Cuando Jackie planchaba, la ropa quedaba inmaculada. No barría tan bien, pero Lenore no quería despedirla porque tenía una habilidad insuperable con las blusas, pretinas y puños y cuellos de las camisas. Era delicioso ver cómo aquellas manitas cogían sin esfuerzo la pesada plancha, un placer la facilidad con que manipulaba la llama de la estufa. Su pericia para intuir el calor del metal, esa diferencia entre la quemazón y la temperatura ideal. Tenía doce años y combinaba la estridencia de los niños y su afán por el juego con una seriedad de adulta en la ejecución de las tareas. La podías ver colgando cabeza abajo de la rama de un roble o en la calle haciendo globitos con un chicle y jugando con una pelota al mismo tiempo. A los diez minutos tal vez estaba descamando el pescado o desplumando una gallina como una profesional. Lenore se culpaba de lo mal que pasaba la fregona. El trasto, por otra parte, estaba hecho con un puñado de trapos y no con cordones absorbentes de los mejores. Consideró la posibilidad de decirle que se arrodillara para frotar, pero prefería no ver el delgado cuerpo de la niña de cuatro patas. Pidió repetidas veces a Salem una fregona nueva, que le dijera al señor Haywood que lo llevara a Jeffrey para comprar las provisiones necesarias. La excusa de Salem: «¿Es que no sabes conducir? Ve tú», una entre muchas.
Lenore suspiraba y procuraba no comparar a Salem con su primer marido. Dios mío de mi vida, qué hombre tan bueno, se decía. No solo estaba lleno de vitalidad y era cariñoso y buen cristiano, sino que sabía ganar dinero. Tenía una gasolinera justo donde acababa la carretera y empezaba un camino, el sitio ideal para repostar. Un hombre tan bueno. Horrible, horrible que alguien que le envidiara o quisiera quedarse con la gasolinera le pegara un tiro. En su pecho dejaron una nota que decía: «Lárgate ya de una vez». Ocurrió en lo peor de la Depresión y el sheriff tenía cosas importantes en que pensar. Peinar el condado por un delito común no era una de ellas. Se guardó la nota y dijo que investigaría. Si llegó a hacerlo, nunca dijo qué averiguó. Gracias a Dios, su marido tenía ahorros, un seguro y una parcela abandonada propiedad de un primo de Lotus, Georgia. Temiendo que el asesino de su marido quisiera matarla a ella también, Lenore metió en el coche todo lo que pudo y abandonó Heartsville, Alabama, para trasladarse a Lotus. Su miedo fue remitiendo con el tiempo, pero no tanto como para sentirse a gusto sola. De modo que casarse con un viudo de Lotus llamado Salem Money resolvió el problema por un tiempo. Buscando a alguien que le ayudara a arreglar la casa, Lenore habló con el pastor de la iglesia de la Congregación de Dios. El pastor le dio uno o dos nombres, pero insinuó que Salem Money tenía el tiempo y la maña. Así se demostró, y como Salem era uno de los pocos hombres disponibles de aquellos alrededores, unir fuerzas parecía lo más lógico. Fueron en coche hasta Mount Haven, con Lenore al volante, para obtener un permiso matrimonial que la funcionaría de turno se negó a extender porque no tenían partidas de nacimiento. Eso, al menos, dijo la mujer. La arbitrariedad de la negativa, sin embargo, no les detuvo. Juraron los votos en la Congregación de Dios.
Justo cuando Lenore empezaba a sentirse cómoda y segura tan lejos de Alabama, se presentó la recua de parientes de Salem —harapientos y expulsados de su casa—: su hijo Luther e Ida, su mujer, otro hijo, Frank, un nieto, Frank también, y una niña recién nacida que no paraba de berrear.
Fue imposible. Todo lo que Salem y ella habían hecho para arreglar la casa no había servido de nada. Tenían que planificar con antelación el uso del retrete; no existía la menor intimidad. Ella se levantaba temprano para desayunar tranquilamente como tenía por costumbre, y tenía que andar con cuidado para no pisar aquellos cuerpos durmientes, mamantes o roncantes repartidos por toda la casa. Cambió de costumbre y desayunaba cuando los hombres ya se habían marchado a trabajar e Ida a los campos con su bebé. Pero lo que más la enfurecía eran los lloros de la niña por las noches. Cuando Ida le preguntó si podía cuidar al bebé porque ya no podía ocuparse de ella en el campo, creyó que iba a volverse loca. No podía negarse y accedió más que nada porque el hermano de la niña, de cuatro años, era, claramente, quien se ocupaba de ella como una madre.
Aquellos tres años fueron toda una prueba aun cuando los parientes desahuciados estuvieran agradecidos, hicieran todo lo que ella les pedía y nunca se quejaran. Les permitían que se quedaran con todo el dinero que ganaban porque cuando hubieran ahorrado bastante podrían alquilar una vivienda y dejar la suya. La casa atestada, inconveniencias, más trabajo, un marido cada día más indiferente: habían destruido su refugio. La nube de disgusto ante tanta decepción encontró un lugar en el que flotar: sobre las cabezas del niño y la niña. Fueron ellos los que pagaron, aunque Lenore se creyera una abuelastra estricta, no cruel.
La niña era imposible y había que corregirla a cada paso. No había nacido en circunstancias propicias. Probablemente la medicina tuviera un término adecuado para su torpeza, para una memoria tan escasa que ni un buen pescozón evitaba que se olvidara de cerrar el corral de las gallinas por la noche o que se pusiera la ropa perdida en todas y cada una de las comidas. «¡Tienes dos vestidos! ¡Dos! ¿Te crees que te los voy a lavar cada vez que te sientas a comer?» Solo la mirada de odio de su hermano impedía que le diera una bofetada. Frank siempre la protegía, la tranquilizaba como si fuera su mascota, su pequeña gatita.
La familia se mudó por fin. La paz y el orden reinaron. Pasaron los años, los niños crecieron y se marcharon, los padres enfermaron y fallecieron, las cosechas se echaron a perder, las tormentas derribaron casas e iglesias, pero Lotus resistió. Lenore también, hasta que empezó a sufrir mareos con demasiada frecuencia. Entonces convenció a la madre de Jackie de que dejara que la niña hiciese algunas tareas para ella. Solo le hizo dudar el perro de Jackie, que la protegía y no la dejaba ni a sol ni a sombra. Un doberman marrón y negro que jamás se apartaba de su lado. Hasta cuando la niña estaba durmiendo o en alguna casa del pueblo, el doberman metía la cabeza entre las patas y se quedaba esperando a la puerta. No importaba, pensó Lenore, mientras el animal se quedara en el patio o en el porche. Necesitaba a alguien que le hiciera todo lo que exigía fuerza en las piernas. Además, por Jackie podría enterarse de lo que ocurría en el pueblo.
Supo que el chico de ciudad que se había fugado con Cee había robado el coche y la había abandonado antes de que transcurriera un mes. Supo también que Cee estaba demasiado avergonzada para volver. No me extraña, pensó Lenore. Todo lo que siempre había pensado de aquella niña era cierto. Hasta una boda legítima le quedaba grande. Ella misma había tenido que insistir en algún tipo de formalización, algún documento; en caso contrario la pareja habría suscrito otro de esos pactos tan laxos que consistían en «vivir juntos». Sin obligaciones, uno de ellos había tenido la libertad de robar un Ford y el otro de negar toda responsabilidad.
Jackie le habló también de la situación de dos familias que habían perdido a un hijo en Corea. Una era la de los Durham, padres de Michael. Lenore se acordaba de que había sido una buena pieza y muy amigo de Frank. Y a otro chico llamado Abraham, el hijo de Maylene y Howard Stone, al que llamaban Stuff, también lo habían matado. Solo Frank sobrevivió de aquel trío. El, según decían las malas lenguas, nunca volvería a Lotus. Los Durham y los Stone habían reaccionado a la muerte de sus hijos de la forma apropiada, pero cualquiera habría dicho que esperaban el regreso del cuerpo de unos santos. ¿Acaso no sabían o no recordaban cuánto se esforzaban los tres muchachos para que los invitaran a la casa de aquella peluquera? Para que luego hablen de aflojar las riendas. Para que luego hablen de desgracia. Señora K, la llamaban. Decir que era muy soberbia es decir poco. Cuando el reverendo Alsop fue a verla y le advirtió que dejara de recibir a ciertos adolescentes del pueblo, le echó una taza de café caliente en la camisa. Algunas abuelas habían insistido al reverendo para que hablase con ella, pero los padres restaban importancia a los servicios de la señora K, y las madres también. En algún sitio tenían que aprender sus hijos, y una viuda del pueblo que no demostraba el menor interés por sus maridos era más una bendición que un pecado. Además, así sus hijas estaban más seguras. La señora K no pedía ni cobraba nada. Al parecer, ocasionalmente satisfacía su apetito (y el de los chicos) cuando el hambre acuciaba. Por lo demás, no había en el pueblo mujer mejor peinada. Lenore no tenía la menor intención de cruzar la calle y decirle «Buenos días» y mucho menos de sentarse en su cocina, aquel reino abominable.
Todo esto le dijo a Jackie, y aunque a la niña le brillaron los ojos, no discutió ni contradijo a Lenore, como solía hacer Salem.
Era profundamente infeliz. Y, aunque se había casado para evitar la soledad, el desdén que sentía por los demás la había convertido en una solitaria cuando no en una mujer sin un alma a su lado. Solo la tranquilizaba una cuenta de ahorros razonablemente nutrida, ser propietaria y poseer no uno sino dos de los pocos automóviles del pueblo. En Jackie tenía toda la compañía que necesitaba. Aparte de que sabía escuchar y era muy trabajadora, valía más del cuarto de dólar que le pagaba al día.
Y entonces todo se fue al traste.
El señor Haywood dijo que alguien había tirado dos cachorros desde la parte de atrás de una camioneta justo delante de sus narices. Frenó, cogió al que no se había roto el pescuezo, que era hembra, y se lo llevó a Lotus para los niños a los que repartía caramelos y tebeos. Aunque a algunos les encantaba y la cuidaban, otros se burlaban de la perrita. Jackie, en cambio, la adoraba, le daba de comer, la protegía y le enseñaba trucos. A nadie extrañó que el animalito no se separase de ella, que era la que más la quería. La llamó Bobby.
Normalmente, Bobby no comía gallina. Prefería carne de paloma, que tenía los huesos más tiernos. Tampoco cazaba para comer, solo se alimentaba de lo que le daban o de lo que encontraba. Así que el pollito que picoteaba en busca de gusanos cerca de las escaleras del porche de Lenore era una invitación obvia. El palo con que Lenore pegó a Bobby para apartarla del pollito muerto era el mismo que utilizaba para apoyarse.
Jackie oyó los gañidos y dejó que la plancha marcara a fuego la funda de una almohada para salir corriendo al rescate de Bobby. Ni la perra ni ella volvieron a pisar la casa de Lenore.
Sin ayuda ni un hombre que la apoyara, Lenore se sintió tan sola como al morir su primer marido, tan sola como antes de casarse con Salem. Era demasiado tarde para cultivar una amistad con las vecinas, a quienes había dejado bien claro que no estaban a su altura. Suplicar a la madre de Jackie fue tan humillante como infructuoso, porque la respuesta fue «Lo siento». Ahora tenía que contentarse con la compañía de una persona a quien apreciaba por encima de todas las demás: ella misma. Quizá fuera aquella asociación, Lenore y Lenore, la causante de la apoplejía leve que sufrió una sofocante noche del mes de julio. Salem la encontró arrodillada al lado de la cama y corrió a casa del señor Haywood, que la llevó al hospital de Mount Haven. Allí, al cabo de una larga y peligrosa espera en un pasillo, recibió finalmente un tratamiento que evitó males mayores. Tenía dificultades para hablar, pero no tenía que guardar cama, aunque sí ser muy cautelosa. Salem la atendía en las necesidades básicas pero fue un alivio para él comprobar que no entendía una palabra de lo que decía. Al menos eso aseguraba.
Como prueba de la buena voluntad, vecinas temerosas de Dios que acudían con regularidad a la iglesia le llevaban platos de comida, le barrían la casa y le lavaban la ropa, y la habrían lavado también a ella de no ser porque el orgullo de Lenore y la sensibilidad de las vecinas lo impedían. Sabían que la mujer a la que ayudaban las despreciaba a todas, así que ni siquiera era necesario que dijeran en voz alta lo que todas daban por cierto, que el Señor hace milagros y sus caminos son insondables.