Ala mañana siguiente en el desayuno daba la impresión de que Cee había recobrado su yo reciente: firme, alegre, ocupado, lleno de confianza. Con un cucharón le sirvió a Frank patatas con cebolla frita y le preguntó si también quería huevos o no.
Frank dijo que no, pero pidió más café. No había dormido en toda la noche, agitado y enredado en pensamientos recurrentes y agobiantes. Cómo había escondido su culpa y su vergüenza bajo el grandilocuente luto por sus amigos muertos. Día y noche se había aferrado a ese sufrimiento porque lo salvaba, lo libraba del anzuelo de la culpa, porque ocultaba a la niña coreana. Y ahora tenía el anzuelo bien clavado en el centro del pecho y con nada se lo podría sacar. Lo único que podía esperar era que el tiempo lo fuera aflojando. Entretanto, había cosas que merecía la pena hacer.
—Cee. —A Frank, que contemplaba su rostro, le alegraba ver que su hermana tenía los ojos secos y la mirada serena—. ¿Qué ha sido de aquel terreno donde solíamos colarnos a escondidas? ¿Te acuerdas? Aquel donde estaban los caballos.
—Sí, me acuerdo —dijo Cee—. He oído que unos hombres lo compraron y construyeron un sitio para jugar a las cartas. Había partidas día y noche. Y también había mujeres. Y he oído que luego organizaban peleas de perros.
—¿Qué hicieron con los caballos? ¿Alguien lo sabe?
—Yo no. Pregúntale a Salem. Nunca dice nada, pero se entera de todo.
Frank no tenía la menor intención de ir a casa de Lenore para hablar con Salem. Sabía muy bien dónde y cuándo encontrarlo. El viejo era regular en sus hábitos, como los cuervos. Pasaba un rato sentado en el porche de un amigo a determinada hora, iba a Jeffrey siempre el mismo día y confiaba en que los vecinos lo invitaran al aperitivo. Como de costumbre, después de la cena se aposentaba con el rebaño en el porche de Anderson Ojo de Pez.
Excepto Salem, todos los demás eran veteranos de guerra. Los dos más viejos habían combatido en la Primera Guerra Mundial, el resto en la Segunda. Habían oído hablar de la de Corea, pero como no comprendían el motivo de la lucha, no le concedían el respeto —la seriedad— que Frank creía que merecía. Clasificaban las batallas y las guerras según las cifras de bajas: tres mil en este sitio, doce mil en aquel otro, sesenta mil en las trincheras. A mayor número de muertos, más valientes habían sido los guerreros, no más estúpidos los comandantes. Salem Money, que no tenía historias bélicas que contar ni opiniones que manifestar, era un jugador ávido. Ahora que su mujer pasaba la mayor parte del tiempo en cama o en el diván, estaba más cerca de la libertad que nunca. Como es natural, tenía que escuchar sus quejas, pero como Lenore hablaba con dificultad, podía fingir que no la entendía. Además, tenía otra ventaja: ahora era él quien manejaba el dinero. Iba a Jeffrey todos los meses y sacaba de la cuenta todo lo que necesitaba. Si Lenore le pedía el talonario, no le hacía caso o decía: «No te preocupes por nada. El dinero está bien. Hasta el último centavo».
Casi todos los días después de cenar, Salem y sus amigos quedaban para jugar al ajedrez o a las damas, y de vez en cuando al whist. Siempre había dos mesas, era una de sus características inmutables, en el atestado porche de Ojo de Pez. Apoyadas en la barandilla estaban las cañas de pescar y había cajas de hortalizas y verduras esperando a que alguien las metiera en casa, y botellas de refresco vacías, periódicos…, todos los objetos con los que un hombre se encuentra cómodo. Mientras dos parejas de jugadores movían las piezas, los demás se sentaban en la barandilla y reían y se burlaban de los perdedores y les daban consejos. Frank levantó los pies para no pisar una cesta de remolachas rojas de Detroit y se acomodó junto al grupo de mirones. En cuanto terminó la partida de whist se trasladó al tablero de ajedrez, donde jugaban Salem y Ojo de Pez, que meditaban sus movimientos durante varios minutos. En una de las pausas, intervino.
—Cee me ha hablado del terreno aquel, donde tenían caballos y un establo con sementales. Me ha dicho que ahora organizan peleas de perros. ¿Es verdad?
—Peleas de perros. —Salem se llevó la mano a la boca para amortiguar la carcajada.
—¿De qué te ríes?
—Peleas de perros. Ojalá fuera eso todo lo que hacían. No. Ese lugar se quemó hace tiempo, a Dios gracias. —Salem hizo un gesto con la mano instando a Frank a que no le distrajera mientras se concentraba en el siguiente movimiento.
—¿Quieres saber en qué consistían esas peleas de perros? —preguntó Ojo de Perro. Pareció que la interrupción le agradaba—. Más bien trataban a los hombres como si fueran perros de pelea.
Habló otro veterano.
—¿No te acuerdas de aquel chico que estuvo aquí llorando? ¿Cómo dijo que se llamaba? Andrew, ¿recuerdas cómo se llamaba?
—Jerome —dijo Andrew—. Como mi hermano. Por eso me acuerdo.
—Eso es, Jerome. —Ojo de Pez se dio un manotazo en la rodilla—. Nos dijo que les trajeron a él y a su padre de Alabama. Atados con una soga. Les obligaron a pelearse. Con cuchillos.
—No, señor. Con facas. Con facas, sí, señor. —Salem lanzó un escupitajo por encima de la barandilla—. Les dijeron que tenían que pelear hasta que uno matara al otro.
—¿Qué? —A Frank se le hizo un nudo en la garganta.
—Como lo oyes. O moría uno, o morían los dos. Hicieron apuestas. —Salem frunció el ceño y se removió en su silla.
—El chico contó que se hicieron algunas heridas, las justas para que les saliera sangre. Pero solo el que quedara vivo podía marcharse, ese era el juego. Así que uno tenía que matar al otro. —Andrew negaba con la cabeza.
Los hombres formaron un coro y contaron lo que sabían y cómo se habían sentido, sumándose a las observaciones de los demás o interrumpiéndolas.
—Dejaron de organizar peleas de perros. Convirtieron a los hombres en perros.
—Hacer que un padre se pelee con su hijo. ¿Quién es capaz superar algo así?
—Nos contó que le dijo a su padre: «No, papá, no».
—Y que su padre le dijo: «Tienes que hacerlo».
—Una decisión diabólica. Decidas lo que decidas, te vas derechito al infierno.
—Entonces, como se negaba en redondo, su padre le dijo: «Hijo, debes obedecerme una vez más, la última. Tienes que hacerlo». Contó que le dijo a su padre: «No te puedo quitar la vida». Y su padre le dijo: «Esto no es vivir». Mientras tanto, la gente, borracha, como loca, gritaba cada vez más alto: «¡Dejad ya de ladrar y a pelear! ¡A pelear, maldita sea!».
—¿Y? —A Frank le costaba respirar.
—¿Y tú qué crees? Le mató. —Ojo de Pez volvió a soliviantarse—. Se presentó aquí llorando y nos lo contó todo. Todo. Pobrecillo. Rose Ellen y Ethel Fordham salieron a pedir dinero para él, para que pudiera marcharse a alguna parte. También Maylene. Todos juntamos algo de ropa para él. Estaba empapado de sangre.
—Si el sheriff le veía la sangre, le metía en la cárcel sin pensárselo dos veces.
—Nos lo llevamos en una mula.
—Ganó la vida, eso es todo lo que ganó. Aunque dudo que después de aquello le concediera mucho valor.
—Me parece que no dejaron toda esa asquerosidad hasta Pearl Harbor —dijo Salem.
—¿Cuándo ocurrió? —Frank apretaba la barbilla.
—¿Cuándo ocurrió el qué?
—¿Cuándo estuvo aquí el hijo, Jerome?
—Hace mucho. Diez o quince años, creo.
Frank se había levantado ya para irse cuando se le ocurrió otra pregunta.
—Por cierto, ¿qué pasó con los caballos?
—Supongo que los venderían —dijo Salem.
Ojo de Pez asintió.
—Sí. A un matadero.
—¿Qué? —Era difícil de creer, pensó Frank.
—La carne de caballo era la única que no estaba racionada durante la guerra, ¿comprendes? —dijo Ojo de Pez—. Yo comí carne de caballo en Italia. Y en Francia. Sabe igual que la ternera. Bueno, es un poco más dulce.
—También la comíamos en nuestros queridos Estados Unidos, solo que no lo sabíamos. —Andrew se echó a reír.
Salem, impaciente por reanudar la partida, cambió de tema.
—Oye, ¿qué tal está tu hermana?
—Mejor —contestó Frank—. Se pondrá bien.
—¿Te ha dicho qué ha sido de mi Ford?
—Es lo que menos le preocupa, abuelito. Y a ti tampoco debería preocuparte.
—Ya, bueno. —Salem movió la dama.