Era muy luminoso, más luminoso de lo que recordaba. El sol, tras sorber el azul del cielo, se demoraba en un espacio blanco amenazando Lotus, torturando sus paisajes, pero fracasando una y otra vez en silenciarlos: los niños seguían riendo, corriendo, jugando y gritando; las mujeres cantaban en los jardines traseros al tender las sábanas mojadas; de vez en cuando a una soprano se unía una vecina alto o un tenor que, simplemente, pasaba por allí. «Acércame al agua. Acércame al agua. Acércame al agua, para que me bauticen». Frank no pasaba por aquel camino de tierra desde 1949, tampoco había pisado los tablones que cubrían los charcos que habían dejado las lluvias. Aceras no había, pero todos los huertos delanteros y traseros lucían flores que protegían las hortalizas de las plagas y los predadores: caléndulas, dalias y capuchinas. Carmesíes, púrpuras, rosas y azul añil. ¿Y aquellos árboles? ¿Siempre habían tenido ese verde tan, tan intenso? El sol se esforzaba por calcinar la bendita paz que reinaba bajo los viejos y anchos árboles, por arruinar el placer de encontrarse entre quienes no quieren ni degradarte ni destruirte. Por mucho que lo intentara, no podía abrasar a las mariposas amarillas y apartarlas de los rosales escarlata, ni asfixiar las canciones de los pájaros. Su calor cruel no incordiaba al señor Fuller ni a su sobrino, sentados en la caja de una camioneta: el chico con una armónica, el hombre con un banjo de seis cuerdas. El sobrino columpiaba sus píes descalzos, el tío marcaba el ritmo con el pie izquierdo. El color, el silencio y la música lo envolvían.
Aquella sensación de seguridad y concordia era, lo sabía, exagerada, pero el hecho de saborearla era real. Se convenció de que en un jardín cercano asaban costillas de cerdo en una barbacoa y de que en la casa había guisantes recién cogidos y ensalada de patata, col, zanahoria y mayonesa. Un bizcocho se enfriaba encima de una nevera. Y estaba seguro de que a orillas del río de la Desdicha, así lo llamaban, estaba pescando una mujer con un sombrero de paja de hombre. Por la sombra y el confort estaría sentada debajo del laurel, ese con ramas que se extendían como brazos.
Cuando llegó a los campos de algodón que había más allá de Lotus, vio acres de capullos rosados abriéndose bajo el sol malevolente. Se pondrían rojos y caerían al suelo en pocos días para dejar brotar sus jóvenes cápsulas. El dueño necesitaría ayuda para desmotar y Frank se pondría a la cola, y lo haría también para la recogida cuando llegara el momento. Como todo trabajo duro, la recogida del algodón te destrozaba el cuerpo pero te liberaba la mente para así soñar venganzas, imágenes de placer ilícito y hasta ambiciosos planes de evasión. Y entreverados con estos grandes pensamientos había otros más modestos. ¿Otra medicina para el niño? ¿Qué hacer con el pie del tío, tan hinchado que no podía ni calzarse? ¿Se conformaría esta vez el propietario con la mitad del alquiler?
Mientras Frank esperaba a los arrendadores solo podía pensar en si Cee se estaba poniendo mejor o peor. Combatía una fiebre que no terminaba de bajarle porque en Atlanta su jefe le había hecho algo en el cuerpo; qué, no lo sabía. Que la raíz de cálamo en la que confiaba la señorita Ethel no estaba funcionando sí lo sabía. Pero no sabía más, porque todas y cada una de las vecinas le impedían el paso a la habitación de la enferma. De no ser por aquella chica, Jackie, no se habría enterado de nada. Por ella sabía que las mujeres opinaban que, con su virilidad, él empeoraría el estado de Cee. Le contó también que se turnaban para atender a su hermana y que todas tenían una receta distinta para la cura. En lo que todas coincidían era en que él no podía acercarse.
Eso explicaba por qué la señorita Ethel ni siquiera lo quería en el porche de su casa.
—Márchate a alguna parte —le dijo— y no vuelvas hasta que te avise.
Frank tenía la impresión de que la mujer estaba muy asustada.
—No la deje morir —le dijo—. ¿Me oye?
—Lárgate. —Le indicó que se fuera con la mano—. No eres de ninguna ayuda, señor Dinero Fácil. Con esos malos pensamientos no. Márchate te he dicho.
Así que se mantuvo ocupado limpiando y haciendo arreglos en la casa de sus padres, que llevaba vacía desde la muerte de su padre. Con el poco dinero que quedaba del sueldo de Cee y del que él llevaba guardado en el zapato, tenía suficiente para volver a alquilarla unos meses. Metió la mano en un agujero que había al lado del fogón y sacó una caja de cerillas. Los dos dientes de leche de Cee parecían muy pequeños comparados con sus canicas de la suerte: una de un azul vivo, otra de ébano y la tercera, su preferida, como un arco iris. El reloj Bulova seguía allí. Sin cuerda ni manecillas; así funcionaba el tiempo en Lotus, puro y sujeto a la interpretación de cualquiera.
En cuanto las flores empezaron a caer, Frank enfiló surcos de algodón caminando hacia la caseta que el capataz de la granja llamaba su despacho. Siempre había odiado este lugar. Las ventiscas de polvo que se levantaban cuando estaba en barbecho, las guerras de arañuelas y el calor cegador. De niño le encargaban las tareas más molestas mientras que sus padres estaban lejos, en los campos productivos, y se le secaba la boca de furia. Embarullaba todo lo que podía para que lo echaran. Y lo echaban. Las regañinas de su padre no le importaban, porque Cee y él tenían libertad para inventar formas de ocupar aquel tiempo sin tiempo en que el mundo estaba recién hecho.
Si ella moría porque un médico arrogante y maligno la había cortado en pedazos, los recuerdos de la guerra palidecerían al lado de lo que le haría. Aunque le llevara el resto de su vida, aunque pasara los años que le quedaban en la cárcel. Pese a que había derrotado al enemigo sin carnicerías, con la muerte de su hermana en la imaginación se unió a los demás recolectores, que bajo el sol planeaban dulces venganzas.
Era ya finales de junio cuando la señorita Ethel mandó a Jackie a decirle que podía pasar a hacer una visita, y julio cuando Cee estaba lo bastante bien para trasladarse a la casa de sus padres.
Cee estaba distinta. Dos meses rodeada de mujeres de campo que amaban la humildad la habían cambiado. Esas mujeres abordaban la enfermedad como si fuera una afrenta, una fanfarrona ilícita e invasora a quien había que fustigar. No perdían su tiempo ni el de su paciente en compadecerse y reaccionaban a las lágrimas de la doliente con resignado desprecio.
Primero la hemorragia.
—Abre bien las piernas. Te va a doler. A callar. He dicho que a callar.
Luego la infección.
—Bébete esto. Si vomitas tendrás que beber más, así que no vomites.
A continuación el arreglo.
—Para ya. Te escuece porque se está curando. Cállate. Más tarde, cuando se pasó la fiebre y lo que le hubieran metido en la vagina salió expulsado, Cee les contó lo poco que sabía de lo que le había ocurrido. Ninguna de ellas le había preguntado. En cuanto se enteraron de que había estado trabajando para un médico, miradas al cielo y gestos de grima bastaron para evidenciar su desprecio. Y ninguno de sus recuerdos —el gusto al despertarse después de que el doctor Beau le clavara una aguja para dormirla, la pasión con que el médico hablaba del valor de los experimentos, su convicción de que la sangre y el dolor posteriores eran un problema menstrual—, ninguno, les hizo cambiar su opinión sobre el oficio de médico.
—Un hombre reconoce un orinal en cuanto lo ve.
—No eres una mula, así que no tienes por qué tirar de la carreta de ningún maldito médico.
—¿Qué eres, una mujer o un retrete?
—¿Quién te ha dicho que eres basura?
—¿Cómo iba yo a saber lo que pretendía? —Cee trató de defenderse.
—La desgracia no avisa. Por eso hay que estar siempre ojo avizor. Si no, se cuela por la rendija de la puerta.
—Pero…
—Pero nada. Cristo te acepta tal y como eres. No te hace falta saber más.
Cuando se curó, las mujeres cambiaron de táctica y dejaron de regañarla. Se llevaban sus labores de ganchillo y bordado, y finalmente convirtieron la casa de Ethel Fordham en su propio centro de confección de edredones. Sin hacer caso a quienes preferían mantas nuevas y suaves, ponían en práctica lo que sus madres les habían enseñado en aquella época que la gente rica llamaba Depresión y ellas llamaban vida. Rodeada por sus idas y venidas, escuchando sus charlas y sus canciones, ateniéndose a sus órdenes, Cee no tenía otra cosa que hacer que prestarles la atención que nunca antes les concediera. No se parecían en nada a Lenore, que había exprimido bien a Salem y que ahora, tras sufrir una apoplejía leve, no hacía nada de nada. Aunque todas sus enfermeras eran muy diferentes entre sí en aspecto, forma de vestir y de hablar, preferencias médicas y alimentarias, sus similitudes saltaban a la vista. En sus huertas no había excedentes porque lo compartían todo. En sus casas no había basura ni desperdicios porque a cada cosa le daban un uso. Se responsabilizaban de sus vidas y de lo que fuera o quien fuera que las necesitase. La falta de sentido común las irritaba pero no las sorprendía. La vagancia, más que intolerable, les parecía inhumana. En el campo, en casa, en la huerta, donde fuera, había que estar ocupada. Dormir no era para soñar, sino para recobrar fuerzas para el día siguiente. A la conversación la acompañaban labores: planchar, pelar, desvainar, seleccionar, coser, remendar, lavar o dar de mamar. La madurez no se podía aprender, pero crecer estaba al alcance de todas. Lamentarse tenía su encanto, pero era mejor pensar en Dios, y no querían encontrarse con su Hacedor y tener que dar cuenta de una vida desperdiciada. Sabían que Él les haría a todas y cada una de ellas una pregunta: «¿Qué habéis hecho?».
Cee se acordaba de que uno de los hijos de Ethel Fordham había muerto asesinado en el norte, en Detroit. Maylene Stone solo veía bien con un ojo, el otro se lo había perforado una astilla en el aserradero. En el pueblo no había médico y tampoco lo iban a buscar. Tanto Hana Rayburn como Clover Reid, coja por la polio, se habían unido a sus hermanos y maridos, y llevado madera a la iglesia, dañada por una tormenta. Ciertos males, creían, eran incorregibles, así que era mejor dejar que el Señor acabara con ellos. Otros se podían mitigar. Lo importante era saber la diferencia.
La última etapa de la convalecencia de Cee fue, para ella, la peor. Tenía que tostarla el sol, lo cual significaba pasar al menos una hora al día con las piernas bien abiertas bajo un sol abrasador. Todas las mujeres estaban de acuerdo en que con ese abrazo se libraría de cualquier infección o dolencia del útero que aún le pudiera quedar. Cee, estupefacta y avergonzada, se negó. Supongan que alguien, un niño, un hombre, la viera abriéndose de piernas de esa manera…
—Nadie te va a mirar —le dijeron—. Y si lo hacen, ¿qué pasa?
—¿Te crees que no han visto un coño en su vida?
—No le des más vueltas —le aconsejó Ethel Fordham. Y Cee, dominando su vergüenza, se acostaba como debía sobre unas almohadas al borde del pequeño porche trasero de Ethel en cuanto los violentos rayos del sol apuntaban en esa dirección. Cada vez que lo hacía, la ira y la humillación le encogían los dedos de los pies y le tensaban las piernas.
—Por favor, señorita Ethel, no puedo seguir más con esto.
—Oh, cállate ya, niña. —Ethel empezaba a perder la paciencia—. Tengo entendido que hasta ahora siempre que te has abierto de piernas te han engañado. ¿Te crees que el sol también te va a engañar?
La cuarta vez se relajó, porque estar tensa una hora era agotador. Se olvidó de si alguien la miraba a escondidas desde el maíz del huerto de Ethel —con él alimentaba a las gallinas— o desde los plátanos que había detrás. Si diez días de rendición al sol sirvieron de algo a sus partes íntimas o no, nunca lo sabría. Tras la última hora de tueste al sol, cuando ya se le permitió sentarse modosamente en una mecedora, la aguardaba el exigente cariño de Ethel Fordham, que fue lo que más la calmó y fortaleció.
La mujer acercó una silla a Cee en el porche. Puso en la mesa entre ellas un plato de galletas recién salidas del horno y un tarro de mermelada de moras. Eran los primeros alimentos no medicinales que le permitían probar y los primeros dulces. Con la mirada fija en su huerto, Ethel habló con serenidad.
—Te conozco desde antes de que aprendieras a andar. Con aquellos ojazos tan preciosos pero siempre llenos de pena. Yo me fijaba en ti, nunca te separabas de tu hermano. Cuando él se fue, tú saliste corriendo con aquel inútil que desperdiciaba el tiempo y el aire del Señor. Y ahora has vuelto a casa. Y por fin has mejorado, pero podrías echar a correr otra vez. Y no me digas que vas a permitir que Lenore vuelva a decidir por ti quién eres tú. Si estás pensando en eso, deja que te diga algo. ¿Te acuerdas del cuento de la gallina de los huevos de oro? ¿Te acuerdas de que el labrador prefería los huevos y de que la avaricia lo volvió tan idiota que acabó matando a la gallina? Yo siempre he pensado que con una gallina muerta por lo menos se puede hacer un buen caldo. Pero ¿con un huevo de oro? Lenore en su vida no ha pensado en otra cosa. Lo ha tenido, lo ha adorado y creía que le daba derecho a estar por encima de todos los demás. Igual que el labrador del cuento. ¿Por qué no aró la tierra, la regó y plantó la simiente que le diera de comer?
Cee se echó a reír y extendió mermelada en otra galleta.
—¿Comprendes lo que quiero decir? Mírate. Eres libre. Nada ni nadie está obligado a salvarte salvo tú misma. Siembra tu propia tierra. Eres joven y eres mujer, y las dos cosas son limitaciones importantes, pero también eres una persona. No dejes que ni Lenore ni ningún novio alfeñique, ni por supuesto ningún maldito doctor, decida quién eres. Eso es la esclavitud. Dentro de ti, en algún lugar, está esa persona libre de la que t e estoy hablando. Encuéntrala y permite que haga algún bien al mundo.
Cee metió el dedo en el tarro de mermelada y lo chupó.
—No voy a marcharme a ninguna parte, señorita Ethel. Este es el lugar al que pertenezco.
Semanas después, Cee estaba frente a los fogones presionando unas hojas de repollo tiernas en una olla de agua hirviendo condimentada con dos puntas de jamón. Cuando Frank abrió la puerta al volver de trabajar, se fijó una vez más en su saludable aspecto: la piel tersa y la espalda recta, no encorvada por alguna inquietud o malestar.
—Eh —dijo—, ¡mírate!
—¿Estoy mal?
—No, estás estupenda. ¿Te encuentras mejor?
—Ya lo creo. Mucho, mucho mejor. ¿Tienes hambre? Igual es poca comida. ¿Quieres que coja una gallina?
—No. Con lo que estás haciendo vale.
—Me acuerdo que te gustaba el pan frito de mamá. Voy a hacer un poco.
—¿Quieres que corte los tomates?
—Ajá.
—¿Qué es todo eso que hay en el sofá? —Un montón de trapos llevaba días allí.
—Retales para un edredón.
—¿Alguna vez en nuestra vida nos ha hecho falta edredón en esta casa?
—No.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Porque los compran los turistas.
—¿Qué turistas?
—Los que vienen de Jeffrey, Mount Haven. La señorita Johnson, de Good Shepherd, nos los compra y se los vende a los turistas de Mount Haven. Si resulta que me sale bonito, a lo mejor la señorita Ethel se lo enseña a la señorita Johnson.
—Eso estaría bien.
—Estaría fenomenal. Pronto pondrán la luz y el agua corriente. Pero cuestan dinero. Solo por poder tener un ventilador merece la pena.
—Si es por eso, en cuanto me paguen te compras una nevera Philco.
—¿Para qué queremos nevera? Puedo preparar conservas y, todo lo demás, salgo y lo cojo de la huerta o del campo, o mato algún animal. Además, ¿quién cocina en esta casa, tú o yo?
Frank se rió. Aquella Cee no era la niña que se echaba a temblar al más leve roce del mundo real y despiadado. Ni la chica que sin haber cumplido los quince estaba dispuesta a fugarse con el primer chico que se lo pidiera. Ni tampoco la asistenta que creía que mientras estaba drogada no podía pasarle nada malo solo porque un bata blanca lo decía. Frank no sabía qué había pasado en aquellas semanas en casa de la señorita Ethel, rodeada de esas mujeres con ojos de haberlo visto todo. Esas mujeres no le pedían mucho a la vida, eso estaba claro. La devoción que sentían por Jesucristo y por ellas mismas las centraba y las situaba muy por encima de lo que en la vida les había tocado en suerte. Le habían devuelto una Cee que ya nunca más necesitaría su mano para taparse los ojos ni sus brazos para acallar el murmullo de sus huesos.
—Tu vientre nunca podrá dar fruto.
La señorita Ethel Fordham se lo había dicho. Sin tristeza ni alarma, le había comunicado el diagnóstico como si estuviera comprobando los resultados de una incursión de conejos en algún semillero de Burpee. Cee no supo cómo tomarse la noticia, ni qué sentir con respecto al doctor Beau. No era capaz de sentir ira: había sido tan estúpida, tan deseosa de agradar. Como siempre, echó la culpa de lo tonta que era a lo poco que había ido al colegio, pero esta excusa se vino abajo en el momento en que pensó en las diestras mujeres que la habían cuidado, que la habían sanado. A algunas había que leerles los versículos de la Biblia porque no sabían descifrar la letra impresa, aunque habían desarrollado los recursos del analfabeto: perfecta memoria fotográfica, agudos sentidos del olfato y el oído. Además, sabían cómo recuperar lo que un médico docto pero ladrón había robado. Si no era por no haber ido al colegio, entonces, ¿por qué?
Etiquetada desde pequeña como indigna de ser amada, como una «niña mal parida», apenas tolerada por Lenore, la única persona cuya opinión importaba a sus padres, tal como había dicho la señorita Ethel, ella había aceptado la etiqueta y se había creído despreciable. Ida nunca decía: «Mi niña. Te adoro. Tú no naciste en una cuneta. Tú naciste en mis brazos. Ven aquí y deja que dé un abrazo». Y si no su madre, alguien en alguna parte hubiera tenido que decir esas palabras y decirlas de verdad.
Solo Frank la valoraba. Si bien su devoción la protegía, no la hacía más fuerte. ¿Debería ser así? ¿Por qué iba a ser responsabilidad de su hermano y no suya? Cee no había conocido a ninguna mujer blanda ni tonta. Thelma no lo era, ni Sarah, ni Ida, y mucho menos las mujeres que la habían curado. Hasta la señora K., que permitía que los chicos hicieran cochinadas con ella, era capaz, cortaba el pelo y daba un cachete a cualquiera que se metiera con ella, dentro o fuera de su cocina que servía de peluquería.
Así que la cosa quedaba en sus manos. En aquel mundo y con aquella gente quería ser una persona que nunca más necesitara ser rescatada. Ni de Lenore con mentiras sobre la Rata, ni del doctor Beau con el coraje de Sarah y de su hermano. Tostada por el sol, o no, quería ser rescatada por sí misma. ¿Era capaz de hacerlo o no? Con solo desearlo no lo conseguiría, ni echándose la culpa, pero pensando tal vez sí. Si no se respetaba a sí misma, ¿cómo iban a respetarla los demás?
De acuerdo. No tendría hijos a los que cuidar, niños que le otorgaran la condición de madre.
De acuerdo. No tenía y probablemente nunca tendría un compañero. ¿Tan importante era? ¿El amor? Por favor. ¿Protección? Sí, claro. ¿Huevos de oro? No me hagas reír.
De acuerdo. No tenía un centavo. Pero no por mucho tiempo. Tenía que idear un medio de ganarse la vida.
¿Qué más?
Cuando le dio la mala noticia, la vieja señorita Ethel bajó al huerto y abonó las plantas con granos de café y cáscaras de huevo. Perpleja e incapaz de reaccionar al diagnóstico de Ethel, Cee la estuvo observando. Llevaba una bolsita de dientes de ajo colgada de los tirantes del delantal. Para el pulgón, le dijo. Hortelana enérgica, la señorita Ethel cortaba el paso o destruía al enemigo y abonaba sus plantas. Las babosas se retorcían hasta morir al echarles agua mezclada con vinagre. Los temerarios y confiados mapaches chillaban y salían corriendo cuando sus tiernos pies pisaban un rebujo de papel de periódico o la tela metálica que protegía los tallos. Las plantas de maíz, seguras frente a los zorrillos, dormían en paz tapadas por bolsas de papel. Bajo la atenta vigilancia de la señorita Ethel, las matas de habas se encorvaban primero y se enderezaban cuando estaban listas. Los zarcillos de fresas se dispersaban sin rumbo, su espléndido escarlata relucía con el sol de la mañana. Las abejas se congregaban para saludar a las hierbas aromáticas y bebían sus jugos. El huerto de la señorita Ethel no era el Edén, era mucho más. Para ella, el mundo entero, lleno de predadores, lo amenazaba y competía con sus alimentos, belleza, bondades y demandas. Y ella lo amaba.
¿Qué amaba Cee de este mundo? Tendría que pensar en ello.
Entretanto, su hermano le hacía compañía. Y era reconfortante, pero ya no lo necesitaba como antes. Le había salvado literalmente la vida, pero no echaba de menos ni deseaba sus dedos en la nuca diciéndole que no llorara, que todo saldría bien. Ciertas cosas tal vez, pero no todo.
—No puedo tener hijos —le dijo—. Nunca podré. —Bajó el fuego de la olla donde cocía el repollo.
—¿Ese médico?
—Ese médico.
—Lo siento, Cee. Lo siento mucho. —Frank se acercó a ella.
—No —le respondió ella, apartando su mano—. Al principio, cuando la señorita Ethel me lo dijo, no sentí nada, pero ahora no puedo pensar en otra cosa. Es como si sintiera que hay una niña ahí esperando a nacer. Está cerca, en el aire, en esta casa, y me ha elegido a mí para venir al mundo. Pero ahora tiene que encontrar otra madre. —Empezó a sollozar.
—Vamos, niña. No llores —susurró Frank.
—¿Por qué no? Puedo estar triste si quiero. No tienes por qué hacer nada para que se me pase. No debería pasárseme. Me da la pena que me tiene que dar y no me voy a ocultar la verdad solo porque duele. —Cee había dejado de sollozar pero todavía le corrían lágrimas por las mejillas.
Frank se sentó, se cogió las manos y apoyó la frente en ellas.
—¿Te has fijado en la sonrisa sin dientes de los bebés? —dijo Cee—. Yo no dejo de verla. Una vez la vi en un pimiento verde. Otro día una nube empezó a girar y parecía… —Cee no terminó la lista. Simplemente se acercó al sofá, se sentó y empezó a seleccionar retales para el edredón. De vez en cuando se limpiaba las mejillas con el pulpejo de la mano.
Frank salió al jardín delantero y se paseó arriba y abajo, notando cierta agitación en el pecho. ¿Quién haría algo así a una chica? Un médico, además. ¿Y con qué maldita intención? Le escocían los ojos y parpadeó rápidamente para ahuyentar lo que se habría convertido en esas lágrimas que no había llorado desde que era niño. Ni siquiera al tener a Mike entre sus brazos o al hablarle a Stuff entre susurros le habían quemado así los ojos. Era cierto, la vista a veces le engañaba, pero nunca había llorado. Ni una sola vez.
Confuso y profundamente preocupado, decidió dar un paseo para tranquilizarse. Bajó por el camino ancho, atajó por unos senderos y rodeó algunos huertos. Saludaba a los vecinos con quienes se cruzaba y a los que limpiaban el porche de su casa. No podía creer cuánto había llegado a odiar aquel pueblo en otra época. Ahora le parecía joven y antiguo a la vez, y seguro y exigente. Al llegar a la orilla del río de la Desdicha, río unas veces, riachuelo o arroyo otras, y también lecho de barro en ocasiones, se sentó en cuclillas bajo el laurel. Su hermana estaba destrozada. Era estéril, pero no la habían vencido. Había sido capaz de afrontar la verdad, de aceptarla y seguir confeccionando el edredón. Intentó averiguar qué otra cosa le preocupaba y qué podía hacer al respecto.