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Tengo que decirle algo y ya no aguanto más. Tengo que contarle toda la verdad. Le he mentido y me he mentido. Se la he ocultado porque me la he ocultado. Estaba tan orgulloso de mi luto por mis amigos muertos. Cuánto los quería, cuánto los cuidé. Cuánto los he echado de menos. Mi pena era tan espesa que envolvía mi culpa por completo.

Entonces Cee me dijo que veía a una niña sonriente por toda la casa, en el aire, en las nubes. Fue como una sacudida. Es posible que esa niña no estuviera esperándola a ella para nacer. Es posible que hubiera muerto antes y estuviera esperando que yo diera un paso al frente y dijera cómo.

Soy yo el que le pegó un tiro en la cara a la niña coreana.

Soy yo al que ella toqueteó.

Soy yo el que la vio sonreír.

Soy yo al que ella dijo «Nam-ñam».

Soy yo el hombre al que excitó.

Una niña. Una niña pequeña.

No pensé. No tuve que hacerlo.

Mejor que muriera.

¿Cómo podía dejarla vivir después de que me hiciera descender a un lugar de mí que ni siquiera sabía que existía?

¿Cómo podía aceptarme, incluso ser yo, si me rendí a ese lugar y me bajé la bragueta y dejé que probara mi cuerpo allí mismo?

Y al día siguiente otra vez, y al siguiente y al siguiente, y todos los días que venía a rebuscar entre la basura.

¿Qué clase de hombre es capaz de algo así?

¿Y qué clase de hombre cree que podrá llegar a pagar alguna vez el precio de aquella naranja?

Puede seguir escribiendo, pero he creído que debía saber la verdad.