El Georgian presumía de un desayuno a base de jamón de pueblo con salsa de tomate. Frank llegó pronto a la estación y reservó un asiento en segunda clase. Dio en taquilla un billete de veinte dólares y la vendedora le devolvió el cambio, tres centavos. A las tres y media de la tarde subió al tren y se acomodó en el asiento reclinable. En la media hora transcurrida hasta que el convoy salió de la estación, Frank volvió a ver las inquietantes imágenes siempre prestas a danzar ante sus ojos.
Mike en sus brazos, otra vez con espasmos, sacudidas, mientras él, a gritos, le decía: «¡No te mueras, tío! ¡Venga, quédate conmigo!». Y luego entre susurros: «Por favor, por favor». Mike abrió la boca para hablar, Frank acercó la cara y oyó decir a su amigo: «Dinero Fácil, no se lo cuentes a mamá». Más tarde Stuff le preguntó qué le había dicho y Frank mintió. «Me dijo: “Mata a esos cabrones”.» Cuando llegaron los enfermeros, la orina se había congelado en los pantalones de Mike y Frank había tenido que espantar del cuerpo de su amigo a varias parejas de pajarracos negros y agresivos como bombarderos. Eso lo transformó. Lo que murió entre sus brazos dio vida a lo grotesco de su infancia. Eran niños de Lotus que se conocían desde antes de aprender a mear en el retrete, que salieron huyendo de Texas al mismo tiempo y nunca creyeron en la increíble maldad de los desconocidos. De niños habían perseguido vacas descarriadas, hecho en el bosque un campo de béisbol, compartido Lucky Strikes y tenido una torpe y divertida introducción al sexo. De adolescentes hicieron uso de los servicios de la señora K., la peluquera, que, dependiendo de qué humor estuviera, les ayudaba a ir poniendo a punto su destreza sexual. Discutían, se peleaban, se reían, se burlaban y se querían sin tener que decirlo.
Hasta entonces Frank nunca había sido valiente. Simplemente, había hecho lo que le decían y lo necesario. Hasta se ponía nervioso después de matar. Ahora estaba inquieto, lunático, e iba disparando y esquivando miembros esparcidos de hombres. Las súplicas, los aullidos pidiendo ayuda no los pudo oír con claridad hasta que un F-51 soltó su carga sobre la guarida del enemigo. En el silencio que siguió a la explosión, los ruegos resonaban como el sonido a chelo barato proveniente de un camión de ganado que, de camino al matadero, huele ya un futuro empapado en sangre. Ahora, con Mike muerto, era valiente, aunque no sabía bien qué significaba eso. Ni matando a todos los asiáticos o chinos del mundo podría saciar su sed. El acre olor de la sangre ya no le daba náuseas, sino que despertaba su apetito. Semanas después de que pulverizaran a Red, la sangre se escurría por el brazo arrancado de cuajo de Stuff. Frank le ayudó a encontrarlo a veinte pies de distancia, enterrado en la nieve. Aquéllos dos, Red y Stuff, se llevaban especialmente bien. «Neck», paleto, dejó de ser el apodo de Red, porque, odiando como odiaba a los del norte más que ellos, prefirió hacerse socio de los tres muchachos de Georgia, y sobre todo de Stuff. Ya eran carnaza.
Frank, ajeno al fuego de los coreanos en retirada, esperó a que los enfermeros se marcharan y llegara la unidad de enterramientos. De Red quedaba demasiado poco para merecer una camilla para él solo, así que sus restos compartieron una con los de otro soldado. Stuff, en cambio, sí que tuvo una camilla para él solo, aunque, con el brazo amputado agarrado con el que conservaba, se tumbó en ella y murió antes de que el dolor agudo le llegara al cerebro.
Después, durante meses, Frank estuvo pensando: «Pero yo los conozco. Yo los conozco y ellos me conocen a mí». Si oía un chiste que a Mike le habría encantado, volvía la cabeza para contárselo, y sentía un nanosegundo de vergüenza al comprender que ya no estaba allí. Y que no volvería a oír su ruidosa carcajada, ni a verlo divertir a barracones enteros con chistes subidos de tono o imitando a alguna estrella de cine. A veces, mucho después de licenciarse, veía el perfil de Stuff en un coche atrapado en un atasco hasta que el corazón se sobresaltaba de pena al darse cuenta de la equivocación. Recuerdos bruscos, irregulares, daban un brillo acuoso a su mirada. Pasaron meses y solo la bebida lograba dispersar a sus mejores amigos, los muertos que le rondaban y a los que ya no oía, con los que ya no podía hablar ni reír.
Pero antes de eso, antes de que murieran sus compañeros, fue testigo de otra muerte. La niña carroñera aferrada a una naranja que sonrió y dijo «Nam-ñam» antes de que el soldado de guardia le volara la cabeza.
En el tren de Atlanta cayó en la cuenta de que, por intensos que fueran, esos recuerdos ya no le aplastaban ni lo arrastraban a la desesperación y a la parálisis. Podía rememorar los detalles, la congoja, sin necesidad de beber para calmarse. ¿Era ese el fruto de la sobriedad?
Justo después del amanecer, a las afueras de Chattanooga, el tren aminoró la marcha y al poco se detuvo sin motivo aparente. Pronto resultó obvio que había que reparar algo y que podrían estar parados una hora, tal vez más. Algunos viajeros de segunda clase se quejaron, otros lo aprovecharon y, en contra de los consejos del revisor, bajaron a estirar las piernas. Los viajeros del coche-cama se despertaron y pidieron café. Los del vagón club pidieron algo de comer y más bebidas. El tramo de vía donde el tren se había detenido discurría por un campo de cacahuetes y a dos o tres mil yardas se divisaba el cartel de una tienda de comestibles. Frank, inquieto pero no cabreado, se acercó a ella. La tienda estaba cerrada, pero al lado había otra tiendecita donde vendían refrescos, pan de molde Wonder, tabaco y otros productos del gusto de los vecinos de la zona. En la radio, con la señal muy débil y entre interferencias, Bing Crosby cantaba «Don't Fence Me In». La mujer del mostrador iba en silla de ruedas pero, veloz como un colibrí, se acercó a una nevera y sacó la lata de Dr. Pepper que le había pedido. Frank pagó, le guiñó un ojo, recibió a cambio una mirada severa y salió a tomarse el refresco. El sol recién salido era abrasador y no había más sitio para encontrar sombra o cobijo que la tienda de comestibles, la tiendecita y una casa destartalada y medio en ruinas al otro lado del camino. Aparcado delante de ella había un Cadillac flamante que relucía bajo el sol. Frank cruzó el camino para admirarlo. Las luces traseras eran como lonchas en forma de aleta de tiburón. El parabrisas se alargaba hacia atrás ocupando parte del techo. Al acercarse oyó voces, voces femeninas: unas mujeres maldecían y gruñían detrás de la casa. Rodeó la construcción hacia los chillidos esperando encontrar un macho agresor haciendo alardes. Pero allí solo había dos mujeres peleándose. Rodaban por el suelo, daban puñetazos y patadas al aire, se pegaban en medio del polvo. El pelo y la ropa estaban revueltos. Frank se llevó una sorpresa al ver a un hombre cerca hurgándose los dientes y observando. Al ver a Frank, se le acercó. Era corpulento, con la mirada plana y aburrida.
—¿Qué coño estás mirando? —No tiró el mondadientes.
Frank se quedó helado. El grandullón se acercó a él y le dio un empujón. Y otro. Frank tiró el Dr. Pepper y zarandeó al hombre, que, torpe, como tantos grandullones, cayó de inmediato al suelo. Frank saltó sobre él y empezó a darle puñetazos en la cara. Le daban ganas de clavarle el mondadientes en la garganta. El furor que surgía con cada golpe le resultaba maravillosamente familiar. Incapaz de parar y no queriendo hacerlo, Frank continuó incluso cuando el gigantón perdió el conocimiento. Las mujeres dejaron de clavarse las uñas y se le echaron al cuello para apartarlo.
—¡Déjalo! —gritaban—. ¡Lo vas a matar! ¡Suéltalo, cabrón!
Frank se detuvo y se volvió para mirar a las rescatadoras. Una se agachó para acunar la cabeza del hombre en su regazo. La otra le limpió la sangre de la nariz y le llamó por su nombre.
—Sonny, Sonny. Ay, cariño.
Luego se arrodilló y trató de reanimar a su chulo. Tenía rasgada la espalda de la blusa, que era amarillo chillón.
Frank se levantó y, masajeándose los nudillos, volvió al tren a grandes zancadas, casi corriendo. Los mecánicos que reparaban el tren no le prestaron atención o no le vieron. Al cruzar la puerta que daba paso a los vagones de segunda clase, un mozo advirtió que tenía sangre en las manos y la ropa llena de polvo, pero no dijo nada. Por suerte, el servicio estaba cerca de la puerta y Frank pudo recuperar el resuello y limpiarse antes de volver al pasillo. Ya en su asiento, se preguntó el porqué de su excitación, del gozo salvaje que le había procurado la pelea. No se parecía a la rabia que en Corea acompañaba al acto de matar. Aquéllos arrebatos eran feroces pero ciegos, anónimos. En esta violencia había habido un goce personal. Bien, se dijo. Quizá necesitara esa euforia para recuperar a su hermana.