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Alas mujeres les entran ganas de hablar conmigo en cuanto oyen mi apellido. ¿Money? ¿Dinero? Disimulan la risa y siempre hacen las mismas preguntas: a quién se le ocurrió llamarme así si es que se le ocurrió a alguien. Si me lo inventé yo para sentirme importante o fui un jugador o un ladrón o un granuja de otra clase y tenían que andarse con cuidado. Cuando les digo mi apodo, cómo me llaman mis amigos en el pueblo, Dinero Fácil, se parten de risa y dicen: claro, porque no hay dinero que sea fácil, lo único fácil son los tíos. ¿Te queda algo? Te voy a dar el mío. La charla no decae después de algo así y basta para seguir manteniendo cierta amistad tiempo después de que se haya agotado porque siempre puedes hacer algún mal chiste: Eh, Dinero Fácil, dame un poco. Dinero, ven conmigo, he montado un negocio que te va a encantar.

Sinceramente, aparte de que en Lotus fui un chico con suerte y de algunas chicas de la calle en Kentucky, solo he tenido dos novias. Me gustaba esa cosita pequeña y frágil que tenían dentro. Da igual su personalidad, que sean listas o guapas, todas tienen dentro algo suave. Como el pecho de un pájaro, abultado y hecho para ser deseado. Una «V» pequeña, más fina que un hueso y con pequeñas bisagras, de tal manera que podría romperla con un dedo si quisiera, pero no lo hice. Me dieron ganas, eso sí. Saber que allí estaba, escondiéndose de mí, eso me bastaba.

Fue la tercera mujer quien lo cambió todo. En su compañía, el pequeño hueso del deseo en forma de «V» se alojó en mi pecho y allí se quedó. Era su dedo índice lo que me tenía en vilo. La conocí en la lavandería. A finales de otoño, fue, pero en aquella ciudad bañada por el océano quién podía estar seguro. Sobrio como la luz del sol, le di mi uniforme y no pude apartar los ojos de ella. Debí de parecer un idiota, pero no era así como me sentía. Sentía que había llegado a casa. Por fin. Después de andar vagando. No llegó a faltarme un techo, pero casi. Bebía y me movía por los bares de Jackson Street, dormía en el sofá de algún compañero de farra o en la calle, me jugaba los cuarenta y tres dólares de la pensión del ejército en salas de billar y en partidas de mierda. Y cuando lo había perdido todo, trabajaba en cualquier cosa hasta la paga siguiente. Sabía que necesitaba ayuda, pero la ayuda no llegaba. Sin órdenes que acatar o de las que quejarme, terminé en la calle y sin blanca.

Recuerdo con precisión por qué no bebí ni gota en cuatro días y necesitaba lavar en seco mi ropa. Fue por culpa de aquella mañana que estuve paseando por el puente. Había un montón de gente alrededor de una ambulancia. Me acerqué y vi a un médico con una niña vomitando agua. Le salía sangre por la nariz. Me golpeó la tristeza como un martillo. Me dieron náuseas y solo de pensar en el whisky también yo tuve ganas de vomitar. Me marché a toda prisa, temblando, luego pasé unas cuantas noches en los bancos del parque, hasta que me echó la policía. Al cuarto día vi mi reflejo en un escaparate y pensé que se trataba de otra persona, sucia y con una pinta lamentable. Se parecía a mí en un sueño que tuve varias veces en el que estaba yo solo en el campo de batalla. Nadie alrededor. Silencio alrededor. Andaba y andaba, pero no encontraba a nadie. En ese momento decidí que tenía que adecentarme. Al infierno con los sueños. Necesitaba que mis amigos del pueblo estuvieran orgullosos. Ser otra cosa que un condenado borracho medio loco. Así que, cuando vi a aquella mujer en la lavandería, me abrí de par en par. De no ser por aquella carta, aún seguiría colgado de su delantal. En mi cabeza no tenía más competencia que los caballos, el pie de un hombre e Ycidra temblando bajo mi brazo.

Está muy equivocada si cree que solo buscaba un hogar con una buena ración de sexo dentro. Muy equivocada. Esa mujer tenía algo que me dejaba sin habla, quería ser lo bastante bueno para ella. ¿Tanto cuesta entenderlo? Antes ha escrito sobre lo seguro que estaba yo de que el hombre del tren de Chicago al que habían dado una paliza se revolvería al llegar a su casa y pegaría a su mujer por intentar ayudarle. No es verdad. A mí no se me ocurrió pensar nada semejante. Lo que yo pensaba es que estaba orgulloso de ella pero no quería que los otros hombres que iban en el tren se dieran cuenta. No creo que sepa usted gran cosa del amor.

Ni que yo sepa mucho tampoco.