Frank bajó por Auburn Street desde la estación de Walnut. Una peluquera, una ayudante de cocina, una mujer llamada Thelma…; por fin consiguió la marca del coche y el nombre de un taxista sin licencia que tal vez lo llevara hasta la casa donde trabajaba Cee, un lugar a las afueras. Como había llegado tarde por el retraso cerca de Chattanooga, pasó todo el día por la zona de Auburn Street preguntando aquí y allá. Era demasiado tarde. El taxista no estaría donde solía hasta la mañana siguiente temprano. Frank decidió comer algo, dar una vuelta y luego buscar algún sitio donde pasar la noche.
Estuvo paseando tranquilamente hasta que anocheció, y cuando ya se dirigía al hotel Royal unos jóvenes aprendices de gángster le asaltaron.
Atlanta le gustaba. A diferencia de Chicago, el ritmo de la vida cotidiana era humano. Aparentemente, en aquella ciudad había tiempo. Tiempo para liar un cigarrillo solo porque sí, tiempo para examinar las verduras afilando el ojo como una cuchilla de diamante. Y tiempo para que los viejos formaran un corrillo a la entrada de una tienda y no hicieran nada salvo ver pasar sus sueños: los espléndidos automóviles de los criminales y el contoneo de las mujeres. Tiempo también para darse consejos, para rezar los unos por los otros y para regañar a los niños en los bancos de un centenar de iglesias. Fue ese entretenido afecto el que le llevó a bajar la guardia. Tenía muchos malos recuerdos, pero ni fantasmas ni pesadillas en dos días, y unas ganas locas de tomar café solo por las mañanas, sin los despertares sobresaltados que el whisky le había dado. Así que, la noche antes de poder disponer del taxi ilegal, se dio un paseo por las calles, para palpar la ciudad antes de llegar al hotel. De haber estado alerta en vez de soñar despierto, habría reconocido el aroma a gasolina y marihuana, el andar rápido y furtivo, y la peste a pandilla de delincuentes; el olor de niños asustados que necesitan del grupo para tener valor. Nada que ver con los militares, más bien tipos de patio de colegio. En la boca de un callejón.
Pero no se dio cuenta de nada y dos de aquellos cinco pandilleros se acercaron por detrás y le sujetaron los brazos. Dio un pisotón a uno de ellos, que aulló y cayó dejando un espacio que aprovechó para volverse y romperle la mandíbula al otro de un codazo. Fue en ese momento cuando uno de los otros tres le pegó con un tubo en la cabeza. Cayó, y en el aturdimiento del dolor notó que le registraban y que salían corriendo y cojeando. Se acercó a rastras a la calle y a oscuras se sentó apoyado en una pared hasta que se le aclaró la vista.
—¿Necesita ayuda? —Delante de él, la silueta de un hombre enmarcada por la luz de una farola.
—¿Qué? ¡Ah!
—Arriba. —El hombre le tendió la mano para ayudarle a levantarse.
Palpándose los bolsillos sin dejar de tambalearse, Frank soltó un taco.
—Maldita sea. —Le habían robado la cartera. Con una mueca se frotó la cabeza por detrás.
—¿Quiere que avise a la policía o no?
—Ni hablar, no. Quiero decir, no, pero gracias.
—Bueno, pero coja esto. —El hombre le metió dos billetes de dólar en el bolsillo de la chaqueta.
—Gracias, pero no necesito ninguna…
—Olvídelo, hermano. Y camine donde haya luz.
Más tarde, en un restaurante que se quedaba abierto toda la noche, Frank recordó la larga coleta del buen samaritano, que atraía la luz de la farola. Abandonó la esperanza de dormir bien aquella noche en el hotel. Estaba nervioso, tenso, así que optó por quedarse en aquel sitio todo el tiempo que pudiera, jugueteando con tazas de café solo y un plato de huevos. Las cosas no iban bien. Si al menos tuviera un coche, pero Lily no había querido ni hablar de ello. Tenía otros planes. Mientras pinchaba los huevos, sus pensamientos vagaron hacia ella, qué estaría haciendo, qué estaría pensando. Le dio la impresión de que había sentido alivio con su marcha. Y, para ser sinceros, a él le había pasado lo mismo. Ahora estaba convencido de que el afecto por ella había sido medicinal, como una aspirina. Efectivamente, tanto si se daba cuenta como si no, Lily desplazaba su desorden, su cólera y su vergüenza. Hasta el punto de que había llegado a convencerse de que el naufragio emocional estaba superado. En realidad, solo esperaba el momento más propicio para asomar.
Cansado e incómodo, Frank salió del restaurante y anduvo sin rumbo por las calles, pero se detuvo de pronto al oír el chillido de una trompeta. El sonido provenía de una puerta entreabierta al pie de una corta escalera que bajaba. Voces de admiración refrendaban el grito de la trompeta, y si algo podía equipararse a su estado de ánimo era aquel sonido. Entró. Prefería el bebop al blues y a las canciones de amor dulzonas. Después de Hiroshima, los músicos comprendieron tan pronto como cualquiera que la bomba de Traman lo cambiaba todo y solo el scat y el bebop podían expresarlo. En la sala, pequeña y llena de humo, unas diez personas seguían apasionadamente la actuación de un trío: trompeta, piano y batería. La pieza parecía no acabar nunca y, excepto por algunos asentimientos de cabeza, nadie se movió de su asiento. Flotaba el humo, pasaban los minutos. Al pianista le brillaba el rostro por el sudor, y también al trompetista. El batería, en cambio, lo tenía seco. Claramente, la música no terminaría; la pieza solo acabaría cuando uno de los intérpretes finalmente se agotara, cuando el trompetista se sacara el instrumento de la boca y el pianista acariciara las teclas antes de ejecutar el final. Pero cuando ocurrió, cuando el pianista y el trompetista hubieron terminado, el batería siguió tocando. Y siguió, y siguió. Al cabo de un rato sus compañeros se volvieron para mirarle y reconocieron lo que debían haber advertido antes. El batería había perdido el control. El ritmo estaba al mando. Al cabo de largos minutos, el pianista se puso de pie y el trompetista dejó su trompeta. Levantaron los dos al batería de su asiento y se lo llevaron. Continuaba moviendo las baquetas siguiendo un ritmo tan intrincado como mudo. El público aplaudió con respeto y simpatía. Tras los aplausos, una mujer con un vestido azul brillante y otro pianista subieron al estrado. La mujer cantó algunos compases de «Skylark», luego acometió un scat que levantó los ánimos a todos.
Frank se marchó cuando el local se quedó vacío. Eran las cuatro de la madrugada, quedaban dos horas para que el señor Taxi Ilegal llegara a su puesto. Le dolía menos la cabeza; se sentó en el bordillo y esperó. El momento no llegaba nunca.
Sin coche, sin taxi, sin amigos, sin información, sin plan…; encontrar transporte del centro a las afueras en aquellas calles era peor que tener que enfrentarse a un campo de batalla. Eran ya las siete y media cuando subió a un autobús lleno de callados trabajadores, gobernantas, criadas, jardineros y mozos ya no tan mozos. Cuando se alejaron de la zona comercial iban bajando del autobús uno a uno, como nadadores reacios zambulléndose en incitantes aguas azules sobre un fondo de contaminación. En las profundidades rastrearían los restos, la basura, reabastecerían los arrecifes y eludirían a los predadores que nadan por bosques de encaje. Limpiarían, harían la comida y la servirían, cuidarían, lavarían, plancharían, desbrozarían y segarían.
Ideas violentas se iban alternando apresuradamente con pensamientos más sensatos en la cabeza de Frank, que buscaba el letrero de la calle que le habían dicho. No sabía qué haría al encontrar a Cee. Quizá, como le había sucedido a aquel batería, el ritmo tomara el mando. Tal vez a él también lo acompañaran a la calle, forcejeando, impotente, prisionero de su propio esfuerzo. Supón que no hay nadie. Tendría que forzar la puerta. No. No podía permitir que la situación se le fuera de las manos hasta el extremo de poner en peligro a Cee. Supón que…, pero no tenía sentido suponer cuando pisaba un suelo tan poco familiar. Cuando vio el letrero de la calle era demasiado tarde para tocar el timbre de la parada. Se fue tranquilizando mientras retrocedía varias manzanas hasta llegar al jardín de la casa de Beauregard Scott y al cartel que indicaba que era médico. Cerca de las escaleras crecía un cerezo silvestre ya florido con pétalos blancos como la nieve y el centro de la flor color púrpura. No sabía si llamar a la entrada principal o a la puerta de atrás. Por precaución pensó que era mejor la de atrás.
—¿Dónde está?
La mujer que le abrió la puerta de la cocina no hizo preguntas.
—Abajo —respondió.
—¿Es usted Sarah?
—Sí. No haga ruido si puede. —Señaló con la cabeza las escaleras que conducían al despacho del médico y al cuarto de Cee.
Al bajar el último escalón, Frank vio por una puerta abierta a un hombre bajo de pelo blanco sentado a una mesa enorme. El hombre levantó la vista.
—¿Qué? ¿Quién es usted? —El doctor abrió primero los ojos de par en par y a continuación frunció el ceño por la ofensa de ver su espacio invadido por un desconocido—. ¡Fuera de aquí! ¡Sarah! ¡Sarah!
Frank se acercó a la mesa.
—¡Aquí no hay nada que robar! ¡Sarah! —El doctor levantó el teléfono—. ¡Voy a llamar a la policía ahora mismo! —Tenía el dedo en el cero cuando Frank le arrebató el teléfono.
Conociendo ya la naturaleza de la amenaza, el médico abrió el cajón de la mesa y sacó una pistola.
Un calibre 38 pensó Frank. Ligero y fácil de usar. Pero la mano que lo sostenía estaba temblando.
El doctor levantó el arma y apuntó a lo que su miedo le mostraba como una boca llena de espuma, unos orificios de la nariz hinchados y los ojos inyectados de sangre de un salvaje. En vez de eso vio el rostro tranquilo, incluso sereno, de un hombre con quien no se podía andar con tonterías.
Apretó el gatillo.
El clic de la recámara vacía fue al mismo tiempo mínimo y estruendoso. El doctor soltó la pistola, rodeó la mesa, pasó junto al intruso y corrió hasta las escaleras.
—¡Sarah! —gritó—. ¡Llama a la policía, mujer! ¿Has sido tú la que le ha dejado entrar?
El doctor Beau echó a correr entonces por el pasillo, hasta una mesita con un teléfono. Junto a la mesita estaba Sarah, que apoyaba con firmeza la mano sobre el auricular. No existía la menor duda de su intención.
Entretanto, Frank entró en el cuarto donde estaba su hermana, tendida inmóvil y pequeña en su uniforme blanco. ¿Dormida? Le tomó el pulso. ¿Leve o nulo? Acercó la oreja para oír si respiraba o no. Estaba fría al tacto, nada parecido a la calidez inicial de la muerte. Frank sabía reconocer a un muerto y Cee no lo estaba —de momento—. Echó un rápido vistazo a su alrededor y vio un par de zapatos blancos, una bacinilla y el pequeño bolso de Cee. Revolvió en el bolso y se guardó los veinte dólares que encontró en el bolsillo. A continuación se arrodilló junto a la cama de Cee, la cogió en brazos por los hombros y las rodillas y la llevó arriba.
Sarah y el médico se quedaron encerrados en una mirada indescifrable. Cuando Frank les rodeó con su inerte carga, el doctor Beau le dirigió una mirada de ira que ocultaba su alivio. No se trataba de un robo. No habría violencia. No le harían daño. Solo secuestrarían a una empleada a la que podría sustituir fácilmente, si bien, conociendo a su esposa, no se atrevería a reemplazar también a Sarah, al menos todavía no.
—No tientes la suerte —le dijo.
—No, señor —respondió Sarah, pero no apartó la mano del teléfono hasta que el doctor bajó las escaleras para volver a su despacho.
A tientas y con cuidado Frank salió por la entrada principal, y al pisar la acera se volvió para mirar la casa y vio a Sarah en la puerta, a la sombra de las flores del cerezo. La mujer lo despidió con la mano. Adiós a él y a Cee, y quizá a su trabajo.
Se quedó allí un momento, hasta que la pareja desapareció por la calle.
—Gracias a Dios —susurró pensando que un día más sin duda habría sido demasiado tarde. Se culpaba a sí misma tanto como al doctor Beau. Sabía que ponía inyecciones, que daba a sus pacientes medicamentos que preparaba él mismo y que, ocasionalmente, practicaba abortos a damas de sociedad. Nada de eso la molestaba ni la alarmaba. Lo que no sabía era cuándo había empezado a interesarse por los úteros en general, a fabricar instrumentos para poder observar más y más su interior. A perfeccionar el espéculo. Pero cuando se dio cuenta de que Cee perdía peso, se fatigaba y de que sus períodos se prolongaban cada vez más, se asustó lo suficiente para escribir al único pariente del que Cee tenía la dirección. Pasaron los días. Sarah no sabía si él habría recibido su nota apremiante y estaba reuniendo el valor suficiente para pedirle al doctor que llamase a una ambulancia cuando el hermano de Cee llamó a la puerta de la cocina. A Dios gracias. Tal y como decían los mayores: no cuando lo llames, no cuando tú quieras que venga, solo cuando lo necesites y justo a tiempo. Si la chica moría, se dijo, no sería bajo su cuidado y en casa del doctor. Moriría en brazos de su hermano.
Algunas flores del cerezo, marchitas por el calor, cayeron al cerrar Sarah la puerta.
Frank dejó a Cee en el suelo, de pie, y se echó al cuello su brazo derecho. La cabeza de Cee sobre su hombro, sus pies que ni siquiera imitaban pasos: era ligera como una pluma. Frank llegó a la parada de autobús y esperó lo que parecía una eternidad. Mató el tiempo contando los frutales de casi todos los jardines: perales, cerezos, manzanos e higueras.
El autobús que regresaba a la ciudad llevaba muy pocos pasajeros, y sintió alivio al verse relegado a la parte de atrás, donde los asientos corridos proporcionaban espacio para los dos y protegían a los pasajeros de la visión de un hombre llevando a rastras a una mujer borracha que, obviamente, había recibido una buena paliza.
Cuando bajaron del autobús le llevó tiempo encontrar un taxi ilegal aparcado lejos de la cola de taxis con licencia y más tiempo aún convencer al taxista de que aceptara el probable destrozo del asiento de atrás de su coche.
—¿Está muerta?
—Arranque.
—Ya arranco, hermano, pero necesito saber si me van a llevar a la cárcel o no.
—He dicho que arranque.
—¿Adónde quiere ir?
—A Lotus. Está a veinte millas de aquí por la Cincuenta y cuatro.
—Le va a costar un pico.
—No se preocupe por eso. —Pero Frank sí estaba preocupado. Cee parecía acercarse al límite de sus fuerzas. Se mezclaba con su miedo la profunda satisfacción del rescate, no solo porque hubiera salido bien, sino porque no había tenido que recurrir a la violencia. Podría haber sido simplemente: «¿Puedo llevarme a mi hermana a casa?». Pero el médico se había sentido amenazado en cuanto él había asomado por la puerta. Sin embargo, no haber tenido que pegar al enemigo para conseguir lo que quería era, en cierto modo, una conducta superior, algo, en fin, inteligente.
—A mí me parece que esa chica no tiene buena pinta —dijo el taxista.
—Tú mira por dónde vas, tío. No vas a ver la carretera por el espejo.
—Es lo que hago, ¿no? El límite es cincuenta y cinco por hora. No quiero problemas con la policía.
—Como no te calles la boca, la policía va a ser lo mejor que te pueda pasar. —La voz de Frank era tajante, pero aguzaba el oído por si oía el aullido de una sirena.
—¿Está sangrando en el asiento? Como lo manche, me lo vas a tener que pagar.
—Una palabra más, solo una más, y no te doy ni un puto centavo.
El taxista puso la radio. Lloyd Price, pleno de alegría y felicidad, cantaba «Lawdy Miss Clawdy».
Cee, sin conocimiento, gimiendo de vez en cuando y con la piel ahora caliente al tacto, era un peso muerto, así que a Frank le costó trabajo buscar el dinero en los bolsillos para pagar. Nada más cerrar la puerta del taxi, las ruedas levantaron polvo y piedras porque el taxista se alejó lo más rápido y lo más lejos que pudo de Lotus y de sus peligrosos, chinchorreros y locos habitantes.
Los dedos de los pies de Cee apartaron la gravilla al arrastrarse los empeines por el estrecho camino que conducía a la casa de la señorita Ethel Fordham. Frank volvió a coger en brazos a su hermana y, sosteniéndola con firmeza, subió los escalones del porche. Desde el camino, unos cuantos niños miraban a una niña que, en la explanada, golpeaba con una pala una pelota de pádel como si fuera una profesional. Se volvieron para fijarse en el hombre y su carga. El hermoso perro negro echado junto a la niña se levantó y parecía más interesado en la escena que los niños. Al mirar con atención al hombre y la mujer del porche de la señorita Ethel, se quedaron boquiabiertos. Un niño señaló las manchas de sangre del uniforme blanco y soltó una risita tonta. La niña le dio en la cabeza con su pala.
—¡Cállate! —le dijo. Había reconocido al hombre. Hacía mucho tiempo le había hecho un collar a su perro.
Junto a una silla había una cesta de madera llena de judías verdes. En una mesa no muy grande, un bol y un cuchillo de pelar. La puerta mosquitera estaba cerrada. Al otro lado, alguien cantaba.
—¡Más cerca, Dios mío, de ti…!
—¡Señorita Ethel! ¿Está usted en casa? —llamó Frank—. ¡Soy yo, Dinero Fácil! ¿Señorita Ethel?
Dejaron de cantar y Ethel Fordham se asomó sin abrir la mosquitera. No miró a Frank, sino a la delgada mujer que llevaba en brazos. Frunció el ceño.
—¿Ycidra? ¡Ay, niña!
Frank no sabía qué explicación dar y ni siquiera lo intentó. Ayudó a la señorita Ethel a colocar a Cee en la cama, después de lo cual, la señorita le dijo que esperase fuera. Ethel levantó el uniforme de Cee y le separó las piernas.
—Bendito sea el Señor —dijo con susurros—. Está ardiendo. —Luego, al hermano que aguardaba—: Anda, Dinero Fácil, ponte a cortar esas judías. Tengo trabajo que hacer.