Mamá estaba embarazada cuando nos marchamos andando del condado de Bandera, Texas. Tres o quizá cuatro familias tenían coche o camioneta y los cargaron hasta los topes. Pero, recuerda, nadie pudo cargar con sus tierras, sus cultivos, sus animales. ¿Dará alguien de comer a los gorrinos o dejarán que se asilvestren? ¿Y el terreno que queda detrás del cobertizo? Hay que pasar el arado antes de que llueva. La mayoría de las familias, la mía también, anduvieron muchas millas antes de que el señor Gardener volviera para buscar a algunos después de dejar a los suyos en la frontera del estado. Tuvimos que llenar la carretilla para poder subir, amontonados, a su coche, mercadear objetos a cambio de velocidad. Mamá lloró, pero el niño que esperaba era más importante que las teteras, los tarros de conserva y la ropa de cama. Se conformó con la cesta de ropa que llevaba sobre las rodillas. Papá llevaba unas pocas herramientas en un saco y las riendas de Stella, nuestra yegua, a la que no volveríamos a ver. El señor Gardener nos llevó todo lo lejos que pudo y seguimos a pie un poco más. Yo llevaba suelta la suela del zapato hasta que papá la ató con el cordón de sus zapatos. Por dos veces, unos campesinos nos dejaron subir a sus carros. ¡Qué cansancio! ¡Qué hambre! Mira que he tragado bazofia en la cárcel, en Corea, en los hospitales, en alguna mesa y, alguna que otra vez, de cubos de basura. Nada, sin embargo, puede compararse a las sobras de las despensas. Escriba sobre eso, ¿por qué no lo hace? Recuerdo hacer cola en la iglesia del Redentor esperando un platillo de queso duro y reseco y ya enmohecido, pies de cerdo encurtidos unas galletitas rancias empapadas en vinagre.
Fue allí donde mamá oyó a la mujer que tenía delante explicarle a la voluntaria cómo se escribía y pronunciaba su nombre. Mamá dijo que era el más bonito que había oído nunca y que sonaba a música entre tanta discusión y tanto calor humano. Semanas más tarde, cuando el niño al que dio a luz en un colchón del sótano de la iglesia del reverendo Bailey resultó ser una niña, mamá la llamó Ycidra, procurando pronunciar las tres sílabas. Por supuesto, esperó los nueve días antes de bautizarla, para que la muerte no notara vida fresca y quisiera comérsela. Todos menos mamá la llamaban «Cee». El nombre siempre me pareció bonito, cómo se le ocurrió, cómo lo había atesorado. En cuanto a mí, no tengo los mismos recuerdos. Me llamo Frank por el hermano de mi padre. Mi padre se llamaba Luther, mi madre, Ida. Lo gracioso es nuestro apellido: Money. Pues, dinero, no tenemos.
No sabes qué es el calor hasta que cruzas la frontera de Texas con Luisiana en verano. Es imposible encontrar palabras que lo expresen.
Los árboles se doblan. Las tortugas se cuecen en su caparazón. Descríbalo si puede.