de la historia de la literatura, del arte, de la ciencia, de la filosofía. Un cultivo que debe extenderse también a esclarecer la mirada con una proyección crítica que impida el que esos canales de información acaben empujándonos, sin luz y sin memoria, hacia el dique seco de la barbarie.