Corea.
Usted no se lo puede imaginar porque no ha estado allí. No puede describir aquel paisaje desolado porque no lo ha visto nunca. Deje primero que le hable del frío. Quiero decir frío. Más que congelar, el frío de Corea duele, se adhiere como un pegamento que no te puedes quitar.
La batalla da miedo, sí, pero está viva. Órdenes, descomposición, cubrir a los compañeros, matar…; hay que pensar con claridad, sin darle demasiadas vueltas a las cosas. La espera es lo más difícil. Pasan las horas y haces todo lo posible para atajar el frío. Y así día tras día. Lo peor de todo son las guardias en solitario. ¿Cuántas veces te puedes quitar los guantes para ver si se te ha puesto negra la punta de los dedos o para verificar el Browning? Has entrenado los ojos y los oídos para ver y oír cualquier movimiento. ¿Ese ruido lo hacen los mongoles? Son mucho peores que los norcoreanos. Los mongoles nunca cejan. Cuando crees que están muertos, aparecen y te pegan un tiro en la entrepierna. Hasta cuando te equivocas y están muertos como los ojos de un drogadicto, más vale malgastar munición para estar seguro.
Allí estaba yo, hora tras hora, apoyado en un parapeto. Nada que ver salvo una tranquila aldea a lo lejos, más abajo. Los tejados de las chozas imitaban los montes pelados del fondo, a mi izquierda entre la nieve asomaba un prieto manojo de bambú congelado. El sitio donde tirábamos la basura. Yo me mantenía alerta lo mejor que podía, escuchando, en busca de ojos rasgados o gorros polares. La mayor parte del tiempo no había el menor movimiento. Pero una tarde oí un leve crujido en la cerca de bambú. Algo, una sola cosa, se movía. Yo sabía que no se trataba del enemigo —nunca venían de uno en uno—, así que supuse que era un tigre. Decían que rondaban por el monte, aunque nadie había visto ninguno. Entonces vi cómo se separaba el bambú cerca del suelo. ¿Un perro tal vez? No. Era el brazo de una niña, que se estiraba y tanteaba la tierra. Recuerdo que sonreí. Me recordó a Cee y a mí cuando robábamos melocotones que caían del árbol de la señorita Robinson, reptando, procurando no hacer ruido, porque cuando nos veía se sacaba el cinturón. No intenté ahuyentar a la niña aquella primera vez, así que volvía casi todos los días y se abría paso entre el bambú para revolver la basura. Le vi la cara solo una vez. Las demás veía su mano moverse entre las cañas tocando desperdicios. Cada vez que venía era tan bien recibida como un pájaro alimentando a sus crías o una gallina escarbando con ahínco la tierra para sacar una lombriz que, sabía con toda seguridad, estaba enterrada allí.
A veces la mano triunfaba de inmediato y cogía sobras en un abrir y cerrar de ojos. Otras veces solo estiraba los dedos y tanteaba buscando algo, lo que fuera, de comer. Como una pequeña estrella de mar, y zurda, igual que yo. He visto mapaches más selectivos asaltar cubos de basura. Pero aquella niña no era nada exquisita. Todo lo que no fuera metal, vidrio o papel era comida. No se fiaba de sus ojos, solo de sus dedos para encontrar alimento. Raciones del ejército desechadas, lo que quedaba de los paquetes llenos de galletas, migas de brownie, restos de fruta enviados con cariño por mamá. Una naranja reblandecida y medio podrida un poco más allá de sus dedos. La coge como puede. Llega mi relevo, ve la mano y sacude la cabeza sonriendo. Cuando se aproxima, la niña se levanta y, en lo que parece un gesto apresurado, incluso automático, dice algo en coreano. Algo así como «Ñam-ñam».
La niña sonríe, coge la entrepierna del soldado y la toquetea. El soldado se sorprende. ¿Ñam-ñam? En cuanto desvío la mirada de la mano y me fijo en su cara, veo que le faltan dos dientes, que el pelo, negro, cae sobre sus ojos ansiosos. El soldado le vuela la cabeza. Solo la mano se queda entre la basura, agarrando su tesoro, una naranja podrida y salpicada.
Todos los civiles que conocí en aquel país habrían dado la vida (y la dieron) por defender a sus hijos. Los padres se colocaban delante de ellos sin pensarlo dos veces. Pese a todo, yo sabía que algunos viciosos no se conformaban con las chicas que se vendían y trataban con niños.
Pensándolo ahora, creo que aquel soldado sintió algo más que asco. Creo que le entraron tentaciones y que era eso lo que tenía que matar.
Nam-ñam.