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Los actores eran mucho más simpáticos que las actrices. Al menos la llamaban por su nombre y no les importaba que el vestuario les quedara demasiado ceñido o demasiado holgado o tuviera viejas manchas de maquillaje. Las mujeres la llamaban «niña», y decían, por ejemplo: «¿Dónde anda la niña?», «Oye, niña, ¿dónde has metido el tarro de Pond's?». Y se ponían furiosas cuando el pelo o las pelucas no se ajustaban.

Lily no estaba muy resentida porque el paso de mujer de la limpieza a costurera suponía un ascenso y le permitió poner en práctica las labores de aguja que su madre le había enseñado: hilvanes, festones, cadenetas, pespuntes, botones planos, botones con pie. Además, Ray Stone, el director, era muy cortés con ella. El señor Stone producía dos y hasta tres obras por temporada en el Skylight Studio y daba clases de interpretación el resto del tiempo. Así que, aunque era pobre y pequeño, el teatro bullía de actividad todo el año. Entre una producción y la siguiente y después de las clases, se convertía en un hervidero de encendidas discusiones y el sudor cubría la frente del señor Stone y de sus alumnos. A Lily le dio la impresión de que estaban más animados fuera que dentro del escenario. No pudo evitar oír aquellas peleas, pero no llegó a comprender tanta furia, porque no discutían sobre una escena o cómo interpretar el papel. Ahora que el Skylight estaba cerrado, el señor Stone detenido y ella sin trabajo, estaba claro que tendría que haber escuchado con más atención.

Debía de ser la obra. La obra causó el problema, los piquetes, luego la visita de dos funcionarios del gobierno con sombreros fedora. Y la obra, desde su punto de vista, 110 era demasiado buena. Mucho diálogo y muy poca acción, pero tampoco era tan mala como para cerrar el teatro. Desde luego no tan mala como aquella que ensayaron pero no les dieron permiso para estrenar. El caso Morrison, se titulaba, de alguien llamado Albert Maltz, si no le fallaba la memoria.

En la tintorería Palacio Celestial Wang le pagaban menos y no había propinas de los actores. Pero trabajar de día era una mejora, ya no tenía que ir, siempre por la noche, de su pequeña habitación al teatro y luego volver. Lily estaba en la sala de plancha recordando un enfado reciente que había estallado en ira. La respuesta del agente inmobiliario la tenía rabiosa. Frugal y siempre a lo suyo, había añadido a lo que sus padres le habían dejado lo suficiente para dejar la pensión y dar la entrada de una casa en propiedad. Había rodeado con un círculo el anuncio de una preciosa que valía cinco mil dólares y, aunque quedaba lejos de la tintorería, todos los días iría con alegría al trabajo desde un barrio tan bonito. Las miradas de que había sido objeto mientras daba un paseo por la zona no le preocupaban porque sabía que iba muy bien vestida, se había alisado el pelo y le quedaba perfecto. Por último, tras unos cuantos paseos por la tarde, entró a preguntar en una inmobiliaria. Cuando le comentó qué intención tenía y que había encontrado un par de casas, la empleada sonrió.

—Lo siento muchísimo.

—¿Ya están vendidas? —preguntó.

La empleada bajó la vista, y decidió no mentir.

—Bueno, no, pero hay ciertas limitaciones.

—¿Cuáles?

La mujer suspiró. Incómoda, evidentemente, por tener aquella conversación, cogió el cartapacio y sacó unas hojas grapadas. Pasó algunas y enseñó a Lily un pasaje subrayado. Lily siguió las líneas de letra impresa con el dedo:

Ninguna fracción de dicha propiedad por la presente traspasada podrá ser utilizada u ocupada por ningún hebreo ni por personas de raza etíope, malaya o asiática excepto en el caso de que se trate de empleados del servicio doméstico.

—Tengo viviendas en alquiler y en propiedad en otras zonas de la ciudad. ¿Le gustaría…?

—Gracias —respondió Lily.

Alzó la barbilla y se marchó del despacho tan deprisa como el orgullo le permitió. Pese a todo, cuando la rabia se hubo enfriado y después de meditarlo un rato, volvió a la agencia y alquiló un apartamento de un dormitorio en un segundo piso de una calle próxima a Jackson Street.

Aunque sus jefes eran mucho más considerados que las actrices del Skylight Studio, a los seis meses de lavar y planchar para los Wang, y aunque le habían subido el sueldo setenta y cinco centavos, se estaba ahogando. Aún quería comprar la casa en que se había fijado u otra parecida. En medio de tanto desasosiego, entró un hombre alto con un hatillo de ropa militar y preguntó por el servicio «en el mismo día». Los Wang, que estaban comiendo en la trastienda, la habían dejado al cuidado del mostrador. Le dijo al cliente que el servicio «en el mismo día» solo era aplicable cuando la ropa se entregaba antes de las doce de la mañana; podría pasar a buscar la suya al día siguiente. Sonrió al decirlo. El hombre no le devolvió la sonrisa, pero en sus ojos había una mirada tan tranquila y lejana —como la de las personas que se ganan la vida mirando las olas del mar—, que se ablandó.

—Bueno, vale, veré qué puedo hacer. Vuelva a las cinco y media.

Así lo hizo el hombre y, tras echarse al hombro las perchas de su ropa, esperó en la acera media hora a que ella saliera. Y se ofreció a acompañarla a casa.

—¿Quieres subir? —le preguntó Lily.

—Haré lo que tú digas.

Lily se echó a reír.

Se deslizaron el uno en el otro y al cabo de una semana ya eran lo que se dice una pareja. Pero meses más tarde, cuando Frank le dijo que tenía que marcharse por motivos familiares, Lily sintió una extraña palpitación. Eso fue todo.

Vivir con Frank fue glorioso al principio. La ruptura fue más un tartamudeo que una erupción. Lily había empezado a sentirse más molesta que asustada cuando volvía del trabajo y lo veía sentado en el sofá mirando al suelo. Un calcetín puesto, el otro en la mano. No se movía ni llamándole por su nombre ni agachándose y mirándolo a la cara. Así que aprendió a dejarle tranquilo, y se marchaba a la cocina a limpiar lo que él había ensuciado. Los tiempos en que todo era igual de bueno que al principio, cuando la invadía una gran ternura al despertarse junto a él, con sus placas de identificación debajo de la mejilla, se habían convertido en un recuerdo que cada vez estaba menos inclinada a rememorar. Lamentaba la pérdida del éxtasis, pero daba por descontado que, en algún momento, los momentos álgidos volverían.

Entretanto, los pequeños aspectos prácticos de la vida requerían atención: facturas impagadas, frecuentes fugas de gas, ratones, carreras en el último par de medias, vecinos hostiles siempre a la greña, grifos con goteras, una calefacción de poco fiar, perros callejeros y el desorbitado precio de las hamburguesas. Para Frank nada de esto era motivo de irritación, no se lo tomaba en serio. Y, francamente, no podía culparle. Ella sabía que detrás de su montón de quejas se ocultaba el enorme deseo de tener una casa propia. La enfurecía que él no compartiera su entusiasmo por lograr ese objetivo. En realidad, daba la impresión de que no tenía ningún objetivo en absoluto. Cuando le preguntaba por el futuro, por lo que quería hacer, respondía: «Seguir vivo». Ay, pensaba ella. La guerra todavía le atormentaba. Así que, molesta o asustada, le perdonaba mucho: como aquella vez en febrero cuando fueron a una convención de la iglesia celebrada en el campo de fútbol americano de un instituto. Más conocida por las muchas mesas de comida gratis que ponían que por el proselitismo, aquella iglesia acogía a todo el mundo. Y todo el mundo acudía a la cita, no solo los miembros de la congregación. Los no creyentes, que se agolpaban a la entrada y formaban colas para coger comida, superaban a los creyentes. Jóvenes de mirada seria y viejos de amables facciones regalaban libros y folletos que llenaban bolsos y bolsillos. Cuando la lluvia de la mañana cesó y el sol se abrió paso entre las nubes, Lily y Frank cambiaron el impermeable por un suéter y se dieron un paseo hasta el estadio cogidos de la mano. Lily mantenía la barbilla un poquito levantada y deseaba que Frank se hubiera cortado el pelo. La gente le dirigía algo más que una mirada de pasada; probablemente porque era muy alto, o eso quería pensar ella. En cualquier caso, estaban de muy buen humor aquella tarde: charlaban con todo el mundo y ayudaban a los niños a llenarse el plato. Entonces, como una bofetada en mitad de tanto sol frío y cálida alegría, Frank salió corriendo. Estaban de pie junto a una mesa, sirviéndose una segunda ración de pollo frito, cuando una niña de ojos rasgados se acercó por el lado opuesto de la mesa para coger un bollo. Frank se inclinó para acercarle la bandeja. Cuando la niña le dedicó una amplia sonrisa de agradecimiento, él soltó la comida y echó a correr entre la multitud. La gente, las personas con quienes tropezaba y las demás, se apartaba; unos ponían mala cara, otros simplemente se quedaban boquiabiertos. Alarmada y abochornada, ella dejó en la mesa su plato de papel. Esforzándose por fingir que no le conocía, se alejó despacio, con la barbilla levantada, sin mirar a nadie, más allá de las gradas y lejos de la salida por la que Frank se había marchado.

Cuando volvió al apartamento, dio las gracias de que él no estuviera. ¿Cómo podía cambiar tan de repente? Riendo un momento y aterrorizado al siguiente. ¿Ocultaba una violencia que podría volverse contra ella? Como es natural, algunas veces se ponía de mal humor, pero nunca discutía ni se mostraba amenazador. Lily dobló las rodillas y, apoyando en ellas los codos, meditó sobre su confusión y la de Frank, sobre el futuro que deseaba y sobre si podría compartirlo con él. La luz del alba se filtraba ya entre los visillos y Frank no había vuelto todavía. A Lily le dio un vuelco el corazón al oír que la llave giraba en la cerradura, pero estaba tranquilo y, según dijo, «muerto de vergüenza».

—¿Te asustaste por algo que tenía que ver con tu época en Corea?

Lily nunca le preguntaba sobre la guerra y él nunca hablaba de ella. Bien, se dijo. Era mejor ir avanzando.

Frank sonrió.

—¿Mi época?

—Bueno, ya sabes lo que quiero decir.

—Sí, ya sé. No volverá a suceder. Te lo prometo.

Frank la estrechó entre sus brazos.

Las cosas volvieron a la normalidad. Frank trabajaba de lavacoches por las tardes, ella en Wang's de lunes a viernes y haciendo arreglos los sábados. Salían cada vez menos con otras personas, pero Lily no lo echaba de menos. Ir al cine de vez en cuando fue suficiente hasta que se sentaron a ver Yo amé a un asesino. Después de verla, Frank se pasó parte de la noche apretando el puño sin decir nada. Se acabó el cine.

Lily puso la mira en otra parte. Poco a poco iba destacando por su habilidad con la aguja. En dos ocasiones preparó el encaje de un velo de novia y, tras bordar un mantel de lino a petición de una dienta adinerada, su reputación fue en aumento. Después de recibir múltiples encargos especiales, tomó la decisión de comprar una casa a toda costa y de abrir en ella un taller de costura; quizá se convertiría en diseñadora de vestuario algún día. Al fin y al cabo, tenía experiencia profesional en el teatro.

Tal como Frank había prometido, no hubo más estallidos en público. Aun así. Las numerosas ocasiones en que Lily volvía a casa y lo encontraba otra vez holgazaneando, sentado en el sofá mirando la moqueta, eran desconcertantes. Lo intentó; lo intentó de verdad. Pero era ella la que tenía que hacer todas las tareas de la casa, por nimias que fueran: la ropa de Frank desperdigada por el suelo, platos con costras de comida en la pila, frascos de ketchup sin cerrar, pelos de la barba en el desagüe, toallas empapadas hechas un ovillo en el suelo de baldosas del baño. Podría seguir y seguir. Y lo hizo. Las protestas se convertían en monólogos, porque Frank no participaba.

—¿Dónde has estado?

—He salido.

—¿Has salido adónde?

—A la calle.

¿Bar? ¿Barbería? Los billares. Desde luego no se había quedado sentadito en el parque.

—Frank, ¿puedes enjuagar las botellas de leche antes de dejarlas en la entrada?

—Lo siento. Voy ahora mismo.

—Demasiado tarde. Ya lo he hecho yo. ¿Sabes? No lo puedo hacer yo todo.

—Nadie puede.

—Pero tú sí puedes hacer algo, ¿o no?

—Lily, por favor. Haré lo que tú quieras.

—¿Lo que yo quiera? Esta casa es de los dos.

La bruma de disgusto que rodeaba a Lily se volvió más espesa. Su resentimiento estaba justificado por la clara indiferencia de Frank, unida a una combinación de necesidad e irresponsabilidad. La cama, antes tan satisfactoria para una mujer joven que no había conocido a otros hombres, se convirtió en un deber. El día nevado en que él le pidió prestado todo aquel dinero para ocuparse de su hermana enferma en Georgia, ella se debatió entre la indignación, el alivio y la sensación de pérdida. Cogió las placas de identificación que Frank se había dejado en el lavabo y las escondió en el cajón donde guardaba la cartilla. Ahora tenía el apartamento para ella sola y podía limpiarlo como es debido, poner las cosas en su sitio y despertarse sabiendo que nadie las había puesto en otro lado ni hecho añicos. El desamparo que había sentido antes de que Frank la acompañara a casa desde la tintorería Wang's empezó a desvanecerse y en su lugar apareció un estremecimiento de libertad, de soledad conquistada, de libre elección del muro que quería atravesar, sin llevar sobre los hombros la carga de un hombre encorvado. Sin obstáculos ni distracciones, podría tomarse en serio y poner en marcha un plan a la altura de sus ambiciones y triunfar. Era lo que sus padres le habían enseñado y ella les había prometido: elegir, le insistieron siempre, y no cejar nunca. No venirse abajo tampoco por ningún insulto, por ningún desprecio. O, como a su padre le gustaba citar, equivocándose aposta: «Ciñe tus lomos, hija. Te pusimos Lillian Florence Jones por mi madre. Mujer más dura no la ha habido jamás. Encuentra tu don y desarróllalo».

La tarde que Frank se marchó, Lily se acercó a la ventana, sorprendida de ver los gruesos copos de nieve que espolvoreaban la calle. Decidió ir a hacer la compra en previsión del posible mal tiempo. Ya fuera, vio un monedero de piel en la acera. Al abrirlo vio que estaba repleto de monedas —de cuarto de dólar y de cincuenta centavos en su mayoría—. Inmediatamente se preguntó si alguien la estaba mirando. ¿Se habían movido un poco los visillos del otro lado de la calle? Los ocupantes del coche que pasaba, ¿la habían visto? Cerró el monedero y lo dejó en el poste del porche. Cuando volvió, con una bolsa de la compra cargada de comida y artículos de emergencia, el monedero seguía allí, pero cubierto por una finísima capa de nieve. Lily no miró a su alrededor. Lo cogió con disimulo y lo metió en la bolsa. Más tarde, esparcidas en el lado de la cama donde dormía Frank, las monedas, frías y relucientes, se le antojaron un intercambio perfecto y apropiado. En el hueco vacío de Frank Money brillaba dinero de verdad. ¿Quién podía malinterpretar una señal tan inequívoca? Desde luego, no Lillian Florence Jones.