Para quien ríe a mi oído
Nadie sabe lo que es ser perseguido si no ha pasado por ello y la persecución no ha sido constante y activa, llevada a cabo con deliberación y determinación y ahínco y sin pausa, con perseverancia o con fanatismo, como si los perseguidores no tuvieran otra cosa que hacer en la vida que darle a uno alcance y antes buscarlo, acosarlo, seguirle la pista, localizarlo y a lo sumo aguardar la ocasión mejor para ajustarle las cuentas. No se trata de que alguien nos ponga la proa y esté dispuesto a arruinarnos si nos cruzamos en su camino o le damos oportunidad para ello, no de alguien que nos la tiene jurada y espera, espera, se limita a esperar y por lo tanto es todavía pasivo o rumia la preparación de sus golpes, que mientras son sólo maquinaciones no pueden ser golpes, pensamos que llegarán pero tal vez no lleguen, acaso le dé un infarto a nuestro enemigo antes de ponerse a la obra efectivamente, antes de aplicarse de veras a hacernos daño, o a destruirnos. O quizá se olvide, se calme o se distraiga y se olvide, y si no reaparecemos en su trayecto es posible que nos libremos, la venganza cansa mucho y el odio tiende a desvanecerse, es un sentimiento frágil y efímero, tan poco perdurable y difícil de mantener que en seguida deja su puesto al rencor o al resentimiento, cosas más llevaderas y más fácilmente recuperables, mucho menos virulentas y en modo alguno apremiantes, mientras que el odio siempre tiene prisa y apremia, lo quiero ya, lo quiero ya muerto, traedme la cabeza de ese hijoputa, lo quiero ver desollado y con brea y plumas por todo el cuerpo, degollado y desollado, un despojo, para que ya no sea nadie y así se pare mi odio que me fatiga tanto.
No, no se trata de que alguien nos perjudique si hacerlo se le pone a tiro, no son esas enemistades civilizadas en las que alguien tacha un nombre de la lista de convidados al baile de la embajada y se ve resarcido, o silencia en su sección de un periódico los logros del adversario, o deja de invitar a un congreso a quien un día le arrebató una plaza. No es tampoco el cornudo que se afana por devolver los cuernos, o lo que cree que es devolverlos, ni siquiera el hombre que te confió sus ahorros y fue estafado, compró por adelantado una casa que nunca fue construida o se empeñó hasta las cejas para financiar una película de la que jamás hubo intención de rodar un solo metro, es increíble cómo el cine engatusa y engaña a tantos. Tampoco es el escritor o el pintor que no ganó el premio que te fue concedido y cree que otra habría sido su vida si se hubiera hecho su justicia entonces, hace ya veinte años; ni siquiera es el peón apaleado mil veces por el capataz abusivo y sañudo que se arrimó al propietario, y que ansía la llegada de un nuevo Zapata a cuya sombra deslizará una navaja hasta el vientre de su verdugo y hasta la yugular del terrateniente de paso, porque ese peón está también instalado en la espera, por no decir en la ensoñación pueril en que incurrimos todos de vez en cuando para hacernos recordar nuestros deseos, esto es, para no olvidarnos de ellos, la reiteración parece estar al servicio de la memoria pero en realidad la difumina y la burla, y también la aplaca, relega las necesidades a la esfera del advenimiento y así nada parece depender ya de nosotros, nada depende de los peones y el capataz sabe que hay una amenaza vaga o quimérica, también él padece su ensoñación, la del miedo, que lo conduce tan sólo a extremar su brutalidad y su saña, para cobrarse por adelantado el navajazo en el vientre que sólo recibe en sueños, los suyos y los ajenos.
No, ser perseguido no es nada de eso, no es saber que podría uno serlo, no es saber quién vendría a matarlo si estallara de nuevo una guerra civil en estos países nuestros susceptibles y encolerizados, no es tener la certeza de que alguien nos pisaría la mano si con ella nos agarráramos al borde de un acantilado (no solemos arriesgarnos a eso, no en presencia de los despiadados), no es temer un mal encuentro que podría evitarse yendo por otras calles, o a otros bares, o a otras casas, no es temer el azar que nos escarnece o las tornas vueltas en nuestra contra un día, no es crearse enemigos posibles o probables o incluso ciertos pero futuros siempre, cometer agravios cuyo desagravio está emplazado en el tiempo no llegado, hay una dilación para casi todo, casi nada es inmediato ni existe y vivimos en la demora, en la vida suele haber sólo demora y anuncio y planes, proyectos y maquinaciones, confiamos en la pereza y el letargo infinitos de todo el mundo, en la pereza de que las cosas se cumplan y lleguen, y en la de hacerlas.
Pero a veces no hay pereza ni letargo ni ensoñaciones pueriles, a veces —aunque es lo raro— hay la urgencia del odio, la negación de la tregua y de la astucia y de la estratagema, o si las hay son tan sólo improvisadas por la resistencia intolerable del perseguido, las hay sólo como contratiempo, sin más valor que la rectificación de la trayectoria prevista para una bala porque el blanco se ha movido y la ha esquivado. Esta vez. Nada más, o así se espera, y si el tiro se erró no cabe sino disparar de nuevo, y seguir y seguir hasta que caiga la pieza y se la remate. Cuando uno es así perseguido tiene la sensación de que sus cazadores no hacen más que perseguirlo y buscarlo las veinticuatro horas del día: uno está convencido de que no duermen ni comen, no beben ni tan siquiera se paran, sus pasos envenenados son incesantes e infatigables y no hay ningún alto; no tienen mujer ni hijos ni necesidades, no van al cuarto de baño ni charlan, no follan ni van al fútbol, carecen de televisión y de casa, a lo sumo tienen coches para perseguirlo a uno. No es que uno sepa que algo malo podría pasarle un día o si se adentra por donde no debe, es que ve y sabe que ya le está pasando lo peor, lo más temible, y entonces el perseguido tampoco bebe ni come ni para; o a veces sí, se queda quieto más por el pánico que por tener la seguridad de estar guarecido y a salvo, y más que quietud es parálisis, como la de un insecto que no vuela o la de un soldado en su trinchera. Pero aun así no duerme más que cuando el cansancio priva de realidad y amenaza a lo que ya está ocurriendo, cuando la existencia pasada de tantos años se impone —tanto tardan en marcharse las costumbres, la existencia sin plazos— y decide por un instante que el presente es lo falso, la ensoñación o una pesadilla, y lo rechaza porque es anómalo. Duerme entonces y come y bebe, y folla si tiene suerte o si paga, charla un rato olvidado de que los pasos envenenados nunca se paran y siempre avanzan mientras los propios siempre inocentes están detenidos o no obedecen, o hasta están descalzos. Y eso es lo peor y el mayor peligro, porque uno no debe olvidar que si huye no puede descalzarse nunca, ni mirar la televisión, ni a los ojos de quien se le aparece de frente y podría retenerlo acaso tras ablandarlo un instante, mis ojos sólo miran hacia atrás y los de mis perseguidores hacia delante, hacia mi negra espalda, y por eso llevan las de alcanzarme siempre.
Todo vino por el señor Presley, y esta no es una de esas frases idiotas que hacen referencia al disco que estaba sonando cuando nos entretuvimos o nos descuidamos o se nos fue la mano, ni a que fuera el ídolo de la persona que nos trajo el problema al obligarnos a asistir a un concierto para seducirla, o para contentarla al menos. Todo vino por Elvis Presley en persona o, como yo solía llamarlo hasta que me dijo que ese tratamiento lo hacía sentirse como su padre, por el señor Presley. Todo el mundo lo llamaba Elvis a secas con gran confianza y así lo siguen llamando sus adoradores y sus detractores aun después de muerto, quienes nunca lo vieron en carne y hueso ni cruzaron con él una palabra, o quienes entonces lo veían por vez primera, como si su fama lo convirtiera en amigo involuntario o servidor inconsciente de todos, y quizá eso fuera normal y hasta justificable aunque a mí me desagradara: ¿acaso no lo conocía el mundo entero, entonces? Todavía hoy lo conoce. Yo prefería sin embargo llamarlo señor Presley y luego Presley sin más, por el apellido, cuando me ordenó prescindir del elemento para él tan venerable, si bien no estoy seguro de que no lamentara un poco su orden, tengo para mí que le gustaba oírse llamar así alguna vez en la vida, Mr Presley o señor Presley según la lengua, a sus veintisiete o veintiocho años. Y fue eso, la lengua o sus aledaños, el aspecto más ornamental, lo que me llevó hasta él, a ser contratado e incorporado a su regimiento de colaboradores, ayudantes y consejeros durante seis semanas en principio, las que debía durar la realización de su película Fun in Acapulco, creo que se estrenó en España con el título cambiado como de costumbre, no Diversión en Acapulco ni Marcha en Acapulco sino El ídolo de Acapulco, nunca la vi en España.
Pero sí compré aquí hace poco el disco correspondiente, la banda sonora original que me saltó a la vista en la tienda cuando buscaba algo de Previn. Me hizo gracia y me la llevé, me trajo recuerdos que durante mucho tiempo había preferido que fueran olvidos, como sin duda lo prefirieron todos los demás del equipo, y lo procuraron, y lo consiguieron: pues en el folleto explicativo del disco se sigue contando un viejo embuste ya consagrado, una historia falsa. En él se dice que Presley no pisó Acapulco durante el rodaje y que todas sus escenas se filmaron en Los Ángeles, en los estudios de la Paramount, para evitarle desplazamientos y molestias, mientras un equipo de segunda unidad viajaba hasta México para hacer tomas de paisajes inertes o de lugareños en movimiento que luego serían utilizadas para transparencias, Presley recortado contra el mar y la playa, contra las calles en bicicleta y con niño a cuestas, contra los acantilados de La Perla, contra el hotel en que trabajaba o aspiraba a trabajar su personaje, un antiguo trapecista traumatizado llamado Mike Windgren, siempre recuerdo los nombres, más que las caras. La versión oficial ha prevalecido, como ocurre con casi todo, pero es una versión amañada, como suelen serlo las oficiales sin que importe quién las divulgue, un particular o un gobierno, la policía o una compañía cinematográfica. Es cierto que todo el material que aparece efectivamente en la película —tal como se estrenó y tal como existirá ahora en vídeo— está rodado en Hollywood siempre que Presley se encuentra en escena, y la verdad es que apenas se lo perdía de vista en todo el metraje. Tuvieron buen cuidado de no emplear ni montar un solo plano con su presencia que no hubiera salido de los estudios, ni uno solo que pudiera contradecir esa versión de la productora y del entorno del señor Presley. Pero eso no significa que no hubiera otro material que fue descartado, escrupulosa y deliberadamente descartado en este caso, posiblemente arrojado a las llamas o guillotinado, convertido en pulpa de celuloide, no quedará ni rastro, ni un milímetro, ni un fotograma, o eso supongo. Porque la verdad es que Presley sí rodó en México, no tres semanas pero si diez días, al cabo de los cuales no sólo abandonó el país sin despedirse de nadie, sino que se decidió que jamás lo hubiera pisado ni hubiera estado allí, ni diez días ni cinco ni uno, el señor Presley no se había movido de California o de Tennessee o de Missouri, lo mismo daba, no había puesto el pie en México ni por tanto en Acapulco, y quien habían entrevisto o visto los turistas y los acapulqueños —o como se llamen— durante aquellos días de febrero era sólo uno de sus numerosos dobles, tanto o más necesarios que nunca en esta producción dado que el personaje que interpretaba el cantante, a fin de superar el mal trago de haber dejado caer desde el trapecio a su hermano con el consiguiente descalabro moral para él y físico para el hermano volante —totalmente siniestrado—, debía arrojarse al Pacífico desde lo alto de los brutales acantilados de La Perla en la escena final o más bien prefinal de Diversión en Acapulco, un título, desde luego, para conseguir el cual nadie se devastó el cerebro. Esa fue la versión oficial del paso de Presley por México o más bien de su falta de paso; aún perdura, por lo que veo, y hasta cierto punto es comprensible. O quizá es más simple, quizá es que nunca hay manera de borrar lo dicho, sea verdadero o falso, una vez que se ha dicho: las acusaciones y las invenciones, las calumnias y los cuentos y las fabulaciones, desmentir no es bastante, no borra sino que se añade, antes habrá mil versiones contradictorias e imposibles de un hecho que la anulación de ese hecho una vez relatado; los mentís y las discrepancias conviven con lo que refutan o niegan, se acumulan, se agregan y jamás lo cancelan, en el fondo lo sancionan mientras se siga hablando, lo único que borra es callar, y callar prolongadamente.
Han transcurrido treinta y tres años de aquello y hace ya dieciocho que murió el señor Presley, está bien muerto aunque lo conozca aún todo el mundo, y se lo escuche y se lo eche en falta. Y lo cierto es que yo lo conocí en carne y hueso y estuvimos en Acapulco, ya lo creo que estuvimos y estuvo y estuve, y también en Ciudad de México, adonde volamos más de la cuenta en su avión privado, viajes de horas, intempestivos, estuvo él y estuve yo, yo durante más tiempo, demasiado tiempo o se me hizo tan largo, el tiempo de las persecuciones dura como ningún otro porque cada segundo es contado, uno, dos y tres y cuatro, aún no me han alcanzado, aún no me han degollado, aquí sigo y respiro, uno, dos y tres y cuatro.
Claro que estuvimos allí, estuvimos todos, el equipo entero de la película y el equipo del señor Presley al completo, que era mucho más amplio, él viajaba —o no era necesario tanto: se movía— con una legión siempre a su espalda, un batallón de parásitos más o menos imprescindibles, cada uno con su función o sin funciones demasiado precisas, abogados, gerentes, maquilladoras, músicos, peluqueros, acompañantes vocales —The Jordanaires invariables—, secretarias, entrenadores, sparrings —su nostalgia del boxeo—, apoderados, asesores de imagen, modistos y una costurera, técnicos de sonido, conductores, electricistas, pilotos, gestores fiscales, publicitarios, encargados de promoción, de prensa, portavoces oficiales y oficiosos, la presidenta de su club nacional de fans en inspección autorizada o en visita informativa, y por supuesto guardaespaldas, coreógrafos, profesora de dicción, ingenieros de mezclas, un maestro de interpretación facial y también gestual (lograba poco), ocasionales médicos y enfermeras y un farmacéutico fijo con su cargamento inverosímil, jamás se vio botiquín parecido. Unos dependían de otros en organizada jerarquía según contaban, pero no era nada fácil saber quién de quién ni cuántas eran las divisiones y subdivisiones, los departamentos y cuadros, habría hecho falta un árbol genealógico pintado o lo otro, quiero decir un organigrama. Y así había individuos a los que nadie controlaba seguramente y a los que cada uno suponía a las órdenes de algún otro, gente que entraba y salía y merodeaba y pululaba sin que nunca se supiera cuál era su misión exacta, aunque se daba por descontado que alguna sería, nadie desconfiaba aún mucho en aquellos tiempos, aún no se había asesinado a Kennedy. En sus chaquetas o camisas o camisetas o monos o blusas llevaban todos bordadas las iniciales «EP» en azul, rojo o blanco según el color de la prenda, de manera que habría bastado con que cualquier espontáneo le hubiera pedido el favor a su madre para haberse hecho pasar por miembro del equipo sin grandes complicaciones. Allí no preguntaba nadie, éramos demasiados para conocernos todos, y creo yo que el único que discernía un poco y supervisaba el conjunto era el Coronel Tom Parker, una especie de descubridor de Presley, o tutor o padrino o algo según me contaron (nadie estaba muy al tanto de nada), cuyo nombre aparecía en todas las películas del cantante como «Asesor técnico», cargo vago donde los haya. Tenía un aspecto bastante distinguido y severo y hasta algo misterioso en aquel entorno abigarrado, siempre con corbata y bien vestido, las mandíbulas tensas como si no descansara, apretados los dientes como si le rechinaran en sueños, hablaba en voz muy baja pero muy firme y acercándose mucho al rostro del interlocutor, lograba que fuera éste el único que lo oyera aunque se dirigiera a él en una habitación llena de gente, a menudo ociosa y gratuitamente cotilla. Lo de Coronel no sé de dónde salía, si era cierto que pertenecía al ejército o era sólo fantasía y se hacía llamar de ese modo para dar nominal cumplimiento a alguna aspiración truncada. Pero entonces por qué no General, nada se lo impedía. Su figura seca y su pelo ordenado y canoso imponían respeto y hasta aprensión en la mayoría, tanto que cuando hacía acto de presencia en el plató o en una oficina o en una sala, el lugar se iba vaciando insensible pero rápidamente como si fuera hombre de mal agüero, o nadie quería permanecer mucho rato expuesto a su ojo nórdico, un ojo translúcido y difícil de mirar de frente. Aunque iba de civil y su aire era más senatorial que militar, todos lo llamaban Coronel en todo caso, incluido el señor Presley.
A buen seguro mi función no era imprescindible sino producto de un capricho de Presley, y fui contratado para la ocasión, sólo aquella. Así que allí estuvimos todos, los habituales de sus formularias películas copiadas unas de otras —Fun era la decimotercera— y también los nuevos, en el desganado rodaje de una cinta absurda y sin pies ni cabeza según mi criterio, aún me admira que cobrara el autor del guión, un tal Weiss incapaz del más mínimo esfuerzo, andaba por allí interesado en la música solamente, quiero decir la que cantaba Presley por doquier y a todas horas con sus inseparables Jordanaires o con otros acompañantes vocales de ultrajante nombre, The Four Amigos. Yo no sé demasiado bien de qué trataba aquella historia, no por su complicación sino por lo contrario, resulta arduo seguir una trama cuando no hay tal trama ni estilo que la sustituya o distraiga; ni siquiera habiéndola visto proyectada luego —poco antes de su estreno, hubo una deferencia— puedo contar esa supuesta historia. Sólo sé que Elvis Presley, extrapecista torturado como ya he dicho —pero sólo a ratos, también se baña a menudo con desenvoltura y corteja desinhibido—, vaga por Acapulco no recuerdo si por algún motivo, es de suponer que ahuyentando su pasado negro o huyendo del FBI si éste lo creyó fratricida voluntario (no me consta, quizá estoy mezclando películas, de esta hace treinta y tres años). Como es lógico y necesario, canta y baila, así que actúa en locales diversos, en una cantina, en un hotel, en una terraza sobre el acantilado soberbio. De vez en cuando mira con complejo y envidia a los nadadores —o son palanquistas— que se lanzan de cabeza a la piscina desde un trampolín normalísimo y con gran ufanía. Hay una mujer torera e indígena que lo pretende, y otra, la relaciones públicas del hotel o algo así, que se lo disputa a la matadora, el señor Presley siempre tenía éxito con las mujeres, en la ficción como en la vida. Hay también un rival mexicano llamado Moreno que salta desde el trampolín más de la cuenta, frenéticamente y sin pausa, sólo para fastidiar a Windgren y tildarlo luego de cobarde. Con él se disputa Presley a la relaciones públicas, que no era otra que la actriz suiza Ursula Andress en bikini o con camisas anudadas caprichosamente al ombligo y cintas a juego en el pelo mojado, acababa de hacerse universalmente deseable y célebre —sobre todo entre los adolescentes y entre los maridos con panza— tras emerger en bikini blanco en la primera aventura de James Bond, Agente 007 contra el doctor No o como quiera que se titulase en España; sus bikinis acapulqueños quedaron sin embargo desaprovechados y a poca altura, eran mucho más castos que aquel otro jamaicano, quizá una imposición del Coronel Tom Parker, parecía un señor decoroso, o acaso no toleraba competencias desleales para con su pupilo. Correteaba también por allí un niño pseudomexicano con exceso de labia del que Windgren se hacía amigo —the two amigos—, sin saberse la razón ni los fines: aquel niño era una peste parlante y merecía ser sorteado hasta en los ascensores, de hecho eso hacíamos todos cada vez que se nos acercaba verboso creyendo que la ficción proseguía, pues en ella era íntimo del extrapecista amargado por la fatalidad fraterna y por el vicioso trampolinista Moreno. Esa era toda la historia, si es que eso es una historia.
Y por allí andaban también, deprimidos, dos veteranos cuya actitud entre humillada y escéptica contrastaba con el ambiente festivo de aquella producción decimotercera. (Debimos pensar en el número). Uno era el director Richard Thorpe y el otro el actor Paul Lukas, de origen húngaro y de verdadero apellido Lukács. El primero tenía cerca de setenta años y el segundo cerca de ochenta, y ambos se veían al término de sus carreras haciendo el indio en Acapulco. Thorpe era un hombre bondadoso y paciente o más bien hastiado y vencido, y dirigía con desgana, como si sólo una pistola en la nuca empuñada por Parker lo convenciera de gritar «Acción» antes de cada toma. «Corten», en cambio, lo decía con más energía y alivio. Había realizado estupendas o muy dignas películas de aventuras como Ivanhoe y Los caballeros de la Tabla Redonda, Todos los hermanos eran valientes y La casa de los siete halcones y Quentin Durward, incluso había trabajado con Presley en su interpretación tercera y en tiempos no tan rutinarios, dirigiendo Jailhouse Rock o El rock de la cárcel, «aquello era todavía otra cosa, en blanco y negro», se disculpaba con Lukas en alguna pausa; pero disimuladamente, no era hombre para ofender a nadie, ni siquiera al provinciano magnate McGraw ni al también venerable productor Hal Wallis. En cuanto a Lukas o Lukács mismo, había sido casi siempre un secundario, pero tenía un Oscar y había obedecido a Cukor y a Hitchcock, a Minnelli y a Huston, a Tourneur y a Walsh, a Whale y a Mamoulian y a Wyler, y esos nombres estaban permanentemente en sus labios como si quisiera conjurar con ellos y su noble recuerdo la ignominia del que se temía su papelón postrero: en Diversión en Acapulco hacía de padre vagamente europeo de Ursula Andress, un diplomático o ministro o quizá aristócrata tan venido a menos que en el hotel ocupaba el puesto de cocinero. Durante todo el rodaje no pudo quitarse el altísimo gorro blanco —se pasaron de altura, había que almidonarlo— que es el cliché de los de ese oficio, quiero decir mientras estaba en escena soltando tópicos que lo avergonzaban, porque en cuanto Thorpe musitaba «Corten» con un bostezo, y aunque fuera sólo para repetir la toma de inmediato, Paul Lukas se arrancaba de la cabeza con furia el sombrero infame, lo miraba con desprecio húngaro posiblemente —en todo caso nunca visto en América— y murmuraba de forma audible: «Ni un solo plano, cielo santo, a mi edad ni un solo plano con mi limpia calva». Me alegré cuando supe dos años más tarde que no fue esta su última película sino la penúltima, y que pudo despedirse de su profesión con un gran papel y una interpretación excelente, la del buen señor Stein en Lord Jim, junto a verdaderos pares suyos como Eli Wallach y James Mason. Fue atento conmigo, y le habría dolido decir su adiós al lado del señor Presley.
No debe inferirse de este último comentario que yo despreciara ni desprecie al señor Presley. Todo lo contrario. Poca gente habrá habido que lo admirara y lo admire más que yo (sin fanatismos), y sé que en eso tengo enorme competencia. No ha existido una voz como la suya, ningún vocalista de tanto talento ni tan variados registros, y además era un hombre agradable y bastante afable, mucho menos engreído de lo que estaba en disposición de ser con justicia. Pero el cine no. Se lo había empezado tomando en serio, y sus primeras películas no estaban mal, King Creole por ejemplo (admiraba tanto a James Dean que se sabía todos sus diálogos). Pero el problema del señor Presley, como el de tantos otros individuos de descomunal éxito, fue la prodigalidad excesiva a que se lo obligaba: cuanto más éxito tiene alguien y más dinero ingresa, más trabajo y menos libertades tiene. Quizá es que hay también otras gentes que ingresan dinero gracias a él, y entonces lo explotan, lo fuerzan a producir, componer, escribir, pintar o cantar, lo exprimen y lo chantajean, sentimentalmente, con su amistad, con su influjo, con ruegos, ya que las amenazas de poco sirven contra quien está en la cumbre. Bueno, amenazas puede haber siempre, por descontado. Así que Elvis Presley había rodado doce películas en seis años, además de multiplicarse en otras mil actividades diversas, al fin y al cabo el cine era en su tinglado una industria secundaria. Detrás de estos individuos siempre hay hombres de negocios y empresarios, a los que cuesta aceptar que de vez en cuando se pare la fábrica de lo que venden. En realidad yo no he visto a nadie tan explotado y que se esforzara tanto como el señor Presley, y a evitarlo no lo ayudaba el carácter, que no era malo ni arisco ni tan siquiera arrogante —en ocasiones sí pendenciero— sino más bien complaciente, le costaba decir que no, le costaba oponerse. Y así sus películas fueron cada vez peores y en ellas tuvo Presley que hacer cada vez más el ridículo, lo cual no era grato de ver para quien como yo lo admirase.
Él no se daba cuenta, o así parecía; o si se la daba aceptaba ese ridículo sin mala cara y hasta con un punto de orgullo, como parte de la tarea. Y como en el trabajo era esforzado y serio y además un entusiasta, no podía situarse por encima o burlarse de ninguna de sus partes. Supongo que con el mismo espíritu disciplinado y conforme se dejó crecer perdularias patillas en los años setenta y consintió en salir a los escenarios ataviado de mamarracho circense, con trajes de lentejuelas o flecos de fantasía y pantalones acampanados con raja, anchos cinturones de puta bisoña y taconadas botitas de duende, y una capa corta —una capa— que lo asemejaba más a Superratón que al probable modelo imitado, Supermán, imagino. Por suerte no lo traté en esa época, ni siquiera diez días, y en los años sesenta en que lo conocí no tuvo que rebajarse tanto, pero tampoco se vio libre de las extravagancias que se les ocurrían a otros, y me temo que fue en Fun in Acapulco donde le tocaron más fantochadas.
Cada vez que presenciaba el rodaje de una nueva escena yo pensaba: «Oh no, Dios mío, eso no, señor Presley», y lo asombroso era que el señor Presley parecía no dar importancia a nada e incluso disfrutar del horror con su indudable capacidad de zumba. Yo no creo que estuviera satisfecho ni ufano, sino que no se atrevía a defraudar con reparos o con negativas a alguien cercano que hubiera tenido la delirante idea de turno, fuese el Coronel Tom Parker o el coreógrafo O’Curran o el propio productor Hal Wallis o incluso aquel cuarteto del nombre ofensivo, The Four Amigos, que tenían ocurrencias a pares. O quizá estaba tan confiado en sus dotes que pensaba que saldría airoso de cualquier barrabasada, lo cierto es que a lo largo de su carrera cantó de todo y en todas las lenguas —y para éstas no estaba desde luego dotado— sin que su prestigio se desplomara. Pero eso aún no lo sabíamos. «Oh no, santo cielo, ahórrenle algo», pensaba yo cuando descubría que Presley iba a tocar la pandereta y a jugar con un sombrero mexicano rodeado de mariachis de feria —el Mariachi Águila y el Mariachi Los Vaqueros, para mí indistinguibles— mientras cantaban Vino, dinero y amor todos a coro en una cantina. «Oh Señor, no lo permitas», pensaba cuando me anunciaban que el señor Presley había de vestirse de corto con chorreras en la camisa y faja escarlata para interpretar la solemne canción El Toro al tiempo que zapateaba. «Oh no, por favor, qué opinará su padre cuando vea esto», pensaba mientras él acometía Y el torero era una dama con traje aproximadamente ranchero y haciendo ondear un capote taurino por encima de su repeinada cabeza o posándoselo sobre los hombros por el lado amarillo como si fuera un manto. «Oh no, esto ya es ir demasiado lejos, esto es un regicidio», pensé cuando leí en el guión que en la última escena Presley debía cantar Guadalajara en español y al borde del precipicio, jaleado hipócritamente por todos los mariachis juntos. Pero esto es capítulo aparte, y no fue culpa mía el desastre idiomático.
Para eso me habían contratado. No ya para evitarlos, sino más aún, para que todo fuera pedantemente perfecto. Yo llevaba un par de meses en Hollywood haciendo lo que cayese, me había presentado allí con unas cartas de recomendación de Edgar Neville, a quien había tratado en Madrid un poco. No me sirvieron de mucho —casi todos sus amigos muertos o jubilados—, pero sí al menos para hacer algunos contactos y no morirme de hambre desde el principio. Me ofrecían trabajillos de una semana o dos, en un rodaje o en los estudios, como figurante o como chico de los recados, tanto daba, tenía veintidós años. Así que no di crédito cuando me llamó a su oficina Hal Pereira y me dijo:
—Oye, Roy, tú eres español de España, ¿verdad?
Mi apellido, Ruibérriz, no es fácil para los de habla inglesa, de manera que en seguida pasé a ser Roy Berry, la gente me llamaba Roy, allí fue mi nombre de pila o primer nombre como dicen ellos, y como Roy Berry aparezco en letra minúscula en los títulos de crédito de algunas películas del 62 y el 63, mejor no confesar en cuáles.
—Sí, señor Pereira, soy de Madrid, España —contesté.
—Estupendo. Escucha. Tengo una cosa fantástica para ti y además nos quitamos de encima un problema de última hora. Seis semanas en Acapulco, bueno, tres allí y tres aquí. Película con Elvis Presley. Holiday in Acapulco. —Así se llamó inicialmente, nunca estuvieron dispuestos a romperse el cráneo—. Él es un bañero trapecista, no sé, me incorporo mañana. Elvis tiene que hablar y cantar un poco en español, bien. Ahora se nos descuelga diciendo que no quiere tener acento mexicano sino español muy puro, como si lo hubiera aprendido en Sevilla, dice que se ha enterado de que la c se pronuncia distinto en España y así quiere pronunciarla, bueno, tú sabrás. Así que no nos sirven de nada los cien mil mexicanos que tenemos por aquí, quiere un español de España para que esté con él durante el rodaje y controle su distinguido acento. No tenemos muchos por aquí, españoles de España, para qué los queremos, es absurdo. Pero Elvis es Elvis. No aceptamos una negativa. Te contratará su equipo, estarás a sus órdenes y no a las nuestras. Pero en cambio te pagará la Paramount, Elvis es Elvis. Así que no esperes mejor salario que el que estás ganando esta semana. Qué dices. Salimos mañana.
No tenía nada que decir, o más bien me quedé sin habla. Seis semanas de trabajo seguro y fácil y junto a un ídolo, y además en Acapulco. Creo que por primera y última vez bendije el lugar de mi nacimiento, que no suele traer ventajas, y allá me fui para México a no hacer apenas nada, ya que eran bien pocas las frases en español que debía soltar el señor Presley a lo largo de la película, cosas como «muchas muchachas bonitas», «amigo» y «gracias». Lo más difícil era la canción Guadalajara, tenía que cantarla con su letra original entera, pero estaba programada para la tercera semana de rodaje y habría tiempo de ensayarla.
El señor Presley me tomó simpatía en seguida, era un hombre divertido y amigable y al fin y al cabo me llevaba sólo cinco o seis años, aunque a esas edades bastan para que el más joven reverencie al más experto, y más aún si éste es ya legendario. Lo del acento era en verdad un capricho, y además estaba incapacitado para pronunciar la c de Madrid, así que nos quedamos con la de Sevilla, yo le aseguré que aquella era la famosa c de España, aunque a él le resultó sospechoso que fuera tan parecida a la mexicana que quería evitar en principio. De manera que me empleó más como intérprete que como profesor de dicción castellana.
Era inquieto y necesitaba estar siempre activo, moverse de Acapulco en cuanto acababa la jornada, cogíamos el avión privado y nos íbamos unos cuantos a Ciudad de México —cabíamos cinco contando al piloto, era una miniatura, the five amigos—, o en varios coches hasta Petatlán o Copala, Presley no aguantaba pasar el día y la noche en el mismo sitio, aunque también se cansaba del nuevo lugar en seguida y volvíamos siempre a las pocas horas, a veces al cabo de unos minutos si lo que veía le desagradaba, quizá lo que lo atraía era sólo el trayecto. Pero también había trabajo a la mañana siguiente, con tanto desplazamiento dormíamos de dos o tres a siete, y a los tres o cuatro días los más excursionistas estábamos destrozados excepto Presley, su resistencia era incomparable, alguien en perpetua explosión, y acostumbrado a dar conciertos. El día se lo pasaba cantando o canturreando aunque no le tocara hacerlo, se notaba que le entusiasmaba, como una máquina cantora, ensayaba sin cesar con The Jordanaires o con los mariachis o hasta con The Four Amigos, y en el avión o en el coche, si la conversación no cuajaba, empezaba a tararear al poco trecho y los demás acabábamos acompañándolo, un honor canturrear con Presley, aunque yo desafinara mucho y él se riera y me insistiera con burla: «Sigue, Roy, sigue tú solo, puedes hacer gran carrera». (Alternábamos lentas y rápidas, y así yo le he hecho voces sobre las nubes de México en una de mis favoritas, Don’t, o en Teddy Bear —páparabba, páparabba—. Esas cosas no se olvidan). Su manía cantora hacía que todo el mundo anduviera un poco frenético en el rodaje o por lo menos excitado, el equipo de Wallis y el equipo de Presley, una vida musical continua no hay quien la aguante con equilibrio, quiero decir si no se es músico. Hasta el digno Paul Lukas, con sus ochenta años y su enorme fastidio, tarareaba a ratos sin darse cuenta, yo le oí entre dientes Bossa Nova Baby, vaya en su descargo que era muy pegadiza, seguro que él no tuvo conciencia. Presley la cantó junto a unos tipos con levitas verdes y panderetas.
Pero los más insoportables eran los que no sólo se dejaban envolver por la marea del canto y el tarareo incesantes, sino que lo procuraban, y azuzaban al señor Presley para sentirse a su altura o caerle en gracia, más elvíticos que Elvis. De estos había unos cuantos entre tripulación tan extensa, pero el más grotesco era McGraw, el magnate pueblerino, un hombre de unos cincuenta y cinco años —mi edad de ahora, qué espanto— que durante los dos días que visitó el rodaje se comportó no ya como si tuviera los veintisiete de Presley o los veintidós míos, sino catorce en pleno frenesí de púber nuevo. George McGraw era uno de tantos individuos impropios que Presley arrastraba por no se sabía bien qué razones, tal vez inversores fuertes de su tinglado, o gente de su zona natal a la que toleraba por eso o debía viejos favores, como el Coronel Tom Parker posiblemente. Entendí que George McGraw tenía empresas variadas en Mississippi y quizá en Alabama y Tennessee, en todo caso en Tupelo, donde había nacido Presley. Era uno de esos sujetos soberbios que no son capaces de corregir sus maneras despóticas aunque hayan dejado muy lejos las quinientas millas a la redonda en que tienen influjo sus negocios remotos y seguramente fraudulentos. Era dueño de un periódico en Tuscaloosa o Chattanooga o en la propia Tupelo, no recuerdo, todos esos lugares estaban a menudo en su boca. Al parecer había intentado que a la población en cuestión se le cambiara el nombre y se la conociera por Georgeville, y como había fracasado en sus pretensiones había rehusado ponerle el de la ciudad a su diario y lo había bautizado con el suyo primero: The George Herald nada menos, una represalia cotidiana y tipográfica. Así lo llamaban algunos a él con chanza, George Herald, reduciéndolo a un heraldo (he conocido luego a otros como él: editores, productores, empresarios culturales que se quedan en seguida con el sustantivo sólo). Recuerdo haberle hecho bromas al señor Presley con aquellos sitios de su zona originaria, le hacía mucha gracia que Tupelo pudiera significar en español lo que significa si se lo separa («Your Hair», repetía reventado de risa), y también que nuestra palabra «tupé» se le aproximara tanto. «Parecen de mentira esos nombres», le decía yo, «Tuscaloosa suena como una bebida alcohólica y Chattanooga como un baile, vamos a tomarnos unos tuscaloosas y a bailar el chattanooga», con el señor Presley todo marchaba bien si uno le gastaba bromas, era un hombre risueño, de risa fácil y pronta, quizá demasiado, una de esas personas tan poco exigentes que acaba por caerles bien todo el mundo, hasta los pelotas y los imbéciles. Esto resulta algo irritante, pero uno no puede enfadarse con esa clase de benditos. Además yo era un asalariado.
George Herald, quiero decir McGraw, presumía sin duda de su amistad con Presley y llegaba a imitarlo patéticamente: su pelo con tupé era un remedo lamentable, una masa en exceso compacta que de frente parecía un gorro de trampero como el de Davy Crockett y de perfil —puesto que cola de castor no lucía— uno de botones de hotel, aunque aquí le faltaba el barboquejo. Admiraba o envidiaba tanto a Presley que quería a la postre ser más que Presley, no irle a la zaga en nada, ser una especie de socio paternalista, como si los dos fueran cantantes de equiparable éxito y él el más veterano y dominante. Sólo que McGraw ni siquiera cantaba (salvo en los coros de avión en aquel desdichado viaje que para mí fue el último) y su enfermiza rivalidad era nada más imaginaria. Se apropiaba con descaro de las frases del cantante, y si éste nos decía a mí y al piloto una tarde: «Venga, Roy, Hank, vámonos a FD», refiriéndose a Mexico City, Federal District en su lengua, y añadía: «FD suena como un homenaje a Fats Domino, vámonos a Fats Domino» (admiraba mucho a ese músico), McGraw repetía la ocurrencia cien veces hasta privarla enteramente de su posible gracia, «Camino vamos de Fats Domino, a Fats Domino nos vamos». Acaba uno odiando el hallazgo. En su afán entre adulador y competitivo se pasó los dos días de su visita bailoteando exageradamente, estuviera donde estuviese (en la playa, en el hotel, en el restaurante, en el ascensor, en una aparente reunión de negocios), en cuanto oía unos acordes cerca o incluso a lo lejos, y algunos sonaban siempre en alguna parte. Bailaba con impudor como un loco falso, ayudándose de una toalla que se frotaba a gran velocidad por la espalda o por la zona posterior de los muslos como si fuera una mujerzuela, una visión denigrante, ya que era grandón tirando a grueso pero se movía como una adolescente histérica, sacudiendo la cabeza ancha de la que no se despegaba un cabello Crockett y haciendo girar sus pies muy pequeños como si fueran tornados. Y no paraba. En el avión, en el viaje de ida (bueno, para mí no hubo de vuelta), tuvimos que recomendarle a Presley que no canturreara cosas muy rápidas porque el dueño del George Herald se enfebrecía en seguida —los ojillos viciosos— y ponía en precario nuestro equilibrio aéreo. A McGraw no le gustaban las lentas, sólo Hound Dog, All Shook Up, Blue Suede Shoes y así, que le permitían enloquecerse y jugar con la toalla o con alguna estola o pañuelo que encontrara a mano, eran indecentes sus gestos. Puede que fuera lo que hoy llamarían algunos un criptogay u homosexual que disimula hasta consigo mismo, pero de hecho se jactaba de no dejar pasar a su lado a una tía comestible —su expresión— sin echarle mano o soltarle un requiebro zafio.
Aquella noche tenía la mira puesta —además de en Presley, a quien vigilaba patológicamente— en una actriz episódica de la película, una jovencita rubia que formó parte de nuestra expedición a DF, yo era fijo en todas para hacer de intérprete, Hank se escabullía cuando cogíamos los automóviles. Pero aquella noche volamos. La chica se llamaba Terry, o Sherry, se me ha escapado ese nombre, es raro o no tanto, y McGraw pretendía competir también en ese terreno con Presley, quiero decir que atacaba sin esperar a ver si el Rey tenía sus propios planes y eso era una falta de tacto además de iluso, sobre todo porque saltaba a la vista que la joven sí los tenía y que en modo alguno incluían a aquel magnate mastuerzo.
La culpa no fue de Presley ni mía o sólo en segunda instancia, sino de McGraw en primerísima, y no por otro motivo he hablado, muy a mi pesar, de aquel cabeza de trampero. Cuando entrábamos los cinco en una sala de fiestas o discoteca o taberna —cinco si habíamos volado a México; diez o quince si era en Acapulco, Petatlán o Copala—, lo normal era que en cuanto los parroquianos descubrían a Presley se armara un motín y abundaran los desmayos. En cuanto lo descubrían los dueños o encargados de los locales, ponían fin a ese revuelo por las bravas y expulsaban a las desmayadas para no molestarlo y que no se marchara al instante —yo he visto a matones de bar espantando muchachitas inofensivas a puñetazos, no nos gustaba eso pero no quedaba más remedio si queríamos tomar un tuscaloosa tranquilos o asistir a un chattanooga—. Y una vez restablecido el orden lo más frecuente era que atrajéramos sin excepción las miradas arruinando el espectáculo de los artistas de turno y todo se limitara a eso y a algún autógrafo furtivo. En una ocasión tuvimos un aviso de lo que ocurrió aquella noche, a unos jóvenes se les subieron los celos, se pusieron provocadores y dijeron inconveniencias graves. Preferí no traducírselas al señor Presley y convencerlo de que nos largáramos, y no hubo nada. Aquellos tipos llevaban navajas, y a veces se ve al capataz encarnado en cualquiera con la cartera abultada.
Fuimos a caer a un tugurio antipático y con mala vigilancia, o era que los matones estaban para proteger a los dueños antes que a ningún cliente, aunque fuera un famoso gringo. Nos metíamos donde se nos antojaba, según la pinta externa del antro y lo anunciado en sus carteles, fotos de cantantes o bailarinas mexicanas casi siempre, unas pocas brasileñas con el aire apócrifo. Había bastante gente en una atmósfera que se masticaba holgazana y bronca, pero era el tercer alto de nuestra velada y no andábamos exiguos de tequila, así que nos fuimos a una barra y nos pusimos en fila haciéndonos hueco con modales no del todo exquisitos, en el lugar no habrían pegado.
Al otro lado de la pista de baile había una mesa llamativa, eran siete u ocho con aspecto rico y a la vez poco educado, cinco hombres y unas tres mujeres, éstas tal vez alquiladas por noche o contratadas a diario, nos miraron insistentemente ellas y ellos pese a que dábamos la espalda a la pista y por lo tanto a su mesa contigua. Quizá eran tipos a los que gustaba ver bailar a los otros de cerca, las mujeres sí lo hacían pero de ellos sólo uno, el más joven, un individuo flexible con altos pómulos y facha de guardaespaldas, y esa facha la compartía con dos más que se estaban quietos, no dejaban solos a sus patrones ni un minuto. No parecían del local, resultaron serlo, uno de los patrones lo era también del sitio, un sujeto anodino en México, de unos treinta y cinco años con bigote y pelo rizado, pero en Hollywood lo habrían contratado como a un nuevo Ricardo Montalbán o Gilbert Roland o César Romero, era alto y apuesto y llevaba las mangas de la camisa muy subidas, enrolladas cuidadosamente y haciendo asomar unos bíceps que ponía a prueba a cada instante. Su socio o lo que fuese era un gordo de tez muy blanca, de extracción más europea, con el pelo planchado hacia atrás como si fuera un gomoso y en la nuca demasiado largo, las canas no se las teñía empero. En nuestro tiempo habría dicho que eran mafiosos lavados, pero esa expresión no se empleaba entonces: individuos fulminantes pero en principio intachables, propietarios de restaurantes o tiendas o bares y hasta de ranchos, empresarios con asalariados que los acompañan a donde vayan, y si hace falta los protegen de los peones y aun de algún capataz equivocado. El gordo sostenía en la mano un inmenso pañuelo verde con el que alternativamente se secaba la frente y aireaba la atmósfera como si espantara moscas o propiciara magias, invadiendo con él la pista un segundo.
No se armó mucho revuelo a nuestra llegada porque nos acodamos de espaldas y porque Hank, que era enorme, se interpuso entre el señor Presley y las tres o cuatro mujeres que al principio se nos acercaron, se interpuso muy disuasorio. Al cabo de unos minutos Presley giró en su taburete y miró hacia la pista, hubo un murmullo, él bebió como si no hubiera nadie y las voces se amortiguaron. Con su mirada a veces vidriosa tenía capacidad para aplacar a las muchedumbres, era como si no las viera y las anulara, o hacía leves gestos faciales que parecían prometer algo bueno para más tarde. Él mismo estaba pacífico entonces, bebiendo de su copa y mirando bailar a los hermanos mexicanos, era como si a ratos le entrara melancolía. No le duraba nada.
Pero George McGraw no tenía freno, un individuo exasperante y desde luego infatigable a la hora de realizar proezas, y si veía a Presley tranquilo, lejos de adecuarse e imitarlo en eso, aprovechaba para intentar brillar más y eclipsarlo, tarea vana. Quiso sacar a bailar a Sherry conminándola casi, pero ella no lo acompañó a la pista e hizo un mal ademán, se tapó la nariz como indicando que allí olía a tigre, y vi que eso no pasó inadvertido al gordo de la melenita aceitosa, que arrugó las cejas, ni tampoco al nuevo César Montalbán o Ricardo Roland, que tensó el bíceps derecho más de la cuenta.
Así que McGraw salió contoneándose solo con pasitos muy cortos, los ojos como botones encendidos por la rumba trompetera que estaban tocando, y no se abstuvo de desplegar su repertorio de movimientos pavorosos ni de lanzar aullidos inoportunos y agudos, parecían una burla de los gritos mexicanos de jaleo. Hank y Presley lo observaron divertidos, estallaron en carcajadas y la joven Sherry los siguió por contagio y cortejo. Aquel dueño del George Herald era tan obsceno bailando que sus golpes de cadera furibunda importunaron a alguna mujer de la pista, y el guardaespaldas de los pómulos subidos, que se movía como una goma, lo mató en un parpadeo de sus ojos de indio, pero no se detuvo. Otros bailarines sí se pararon y se hicieron a un lado, no sé si por repugnancia o para contemplar a McGraw a sus anchas: éste daba tales sacudidas a su gorro de trampero o de botones que uno temía que pudiera salir despedido y malbaratarse, olvidando que lo llevaba pegado al cuero cabelludo y que lo tenía a salvo. El problema fue que no viajaba con su toalla y debía de juzgarla elemento indispensable del baile, así que en un momento de descuido en que el gordo de la tez blanca lanzó su pañuelo al aire para ventilar el ambiente, McGraw se lo birló sin miramiento y se lo colocó de inmediato a la espalda sujetándolo por dos puntas y empezó a restregárselo hacia arriba y luego hacia abajo con la celeridad acostumbrada que le conocíamos ya de sobra. El gordo dejó la mano inerte extendida, no la retiró en seguida, como si no renunciara a recobrar su querido pañuelo verde —un fetiche acaso— en el instante siguiente al de su pérdida. De hecho intentaba alcanzarlo desde su asiento cuando McGraw se le arrimaba en su danza, cada vez más indecoroso. Fue un momento de sus recorridos en que retuvo demasiado la prenda o se complació con ella en las nalgas lo que hizo perder la paciencia al gordo. Se alzó un segundo —vi que era un gordo muy alto— y arrebató el pañuelo al bailón irredento con fastidio. Pero éste se dio la vuelta ágilmente y, antes de que el gordo se sentara de nuevo, se lo quitó otra vez con un gesto imperativo, estaba acostumbrado a imponer su voluntad y sus órdenes, allí en Tupelo o en Tuscaloosa. El instante fue cómico, y no me gustó ver que a Gilbert Romero y a los suyos no les hacía ninguna gracia, porque gracia tenía, con el gordo y el semigordo disputándose la seda verde junto a la pista de baile. Y aún me gustó menos lo que vino a continuación: el gordo del pelo tieso trocó su expresión de impaciencia en una de cólera fría y de saña, y volvió a arrebatarle el pañuelo a McGraw de un manotazo a la vez que el guardaespaldas elástico le propinó un rodillazo en el riñón al magnate que lo hizo caer de hinojos, su baile parado en seco. Como si estuviera ensayado —pero no podía estarlo—, el siguiente movimiento raudo del gordo fue ceñirle el pañuelo al cuello a McGraw de rodillas y empezar a tirar de las puntas para estrangularlo allí mismo. La tela se adelgazó y tensó inverosímilmente y perdió todo vuelo en un segundo, quedó como una cuerda fina y desapareció su verde, una cuerda que apretaba. El gordo tiraba de las dos puntas con fuerza, la tez roja como un filete y la expresión despiadada, como quien anuda un paquete engorroso maquinalmente y con prisas. Creí que lo mataba en el sitio, como un relámpago y sin decir palabra, delante de cien testigos sobre la pista de baile, que en un instante se vació del todo. Confieso que no supe reaccionar, o quizá sentí que nos veríamos libres del magnate de pueblo, me limité a pensar (o lo pensé más tarde pero lo atribuyo a entonces): «Lo mata, lo mata, lo está matando, nadie podía preverlo, la muerte puede ser tan idiota e inesperada como se cuenta, uno entra en un garito y no imagina que allí acaba todo de forma ridícula y en un segundo, uno, dos y tres y cuatro, y cada segundo que pasa sin que intervenga nadie hace más segura esta muerte irreversible, la muerte que está sucediendo, la estamos viendo, a un rico de Chattanooga lo mata un gordo con mal carácter en Ciudad de México ante nuestros ojos».
Luego me vi gritando cosas en español en la pista, todos en ella, Presley agarrando de las solapas al hombre de goma que se zafó de una palmada seca, Hank con el pañuelo en la mano, le había dado un empellón al gordo que lo había devuelto a su asiento haciendo que se vertieran las copas de la mesa de Roland. Aquellos tipos no llevaban navajas o no solamente, eran bien adultos y no eran peones sino capataces y propietarios y llevaban pistolas, lo vi claro en los gestos de los otros dos matones, uno al pecho y el otro a un costado, aunque los frenó Montalbán abriendo una mano horizontal como si dijera: «Cinco». Hank era el más excitado, también él llevaba pistola siempre, no le había echado mano por suerte, se excita más quien tiene un arma cuando prevé que podría usarla. Hizo un ovillo con el pañuelo y se lo tiró al gordo de las malas pulgas diciéndole en inglés: «¿Está loco o qué? Ha podido matarlo». Flotó la seda en su viaje.
—¿Qué ha dicho ese? —me preguntó Romero en seguida, ya se había dado cuenta de que yo era el único de la partida que hablaba la lengua.
—Que si está loco, ha podido matarlo —contesté automáticamente—. No es para tanto —añadí de mi cosecha.
La cosa no iba a mayores, ahora cada segundo que transcurría o jadeo haría disminuir la tensión, un altercado sin importancia, la música, el calor, el tequila, un extranjero comportándose como un crío mimado, se iba incorporando ayudado por Sherry, tosía violentamente, se lo veía asustado y sin comprender que a él pudiera habérsele hecho daño. Estaba bien, en realidad no había dado tiempo a gran cosa o el gordo era menos fuerte de lo que parecía.
—La nena vieja se puso pesada con el amigo Julio y Julio se cansa pronto —dijo Romero Ricardo—. Será mejor que se la lleven rápido. Váyanse todos, las copas están pagadas.
—¿Qué ha dicho? —me preguntó Presley en seguida. También tenía urgencia por entender, saber qué ocurría y qué se decía, lo vi deslizarse hacia la pendencia, el espectro de James Dean lo visitaba y me dio mala espina. Sus propias películas eran demasiado blandas para contentar a aquel espectro con ellas. Hank le hizo un gesto con la cabeza de que nos fuéramos, hacia la puerta.
—Que nos vayamos rápido. Nos invita a las copas.
—¿Y qué más? Ha dicho más.
—Ha insultado al señor McGraw, eso es todo.
Elvis Presley era amigo de sus amigos, al menos de los antiguos, tenía sentido de la lealtad y mucho orgullo y nadie le daba órdenes desde hacía muchos años. De la melancolía a la pendencia sólo hay un paso. Y su nostalgia del boxeo.
—Lo ha insultado. Ese tipo lo ha insultado. Primero intentan matarlo y después lo insultan. ¿Qué ha dicho? ¿Qué ha dicho, vamos? ¿Y quién es él para decir que nos vayamos?
—¿Qué ha dicho? —Le tocó ahora preguntarme a Roland César. Se ponían furiosos de no entenderse, eso altera los nervios cuando se discute.
—Que quién es usted para decir que nos vayamos.
—Han oído, Julio, muchachos, me pregunta el gachupín que quién soy yo para ponerlos en la calle —contestó Montalbán sin mirarme. Me extrañó (si es que dio tiempo a tanto) que dijera que yo preguntaba: preguntaba el señor Presley y yo sólo traducía, fue un aviso del que no hice caso, o el aviso lo recuperé tarde, cuando uno revive lo sucedido, o lo reconstruye—. Soy aquí el propietario. Aquí soy el dueño, por muy famoso que sea su patrón —repitió con un ligero trémolo de uno de sus bíceps móviles. Eran antipáticos, mi patrón no les impresionaba, no habían ido a saludarlo a nuestra llegada y ahora nos echaban—. Y les digo que se larguen y se lleven a la bailona. La quiero ya fuera de mi vista, no espero.
—¿Qué ha dicho? —Era el turno de Presley.
Me estaba cansando de aquel doble asedio cruzado. Miré a la bailona, como lo había llamado Romero, ya respiraba sin dificultades pero seguía atemorizado —brumosos los ojos chicos y psicopáticos—, tiraba de la cazadora de Hank para que nos fuéramos, Hank seguía haciéndole gestos con la cabeza ladeada a Presley, Sherry se encaminaba ya hacia la puerta, McGraw se apoyaba en ella, quizá abusaba o la toqueteaba, era de los que nunca escarmientan. El gordo Julio se había recompuesto en su asiento, tras el esfuerzo la blancura le había vuelto como una máscara, atendía a la conversación partida con las manos cruzadas (lucía anillos), como quien no ha descartado entrar en acción de nuevo.
Antes de responder a Presley me pareció oportuno decirle yo algo a aquel Ricardo:
—Él no es quien usted cree. Es su doble, sabe, su sosias, para hacer las escenas de peligro en el cine, estamos rodando una película allí en Acapulco. Se llama Mike.
—El parecido es tan logrado —intervino Julio con sarcasmo— que le habrán hecho la cirugía estética a Mike, como a las presumidas. —Se pasó el pañuelo por la frente, a aquellas alturas un asco.
—¿Qué han dicho? —insistía Presley—. ¿Qué han dicho?
Me volví hacia él.
—Son los dueños. Es mejor que nos marchemos.
—¿Y qué más? ¿Qué habláis de Mike? ¿Quién es Mike?
—Mike es usted, les he dicho que se llama así, que usted es el doble de usted y no usted, pero creo que no se lo creen.
—¿Y qué han dicho de George? Has dicho que lo han insultado. Dime qué han dicho esos tipos de George, no pueden decir lo que quieran.
El último comentario fue una ingenuidad norteamericana. Y aquí vino mi parte de culpa, Presley y yo la tuvimos sólo en segunda instancia, McGraw sin duda en primera, puede que yo sólo en tercera. Cómo podía explicarle en aquel momento al señor Presley que aquellos tipos estaban empleando el femenino para referirse a McGraw, la nena vieja, pesada, bailona, en inglés no existen géneros y no iba a dar una lección en aquella pista. Miré otra vez a la nena vieja y bailona —tengo su edad de entonces—, sonreía débilmente, se iba alejando cobarde, empezaba a sentirse fuera de riesgo, tiraba de Hank, Hank tiraba un poco de Presley («Vámonos, Elvis, déjalo»), de mí no tiraba nadie. Señalé con la cabeza a César Gilbert.
—Bueno, él ha dicho que el señor McGraw es una maricona gorda —dije. Claro está que no dije eso, sino en inglés su equivalente, en la medida de lo posible. No pude evitar resumir así y no pude evitarlo, deseaba que el dueño del Herald lo escuchara y no pudiera mostrarse despótico pese a ello ni castigar a nadie ni hacer nada sino tragarse el insulto. Y quería que los demás lo oyeran, una niñería.
No conté con la puntillosidad de Presley y por un instante olvidé al espectro. Habíamos bebido tequila todos. El señor Presley levantó un dedo, me apuntó con él teatralmente y me dijo:
—Le vas a decir esto palabra por palabra al bigotes, Roy, no te dejes ni una sílaba. Dile esto: Usted es un matón y un cerdo, y la única maricona gorda es su amiguita del pañuelo. —Así dijo en inglés, con la boca torcida que se le ponía a menudo y que hacía desconfiar de él a las madres de sus fans más jóvenes. Eran unos insultos un tanto escolares, nada de cabrón o hijo de puta, esas palabras tenían más peso en los años sesenta. Para «maricona gorda» empleó el equivalente aproximado que yo había sugerido, el femenino último fue literal, porque dijo «girl-friend», que también puede ser «novia», y no «friend» a secas. Hizo una pausa mínima y con el dedo siempre en alto añadió—: Díselo.
Y yo se lo dije a Ricardo César, le dije en español (pero con titubeos):
—Usted es un matón y un cerdo, y la única maricona gorda es su amiguita del pañuelo. —En español sí dije «maricona gorda» tal cual, y nada más soltarlas me di cuenta de que era la primera vez que esas palabras concretas se pronunciaban allí realmente, aunque no eran mucho más ofensivas que «bailona» o «nena vieja».
Presley continuó:
—Dile esto también: Ahora nos vamos porque queremos y porque este lugar apesta, y espero que se lo quemen pronto con todos ustedes dentro. Díselo, Roy.
Y yo repetí en español (pero en tono menos hiriente que el suyo y en voz más baja):
—Ahora nos vamos porque queremos y porque este lugar apesta, y espero que se lo quemen pronto con todos ustedes dentro.
Vi cómo a Gilbert Ricardo le temblaron los bíceps como gelatina y se le retrajo una esquina del bigote, vi que el gordo Julio abría con aspaviento fingido una boca de pez y se acariciaba los anillos como si fueran un arma, vi que uno de los dos matones de la mesa se apartaba sin recato el faldón de la chaqueta y exhibía una culata en su funda como un villista de estampa. Pero Ricardo Romero volvió a extender la mano horizontal, otra vez como si indicara: «Cinco», y eso no era tranquilizador del todo porque nosotros éramos cinco. Luego, con la misma mano, hizo una leve señal hacia mí con el índice hacia arriba, como si sostuviera una pistola y el pulgar fuera el seguro levantado. Sherry ya estaba en la puerta, también McGraw apretándose el riñón dañado, Hank tiraba de Presley con una mano y la otra se la metió en el bolsillo y la mantuvo allí como si agarrara algo, de mí ya he dicho que nadie tiraba.
Presley se dio media vuelta en cuanto vio que yo lo había traducido todo y en dos zancadas estuvo con los demás en la puerta, la mano en la cazadora de Hank tenía un sentido inequívoco, también para los mexicanos, seguro. Yo los seguí, la puerta ya abierta, iba rezagado, todos iban hacia el exterior avivando el paso, ya estaban fuera, yo iba a salir tras ellos pero entonces el hombre de goma se entremetió entre el señor Presley y yo, me puso la espalda delante, era más alto y eso me hizo perder de vista a los demás un segundo, el hombre de goma salió también y en cambio entró el portero que vigilaba la calle y cerró la puerta antes de que yo pudiera atravesarla. Se colocó delante y me impedía el paso.
—Tú, gachupín, te quedas.
Nunca creí que fuera cierto que a los españoles nos llamasen de este modo en México, como tampoco aquello otro que nos contaban de niños, que si en México pedíamos «Una copita de ojén» al ritmo de siete golpes en el mostrador de una cantina —o incluso si dábamos los siete golpes rítmicos sin decir nada—, nos dispararían sin mediar más palabra porque aquello era un agravio. En aquel momento no se me ocurrió averiguarlo, tampoco tenía ganas ni de ojén ni de nada.
Esta vez no me lo llamó Gilbert Montalbán sino Julio, y el gordo me parecía más iracundo y descontrolado, lo había visto anudando.
—Pero mis amigos ya se marchan —dije volviéndome—, tengo que irme con ellos. No hablan español, ya han visto.
—No te preocupes por eso. Pacheco los acompañará hasta el hotel, llegarán sanos y salvos. Por aquí no volverán, eso es seguro.
—Volverán por mí si no me dejan salir —respondí a la vez que miraba de reojo hacia atrás, la puerta no se abría.
—No, no van a volver, no sabrían —dijo ahora César Roland—. Ni siquiera tú sabrías volver acá si salieras. Seguro que ni te fijaste la calle que estamos, se alejaron ustedes un poquito del centro sin darse cuenta, les pasa a muchos. Pero no vas a salir, nos tienes que acompañar más esta noche, es temprano, contarnos cosas de la Madre Patria y a lo mejor volver a insultarnos, para que te oigamos más el acento.
Esto ya no me gustó nada.
—Mire —dije—, yo no los he insultado. Fue Mike, me dijo que les dijera y yo sólo traduje.
—Ah, no más tradujiste —intervino el gordo—. Lástima que nosotros no sepamos si fue así, el inglés no lo entendemos. Lo que ha dicho ese Elvis no lo hemos entendido nosotros, pero a ti sí, hablas muy claro, un poco golpeadito como todos allá en España, pero te oímos muy bien, vaya si te escuchamos. A él en cambio no, a tu patrón no pudimos, él hablaba en inglés, verdad, nosotros no lo hemos aprendido, tenemos pocos estudios. ¿Tú lo entendiste lo que dijo el gringo, Ricardo? —le preguntó a Gilbert o César, que en efecto se llamaba Ricardo.
—No, yo no lo entendí tampoco, Julito. Pero al gachupín sí, lo entendimos muy bien todos, ¿verdad muchachos?
Los muchachos y las muchachas no respondían nunca, parecían saber que su concurso en estas ocasiones era meramente retórico.
Volví la cabeza otra vez hacia la puerta, allí seguía el portero grande, casi tanto como Hank de grande, me indicó con la barbilla que me fuera hacia el interior del antro, «Oh Elvis, ahora sí me has robado mi juventud», pensé. Habrían intentado volver a entrar al ver que yo no salía, Pacheco no los dejaría, los habría encañonado acaso. Pero Hank llevaba pistola y en la calle eran tres contra uno sin contar a Sherry, por qué no regresaban por mí, no perdía aún la esperanza, la perdí un instante después, cuando vi que el villista de la culata visible abandonaba la mesa y venía hacia mí, pero sólo para pasar de largo y seguir hasta la calle, el portero le franqueó el paso y cerró de nuevo en seguida, me plantó una mano en el hombro mientras abría, una mano pesada como un filete que me inmovilizaba. Tal vez el matón iba a ayudar a Pacheco el de goma, tal vez no iban a acompañar a los míos a ningún hotel —no había hotel, sólo avión— sino a ajustarles las cuentas como a mí los otros, sólo que fuera del local a ellos, dar el paseo se llama.
No sabía qué preferir, si que estuvieran impidiéndoles rescatarme o que me hubieran dejado en la estacada. Rescatarme. El único que podía sentirse obligado era el señor Presley, y aún: habíamos coincidido unos días, yo como asalariado o peón, eso era todo, y al fin y al cabo yo hablaba la lengua de allí y sabría manejarme; Hank no parecía mal tipo para abandonar a nadie, pero era capataz y su principal deber era velar por el señor Presley y hacerlo regresar ileso tras aquel mal encuentro, lo demás era secundario, ya me buscarían más tarde, cuando el Rey estuviera lejos y libre de todo riesgo, qué ruina si le sucedía algo, para tantos. Yo en cambio no arruinaba a nadie. En cuanto a McGraw y la chica, McGraw me habría dejado allí hasta el fin del infierno y no sería para reprochárselo, yo no había movido un dedo mientras lo estrangulaban en una pista a los sones de una rumba. La música empezó a sonar de nuevo, se había interrumpido con el altercado de grupo, no con la muerte que pareció llegada. Recibí un empujón en la espalda —aquel filete tan crudo— y caminé hasta la mesa de Ricardo, me había instado a sentarme señalando con la mano el asiento vacío desocupado por el matón villista. Lo hizo con ademán amigable, llevaba al cuello un pañuelo granate muy pulcro y bien colocado, sólo me quedaba tratar de hacerme perdonar las palabras que no eran mías pero habían estado en mis labios o sólo a través de ellos se habían hecho reales, era yo quien las había revelado o descifrado, era increíble aquello, cómo se me podía culpar de lo que no procedía de mi cabeza ni de mi voluntad ni de mi ánimo. Pero había salido de mi lengua, lo había posibilitado mi lengua, desde ella lo habían captado y de no haberlo traducido aquellos hombres se habrían quedado sólo con el tono de Presley, y los tonos carecen de significado, aunque los representen o imiten, o los insinúen. No se mata por los tonos. Yo había sido el mensajero, el intermediario, el verdadero emisor, el intérprete, a mí me habían entendido y quizá no querían problemas graves con alguien tan importante y famoso como el señor Presley, hasta el FBI habría cruzado la frontera para cazarlos si le hubieran hecho un rasguño, los mafiosos pequeños saben antes que nada con quién pueden meterse y con quién no pueden, a quién pueden escarmentar y a quién hacer sangre, como lo saben los capataces y los empresarios, no así los peones.
Los acompañé aquella noche eterna, a todo el grupo, las mujeres y los hombres, fuimos a un montón de locales, nos sentábamos en torno a una mesa y veíamos unos bailes o una canción o un striptease, nos íbamos luego a otro. No sé dónde estuve, cada desplazamiento lo hacíamos en varios coches, yo no conocía la ciudad apenas, miraba los rótulos de algunas calles o plazas, se me quedaron algunos nombres y no he vuelto a Ciudad de México, sé que no regresaré a ese sitio pese a que Ricardo rondará ahora los setenta años y el gordo Julio está muerto desde hace siglos. (Los matones no habrán durado, es gente de vida desperdigada y breve). Doctor Lucio, Plaza Morelia, Doctor Lavista, se me grabaron esos pocos nombres. Me asignaron —o fue elección suya— la compañía del gordo durante la velada, era él quien me daba más charla a ratos y me preguntaba de dónde era y por Madrid al decírselo, cómo me llamaba y qué hacía en América, por mi vida y mi corta historia que quizá empezó entonces, tal vez necesitaba él saber a quién iba a matar aquella noche más tarde.
Recuerdo que me preguntó:
—¿Qué es eso de Roy? Te llamó así tu patrón, ¿verdad? Ese no es un nombre nuestro.
—Me llaman así para abreviar, me llamo Rogelio —mentí. No iba a darle el verdadero.
—Rogelio qué más.
—Rogelio Torres. —Pero casi nunca miente uno del todo, mi apellido completo es Ruibérriz de Torres.
—Yo he estado en Madrid una vez, hace años, me alojé en el Hotel Castellana Hilton, lindo. Se pasa bien por la noche, mucha gente, muchos toreros. De día no me gustó, un lugar sucio y con demasiados policías por las calles, parece que teman a los ciudadanos.
—Más bien los ciudadanos los temen a ellos —contesté—. Por eso me he marchado.
—Ah muchachos, es un rebelde.
Intentaba ser parco en mi información y a la vez cortés en el trato, no me daban mucha ocasión de mostrarme simpático. Conté alguna anécdota a ver si les resultaba ameno o chistoso, pero no estaban dispuestos a verme la gracia. Cuando alguien nos pone la proa no hay nada que hacer, nunca nos reconocerá ningún mérito y antes se morderá carrillos y labios hasta hacerse sangre que reír con lo que uno dice (a menos que sea mujer, ellas sí ríen en todo caso). Y de vez en cuando uno u otro recordaban el motivo de mi presencia allí, lo recordaban en voz alta para que nadie se enfriase:
—Ay, por qué nos querrá tan mal el muchacho —decía de pronto Ricardo tras fijar en mí la vista—. Esperemos que no se hayan cumplido sus deseos durante nuestra ausencia y nos encontremos El Tato reducido a cenizas a nuestra vuelta. Sería muy penoso.
O bien me decía Julio:
—Pues que fuiste a escoger una palabrita bien fea, Rogelito revoltoso, por qué tuviste que decirme maricona, podías haberme dicho sarasa. Esa me habría dolido menos, ya lo ves cómo son las cosas. Las sensibilidades son un gran misterio.
Yo intentaba argumentar cada vez que me venían con esto: no había sido yo, sólo había transmitido; y ellos tenían razón, McGraw se lo había buscado y Mike no había sido nada justo. Pero era inútil, se acogían siempre a la idea extravagante de que era a mí solo a quien habían oído y comprendido, qué sabían ellos de lo que decía en inglés el cantante.
Las mujeres también me dirigían la palabra en algún momento, pero ellas sólo tenían curiosidad por Elvis. Yo me mantuve firme y no me desdije, aquel era su doble y al verdadero Elvis apenas lo había visto por el rodaje, era muy inaccesible. En el tercer local apareció Pacheco y me sobresalté mucho al verlo. Se acercó hasta Ricardo y le contó al oído con sus ojos de indio mirándome, el gordo Julio arrimó la silla y se llevó mano a la oreja para escuchar el informe. Luego Pacheco salió a bailar, le gustaban las pistas. Ricardo y Julio no dijeron nada, pese a que yo los miraba con expresión interrogativa y seguramente aprensiva, o quizá por eso callaron, para inquietarme. Por fin me atreví a preguntar:
—Perdone, señor, ¿sabe si llegaron sanos y salvos mis amigos? El otro señor los acompañaba, ¿no?
Ricardo me echó el humo de su cigarrillo a la frente y se sacó una brizna de tabaco de la lengua. Aprovechó para palparse el bigote y contestó tensando su bíceps (era casi un tic aquello):
—Eso no lo podemos saber nosotros. Parece que va a haber tormenta esta noche, así que ojalá y se estrellen.
Miró hacia otro lado deliberadamente y no me pareció aconsejable insistir, y además entendí lo bastante. La frase no tenía sentido si no se refería al vuelo, así que Pacheco debía de haberlos conducido hasta el aeródromo de las afueras en que habíamos aterrizado y ahora se lo habría contado a Ricardo: nada de hotel, un avioncito, de otro modo Ricardo no podía estar enterado, nadie mencionó el aeroplano en El Tato ni tampoco yo luego. Ahora sí me sentí perdido, si Presley y los otros habían despegado rumbo a Acapulco me tocaba despedirme. Tuve una sensación de tajo y abismo, de abandono y lejanía enorme o telón echado, mis amigos ya no estaban en mi mismo territorio. Y lo que nunca se me ocurrió pensar, ni entonces ni a lo largo de los cinco días siguientes, fue que el abismo se haría o se había hecho mucho mayor en seguida y su territorio más remoto, que levantarían el campo inmediatamente en vista de lo sucedido, alarmados por McGraw y Sherry y Hank, convencidos de la inseguridad manifiesta de aquel país para Presley; ni que en Acapulco quedaría sólo, cuando yo llegara maltrecho al cabo de esos cinco días —cinco—, el equipo de segunda unidad del que aún hoy hablan los folletos, en parte para rodar material inerte y en parte como destacamento por si yo aparecía; ni que a partir de aquella noche el señor Presley jamás habría pisado México sino que habría interpretado su papel entero del trapecista Mike Windgren en un estudio, mi idea del doble fue aprovechada; ni que yo no lograría estar presente para la escena cumbre de Guadalajara cantada, que habría de convertirse por ello en la más disparatada demostración de español jamás oída en disco o vista en pantalla, Presley la canta entera con toda la letra y no se le entiende nada, un lenguaje inarticulado: cuando se acabó de rodar la escena todos le daban palmadas y lo felicitaban hipócritamente según me contaron («Mucho, Elvis»), él creyó que su ininteligible pronunciación era perfecta y nadie lo sacó del error, quién se atrevía. Elvis era Elvis. Nunca hice muchas averiguaciones, pero parece que fue así, que obligaron al señor Presley a dejarme colgado, primero Pacheco con sus amenazas o su pistola, luego McGraw y el Coronel Tom Parker y Wallis con sus grandes pánicos. A uno no le gusta pensar que lo ha defraudado un ídolo.
Me sentí perdido y tenía que largarme, escapar de allí, pedí permiso para ir al lavabo, me lo dieron pero vino conmigo el otro guardaespaldas, el de pistola en la axila, un tipo perezoso y rechoncho que se mantenía a mi lado siempre, en los locales y también en los automóviles durante los trayectos entre uno y otro. En realidad me habían arrastrado toda la noche como a un paquete vigilado, sin hacerme mucho caso y como parte de un séquito, asustándome para divertirse un rato de vez en cuando, ni siquiera me había constituido en su principal entretenimiento, era un grupo algo cansino y poco imaginativo, debían de reunirse casi todas las noches los mismos y estarían hartos. Yo era una novedad, pero seguramente me engulló la rutina, debía de poder con todo.
Y fue en el cuarto local, o era el quinto (se me hizo difícil llevar la cuenta), donde se cansaron del todo y dieron por concluida la velada.
Habíamos salido de la ciudad unos kilómetros, no supe si por sur o norte, este u oeste. Era un sitio de carretera y de última hora, rodeado ya de campo, se reconoce esos sitios en cualquier parte del mundo, se va sólo por alargar, con desgana y de retirada. Había muy poca gente y al cabo de unos minutos hubo aún menos, de hecho nos quedamos nosotros solos, dos chicas muy fatigadas, Pacheco, el rechoncho, Ricardo y Julio, el encargado y un camarero sirviéndonos, parecían todos amigos o incluso subalternos los últimos, tal vez Ricardo era también propietario de aquello, o quizá lo era su socio el gordo. Ricardo había bebido mucho —quién no— y sesteaba un poco, caído sobre el escote de una de las mujeres. Eran hampones de poca monta, lavados, sus crímenes no organizados.
—Por qué no acabas ya y nos vamos a dormir, ¿eh Julito? —le dijo con un bostezo.
Acabar qué, pensé entonces, no habían iniciado nada. Acaso iba a aplicarme un castigo el gordo, o quizá me dejarían. Pero no habían cargado conmigo la noche entera para luego nada. O quizá me ejecutara el gordo, el pensamiento pesimista convive siempre con el optimista, el osado con el temeroso, y viceversa, nada va solo y sin mezcla.
El gordo Julio tenía manchas de sudor en la chaqueta clara, tanto sudor tenía que calaba la camisa y alcanzaba la chaqueta, el pelo planchado lucía más gris y se le había rebelado durante la noche eterna, la melenita en la nuca se le había rizado, casi caracolillos le hacía. La tez blanca era ahora pálida, había hastío en sus ojos, había también mala índole. De pronto se levantó con su gran altura y dijo:
—Está bien, como quieras. —Me puso una mano en el hombro (la suya era más como un pescado, húmeda y con olor y como con chapoteo al hacer contacto) y añadió dirigiéndose a mí—: Anda muchacho, vente conmigo un rato. —Y señaló hacia una puerta trasera con ventanuco, a través de él se adivinaba vegetación o follaje de árboles, parecía dar a un jardincillo o huerto.
—¿Dónde? ¿Dónde quiere que vayamos? —exclamé alarmado, y se me notó el miedo. No pude evitarlo, tenía un agotamiento nervioso, así se llamaba entonces a aquel estado.
El gordo me agarró del brazo y me levantó de un tirón violento. Me lo dobló y me lo inmovilizó a la espalda. Tenía fuerza, pero había hecho esfuerzo para ejercerla, eso se percibe siempre.
—Ahí atrás, a charlar tú y yo un ratito más sobre mariconadas antes de irnos todos a la cama. También tú has de dormir, que el día habrá sido muy largo y la vida en cambio es corta.
El arranque de aquel día se perdía en un tiempo remoto. Habíamos rodado escenas en Acapulco por la mañana, con Paul Lukas y Ursula Andress, parecía imposible. Él no sabía cuán lejos quedaba eso.
Los otros no se movieron, ni siquiera para mirar, era cosa personal del gordo y en esas cosas no hay testigos. Con la mano izquierda me empujó hasta la puerta trasera, con la otra me retorcía el brazo, una puerta de vaivén que se quedó oscilando, salimos al aire libre, sí se anunciaba tormenta para aquella noche, corría ya un viento cálido y se agitaban los arbustos, más allá la arboleda de un soto, eso me pareció al pisar hierba y al sentirla contra la cara al instante, hierba seca, el gordo me derribó de un puñetazo en un costado sin más espera, ya no iba a andarse con dilaciones. Sentí en seguida su peso enorme sentado sobre mi espalda a horcajadas y a continuación algo en el cuello, el cinturón o el pañuelo, tenía que ser el pañuelo verde que hubo de interrumpir su tarea unas horas antes y ahora la reanudaba sobre mi garganta, el paquete por fin anudado. No era sólo su mano, todo el gordo olía a pescado y su sudor destilaba, y ahora no había música ni rumba ni trompetas ni nada, sólo el ruido del viento sublevándose o acaso huyendo de la tormenta, y el chirrido del vaivén de la puerta por la que habíamos salido al escenario de mi muerte imprevista, un jardín trasero en las afueras de Ciudad de México, cómo podía ser cierto, uno entra en un garito y no imagina que ahí empieza el fin y que todo acaba de forma oculta y ridícula bajo la presión de un pañuelo arrugado y grasiento y sucio y pasado mil veces antes por la frente y el cogote y las sienes de quien nos mata, me mata, me mata, me está matando, nadie podía preverlo esta mañana y todo acaba en un segundo, uno, dos y tres y cuatro, nadie interviene y ni siquiera me mira nadie cómo muero de esta muerte segura que está sucediendo, me mata un gordo que no sé quién es, sólo que se llama Julio y es mexicano y lleva esperándome sin saberlo veintidós años, mi vida es corta y se acaba contra la hierba seca de un jardín trasero en las afueras de Ciudad de México, cómo puede ser cierto, no puede serlo y no es porque de pronto me vi con el pañuelo en la mano —flotó la seda— y lo rasgué con rabia y había descabalgado al gordo con el esfuerzo de mi negra espalda y de mis desesperados codos que se clavaron como pudieron contra sus muslos, quizá tardó demasiado el gordo en anudar mi garganta y se le fue la fuerza como tardó demasiado en atar la de McGraw para llevarlo al infierno, no basta el primer impulso para estrangular a alguien, ha de ser sostenido durante más segundos, cinco y seis y siete y ocho y aún más, más todavía porque cada segundo de esos es contado y cuenta y aquí sigo y respiro, uno, dos y tres y cuatro y soy yo ahora quien agarra un pico y corro con él alzado para clavárselo en el pecho al gordo que está caído y no puede levantarse rápido, como si fuera un escarabajo, las manchas de sudor me indican dónde debo golpear con el pico, allí hay carne y allí hay vida y tengo que acabar con ellas. Y clavo el pico una y dos y tres veces con un ruido como de chapoteo, lo mato, lo mato, lo estoy matando, cómo puede ser cierto, está sucediendo y es irreversible y lo veo, ese gordo se levantó esta mañana y no me conocía siquiera, se levantó esta mañana y no imaginó que no volvería ya a hacerlo porque lo mata un pico que aguardaba tirado en un jardín trasero desde hacía mil años, un pico para hendir la hierba y también para cavar una tumba imprevista, un pico que quizá no conocía antes la sangre, esa sangre que aún huele más a pescado y es siempre húmeda y brota, y mancha al viento que huye de la tormenta.
Se acaba entonces también el agotamiento, ya no hay cansancio ni turbiedad pero acaso tampoco conciencia, o sí la hay pero no se domina ni se controla ni ordena, y mientras uno emprende la huida y empieza a contar y a mirar atrás va pensando: «He matado a un hombre, he matado a un hombre y es irreversible y no sé quién era». Y el tiempo verbal con que piensa es sin duda ese, uno no se dice «quién es» sino inexplicablemente ya «quién era», y no piensa si está bien ni mal ni justificado ni si hubo otro remedio, sólo piensa en el hecho: he matado a un hombre y no sé quién era, sólo que se llamaba Julio y le decían Julito y era mexicano, había estado una vez en mi ciudad natal alojado en el Castellana Hilton y tenía un pañuelo verde, eso es todo. Y él no sabía nada de mí esta mañana ni tampoco ha conocido mi verdadero nombre ni yo sabré más de él nunca. No sabré de su infancia ni de cómo era entonces, ni de si fue a un colegio para sus pocos estudios entre los que el inglés no estuvo, no sabré quién es su madre o si vive y le darán la noticia de la imprevista muerte de su gordo Julio. Y uno piensa en eso aunque no quiere pensarlo porque ha de escapar y correr ahora, nadie sabe lo que es ser perseguido si no ha pasado por ello y la persecución no ha sido constante y activa, llevada a cabo con deliberación y determinación y ahínco y sin pausa, con perseverancia o con fanatismo, como si los perseguidores no tuvieran otra cosa que hacer en la vida que darle a uno alcance para ajustarle las cuentas. Nadie sabe lo que es ser perseguido así durante cinco noches y cinco días si no ha pasado por ello. Tenía veintidós años y no volveré nunca a México aunque Ricardo ronde los setenta ahora y el gordo esté muerto desde hace siglos, yo lo he visto. Aún hoy extiendo mi mano horizontal y la miro y con ella me digo: «Cinco».
Sí, era mejor que no pensara y corriera, que corriera sin parar hasta donde me aguantara el alma que ya no tenia turbiedad ni cansancio, todos mis sentidos despiertos como si acabara de levantarme tras el largo sueño, y mientras me adentraba y me perdía en el soto y sonaban los primeros truenos oí con claridad a través del viento los pasos envenenados que se ponían en marcha con la urgencia del odio para destruirme, y la voz de Ricardo que gritaba a través de ese viento:
—Lo quiero ya, lo quiero ya muerto y no espero, traedme la cabeza de ese hijoputa, lo quiero ver desollado y con brea y plumas por todo el cuerpo, degollado y desollado, un despojo lo quiero, para que ya no sea nadie y así se pare mi odio que me fatiga tanto.