4

Una mala abuela es de lo peor que le puede ocurrir a una niña. Se supone que las mamás mandan y dan azotes para que te hagas mayor sabiendo lo que está bien y lo que está mal. Las abuelas, incluso si han sido muy severas con sus hijos, son compasivas y generosas con los nietos. ¿O no?

Cee salió de la tina de cinc y dio unos pasos goteantes hasta el lavabo. Llenó un cubo bajo el grifo, lo echó en el agua caliente de la tina y volvió a meterse. Quería quedarse en agua fresca mientras, alentados por la luz suave y mortecina de la tarde, sus pensamientos retozaban. Remordimientos, excusas, rectitud, falsos recuerdos y planes futuros se entremezclaban o formaban en fila como soldados. Bueno, así tenían que ser las abuelas, pensaba, pero para la pequeña Ycidra Money no había sido así ni mucho menos. Como papá y mamá trabajaban de sol a sol, no sabían que la señorita Lenore echaba agua en vez de leche al trigo triturado que Cee y su hermano tomaban para desayunar. Ni que cuando tenían verdugones y arañazos en las piernas debían mentir, decir que se los habían hecho en el río, donde había zarzas y arándanos con espinas. Hasta su abuelo Salem se callaba. Frank decía que porque temía que la señorita Lenore le abandonara, como habían hecho sus dos primeras mujeres. Lenore, que había cobrado un seguro de vida de quinientos dólares a la muerte de su primer marido, era un buen partido para un hombre mayor que ya no podía trabajar. Además, tenía un Ford y la casa en propiedad. Para Salem Money valía tanto, que no decía una palabra cuando se repartían el tocino entre los dos y para los niños no dejaban más que el sabor. Eso sí, los abuelos les habían hecho un gran favor al permitirles, a ellos que no eran más que unos parientes desahuciados, vivir en su casa cuando les echaron de Texas. A Lenore le parecía de mal augurio que Cee hubiera nacido en una cuneta. Las mujeres decentes, decía, parían en casa, en una cama y atendidas por mujeres buenas y cristianas que sabían lo que había que hacer. Solo las mujeres de la calle, las prostitutas, iban al hospital cuando se quedaban embarazadas, pero al menos tenían un techo bajo el que cobijarse cuando daban a luz. Nacer en la calle —o en una cuneta, como a veces decía— era el preludio de una vida indigna y de pecado.

La casa de Lenore era lo bastante grande para dos personas, quizá para tres, pero no para los abuelos y para papá, mamá, el tío Frank y dos niños —uno de ellos un bebé llorón—. Con el paso de los años, esa casa abarrotada se lúe haciendo más incómoda y Lenore, que se creía superior a todos los habitantes de Lotus, optó por concentrar s u rencor en aquella niña nacida en la calle. Fruncía el ceño cada vez que entraba, se le curvaban los labios hacia abajo cada vez que se le caía la cuchara, iba al retrete o se le aflojaba una trenza. Pero lo peor era el murmullo «niña mal parida» cuando Cee se alejaba tras oír otra crítica de boca de su abuela, que siempre tenía alguna a mano. En aquellos años Cee dormía con sus padres en el suelo, sobre un delgado colchón apenas más cómodo que las tablillas de pino de debajo. El tío Frank dormía sobre dos sillas, el pequeño Frank en el porche trasero, en el descompensado columpio de madera, incluso cuando llovía. Sus padres, Ida y Luther, tenían dos trabajos: Ida recogía algodón o trabajaba en otros cultivos durante el día y barría las cabañas de los madereros a última hora de la tarde; Luther y el tío Frank trabajaban en el campo para dos plantadores de Jeffrey, un pueblo cercano, y contentos de tener trabajos que otros hombres habían rechazado. La mayoría de los jóvenes se habían alistado durante la guerra y cuando terminó no volvieron a trabajar en el algodón, los cacahuetes ni la madera. El tío Frank también se alistó, más tarde. Se enroló en la Marina como cocinero, y contento de serlo, porque no tenía que manejar explosivos. Pero su barco se hundió de todas formas y la señorita Lenore colgó la estrella de oro en la ventana, como si ella, y no una de las ex esposas de Salem, fuera la madre patriótica y honorable que había perdido a un hijo en la guerra. Ida padecía asma por trabajar en el almacén de madera, pero al final le salió a cuenta porque, después de tres años en casa Lenore, pudieron alquilar una vivienda al viejo Shepherd, que todos los sábados se acercaba en coche desde Jeffrey para cobrar la renta.

Cee recordaba el alivio y orgullo de todos por contar con su huerta y sus gallinas ponedoras. Los Money tenían ya suficiente para sentirse como en casa en aquel lugar donde los vecinos podían por fin ofrecerse amistad en lugar de compasión. En el pueblo todos, excepto Lenore, eran estrictos pero predispuestos a la dádiva. Si a alguien le sobraban unos pimientos o unos repollos, insistía en que Ida se los quedara. Le regalaban quingombó, peces frescos del arroyo, un quintal de maíz, todo tipo de alimentos que no debían echarse a perder. Una mujer mandó a su marido a reparar los escalones del porche, que estaban caídos. Eran generosos con los desconocidos. Todas las personas que estaban de paso eran bien acogidas, incluso, o especialmente, los fugitivos de la ley. Como aquel hombre ensangrentado y muerto de miedo al que lavaron, dieron de comer y acompañaron lejos del pueblo en una mula. Era estupendo poseer casa propia y que el señor Haywood les incluyera en su lista mensual de personas que necesitaban provisiones del almacén grande de Jeffrey. A veces les llevaba gratis tebeos, chicles y caramelos de menta para los niños. En Jeffrey había aceras, agua corriente, tiendas, una oficina de correos, un banco y una escuela. Lotus estaba apartado y 110 tenía aceras ni cañerías, solo cincuenta casas, más o menos, y dos iglesias, y en una de ellas las religiosas enseñaban a leer y aritmética. Cee pensaba que habría sido mejor haber tenido más libros para leer —no solo las Fábulas de Esopo y un volumen con pasajes de la Biblia para jóvenes— y mucho mucho mejor que le hubieran permitido ir a la escuela de Jeffrey.

Ese, creía, fue el motivo de su fuga con una rata. Si no hubiera sido tan ignorante por vivir en un lugar que no contaba nada para nadie, al que ni siquiera se podía llamar pueblo, donde solo había tareas, obligaciones, una iglesia-escuela y nada que hacer, habría tenido más sentido común. Vigilada, vigilada, vigilada por todos y cada uno de los mayores desde la salida hasta la puesta del sol y recibiendo órdenes no solo de Lenore, sino de todos los adultos del pueblo. Niña, ven aquí; pero ¿es que nadie te ha enseñado a coser? Sí, señora. Digo no, señora. ¿Qué es eso? ¿No te habrás pintado los labios? No, señora. Entonces, ¿eso qué es? He comido unas cerezas, señora, digo unas moras. Muy pocas. ¿Cerezas? Y un cuerno. Límpiate esa boca. Baja de ese árbol, ¿me has oído? Átate los cordones deja esa muñeca y coge la escoba no cruces las piernas quítale los hierbajos a la huerta ponte recta no te atrevas a replicarme. Cuando Cee y algunas otras niñas cumplieron catorce años y empezaron a hablar con los chicos el hecho de que tuviera un hermano mayor frenó los escarceos. Gracias a Frank, los chicos sabían que era territorio vedado. Por eso cuando Frank se alistó con sus dos mejores amigos y se fue, Cee se enamoró de lo que Lenore llamó la primera cosa que vio con pantalones y cinturón y que no llevara mono de trabajo.

Su nombre era Principal, pero se hacía llamar Prince. Vivía en Atlanta, pero estaba de visita en casa de su tía. Era bien parecido y llevaba zapatos de charol de suela fina. Tenía muy impresionadas a todas las chicas por su acento de gran ciudad y lo que tomaron por sabiduría y amplia experiencia de la vida. Y a Cee más que a ninguna.

En ese momento, mientras se echaba agua sobre los hombros, se preguntó por enésima vez por qué ni siquiera le había preguntado a la tía a quien visitaba la razón de que le hubieran mandado al campo en lugar de pasar el invierno en la gran ciudad, en la gran y mala ciudad. Pero se sentía a la deriva en el hueco dejado por su hermano, y estaba sin defensa. Es la otra cara, se dijo, de tener al lado a un hermano fuerte e inteligente que te cuide y proteja, que tardas en desarrollar tu propio músculo cerebral. Además, Prince se amaba a sí mismo tan profunda y completamente que era imposible dudar de él. Así que si decía que era guapa, le creía. Si decía que a los catorce ya era toda una mujer, también le creía. Aunque cuando dijo te quiero para mí, Lenore respondió: «No, a no ser que lo hagáis legal». Con independencia del significado de legal. Ycidra ni siquiera tenía partida de nacimiento y el juzgado estaba a cien millas. Así que llamaron al reverendo Alsop y el reverendo los bendijo, escribió sus nombres en un libro enorme y volvieron andando a casa de los padres de Cee. Frank se había ido a la guerra, así que se acostaron en su cama y en su cama sucedió ese gran acontecimiento del que la gente te advertía o se reía tontamente. No fue tan doloroso como aburrido. Con el tiempo será mejor, pensó Cee. Mejor resultó ser simplemente más, y, a medida que aumentaba la cantidad, el placer se escabullía en la brevedad.

No hubo trabajo en Lotus ni en los alrededores que Prince se permitiera aceptar, así que se llevó a Cee a Atlanta. Ella deseaba una vida de esplendor en la ciudad y, al cabo de unas semanas de asombro por el agua que corría al girar una espita, por los retretes sin moscas, por farolas que lucían más tiempo que el sol y eran encantadoras como luciérnagas, por mujeres de altos tacones y soberbios sombreros que iban trotando a la iglesia dos y hasta tres veces al día, y después de la agradecida alegría y la pasmosa satisfacción por el precioso vestido que le regaló Prince, descubrió que Principal se había casado con ella por el coche.

Lenore le compró la ranchera a Shepherd, el hombre que les alquilaba la casa, pero como Salem no sabía conducir, les regaló su viejo Ford a Luther y a Ida —siempre y cuando se lo devolvieran si la ranchera se averiaba—. Luther dejó el Ford a Prince varias veces para hacer recados: ir a la oficina de correos de Jeffrey para mandarle o recibir una carta de donde estuviera destinado Frank, primero Kentucky, luego Corea. En cierta ocasión fue al pueblo a buscar una medicina para la garganta de Ida, cuando su asma se agravó. Que Prince pudiera disponer del Ford sin mayores dificultades resultaba conveniente para todos, ya que le quitó el polvo eterno que lo cubría, le cambió el aceite y las bujías, y nunca llevaba niños, aunque le suplicaban que les diera un paseo. A Luther le pareció natural que la pareja se llevara el coche a Atlanta, porque prometieron devolverlo en pocas semanas.

Pero eso nunca sucedió.

Cee se había quedado totalmente sola y en esos momentos estaba sentada en una tina. Era domingo y pretendía combatir con agua fría la calurosa versión de la primavera en Georgia mientras que Prince se paseaba en coche por California o Nueva York —quién podía saberlo— pisando el acelerador con sus zapatos de suela fina. Cuando la abandonó, tuvo que arreglárselas sola. Alquiló una habitación más barata en una calle tranquila, un cuarto con derecho a cocina y a bañarse en una tina de cinc. Thelma, que vivía en un amplio piso arriba, se hizo amiga suya y la ayudó a conseguir un trabajo de lavaplatos en Bobby's, un restaurante especializado en costillas. La mujer acuñó su amistad con francos consejos.

—No hay tonto más tonto que un paleto tonto. ¿Por qué no vuelves con tus padres?

—¿Sin el coche?

Señor, se dijo Cee. Lenore ya había amenazado con mandarla arrestar. Al morir Ida, Cee fue en coche al entierro. Bobby dio permiso a uno de los cocineros y este la llevó. Aunque el funeral fue penoso y lamentable —ataúd casero de pino, ninguna flor salvo dos ramas de madreselva arrancadas por ella—, nada resultó más doloroso que los insultos de Lenore. Ladrona, tonta, fresca; le daban ganas de llamar al sheriff. Ya de regreso, Cee juró no volver nunca al pueblo. Promesa que mantuvo hasta cuando un mes después papá murió de un derrame.

Ycidra coincidía con Thelma en que había sido una estúpida, pero por encima de todo deseaba desesperadamente hablar con su hermano. En sus cartas le hablaba del tiempo y de las habladurías de Lotus. Malvadas. Pero sabía que, si pudiera verlo, contárselo, no se reiría de ella, no la teñiría, no la condenaría. La protegería, como siempre, en tina situación complicada. Como aquella vez en que él, Mike, Stuff y otros chicos estaban jugando al béisbol en el campo. Ella se sentó cerca de ellos, apoyando la espalda en un nogal. El partido la aburría. Miraba a los jugadores de vez en cuando, concentrada en el esmalte rojo cereza que se estaba quitando de las uñas con la esperanza de limpiarlo todo antes de que Lenore la regañara por «presumida» y por fresca. Levantó la vista y vio que Frank abandonaba el partido bate en mano y que los demás le gritaban. «¡Eh! ¿Adónde vas, tío?» «¡Eh, eh! ¿Ya no juegas?» Se alejó del campo despacio y desapareció entre los árboles. Para dar un rodeo, según ella comprendió luego. De pronto apareció detrás del árbol donde ella estaba y dio dos batazos en las piernas a un hombre cuya presencia a su espalda ella ni siquiera había advertido. Mike y los demás se acercaron corriendo y vieron lo que ella no había visto. Luego echaron todos a correr. Frank la arrastraba tirando del brazo sin mirar atrás. A ella se le ocurrieron algunas preguntas: «¿Qué pasa? ¿Quién era ese?». Los chicos no decían nada. Se limitaban a mascullar maldiciones. Horas más tarde, Frank se lo contó. Aquel hombre no vivía en Lotus, le dijo, se había escondido detrás del árbol para exhibirse. Cuando ella insistió en que definiera la palabra «exhibirse» y Frank lo hizo, se echó a temblar. Frank le puso una mano en la coronilla y la otra en la nuca. Sus dedos, como un bálsamo, detuvieron los temblores y los escalofríos. Cee siempre seguía los consejos de Frank: se fijaba en las frutas silvestres venenosas, llamaba a gritos al entrar en los lugares donde podía haber serpientes, se aprendió las propiedades medicinales de las telarañas. Las instrucciones de Frank eran concretas, sus advertencias, claras.

Pero nunca le advirtió de que había ratas.

Cuatro golondrinas se posaron en el césped del patio. Manteniendo una educada distancia entre sí, picoteaban entre briznas de hierba medio seca. Luego, como respondiendo a una señal, volaron las cuatro hasta el pacano. Envuelta en una toalla, Cee se acercó a la ventana y la levantó sin llegar al desgarrón del estor. Fue como si el silencio se deslizara por el hueco y retumbara con un peso más teatral que los ruidos. Parecía el silencio de la tarde en Lotus, cuando con su hermano se preguntaba qué hacer o de qué hablar. Sus padres tenían una jornada de dieciséis horas y apenas pasaban tiempo en casa. Por eso ellos inventaban aventuras o salían a explorar los alrededores. A menudo se sentaban en la orilla del río y se apoyaban en un laurel partido por un rayo cuya copa estaba calcinada y más abajo extendía dos enormes ramas como brazos. Hasta cuando estaba con sus amigos Mike y Stuff, ella se pegaba a Frank, y él se lo permitía. Los cuatro eran uña y carne, como deberían ser todas las familias. Recordaba lo mal recibidas que eran las visitas inesperadas en casa de sus abuelos, siempre y cuando Lenore no tuviera alguna tarea que encargarles. Salem era aburrido porque no hablaba de nada excepto de sus comidas. Lo único que le entusiasmaba, aparte de la comida, era jugar a las cartas o al ajedrez con otros viejos. Sus padres volvían de trabajar tan cansados que sus muestras de afecto eran como navajas de afeitar: finas, cortas y afiladas. Lenore era la bruja malvada, Frank y Cee, unos olvidados Hansel y Gretel que entrelazaban las manos y surcaban el silencio intentando imaginar un futuro.

Junto a la ventana, envuelta en su áspera toalla, a Cee se le partió el corazón. Si Frank estuviera allí, tocaría de nuevo su cabeza con cuatro dedos y le acariciaría la nuca con el pulgar. No llores, dirían los dedos, los cardenales desaparecerán. No llores, mamá está cansada, no quería hacerlo. No llores, no llores, mi niña, que yo estoy aquí. Pero ahora no estaba allí ni cerca de allí. Había mandado una fotografía, un guerrero sonriente vestido de uniforme, en la que sostenía un fusil, y daba la impresión de que pertenecía a un lugar muy alejado y distinto de Georgia. Meses después de que lo licenciaran, mandó una postal de dos centavos para decir dónde vivía. Cee le respondió:

«Hola hermano qué tal estás yo estoy bien. Acabo de cogerme un buen trabajo en un restaurante pero estoy buscando otro mejor. Escribe cuando puedas Atentamente Tu hermana».

Y allí estaba, sola; su cuerpo, ya sin la sensación placentera de haberse remojado en la tina, empezaba a sudar. Secó con la toalla la humedad de debajo de los senos y se limpió el sudor de la frente. Subió la ventana muy por encima de la rasgadura del estor. Las golondrinas habían vuelto y traído con ellas una leve brisa y el olor de la salvia que crecía en los rincones del patio. Cee observó, pensativa. De manera que era aquella la sensación a que se referían esas canciones tiernas y tristes. «Perdí a mi chica y estuve a punto de perder también la cabeza…» Solo que esas canciones hablaban de la pérdida del amor. Y ella sentía algo más grande. Estaba rota. No, rota no, hundida y deshecha, escindida en sus distintas partes.

Pero se había refrescado, sin embargo, y descolgó el vestido que Principal le regaló su segundo día en Atlanta —no, lo había comprendido finalmente, por generosidad, sino porque le abochornaba su ropa de campo—. No podía sacarla a cenar ni a una fiesta, ni presentarle a su familia, le dijo, con aquel vestido tan feo. Pero, después de comprarle el nuevo, había puesto excusa tras excusa para explicar por qué pasaban la mayor parte del tiempo dando paseos en el Ford, donde incluso comían, pero nunca visitaban ni a sus amigos ni a su familia.

—¿Dónde está tu tía? ¿No tendríamos que ir a verla?

—No. No le caigo bien y ella a mí tampoco.

—Pero si no llega a ser por tu tía, nunca nos habríamos conocido.

—Sí, eso es verdad.

A pesar de todo, y aunque nadie pudiera verlo, el sedoso tacto del vestido de rayón le agradaba, y también su derroche de dalias azules sobre fondo blanco. Nunca había visto un vestido estampado de flores. Ya vestida, arrastró la tina a través de la cocina y la sacó por la puerta de atrás. Despacio, con esmero, repartió el agua por toda la hierba, medio caldero aquí, un poco más de medio caldero allá, sin que le importara mojarse los pies pero con cuidado de no salpicar el vestido.

Los mosquitos zumbaban sobre un bol de uvas negras encima de la mesa de la cocina. Los espantó con la mano, lavó las uvas y se sentó a comerlas mientras meditaba sobre su situación: al día siguiente era lunes, tenía cuatro dólares, el alquiler ascendía al doble y debía pagarlo el sábado. El viernes recibiría su salario semanal, dieciocho dólares, poco más de tres al día. Así que recibiría dieciocho dólares y gastaría ocho, y le quedarían unos catorce en total. Con eso tendría que comprar todo lo que una chica necesitaba para estar presentable, conservar su trabajo y ascender. Cifraba todas sus esperanzas en pasar de lavaplatos a ayudante de cocina y de ahí, tal vez, a camarera con propinas. Había salido de Lotus sin nada y, excepto por el vestido nuevo, sin nada la había dejado Prince. Necesitaba jabón, ropa interior, un cepillo de dientes, pasta de dientes, desodorante, otro vestido, zapatos, medias, una chaqueta, compresas y quizá le quedaran quince centavos para gastarlos en una entrada de segundo piso en algún cine. Por suerte, en Bobby's disponía de dos comidas gratis. Solución: más trabajo; es decir, un segundo empleo u otro mejor.

Por eso necesitaba ver a Thelma, la vecina del piso de arriba. Tras llamar con los nudillos tímidamente, abrió la puerta y encontró a su amiga enjuagando los platos en la pila.

—Te he visto. ¿Tú te crees que echándole agua sucia el verde se va a recuperar? —preguntó Thelma.

—No le hago daño a nadie.

—Que te crees tú eso —dijo, secándose las manos con un trapo—. En mi vida había pasado más calor en primavera. Los mosquitos se van a tirar toda la noche bailando la danza de la sangre. Solo les faltaba el olor del agua.

—Lo siento.

—No lo dudo. —Thelma palpó el bolsillo del delantal buscando una cajetilla de Camel. Prendió un cigarro y miró a su amiga—. Bonito vestido. ¿Dónde lo has comprado?

Pasaron las dos al cuarto de estar y se sentaron pesadamente en el sofá.

—Prince me lo regaló cuando nos mudamos.

—¿Príncipe ese? —replicó Thelma con un resoplido—. Querrás decir Sapo. He conocido a muchos inútiles en mi vida, pero ninguno como él. Sabrás por lo menos por dónde anda.

—No.

—¿Y quieres saberlo?

—No.

—Pues da gracias a Dios.

—Necesito trabajo, Thelma.

—Ya tienes. No me digas que has dejado Bobby's…

—No, pero necesito algo mejor. Mejor pagado. No cobro propinas y tengo que comer allí me guste o no.

—En Bobby's cocinan como nadie. En ningún sitio vas a encontrar unos platos tan buenos.

—Lo sé, pero necesito un trabajo de verdad para poder ahorrar algo. Y no, no pienso volver a Lotus.

—De eso no te culpo. Tu familia está como una regadera. —Thelma echó la espalda hacia atrás, ahuecó la lengua para formar una pequeña chimenea por la que echar el humo.

Cee odiaba ese gesto, pero no dejó traslucir su asco.

—Mala puede ser. Como una regadera no.

—¿Ah, no? ¿No te pusieron Ycidra?

—Thelma —Cee apoyó los codos en las rodillas y dirigió a su amiga una mirada de súplica—, por favor, ayúdame.

—Vale, vale. Por cierto, fíjate que puede que vayas a tener suerte. Hace un par de semanas estuve en Reba's y da la casualidad de que me enteré de algo. Si alguna vez quieres saber algo que merezca la pena, pásate por ese salón de belleza. ¿Sabías que la mujer del reverendo Smith está embarazada otra vez? Tienen once críos y otro en camino. Ya sé que un pastor también es un hombre, pero ¡Dios mío! Tendría que pasar las noches rezando y no…

—Thelma, me refería a si habías oído algo de algún trabajo.

—Oh. Solo que una pareja de Buckhead, un barrio de las afueras… Reba me dijo que necesitaban otra chica.

—¿Otra chica para qué?

—Tienen una criada que también cocina, pero quieren una especie de sirvienta para ayudar a su marido. Es médico. Gente bien.

—¿Algo así como una enfermera quieres decir?

—No, solo una ayudante. No sé. Con las vendas y el yodo, supongo. Pasa consulta en la casa, dijo la mujer. Así que estarías interna. Dijo que no pagan muy bien, pero como no cobran por la habitación, te compensa.

Desde la parada del autobús había una larga caminata, que sus zapatos de tacón blancos y recién comprados hacían más larga todavía. Sin medias, el calzado le producía rozaduras. Llevaba lo poco que poseía en una bolsa de plástico a rebosar y esperaba ofrecer un aspecto respetable en aquel bonito y tranquilo barrio. El domicilio del doctor Scott y señora resultó ser una casona de dos plantas con un precioso jardín como el de las iglesias. Un cartel con un nombre, parte del cual no sabía pronunciar, identificaba a su futuro patrón. No estaba segura tampoco de si debía llamar a la puerta principal o buscar la de atrás. Optó por esto último. Una mujer alta y corpulenta le abrió la puerta de la cocina. Extendió el brazo para coger la bolsa rebosante de Cee y sonrió.

—Tú debes de ser la chica por la que llamó Reba. Pasa. Me llamo Sarah. Sarah Williams. La mujer del médico te recibirá enseguida.

—Gracias, señora. ¿Puedo quitarme los zapatos primero?

Sarah sonrió.

—No sé quién habrá inventado los tacones, pero hasta que no nos quedemos cojas, no se va a quedar contento. Siéntate. Y deja que te dé un refresco de zarzaparrilla.

Cee se descalzó. Le tenía maravillada la cocina, mucho, mucho más grande y mejor equipada que la de Bobby's. Más limpia también.

—¿Podría decirme qué tendré que hacer? —preguntó tras unos sorbos de refresco.

—La señora Scott te contará una parte, pero el doctor es el único que de verdad lo sabe.

Tras pasar al cuarto de baño a refrescarse, Cee volvió a ponerse los zapatos y siguió a Sarah hasta una sala de estar que le pareció más bonita que un cine. Ambiente fresco, tapicerías de terciopelo de color ciruela, luz que se filtraba a través de unos pesados visillos de encaje. La señora Scott, cuyas manos descansaban en una almohadita y las piernas cruzadas por los tobillos, asintió y, con un dedo, invitó a Cee a tomar asiento.

—Cee, ¿verdad? —Su voz sonaba a música.

—Sí, señora.

—¿Eres de aquí, de Atlanta?

—No, señora. Soy de un pueblecito que queda más al oeste. Se llama Lotus.

—¿Tienes hijos?

—No, señora.

—¿Estás casada?

—No, señora.

—¿A qué iglesia perteneces? ¿O no perteneces a ninguna iglesia?

—Hay una Congregación de Dios en Lotus, pero no…

—¿Dan muchos brincos?

—¿Perdón?

—Da igual. ¿Has terminado los estudios?

—No, señora.

—¿Sabes leer?

—Sí, señora.

—¿Y contar?

—Oh, sí. Hasta trabajé de cajera una vez.

—Cariño, no es eso lo que te he preguntado.

—Sé contar, señora.

—Es posible que no te haga falta. No alcanzo a comprender el trabajo de mi marido, cosa que no me importa demasiado. Es más que un médico; es un científico y lleva a cabo experimentos muy importantes. Sus inventos ayudan a la gente. No es el doctor Frankenstein.

—¿El doctor qué?

—Da igual. Tú haz lo que él te diga y de la forma que él quiera y no te preocupes. Ahora, vete. Sarah te acompañará a tu cuarto.

La señora Scott se levantó. Su vestido era una especie de bata de seda blanca con mangas anchas que llegaba hasta el suelo. A Cee le pareció la reina de un lugar de película.

De vuelta en la cocina, Cee se fijó en que se habían llevado su bolsa de plástico y Sarah la animó a comer algo antes de instalarse. Abrió la nevera y eligió un bol de ensalada de patata y dos muslos de pollo frito.

—¿Quieres que te caliente el pollo?

—No, señora. Me gusta así.

—Sé que soy vieja, pero, por favor, llámame Sarah.

—De acuerdo, si usted quiere.

A Cee le sorprendió tener hambre. Era de poco comer y al verse rodeada de carne roja friéndose en la cocina de Bobby's, normalmente era indiferente a la comida. En esos momentos se preguntaba si con dos pedazos de pollo podría empezar siquiera a saciar su apetito.

—¿Qué tal ha ido la entrevista con la señora Scott? —le preguntó Sarah.

—Bien —dijo Cee—. Es amable. Muy amable.

—Ajá. Y es fácil trabajar para ella. Tiene un horario y ciertos gustos y necesidades, nunca cambia. El doctor Beau, así le llama todo el mundo, es todo un caballero.

—¿El doctor Beau?

—Su nombre completo es Beauregard Scott.

Oh, pensó Cee, así era como se pronunciaba el nombre del cartel.

—¿Tienen hijos?

—Dos hijas. No viven aquí. ¿Te ha dicho en qué consistirá tu trabajo?

—No. Dice que lo hará el doctor. Además de médico es científico, me ha dicho.

—Y es verdad. El dinero es de ella, pero él inventa cosas. Procura que le den licencia para muchas de ellas.

—¿Que le den licencia? —Cee tenía la boca llena de ensalada de patata—. ¿Como la de los soldados?

—No, niña, no. Como la de fabricar cosas; la patente, se llama. Del gobierno.

—Ah. ¿Hay más pollo, por favor? Está muy rico.

—Claro, cariño. —Sarah sonrió—. Te cebaré en un abrir y cerrar de ojos si te quedas lo suficiente.

—¿Han tenido más ayudantes? ¿Les dieron permiso para marcharse? —Cee parecía preocupada.

—Bueno, algunos se marcharon sin más. Solo recuerdo que despidieran a uno.

—¿Por qué?

—Nunca he sabido qué problema hubo. A mí me parecía correcto, simpático. Era joven y más sociable que la mayoría. Sé que discutieron y el doctor Beau dijo que en esta casa no quería compañeros de viaje.

—¿Es que hay que viajar?

—No, niña, es una manera de hablar. Fue tremendo, creo. El doctor Beau es un peso pesado entre los confederados. Su abuelo fue un héroe muy reconocido y murió en una famosa batalla en el norte. Toma una servilleta.

—Gracias. —Cee se limpió los dedos—. Ay, ya me encuentro mucho mejor. Dígame, ¿cuánto tiempo lleva trabajando aquí?

—Desde los quince años. Y ahora, si tienes la bondad, voy a enseñarte la habitación. Está en el sótano y no es muy grande, pero para dormir es tan buena como otra cualquiera. El colchón es digno de una reina.

El sótano quedaba unos pocos pies por debajo del porche delantero, más parecía un bajo que un sótano propiamente dicho. En un pasillo y no muy lejos del despacho del doctor estaba la habitación de Cee, impecable, estrecha y sin ventanas. Más allá había una puerta con cerrojo que daba a lo que Sarah denominó refugio contra bombardeos, totalmente aprovisionado. Había dejado la bolsa de Cee en el suelo. Dos uniformes pulcramente planchados la saludaron desde el colgador de la pared.

—Espera a mañana para ponértelos —dijo Sarah, ajustando el inmaculado cuello de uno de ellos, confeccionado por ella.

—Oh, qué bonito. Mire qué mesita.

Cee se fijó en el cabecero de la cama y, con una sonrisa, lo tocó. Arrastró los pies sobre la pequeña alfombra extendida junto a la cama. Después de asomarse a un biombo para ver el retrete y el lavabo, se dejó caer sobre el colchón y apreció con placer su grosor. Cuando volvió a estirar las sábanas y comprobó que la colcha era de seda, le dio la risa tonta. Fastídiate, Lenore, pensó, ¿qué tal duermes en tu viejo camastro? Al recordar el fino colchón lleno de bultos de la cama de Lenore, no lo pudo evitar y se rió con exultante alegría.

—Chist, niña. Me alegro de que te guste, pero no te rías tan alto. Aquí no está bien visto.

—¿Por qué?

—Ya te lo contaré en otro momento.

—¡No, Sarah, por favor, cuéntemelo ahora!

—Bueno. ¿Te acuerdas de que te he dicho que tienen dos hijas? No viven aquí, están en otra casa. Tienen las dos una cabeza enorme. Cefalitis, creo que se llama. Que una la tuviera ya sería una pena, pero las dos… Bendito sea el Señor.

—Qué pena, Dios mío —dijo Cee, y pensó: Supongo que por eso inventa cosas, quiere ayudar a otros padres.

A la mañana siguiente, tras conocer a su patrón, a Cee le pareció serio pero amable. El doctor Beau, que era bajo y tenía muchas canas, se sentaba muy estirado en una mesa de despacho grande y pulcra. Lo primero que le preguntó fue si tenía hijos o se había acostado con algún hombre. Cee le respondió que había estado casada por poco tiempo, pero que no se había quedado embarazada. Al doctor pareció complacerle la respuesta. El trabajo de Cee, le dijo, consistiría principalmente en limpiar el instrumental y los equipos, mantener el orden y organizar las visitas de sus pacientes anotando nombre, fecha y hora de la cita, etcétera. Él llevaba su propia agenda en el despacho, que estaba separado del laboratorio/sala de investigación.

—Preséntate aquí mañana a las diez en punto —le dijo—, y estate preparada para trabajar hasta tarde si las circunstancias lo requieren. Y estate también preparada para la realidad de la medicina: a veces hay sangre y a veces hay dolor. Tendrás que mantener la calma y no perder los nervios. En ningún momento. Si lo consigues, todo irá bien. ¿Podrás?

—Sí, señor, podré. Seguro que sí.

Pudo. Su admiración por el doctor aumentó más si cabe al comprobar a cuántas personas pobres ayudaba, mujeres y chicas sobre todo. A muchas más que a las adineradas dientas del barrio o de la mismísima Atlanta. Era extremadamente atento con sus pacientes, escrupuloso con su intimidad excepto cuando invitaba a otro médico y colaboraban estrechamente. Cuando su entregada ayuda no servía de nada y alguna paciente se ponía mucho peor, la mandaba a algún hospital de beneficencia de la ciudad. Una o dos murieron a pesar de sus cuidados, pero colaboró en los gastos del funeral. A Cee le encantaba su trabajo: la hermosa mansión, el educado doctor y el salario —siempre el día convenido y nunca menor de lo acordado, como a veces pasaba en Bobby's—. A la señora Scott no la veía. Sarah, que se ocupaba de todas sus necesidades, decía que no salía nunca y que tenía cierta afición al láudano. La mujer del doctor pasaba la mayor parte del tiempo pintando flores a la acuarela o viendo series de televisión. Milton Berle y The Honeymooners eran sus favoritas. Había coqueteado con I Love Lucy, pero no soportaba a Ricky Ricardo y no pudo seguir viéndola.

Un día, a las dos semanas de haber empezado a trabajar, Cee entró en el despacho del doctor media hora antes de que él llegara. Las abarrotadas estanterías siempre le habían inspirado admiración y respeto. Examinó los volúmenes médicos con atención, pasando el dedo sobre algunos títulos: Out of the Night. Una novela de misterio seguramente, pensó. A continuación The Passing of the Great Race, y, al lado, Herencia, raza y sociedad.

Qué poco había aprendido en el colegio y de qué poco servía, se dijo, y se prometió sacar tiempo para leer sobre la «eugenesia» y entenderla. Aquel era un lugar bueno y seguro, lo sabía, y Sarah se convirtió en su familia, su amiga y su confidente. Compartían todas las comidas y a veces cocinaban juntas. Cuando en la cocina hacía mucho calor, comían en el jardín de atrás debajo de un toldo, olían las lilas recién florecidas y miraban las lagartijas que cruzaban el camino moviendo la cola.

—Vamos dentro —dijo Sarah una tarde muy calurosa de la primera semana—. Qué pesadas están hoy las moscas. Además, tengo unos melones que hay que comer antes de que maduren demasiado.

En la cocina, Sarah sacó tres melones amarillos de una cesta de fruta. Acarició uno con cuidado, luego otro.

—Machos —dijo con un resoplido.

Cee cogió el tercero y acarició su piel verde-amarilla antes de meter el índice en la pequeña hendidura que había quedado al cortar el tallo.

—Hembra —rió—. Este es hembra.

—Pues aleluya. —Sarah se unió a las risas de Cee con una risita sofocada—. Siempre será más dulce.

—Y más jugosa —añadió Cee.

—Si es por sabor, no hay quien supere a la niña.

—No hay quien la supere en dulzura.

Sarah sacó un cuchillo largo y afilado de un cajón, y anticipando ese dulzor delicioso, cortó a la niña en dos.